La concepción teológica de la salvación

[Ángel Cordovilla Pérez] Este artículo presenta los elementos fundamentales que ha de tener la concepción teológica de la salvación. Siendo conscientes de las dificultades del discurso teológico de la salvación, este ha de estar anclado en la comprensión del hombre como ser de necesidad, de deseo y de gracia. La comprensión cristiana de la salvación parte del movimiento de Dios viniendo a la historia para conducir al ser humano y toda la creación a la comunión con él. En este proceso histórico que va desde la creación hasta la consumación han de ser integradas las diversas categorías que la teología ha usado para hablar de la salvación (divinización, justicia, admirable intercambio, sacrificio, satisfacción, redención, transfiguración, etc.).

  1. Consideraciones previas

Pensar, reflexionar y hablar teológicamente de la salvación presupone, de alguna forma, participar de la experiencia de haber sido salvado, no de una forma plena y consumada, claro está, sino en su carácter incoado y sacramental. No se trata, por lo tanto, de hablar de una cuestión teórica más, sino de poner en evidencia una relación salvífica con la persona de Cristo que tiene la fuerza para liberarnos de cualquier situación negativa en la que podamos estar y a la vez conducirnos a aquella plenitud a la que por vocación divina hemos sido llamados.

El mensaje de salvación ofrecido por el cristianismo choca actualmente con dos grandes obstáculos en la mentalidad contemporánea. Al primero ya se refirió el teólogo jesuita francés Bernard Sesböué como el “malestar contemporáneo” […], la reducción del mensaje de la salvación a dos o tres categorías que remiten al mundo religioso y están fundamentalmente ligadas al valor salvífico de la muerte de Cristo (sacrificio, satisfacción, redención). El segundo tiene que ver con la percepción de que la salvación de la que habla hoy el cristianismo es algo así como “una oferta sin demanda”.

Con estas dificultades, la reflexión soteriológica actual se ha de elaborar desde la convicción de que la salvación se dice de muchas maneras, sin necesidad de encerrarse en unas determinadas categorías, especialmente en aquellas que al hombre de nuestros días le resulta difícil de comprender. Esto no significa que haya que rechazarlas sin más, sino más bien saberlas articular en un esquema orgánico, histórico y dinámico.

Aun siendo conscientes de que es legítimo optar por una de ellas e incluso crear alguna nueva (solidaridad, hospitalidad), nuestra propuesta es ofrecer un esquema que desarrollaremos más adelante en el que desde una perspectiva histórico-salvífica se pueden integrar muchas de las imágenes clásicas que pueden seguir siendo significativas para el hombre de hoy. Hoy es comprensible que pensemos la salvación en términos de salud, bienestar y felicidad. La teología no rechaza este punto de partida, más aún, ha estado siempre presente desde sus desarrollos bíblicos hasta hoy. No obstante, desde su comprensión del ser humano, de Dios y de Cristo, como veremos, ha de entender este término y esta realidad en toda su altura, anchura y profundidad. La palabra salus dice integralidad, plenitud, vida cabal y consumada, por lo que en su comprensión ha de integrarse la superación de situaciones negativas (redención, liberación, rescate, sanación), el logro de los anhelos y deseos humanos radicales (justicia, sabiduría, belleza, verdad, bondad) y el estado de plenitud de una vida, con su entorno, consumadas (divinización, transfiguración, recapitulación).

  1. El anclaje antropológico de la salvación

El anuncio de la salvación cristiana y su comprensión teológica, en este sentido, ha de estar anclado antropológicamente, es decir, ha de mostrar que aquello que anuncia como salvación para el hombre viene a injertarse en el dinamismo fundamental de su naturaleza como ser de necesidad, de deseo y de gracia. El ser humano es esencialmente una criatura enigmática y paradójica que se pregunta por el sentido de su existencia y el destino de su vida. Ambas preguntas, por el sentido y el destino, constituyen el punto de partida para todo discurso o doctrina sobre la salvación. El hombre es una criatura finita y contingente, frágil y vulnerable. Tanto en el orden de las realidades materiales, psíquicas, como espirituales. Pero no sólo necesita salvación desde la experiencia de contingencia, de finitud y de culpabilidad, sino como un ser de deseo y de plenitud, cuya consumación de ambos él no puede darse plenamente a sí mismo. Esa plenitud es una realidad que desea, pero que paradójicamente tiene que acoger y recibir como un regalo y un don, como una gracia, pues ese deseo no puede ser nunca plenamente satisfecho desde el dinamismo inmanente de la propia realidad creada.

  1. ¿Qué entiende el cristianismo por la salvación?

La salvación es el proceso iniciado por Dios viniendo al hombre en la historia para conducirlo y llevarlo a su plenitud de vida en la comunión con él. La salvación vista desde Dios es un proyecto, un deseo, un designio original, pensado y previsto de antemano por él que, con toda la decisión de su voluntad, quiere llevarlo a cabo por medio de su Hijo y de su Espíritu (cfr. Ef 1,3-14). Este proceso histórico, que nace en Dios y a Dios vuelve, es lo que constituye la doctrina cristiana sobre la salvación. En esta definición aparecen tres protagonistas esenciales (Dios, hombre y Cristo) en una historia común, cuya relación mutua se realiza en un doble movimiento (descendente y ascendente) donde Dios siempre tiene la iniciativa y es la condición de posibilidad de la acción responsorial del hombre. Esta historia se despliega finalmente en un ritmo trinitario, en donde queda incluido todo el camino de la salvación y las diversas categorías que a lo largo de la historia de la teología se han utilizado para hablar de la salvación como, por ejemplo, paideia, divinización, iluminación, justicia, liberación, admirable intercambio, expiación, satisfacción, rescate y victoria, reconciliación, glorificación, recapitulación, comunión… Cualquiera de estas categorías que la teología ha utilizado para hablar de la salvación no puede absolutizarse, sino que ha de comprenderse desde este marco global de significación que es la entera historia de la salvación y en relación con el resto de las imágenes y conceptos. En este amplio horizonte no cabe duda de que el centro de la experiencia cristiana ha sido el pro nobis cristológico (Mc 10,45) que nos revela el Deus pro nobis teológico (Rom 8,31) como quicio de nuestra salvación. Desde aquí, la experiencia cristiana ha vuelto su mirada sobre la creación y ha redefinido su origen como una “pre-destinación” a ser imágenes de su Hijo (Rom 8,29) antes de la creación del mundo (Ef 1,3) y ha descifrado su futuro como glorificación (Rom 8,30), recapitulación de todas las cosas en él (Ef 1, 10).

  1. Dios, hombre y Cristo

La salvación es una realidad transversal de la teología cristiana. No se refiere a un aspecto concreto y determinado de la teología, sino a toda ella, desde el punto de vista de su relación salvífica con y por nosotros. Desde este punto de vista presupone una comprensión de Dios, del hombre y todo lo que su realidad comporta y Cristo en su relación con el Espíritu y la Iglesia. Cualquier comprensión de la salvación deberá tener en cuenta estos tres protagonistas que entran en juego: Dios, Cristo-Espíritu, hombres. Sin ellos no hay salvación. Cada uno tendrá su lugar y su papel, pero la salvación se produce cuando los tres protagonistas con su libertad entran en juego. Unos protagonistas que no pueden ser entendidos de forma aislada y autónoma, sino en relación y en su referencia mutua.

Estos tres protagonistas son esenciales para entender el acontecimiento de la salvación. Pero no se sitúan en él de una forma equivalente. La salvación acontece en un doble movimiento de Dios hacia el hombre y del hombre hacia Dios. Como mediador entre ambos está Cristo, ya sea contemplado como Dios en persona ofreciendo la salvación a los hombres o como representante de los hombres que responden acogiendo la salvación de Dios. La salvación puede ser pensada en cualquiera dirección de este doble movimiento, pues ambos son necesarios para que se realice el acontecimiento salvífico.

  1. La pregunta por la salvación

La teología de la salvación ha surgido y se ha desarrollado a lo largo de la historia a través de una pregunta. La clásica y más conocida fue la que formuló el monje benedictino Anselmo de Canterbury en el siglo XI, Cur Deus homo (¿Por qué Dios se ha hecho hombre?), aun cuando esta pregunta ya se la había hecho antes la teología. Con él se considera que comienza la historia de la soteriología, como forma explícita y sistemática de comprender la salvación. En realidad, esta pregunta se ha ido configurando de forma diversa a lo largo de la historia.

Una cosa es clara. La pregunta clásica de la soteriología hoy ha perdido actualidad o se ha vuelto enormemente problemática, ya que, por un lado, la encarnación de Dios ha sido convertida en un mito o un símbolo de su amor y, por otro, parece, como ya hemos dicho, que el hombre contemporáneo no siente inmediatamente la necesidad de ser salvado, al menos en esta perspectiva cristiana y religiosa. Sin embargo, si estamos atentos al lenguaje de los hombres, podemos percibir que no se ha apagado el anhelo o la pregunta por la salvación entendida como la seguridad definitiva, la felicidad plena, el sentido último y el destino consumado de la vida humana, del hombre y de todos los hombres, de toda la realidad creada. Porque si esta pregunta no se diera, el hombre habría dejado de ser realmente hombre. La pregunta por la salvación ya no reza Cur Deus homo, sino más bien Cur homo Deus. Es decir, ¿por qué el hombre quiere seguir siendo Dios?; ¿por qué juega a ser Dios? y, sobre todo, ¿por qué aspira a vivir cómo él? Este replanteamiento de la pregunta coincide, en el fondo, con el corazón del mensaje cristiano. Según el cristianismo el hombre ha sido creado por Dios para ser divinizado.

Por esta razón, teológicamente hablando, hay que ser conscientes de que, para responder a la pregunta por la salvación, debemos contestar también a otras que están estrechamente ligadas a ella: ¿Qué es el hombre y qué es lo que necesita para llegar a la plenitud de aquello que está llamado a ser y que forma parte de su definición? ¿Necesita luz para ser libre y atreverse a pensar y a vivir por sí mismo de una manera autónoma? ¿Necesita implicarse activamente en un proceso liberador que destruya las estructuras que le oprimen y así crear espacios de verdadera libertad e igualdad? ¿Necesita una fuerza interior que, siéndole concedida gratuitamente, pero afincándose realmente en su corazón pueda superar el verdadero poder que lo esclaviza y atenaza como el pecado y la muerte? ¿Necesita a Dios en persona para llevar a una plenitud desbordante y sorprendente los anhelos y esperanzas que anidan en su corazón?

Cada generación, dependiendo de su propia comprensión del ser humano, de la imagen de Dios y del mundo, tenderá a privilegiar aquellas que se acercan a su cosmovisión, a dejar en la penumbra las que le parecen irrelevantes y arcaicas, representantes de etapas anteriores y, en fin, a rechazar aquellas otras que, por indignas tanto de la imagen de Dios como del hombre, merecen el destierro definitivo. A esta tarea de discernimiento cultural ha de contribuir la teología para asumir las preguntas legítimas, purificar las imágenes manchadas y provocar con su mensaje siempre nuevo. En esta tarea nos jugamos que el cristianismo siga apareciendo ante los hombres como religión de salvación.

*Extracto de un artículo publicado en Razón y Fe (abril 2023); el texto completo es accesible en PDF en la web de la revista.