[Por Leandro Sequeiros] En los ambientes cristianos conservadores de lengua inglesa parece tomar cada vez más fuerza lo que en el siglo XIX se denominó la Teología Natural (Natural Theology). Con una actitud en exceso apologética, intentan mostrar contra los que llaman “nuevos ateos” que la Ciencia lleva a Dios y que, por tanto, el ateísmo no es sostenible ni siquiera desde el punto de vista filosófico. Sin embargo, en los países latinos la llamada Teología de la ciencia parece ser un concepto emergente. Los defensores de la Teología de la ciencia intentan comprender las razones de los que hoy se manifiestan como ateos, y desde una concepción más abierta de lo que es el conocimiento científico basados en una epistemología cercana a los planteamientos del racionalismo crítico (Popper, Kuhn, Lakatos, Toulmin) y desde una teología kenótica, tienden puentes con otras tradiciones religiosas y antirreligiosas.
Los medios de comunicación se han hecho eco en estos años del avance, sobre todo en países anglosajones, de teologías cristianas conservadoras que se acercan a posturas calificadas por algunos como “fundamentalistas”. Según éstas, los contenidos de la Biblia, tal como son formulados, deben ser entendidos literalmente, y deben ser considerados como ciencia que debe anteponerse a las propuestas de los científicos. Con ello niegan la posibilidad, no solo de un diálogo sino también de un encuentro entre el pensamiento científico (tanto de las ciencias de la naturaleza como de las ciencias sociales y humanas) y la construcción racionalizada de la experiencia religiosa como es la Teología.
Frente a estas teologías de corte “fundamentalista” aparecen esfuerzos personales y colectivos que buscan un diálogo y un encuentro que superen los aparentes conflictos entre las ciencias profanas y la religión. Estas teologías pretenden una reflexión constructiva encaminada a “tender puentes” entre las culturas científicas emergentes y las formulaciones de las convicciones de la fe. Estos intentos de diálogo y encuentro interdisciplinar pueden dar lugar a reformulaciones de algunas tesis teológicas en función de los avances del conocimiento científico. A este conjunto de tareas se denomina con la expresión “Teología de la Ciencia”.
Este concepto no es un simple ejercicio de agudeza intelectual. Mantenemos aquí que en la cultura que domina en nuestra sociedad existen unos elementos de cientificismo borroso que para muchas personas supone una traba importante para sus creencias tradicionales.
Y por otra parte, muchos perciben que algunos planteamientos de la Teología aparecen desfasados respecto a los avances de las ciencias, lo que da lugar al desprestigio de la Teología y por ello, de su expresión social como son las religiones. Todo esfuerzo por educar en la fe a la comunidad cristiana teniendo en cuenta los avances de las ciencias modernas, supone hoy un reto para las Facultades de Teología y los centros que pretenden un diálogo entre la fe y la cultura, entre la fe y la justicia. De aquí los aspectos pastorales de la “Teología de la Ciencia”.
Antecedentes: el conflicto entre ciencia y religión en el siglo XIX
A lo largo de la historia del pensamiento científico siempre han aparecido momentos y problemas conflictivos entre los avances del conocimiento racional y las religiones que en muchos casos no se han resuelto satisfactoriamente y cuyas heridas han estado abiertas muchos años. Ya desde la misma época griega se dieron conflictos entre filosofías naturales y las antiguas visiones religiosas. Mas tarde, en los siglos XVI-XVII, los casos de Giordano Bruno, Copérnico y Galileo fueron causa de conflictos y condenas ante la imposibilidad aparente de acuerdos. A mediados del siglo XIX en Europa y en América (y también en España), el debate sobre las obras de Charles Darwin y sus propuestas sobre el evolucionismo y el origen humano dan lugar a nuevos conflictos entre la ciencia y la religión, entre la fe y la razón. Pero si hasta entonces los conflictos se resolvían a escala privada o local, con Darwin y el darwinismo ese conflicto cobra un carácter más universal y persistente. Se puede afirmar que siempre existieron conflictos. Pero nunca, como entonces, alcanzaron tal amplitud social. Esta situación es la que se continúa en la actualidad, de modo que la prensa y los demás medios de comunicación se convierten en foros de debate sobre los conflictos entre ciencia y religión.
El largo camino de un conflicto que parecía no tener solución
La convicción de que entre la fe y la ciencia, de que entre el pensamiento moderno y la teología, no puede haber componendas se va extendiendo cada vez más en el siglo XIX. Una brecha, que deviene en abismo que parece insalvable, separa más y más el pensamiento racional y científico del pensamiento elaborado por las religiones, las iglesias cristianas y los teólogos. Y van a ser muy pocos los que en el siglo XIX intenten “tender puentes” de diálogo.
Se considera que es a partir de 1859, el año de la publicación por parte del naturalista Charles Robert Darwin (1809-1882) de El Origen de las Especies por la Selección Natural, cuando se enconan aún más las heridas abiertas desde la época de la Ilustración. El libro venía precedido por el escándalo provocado por la publicación en 1898 de la breve nota Extracto de una obra inédita sobre el concepto de especie firmada por Darwin y el entonces joven naturalista Alfred Russell Wallace (1823-1914). En ella, la Selección Natural parecía suplantar al Creador y a la Providencia divina.
De hecho, los 1250 ejemplares de la primera edición de El Origen de las Especies por la Selección Natural se agotaron el primer día de venta, el 24 de noviembre de 1859 provocando escándalo e ira entre clérigos y conservadores. Pero tras unos años de mayor silencio sobre el problema de la evolución, Darwin volvió a escandalizar a los creyentes y a los “bien pensantes” al sacar a la luz en 1871 su obra La Descendencia del Hombre y la Selección Sexual, a la que siguió en 1872 La Expresión de las emociones en el Hombre y en los animales.
La polémica pasó a la calle, a los ciudadanos y sobre todo a las clases obreras, cuando en 1874 se publica en Inglaterra un libro no exento de exceso de apasionamiento en el que se resaltaban de forma exaltada y sin horizontes de solución los conflictos entre el conocimiento que da la ciencia y las doctrinas de las religiones.Se trata del libro de John William Draper (1811-1882) titulado Historia de los conflictos entre la Religión y la Ciencia.
La publicación en Inglaterra del libro de J. W. Draper venía, pues, precedido por una estruendosa polémica en la que, más allá de la argumentación científica, se enfrentaban dos concepciones del mundo, dos modos de entender la realidad. En el fondo, entraban en conflicto dos posturas religiosas, ideológicas y políticas que se antojaban irreconciliables: la postura científica, progresista, materialista, darwinista y atea, y la postura religiosa, conservadora, espiritualista, antidarwinista y creyente.
El conflicto entre ciencia y religión se extiende por España en el siglo XIX
En España, las cosas suelen llegar con retraso pero no por ello enfriadas de polémica y de confrontación. A pesar de que ya a finales del período isabelino se había comentado en España la teoría de Darwin, la difusión y debate sobre el evolucionismo en la comunidad científica española no se inició hasta el llamado Sexenio Revolucionario (1868-1874).
Sin embargo, a pesar de los debates que surgieron sobre los contenidos de El Origen de las Especies, la primera traducción al castellano de obras de Darwin fue la de El Origen del Hombre; la selección natural y la sexual, que apareció en Barcelona en 1876 en versión recortada. Pero su recepción no estuvo exenta de polémicas.
Un suceso acontecido en Granada en el otoño de 1872 va más allá de la anécdota y puede ser significativo para entender el ambiente tenso de aquellos años. En el discurso inaugural del año académico 1872-1873, el Catedrático de Historia Natural del entonces Instituto de Segunda Enseñanza de Granada (ahora IES Padre Suárez), D. Rafael García Álvarez se exaltaba la figura de Darwin. El catedrático defendió una concepción evolutiva del ser humano, situándolo en el grupo de los primates: “El hombre es para nosotros la naturaleza con conciencia de sí misma. Resultado de millares y millares de siglos de una paciente elaboración de las fuerzas creadoras de la vida, es su más grande y gloriosa manifestación”.
Las ideas manifestadas en este discurso fueron muy mal acogidas por los estamentos religiosos de la ciudad de Granada, resultando escandalosas. Por ello, el entonces Arzobispo de Granada, D. Bienvenido Monzón Martín y Puente, reaccionó con presura e hizo pública el 23 de octubre de 1872 (muy pocos días más tarde) una censura sinodal y condenación del “discurso herético leído en el Instituto de Granada” (sic).El texto de condena finaliza de este modo: “En vista de todas estas definiciones, el Sínodo juzga el mencionado escrito como “herético, injurioso a Dios y a su providencia y sabiduría infinitas, depresivo para la dignidad humana y escandaloso para las conciencias”(sic)”.
El sector más conservador de la Iglesia española unió sus fuerzas contra esta teoría. Incluso, los argumentos esgrimidos procedían de fuentes científicas antidarwinistas (que sí las hubo, y fuertes), como D. Juan Vilanova y Piera (catedrático de Paleontología en Madrid), Louis Agassiz, Adolphe Brongniart, el suizo Ch. T. Aeby, y otros.
Entre las críticas más “ilustradas” al evolucionismo darwinista citemos la figura de fray Zeferino González (1831-1894), cardenal-arzobispo de Sevilla. En sus Estudios religiosos, filosóficos, científicos y sociales (1873) describe el darwinismo como materialismo disfrazado. Zeferino González fue uno de los participantes en el Primer Congreso Católico Nacional Español, celebrado en Madrid en 1889. Allí atacó a los prehistoriadotes y sus métodos lo que provocó una ruda polémica con José Rodríguez Carracido (1856-1928) catedrático de Farmacia de la Universidad Central. Para más datos, nos referimos al ya citado libro de Diego Núñez sobre El Darwinismo en España.
En esos años, los textos a favor y en contra del darwinismo están atravesados de apasionamiento, primando las posturas previas y la agresión por encima del deseo de diálogo y comprensión de las posturas de los demás. Toda una lección de lo que hoy no debería repetirse en el diálogo entre la ciencia y la fe.
La traducción española de la obra de Draper y su difusión
En este clima tenso se publica en España en 1876 la traducción del libro de Draper en el que se reafirma, a partir de la descripción (tal vez sesgada) de muchos casos concretos, la imposibilidad de conciliar la ciencia moderna con las creencias religiosas. La primera edición castellana fue traducida directamente del inglés por Augusto T. Arcimis y se agotó rápidamente.
En esos años tuvo una amplia difusión como una herramienta de transmisión de las ideas materialistas, ateas y progresistas que se pensaban incompartibles con cualquier concepción religiosa del mundo. Eran tiempos en los que la ciencia y la religión transitaban por caminos no solo divergentes sino también incompatibles.
La respuesta apologética de la Iglesia española del siglo XIX y parte del XX a las ideas darwinistas y evolucionistas ha sido estudiada por el profesor Francisco Pelayo. Esto explica (aunque no justifica) la actitud antidarwinista que mostró la revista jesuítica Razón y Fe desde su fundación en 1901. Varios son los puntos en los que obispos y teólogos se oponen a las ideas evolucionistas sobre la condición humana: se opone a la doctrina de la Biblia, promoviendo una visión materialista del hombre; se opone a la idea creacionista y niega al Dios creador, por lo que es una visión atea; se opone a la existencia de la Providencia de Dios que tiene un designio (diseño) divino que es negado y sustituida por la selección natural; se opone a una visión teológica del ser humano rebajándolo a la condición de animal; y se opone a la existencia del pecado original. Estos son los argumentos que se esgrimen por los estamentos eclesiásticos de la época.
También es cierto que no siempre las comunidades científicas han sido sensibles a planteamientos que rebasaban los límites de toda ciencia. En España resta aún un “positivismo resistente”, sobre todo en algunos sectores del mundo universitario.
La emergencia de la Teología de la Ciencia
Durante el siglo XX, las relaciones entre la Ciencia y la Religión, entre la imagen racional y científica de un mundo regido por leyes autónomas y en evolución, y la imagen religiosa y teológica de un mundo “creado” por Dios, no han sido fáciles. Pero en estos últimos años, sobre todo tras el Concilio Vaticano II (y la asimilación de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes), sectores aún minoritarios del mundo científico y sectores aún minoritarios del pensamiento teológico han iniciado un acercamiento que comenzó con el diálogo, continuó con la búsqueda de lenguajes comunes (el diálogo interdisciplinar) y se dirige hacia un encuentro que pueda integrar posturas aparentemente separadas.
Posturas actuales ante las relaciones entre la Teología y las Ciencias profanas
Puede decirse que hoy no existe una postura monolítica y cerrada dentro del mundo científico ante la posibilidad de un acuerdo entre ciencia y religión. En un intento de sistematización de las posturas, podemos adoptar las ideas de un físico, Ian G. Barbour,que ha dedicado gran parte de la última parte de su vida a la reflexión entre la ciencia y la teología. Éste sistematiza en cuatro las posturas históricas que han relacionado la fe cristiana y la ciencia:
- Conflicto: la postura que ahonda en el conflicto (y por tanto, en la imposibilidad de un diálogo) se dio sobre todo en el siglo XIX bajo la influencia del libro de J. W. Draper, Historia de los conflictos entre la Religión y la Ciencia. Esta lucha abierta, se alimentó, por un lado, de una postura de grosero materialismo científico, y por otro lado, de un literalismo bíblico fundamentalista que hacía imposible cualquier tipo de encuentro. Esta postura sigue presente también hoy en algunos grupos científicos de factura más positivista y materialista. Pero también por parte de sectores religiosos existen posturas intransigentes que perciben en las ciencias una amenaza a la Teología.
- Independencia: otra de las posturas ente fe cristiana y ciencia es la de la independencia, tal como ha defendido modernamente Stephen Jay Gould. Según ella, son dos magisterios diferentes, con metodologías diferentes y objetivos diferentes y por ello nunca se pueden encontrar. Muchos cristianos evangélicos y cristianos conservadores propugnan esta postura. Ciencia y religión no se encuentran y tan científica es la ciencia de la evolución como la ciencia de la creación.
- Diálogo: la postura del diálogo supone unas relaciones constructivas entre ciencia y religión que deben superar los conflictos o la independencia. Se sitúa gradualmente hacia una mayor postura de integración, como veremos. El diálogo presupone la aceptación por ambas partes los límites del conocimiento científico y del conocimiento teológico, y explora las semejanzas entre los métodos de la ciencia y de la religión y analiza los conceptos puente que permiten unas relaciones transdisciplinares.
- Integración: como culmen de este proceso de diálogo está la emergencia de formulaciones nuevas que constituyen lo que se denomina interdisciplinariedad, un intento de reelaboración conceptual y metodológico que permite aceptar la complementariedad de saberes dentro de un universo de límites difusos pero que acepta la legítima autonomía de cada disciplina. No se trata tanto de lanzar puentes cuanto de construcción tolerante y plural de interpretaciones del mundo siempre provisionales y éticamente elaboradas. En el pasado, fue la llamada Teología Natural la que estableció constructos teológicos asentados desde los datos de las ciencias empíricas. Más modernamente está el intento denominado Teología de la Ciencia, según la cual los conceptos teológicos se reelaboran dentro de los macroparadigmas elaborados por las ciencias, de modo que sean comprensibles a los humanos de nuestra época.
Qué se quiere decir al hablar de Teología de la Ciencia
Dentro del mundo de habla hispana el concepto “Teología de la Ciencia” es un concepto emergente. Una búsqueda en Internet ha dado como resultado unas 17.000 páginas en que se cita este concepto. Son frecuentes los trabajos en el mundo anglosajón que abordan la posibilidad del diálogo y del encuentro entre las ciencias y la teología. Para muchos filósofos, científicos e incluso pertenecientes a religiones, no hay posibilidad de acuerdo, diálogo ni encuentro entre el conocimiento científico y la religión o la teología. Como mucho, se puede llegar a un pacto de no agresión. Algunos lo justifican diciendo que el método auténtico del conocimiento es el de la racionalidad científica, el método hipotético deductivo. Y que la religión pertenece al campo de las convicciones no demostrables.
Desde la perspectiva más eclesial, el acercamiento hacia las posturas de la ciencia es objeto de un proyecto que desarrollan juntos el Observatorio Vaticano y el Center for Theology and Natural Sciences (CTNS) de Berkeley. El punto de partida de lo que podemos llamar Teología de la Ciencia, como disciplina emergente, se sitúa en 1987. Ese año, con ocasión del Tercer centenario de la publicación de los Principia Matemática Philosophiae Naturalis de Isaac Newton, la Santa Sede promovió una semana de estudios dedicada a la investigación de las múltiples relaciones entre la teología, la filosofía y las ciencias de la naturaleza. En el mismo se dieron cita científicos, filósofos y teólogos de todo en mundo, creyentes y no creyentes, pero animados por el espíritu de libertad de opinión y expresión.
Juan Pablo II, con esta ocasión, dirigió un mensaje al jesuita Padre George Coyne, Director del Observatorio Vaticano, en donde recuerda cómo Isaac Newton consagró gran parte de su existencia al estudio de los temas objeto de dicha semana: “Al estimular la apertura entre la Iglesia y las comunidades científicas –dice Juan Pablo II – no nos proponemos una unidad disciplinaria entre la teología y la ciencia como la que existe dentro de un determinado campo científico o dentro de la propia teología. Con el aumento del diálogo y de la búsqueda común, tendrá lugar un crecimiento hacia la mutua comprensión y un descubrimiento de intereses comunes que constituirán la base para futuras investigaciones y debates. En este debate debemos superar – añade – toda tendencia regresiva que conduzca a un reduccionismo unilateral, al miedo y al aislamiento autoimpuesto”.
Y concluye:“La ciencia puede purificar a la religión de error y superstición; la religión puede purificar a la ciencia de idolatría y falsos absolutos. Cada una puede atrae a la otra hacia un mundo más amplio, en el que ambas partes puedan florecer”
Esta expresión ha sido recogida y citada por muchos de los seguidores católicos interesados en el diálogo y el encuentro entre ciencia y religión. Desde el presupuesto de la autonomía entre los diferentes niveles del conocimiento humano, cuestión en la que insistió reiteradamente Juan Pablo II en su rico magisterio sobre estas cuestiones, recogiendo el espíritu y la letra del Vaticano II, ya que “ha faltado en general entre los teólogos dedicados a la enseñanza y a la investigación un diálogo con la ciencia contemporánea”, y los previene tanto de “la tentación de hacer un uso acrítico y precipitado” de ciertas teorías científicas contemporáneas, como de “desestimar en su totalidad la relevancia potencial de tales teorías” (Audiencia de Juan Pablo II a los participantes en la Sesión Plenaria de la Pontificia Academia de Ciencias (31-X-1992), “Rehabilitar a Galileo”. Ecclesia, 21-XI-1992, 19 (1775).
¿Es posible una Teología de la Ciencia?
No cabe duda de que en la actualidad hay grandes paradigmas científicos que plantean no pocos problemas a las formulaciones teológicas tradicionales. Pero, ¿cuáles son los grandes temas de conflicto hoy entre Ciencia y Religión? Son numerosas las instituciones que en la actualidad proponen plataformas de diálogo oral (paneles, conferencias, simposios, congresos…), escrito y, más aún, a través de las redes informáticas (blogs, páginas webs..).
El profesor José Antonio Jáuregui en su libro Dios Hoy, cree encontrar en un autor que no se profesa creyente el origen de esta Teología de la Ciencia: “Stephen Hawking es uno de los fundadores de la Teología de la Ciencia, asignatura pendiente que nos concierne a todos y que debe formar parte del nuevo currículo tanto en facultades científicas como en facultades filosóficas, antropológicas, teológicas y humanísticas. Comienza una nueva era de diálogo y debate entre dos países académicos tradicionalmente enfrentados o, a lo peor, incomunicados, separados por un muro erigido por la ignorancia y la soberbia: el de la ciencia y el de la teología. Ha nacido la Teología de la Ciencia”.
¿En qué sentido podemos situar a Hawking en esta postura? En su famosa Breve Historia del Tiempo, escribe: “Hasta ahora, la mayoría de los científicos han estado demasiado ocupados con el desarrollo de nuevas teorías que describen cómo es el universo para hacerse la pregunta de por qué. Por otra parte, la gente cuya ocupación es preguntarse por qué, los filósofos, no han podido avanzar al paso de las teorías científicas. En el siglo XVIII, los filósofos consideraban todo el conocimiento humano, incluida la ciencia, como su campo, y discutían cuestiones como: ¿tuvo el universo principio? Sin embargo en los siglos XIX y XX, la ciencia se hizo demasiado técnica y matemática para ellos y para cualquiera, excepto para unos pocos especialistas. Los filósofos redujeron tanto el ámbito de sus indagaciones que Wittgenstein, el filósofo más famoso de su siglo, dijo: La única tarea que le queda a la filosofía es el análisis del lenguaje”. Y concluye: “No obstante, si descubrimos una teoría completa, con el tiempo habrá de ser, en sus líneas maestras, comprensible para todos y no únicamente para unos pocos científicos. Entonces todos, filósofos, científicos y la gente corriente seremos capaces de tomar parte en la discusión de por qué existe el universo y por qué existimos nosotros. Si encontrásemos una respuesta a esto, sería el triunfo definitivo de la razón humana porque entonces conoceríamos la mente de Dios”.
Estas frases de Hawking, que a muchos parecerán sorprendentes, revelan el estado de opinión que muchos científicos actuales muestran hacia el poder y la fragilidad de sus propios conocimientos. Se está produciendo en muchos científicos un corrimiento hacia posturas que van más allá de las “ciencias puras y duras”. Estas posturas de los científicos llevan a hacerse preguntas sobre el “sentido” de las cosas: el principio y fin del universo, el sentido del ser humano y de la evolución, la capacidad de la ciencia para responder por sí sola a los grandes interrogantes del saber sobre el mundo. En este sentido, parafraseando el famoso libro de Ilya Prigogine y J. Stengers (La Nueva Alianza) se comienza a hablar de una ruptura del cisma entre ciencia y filosofía que lleva a una nueva alianza de las ciencias y la filosofía. Más modernamente, la antigua pregunta sobre la escisión entre las ciencias y las humanidades, está dando lugar a un amplio debate sobre las llamada “Tercera cultura”, un intento de integración de saberes emergentes que partiendo de las ciencias de la naturaleza se pregunta por el sentido. Sin embargo, estos debates suelen estar ausentes de las aulas de las Facultades de Teología.
Es cierto que en los planes de Estudio de las Facultades de Teología se cuenta con lo que se llamaba una Teología Natural o Teodicea y ahora Fenomenología e Historia de las Religiones, una Teología Fundamental y una Filosofía de la Naturaleza. En ellas se realiza una aproximación desde la Teología hacia los campos científicos y humanísticos. Pero todavía este intento queda corto por cuanto no se produce suficientemente la reelaboración de las bases filosóficas o teológicas del conocimiento y la práctica de las religiones.
Tal vez sea el profesor Lluis Oviedo (“La fe en diálogo: con la razón, la cultura y las ciencias”. En: Pie-Salvador, S. Teología Fundamental: temas y propuestas para el nuevo milenio. Bilbao, 1999, pág. 443-498) quien ha formulado más acertadamente, a nuestro entender, el estatuto epistemológico de esta disciplina emergente. De entrada, reconoce que “La teología vive una de sus experiencias más interesantes de los últimos años al aceptar a las ciencias como interlocutoras en la común búsqueda de la verdad que salva y al comprenderlas como nuevos loci theologici” (lugares teológicos). Este intento intelectual da lugar a “una nueva subdisciplina (que pudiera entenderse como aquella que tiene por objetivo profundizar en el diálogo entre la teología y la ciencia), dotada de métodos y contenidos propios, que está llamada a un desarrollo alentador”.
Esta subdisciplina podría ser lo que aquí hemos llamado Teología de la Ciencia, un campo de reflexión emergente que recoge elementos de la Fenomenología de la Religión, de la Teología Fundamental y de la Filosofía de la Naturaleza elevándolos a un nivel de formalización nuevo. Este campo conceptual debería tener su propio estatuto epistemológico y una entidad suficiente que da paso a un nuevo espacio autónomo del conocimiento que hace posible la racionalidad científica dentro de la visión teológica. ¿No sería deseable una disciplina como ésta, no entendida como identidad entre la ciencia y la fe, según nos advertía Juan Pablo II, sino en un diálogo institucionalizado curricularmente, para ahondar en el tan necesario y, en parte, exigible diálogo entre la ciencia y la fe, sus métodos, cuestiones comunes, etc?
Conclusión: ¿Es posible, deseable y necesario reflexionar desde una ciencia que “hace” teología y desde una teología que mira a la ciencia?
El profesor Agustín Udías, jesuita y catedrático de Geofísica en la Universidad Complutense de Madrid, firme impulsor del diálogo entre ciencia y teología en España, escribió en un cuaderno destinado al gran público: “Curiosamente, muchos, por no decir la mayoría, de estos escritos [en los que se pretende un diálogo entre ciencia y teología] están escritos por científicos que muestran su interés y preocupación por la cuestión religiosa, y muy pocos por teólogos que se aventuran en campos científicos. Personalmente, he podido comprobar la existencia de este interés por temas religiosos entre científicos, y no tanto el interés correlativo entre teólogos por los problemas científicos”.
Por lo general, los profesionales de la teología se aproximan con inseguridad a los problemas teológicos que les suelen plantear los científicos. Y esto tiene hoy una explicación: la formación filosófica que la mayor parte de ellos recibieron tuvo poco en consideración las grandes preguntas que hoy se hacen las ciencias y que traspasan lo que se ha llamado “cientifismo resistente”. Se puede hablar, pues, de una demanda de los científicos a los teólogos que buscan respuestas al “sentido” de su actividad, a los límites y fronteras de su quehacer.
En un volumen publicado hace unos años, al que se le tituló Teología de la Ciencia (Bubok, 2012) el autor de este artículo recoge algunas de las contribuciones a la reflexión y a la práctica de muchos científicos, teólogos, filósofos y humanistas que coinciden en su deseo de construcción de un conocimiento interdisciplinar.
Es necesario cada vez más no sólo un diálogo sino también un encuentro entre Ciencia y Religión. La Teología debe ser sensible a los retos que nuevas visiones del universo, la vida y el ser humano, procedentes sobre todo, de las nuevas Cosmologías (Física de partículas, origen y estructura del universo, etc), las disciplinas que se mueven en torno a las ciencias de la vida (biología, genética, bioquímica, embriología, y la bioética médica, por ejemplo) y las antropologías emergentes (las que plantean problemas desde los nuevos hallazgos de fósiles humanos).
En un mundo atravesado por un cientificismo difuso y por la convicción de que la Ciencia ocupa una gran parte de las exigencias de la humanidad, la Teología debe encontrar su lugar epistemológico. No como la instancia suprema a la que se acude para dilucidar la verdad universal, sino para hacer oir su voz reclamando su autonomía como conocimiento organizado socialmente aceptado, como un cuerpo de doctrina que debe recuperar lo más genuino de una ciencia.
Leandro Sequeiros, Doctor en Ciencias Geológicas, colaborador con la Cátedra CTR y Presidente de ASINJA, Asociación Interdisciplinar José de Acosta.
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