Tecnología y humanismo

[Carlos Blanco[1]]

  1. Naturaleza, tecnología y cultura

Los seres humanos no nos limitamos a adaptarnos a la naturaleza, sino que adaptamos la naturaleza a nuestros fines. En este sentido, no es osado sostener que los seres humanos creamos una segunda naturaleza, una ruptura con el equilibrio establecido por la propia naturaleza, para erigir un mundo dentro del mundo natural: la cultura. Los equilibrios estipulados por la naturaleza son siempre inestables. Los ecosistemas no cesan de cambiar, aunque lo hagan lentamente. Sin embargo, son las grandes presiones ambientales las que condicionan significativamente la evolución de las especies, como cambios climáticos intensos, meteoritos, derivas continentales… Mediante la cultura, los seres humanos logramos sustraernos tímidamente a esa cadena de equilibrios que escapan de nuestro control. Constituimos una nueva línea causal, en paralelo a la de la naturaleza, en la que rompemos los equilibrios naturales y desplegamos un mundo dentro del mundo, sometido a las leyes del mundo natural pero susceptible de implantar nuevas leyes. Trascendemos la naturaleza para concedernos ese mundo que la naturaleza no nos da; un mundo acorde a nuestros fines, donde más allá de las necesidades biológicas configuramos nuevas necesidades, que han de ser oportunamente satisfechas.

En este mecanismo de adaptación de la naturaleza a nuestros fines juega un papel clave la tecnología. La tecnología es una de las manifestaciones más importantes de la cultura humana, de nuestra capacidad de añadir algo a la naturaleza, más allá de lo que los genes estipulan. La tecnología es una prolongación de nuestra propia naturaleza, una extensión de nuestras facultades, un órgano yuxtapuesto a otros órganos, producido y controlado por nuestra inteligencia. ¿Qué mayor aliado para la humanidad, así pues? ¿No es la tecnología nuestra creación más fecunda, junto con la ciencia y el arte? ¿No nos permite realizar sueños, satisfacer necesidades, expandir el horizonte de lo posible, mitigar la dureza de la vida y conquistar dimensiones de la acción y del pensamiento con las que ni siquiera habríamos soñado? Dominar la naturaleza mediante la tecnología nos hace libres frente a las determinaciones de la propia naturaleza; aunque nuestro control, el nuevo equilibrio que los seres humanos nos afanamos en establecer, sea siempre precario, gracias a la tecnología podemos trascender los límites impuestos por la biología.

Por sí sola, la tecnología no nos hace libres, ni sabios, ni conscientes. La tecnología sin ideas es como un poder sin orientación, o como un medio sin fin, como un cuerpo sin espíritu. La tecnología sin valores es ciega, es un poder desbordante que no conduce a ningún puerto, y que, dejada a sí misma, puede sucumbir al potencial destructivo que todo invento, toda posibilidad, toda creación, conlleva como bifurcación inexorable. Conocida es la cita de Rabelais: “Ciencia sin conciencia es la ruina del alma”. La tecnología brota de una comprensión de los procesos naturales, y aunque no siempre ha nacido de un desarrollo científico previo, en los últimos siglos suele consistir en una aplicación de conocimientos puros de las ciencias naturales.

Ninguna expresión del progreso tecnológico hacia mayores cotas de poder y eficiencia ha estado exenta de contradicciones. Ya desde que aprendimos a manejar el fuego, o desde que inventamos la rueda con eje, o desde que comenzamos a forjar metales, ¿cuántos incendios, cuántos carros, cuántas espadas…, no han segado la vida de innumerables hombres y mujeres? Probablemente, sin la tecnología la violencia se habría canalizado de otras maneras. Frente al mito del buen salvaje, probablemente debamos aceptar que la naturaleza humana no es ni buena ni mala, sino ambivalente, y que en muchos individuos existe una clara propensión al egoísmo y a la agresividad, que la cultura mitiga, pero no anula. No obstante, la dimensión destructiva que puede alcanzar el progreso tecnológico es desgarradora. Incluso en las últimas décadas podemos alterar los ecosistemas y provocar una extinción masiva de especies.

 

  1. La tecnología es un medio, no un fin

La tecnología es una herramienta de la cultura al servicio del ser humano. Tan erróneo como mistificarla es demonizarla. El tecnooptimismo ignora los límites de la tecnología, el hecho de que la tecnología sin valores es un poder ciego; la tecnofobia condena a la humanidad a equilibrios naturales o históricos, y corta las alas a nuestro legítimo anhelo de avanzar, de desarrollarnos, de crecer y elevarnos a nuevas posibilidades, para no ser esclavos de la naturaleza. Tendemos a mistificar lo que no comprendemos. A causa de un exceso de especialización mitificamos ciertas tecnologías y les atribuimos un poder del que carecen. En un mundo donde primera la búsqueda de eficiencia, la competencia y la especialización parecen las únicas estrategias válidas para progresar. Aun así, no es cierto que sólo exista un motor de desarrollo. Junto con una visión analítica, especializada, reduccionista, que divide para vencer la complejidad, es necesaria una perspectiva más holística e integradora, una visión de conjunto de cariz humanístico que no se olvide de contextualizar la tecnología como una herramienta de la cultura al servicio del ser humano, como un medio en busca de fines que nuestra conciencia ha de determinar. Por tanto, lo que necesitamos es elevar la conciencia, ampliarla, enriquecerla, mediante el conocimiento y, más aún, mediante una sabiduría ética que no se encuentra sólo en la tradición occidental, sino que exige también mirar a Oriente. No tengamos miedo a innovar en el plano ético y filosófico. Pensar requiere experimentar, para luego cribar las posibilidades negativas, pero sin temor a explorar nuevas opciones. Puede que necesitemos, de hecho, una nueva sabiduría, superior a la sabiduría clásica, a la judeocristiana y a la ilustrada. Aquí resplandece el vigor de las humanidades, que nos ayudan a ver lo humano más allá de sus realizaciones particulares, a intuir lo universal más allá de lo concreto, a buscar el valor no como mera utilidad material, sino como propósito y sentido para una vida que merezca llamarse humana. Pues para ser libres es necesario reflexionar sobre el fin, sobre el valor, sobre el propósito; de lo contrario, caemos presos de inercias y de decisiones ajenas a nuestra voluntad.

No todo vale. No todo lo que puede hacerse debe hacerse. El medio no se convierte automáticamente en fin, por lo que un medio ventajoso no garantiza un bien moral, digno de lo que somos y de lo que podemos ser. La ética es signo de nuestra humanidad. No nos limitamos a actuar, sino que reflexionamos sobre el sentido de nuestras acciones y tomamos conciencia del polo negativo al que pueden encaminarse. El fin del desarrollo humano no puede ser otro que nuestra libertad. Conocemos para entender el universo, y al hacerlo adquirimos mayores niveles de libertad, porque el conocimiento nos ofrece herramientas para navegar por las incertidumbres y complejidades del mundo. Avanzamos materialmente para ser más libres, más humanos; para ensanchar el horizonte de lo posible. La tecnología es un medio para la libertad, no un fin en sí misma. Puede permitir realizar el ideal humano, o puede frustrarlo. No podemos tolerar que exista una asimetría profunda entre nuestra capacidad de innovar y la falta de reflexión en torno a las consecuencias de nuestras acciones. Los seres humanos no sólo hemos desarrollado tecnología: también hemos contemplado —y creado— valores, sistemas éticos, ideas que nos orientan por el volátil mundo, como mástiles a los que aferrarse ante los cantos de sirena de un poder ciego.

El progreso tecnológico de los últimos tiempos es asombroso. ¿Qué se nos resiste a los seres humanos? Incluso soñamos con colonizar Marte para convertirnos en una especie multiplanetaria, como pretende Elon Musk. Hace cien años, ¿quién habría presagiado todos estos desarrollos, que fascinan y aterran al mismo tiempo? Deslumbrantes, ¿y si queman nuestras alas? ¿Y si nuestro destino es el de Ícaro, quien quiso acercarse tanto al Sol que acabó abrasado por una fuerza que no podía controlar? ¿Cuál es el límite de la innovación humana? ¿Podemos aún controlar el proceso? ¿Hasta dónde lleva el poder humano?

No hay mayor desafío que conocerse; en nuestro tiempo, no hay mayor desafío que pensar lo humano y sus posibilidades, a tenor de un incremento tan extraordinario de nuestra capacidad de transformar el mundo y de añadir valor. Desde la extensión del acceso a Internet a finales del pasado siglo, el mundo ha cambiado mucho. Internet puede considerarse una nueva imprenta, que permite difundir de modo asombroso las ideas. En este sentido, ha propiciado una notable democratización de la producción de opiniones, de pensamiento. Ha contribuido a la desintermediación entre los productores y los consumidores de ideas, y ha permitido que todo consumidor se convierta en un productor natural de opinión. Ha derribado antiguos monopolios en la generación y distribución de ideas, pero ha desatado nuevos peligros asociados a la extensión de la libre comunicación de ideas[2].

Muchos temen las consecuencias de este proceso, sobre todo porque algunas plataformas no han hecho sino adoptar una filosofía conductista, que consiste en abrumar con estímulos a los usuarios para desencadenar respuestas casi automatizadas, absorbido el individuo por una mecánica que no controla, rehén de las operaciones más básicas de nuestro sistema nervioso. Nada más lejano a la búsqueda de la libertad como fin que este proceso de anulación de la subjetividad que acontece con determinadas herramientas digitales. Para ser amos y no esclavos de la tecnología, hemos de recuperar una reflexión profunda sobre los fines de la vida humana, sobre las fuentes de sentido y felicidad, sobre lo que realmente tiene valor y lo que nos eleva, como especie y como individuos. La tecnología no se identifica automáticamente con el bien. De nuevo, es un medio, no un fin que pueda equipararse a un auténtico bien moral; si no sirve a nuestros propósitos o se convierte en un peligro existencial, debemos detenerla. La tecnología es un instrumento de humanización, incluso de sobrehumanización, pues nos libera de tareas mecánicas; si nos deshumaniza, si nos resta posibilidades, si se adueña de nosotros, no contribuye a su meta genuina.

 

  1. Síntesis: la tecnología como aliada de la humanidad

Como síntesis, creo que la tecnología es la gran aliada de la humanidad, pero que ella sola no es suficiente para liberarnos. Puede abocarnos a nuevas formas de esclavitud, de automatismo conductual, donde perdamos la capacidad de decir “no” y de afirmar nuestra individualidad y nuestra humanidad. En los últimos años, la perspectiva de una tecnología apta para hackear nuestros cerebros resulta pavorosa. Así como un conocimiento cada vez más profundo de la genética abrió la posibilidad de clonar individuos, lo que suscitó un profundo debate bioético, creo que el desarrollo de la neurotecnología exige una reflexión compartida sobre los neuroderechos. No se trata de detener la innovación tecnológica, nuestra consustancial inclinación a crear, a explorar y a descubrir, sino de encauzarla sabiamente, para cribar las posibilidades destructivas que inexorablemente surgen, e insuflarle un espíritu digno de los seres humanos. Parece inevitable que los humanos avancemos dialécticamente, mediante la configuración de nuevos equilibrios, de nuevas síntesis, en las que la tesis y la antítesis han sido reconciliadas, precisamente gracias a eliminar los aspectos negativos que esa misma tesis plantea, a fin de superar sus limitaciones, en un proceso indefinido que se proyecta virtualmente al infinito. Hegel lo vislumbró sabiamente; de lo que no estoy seguro es de la existencia de una suprema síntesis, de un bien absoluto, de un equilibrio pleno e irreformable.

La inteligencia artificial constituye un horizonte fascinante para la humanidad[3]. Podemos fusionarnos con las máquinas e incrementar nuestras posibilidades de pensar y actuar. Podemos resolver problemas que nos costarían siglos solventar. El desarrollo de AlphaFold, capaz de predecir la estructura tridimensional de las proteínas a partir de la secuencia de aminoácidos, representa una prueba vívida de cómo la inteligencia artificial puede ayudar a la ciencia a expandir admirablemente el radio de sus investigaciones. Es una cuestión de cálculo, y una máquina siempre lo hará mejor que nosotros, porque se trata de una operación mecánica, algortimizable, reducible a un conjunto de premisas y de reglas de inferencia. De hecho, dejemos las tareas mecánicas y repetitivas a las máquinas y dediquémonos a lo que nos hace verdaderamente humanos. ¿Y en qué consiste lo que en verdad nos hace humanos? No tanto en la inteligencia como en la creatividad, que es la cima de la inteligencia: es una inteligencia que imagina, que avanza, que trasciende y forja.

Por el momento asistimos a una explosión de inteligencia, no de creatividad. Sigue siendo humano el abstraer, el relacionar…, para innovar, para imaginar, para franquear límites y pensar lo que aún no ha sido pensado. Los seres humanos no nos centramos en un solo problema o interrogante: divagamos, conectamos, imaginamos… ¿Lo hará una máquina? Por qué no…

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[1] Profesor titular de filosofía, Universidad Pontificia Comillas (Madrid), director de la revista Pensamiento y miembro de la Academia Europea de Ciencias y Artes de Salzburgo. Autor de, entre otros libros, Conciencia y mismidad. Página web: www.carlosblanco.es

[2] No estoy de acuerdo con la tesis de Pettit y el supuesto “paréntesis Gutenberg”. La imprenta es la continuación lógica de la escritura; es una difusión del espíritu y de la materia de la escritura. Estamos ante un mismo soporte (el papel, que ya había sustituido al papiro y al pergamino en Occidente) multiplicado casi sin límite. Internet es la nueva imprenta. Implica multiplicar aún más ese contenido, incluso mediante lo visual. Nos situamos en la misma lógica de registrar la actividad oral humana, la palabra, en un lenguaje natural o en un código informático. Así como la imprenta permitió difundir nuevas ideas, buenas o malas, lo mismo sucede con Internet, que contribuye más que nada al sueño del conocimiento universal, accesible para todos los seres humanos.

[3] No creo que, en el estado actual del desarrollo tecnológico, sea legítimo hablar de una inteligencia artificial fuerte. Es necesario desconfiar de ciertas estrategias de marketing que proponen lo que aún no se ha logrado. Los actuales sistemas de inteligencia artificial carecen de agencia. Ni Chat GPT ni DeepSeek tienen interioridad. No estamos ante un sujeto que decide y actúa: es un complejísimo sistema de procesamiento de datos basado en modelos frecuentistas. No hay conciencia; no hay “un alguien” ahí dentro. No descarto, aun así, que ese salto cualitativo pueda conseguirse. No me atrevo a excluir esa posibilidad.