La complejidad hermenéutica de la violencia

[Jesús Romero Moñivas, Universidad Complutense de Madrid] Tratar de manera teórica y racional la violencia siempre es una tarea compleja porque supone el compromiso de buscar la racionalidad y causalidad de algo que a menudo catalogamos de irracional y patológico. Sin embargo, los datos empíricos muestran la ubicuidad de las conductas violentas a lo largo del espectro evolutivo, no como una excepcionalidad sino, más bien, como la pauta común de muchas de las dimensiones de la vida animal y humana. Como insistía Norbert Elías lo extraordinario y excepcional no es la violencia, sino la pacificación. Esto no supone, sin embargo, que el científico deba “legitimar” moralmente la violencia, sino solamente que debe de tratar de “explicarla” dotándola de un sentido, sin relegarla apresuradamente al ámbito de lo patológico y lo inmoral. Si la violencia es inherente a la naturaleza o una degradación fundamental de ella no es algo que pueda dirimir la ciencia, centrada como está en comprender aquello que es, sin postular lo que debió o debería ser. Esta limitación epistemológica y metodológica no dice nada acerca de la ontología metafísica de la violencia. No obstante, sí que nos impone un compromiso ontológico: considerar la violencia con seriedad y densidad reales. Es decir, como algo que es y no como algo que ojalá no fuera.

Desde este punto de vista, podría considerarse a la violencia como una estrategia conductual disponible en cuya significación están presentes elementos biológicos, culturales y contextuales, dimensiones conscientes e inconscientes, y procesos cognitivos y emocionales. Vistas así las cosas la violencia tiene que ser analizada como cualquiera otra de las complejas estrategias conductuales. Esto significa que es un “acto” que procede de la compleja agencia de un sujeto y que no es un mero “hecho” epifenoménico que emergería de manera cuasi inercial desprovisto de significación subjetiva. De ahí la importancia de entender los actos violentos dentro de marcos de referencia (frameworks) y significación, que permitan recolocarlos epistemológicamente en un sujeto social, moral y biológicamente “sano”, por más que puedan encontrarse también —sin duda— elementos degradantes, perversos y patológicos rodeando a muchos de esos actos violentos (de la misma manera que esos elementos degradantes se encuentran en dimensiones humanas excelsas como la moral, la religión, el amor o el arte). Una cuestión muy relevante es situar el análisis de la violencia dentro de lo que denomino el triángulo etiológico, es decir, la imbricación causal de los tres grandes factores clásicos: biología, cultura y estructura social/ambiente. La violencia siempre será el resultado de la integración de los tres. En algunos casos uno de los factores será el más primordial y los otros estarán presentes en menor medida, y a la inversa. La legitimidad epistemológica de la existencia de explicaciones más centradas en lo biológico, lo cultural o lo estructural no invalida que, de hecho, en la especificidad de un acto violento siempre estén presentes los tres factores.

De este modo, considerar la complejidad hermenéutica asociada a la violencia hace difícil una definición unívoca. El acto violento puede manifestarse de muy diversas formas (a qué se dirige, en qué escala, con qué temporalidad o con qué grado de simetría), materias (física, simbólica, estructural, psicológica), modos situacionales (ferocidad, frialdad, burocratización, aceptación voluntaria o ascética) e intencionalidades (expresividad simbólica o utilidad instrumental). Pero, además, la definición teórica y la valoración axiológica están dialécticamente entrelazadas, de tal manera que no siempre es fácil distinguir entre lo que es la violencia y lo que valoramos que es. Los cambios histórico-culturales modifican lo que debe ser considerado como violencia en cada época histórica; pero también el contexto situacional modula hermenéuticamente la definición/valoración de los actos violentos. Por lo tanto, la violencia está sujeta a los mismos procesos de construcción social que cualquier otra dimensión humana.

Por eso, quizá, una de las cuestiones teórico-empíricas más interesantes de este proceso de construcción sea el que gira en torno al mecanismo de legitimación de la violencia, que  trata de conseguir su desvinculación moral. Mediante este proceso cognitivo los individuos o grupos desactivan selectivamente sus evaluaciones morales para justificar o racionalizar un comportamiento violento. Este proceso de desvinculación moral se consigue a través de diferentes mecanismos según se centre en alguna de las cuatro dimensiones del acto violento: el acto en sí mismo (re-conceptualizando el acto violento como algo honorable), la víctima (re-categorizando a la víctima como susceptible legítimamente de ser violentada), el actor (desplazando a otros o difuminando la responsabilidad propia en medio de otras múltiples causas) y las consecuencias del acto (minimizando el impacto de la violencia ejercida). De esta manera se consigue desactivar el aspecto negativo o censurable de la violencia, resaltando su aspecto positivo o, al menos, negándole seriedad y densidad real.

Esta construcción social de la violencia se manifiesta en la circularidad hermenéutica entre la víctima, el victimario y el contexto social en el que ambos habitan simbólicamente. En tanto que la violencia es un acto relacional, su significación es un problema en el que se entrecruzan la intencionalidad (volitiva y cognitiva) del agresor y la recepción interpretativa de la víctima. ¿Qué ocurre si para la víctima algo es violencia mientras que no lo es para el agresor que ni deseaba ni pretendía dañar? ¿Qué sucede si para el agresor hay intencionalidad violenta pero la víctima no lo considera de ese modo? Y ¿qué ocurre si ni el agresor ni la víctima consideran que hay intencionalidad violenta, pero “otros” sí lo creen? Este último caso hace que el contexto pueda dotar de manera vicaria una significación violenta a un acto relacional que ni para el agresor ni para la víctima puede ser tenido por tal (como en algunos casos de abusos a menores o discapacitados, a mujeres que sufren violencia de género, o incluso en algunas circunstancias en las prácticas sadomasoquistas). De todos modos, lo importante es que cuando entran en juego contextos externos cabe la posibilidad de que esos propios contextos estén internamente escindidos a la hora de dotar o no de significación violenta a determinados actos. Por ello, la desnudez factual del acto violento es un espejismo. No hay violencia sin interpretación del agresor, la víctima y el contexto que rodea a ambos.

Donde quizá esto sea percibido de manera más paradójica sea en las prácticas de auto violencia. ¿Dónde comienza realmente el concepto de auto-lesión o auto-maltrato psicológico y físico? Las prácticas ascéticas, los cilicios, las disciplinas, las promesas en santuarios marianos de personas caminando de rodillas o descalzas y sangrando, el consumo de alcohol y drogas, las malas prácticas alimenticias, la vida sedentaria, el estrés laboral, la obsesión por el ejercicio o la dieta saludable, etc. ¿son una forma de auto-maltrato físico o psicológico? De hecho, en la auto-violencia puede producirse un conflicto de racionalidades o de fines evolutivamente cableados en el individuo. Contra lo que habitualmente se considera, el instinto de supervivencia física no siempre prevalece frente a otros. El instinto de supervivencia física puede ser relegado a segundo plano frente a instintos tribales, instintos espirituales, instintos de pertenencia, instintos sexuales, instintos de reconocimiento social, etc. Incluso específicamente en relación con las auto-lesiones, la práctica clínica y los informes de los propios sujetos han revelado diversos fines o sentidos por los que el individuo las justifica: regulación afectiva, auto-castigo, comunicación, castigo hacia otros, conseguir control o deseo de morir como en el caso extremo del suicidio.

En definitiva, son muchas las razones que existen para ejercer la violencia: odio, venganza, deseo, poder, fe, ideología, territorialidad, lucro, placer, diversión, etc., que dotan de significación a nuestros actos dependiendo de la época histórica, de nuestros valores, ideologías y creencias religiosas. Las prácticas discursivas y hermenéuticas pertenecen a la propia realidad de la violencia. Por ello, para entender la realidad de la violencia hay que asumir la pluralidad de significaciones simbólico-discursivas que la acompañan, modificando la propia experiencia de ejercerla y de sufrirla. Si queremos como proyecto ético minimizar el alcance y la intensidad de la violencia, antes hay que entenderla como una estrategia conductual con significación propia y no como un mero subproducto de una sociedad degradada y una naturaleza humana pervertida.

*Para un desarrollo extenso de las ideas de este post puede verse el artículo publicado por el autor en Razón y Fe, nº 1466, “La naturaleza polimórfica de la violencia y el problema de su significación”.