[Juan Rosado Calderón] En este artículo propongo un examen del riesgo de una salvación falsa, juzgada según los tres indicios que representan las tres tentaciones a Jesús en el desierto. Para ello, hago una interpretación filosófica de la Leyenda del Gran Inquisidor, de Dostoyevski, que seguirá la interpretación iniciada por el pensador ruso Pavel Evdokimov. Con esta lectura, propongo una idea de la filosofía como resistencia a tres vectores del poder, a los cuales se contraponen los votos monásticos de pobreza, castidad y obediencia, desde los cuales mantenerse en fidelidad al proyecto de Dios hacia el mundo (Sabiduría).
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Introducción
A la hora de teorizar sobre la salvación, resulta irremediable descubrir indicadores de una salvación falsa. Tales signos, representando algún tipo de tendencia hacia una realidad insinuada como salvadora, adquieren la forma de la tentación. Por eso, el relato evangélico de las tentaciones a Jesús en el desierto (Mt 4,1-12; Lc 4,1-14) supone una oportunidad para discernir el consentimiento o el rechazo de un don salvífico. Esto permite abrir la reflexión en torno a la libertad y a la resistencia frente a ciertos poderes totalizantes, pero también juzga el modo continuo de estar en la vida y de comprenderla, que tal debería ser la radicalidad de la filosofía.
En este artículo propongo una meditación en torno a estas tres tentaciones, a partir de la peculiar representación que de ellas hizo Dostoyevski en su leyenda del Gran Inquisidor, texto fundamental en las teorías contemporáneas del bien y de la libertad. En nuestro caso, seguiremos la lectura de la leyenda hecha por el teólogo ruso Pavel Evdokimov (1901-1970). Y sostendré para ello la siguiente tesis: que la resistencia desértica contra la tentación representa la idea de la filosofía como tal, o al menos su actitud, como apertura que posibilita la acogida de la salvación, para cuando ésta llegue a revelarse gratuitamente.
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La ofrenda sacrificial de la corona
Para entender la resistencia al Inquisidor, podemos abrir la meditación con un ejercicio de memoria y de imaginación. Muchas basílicas de Roma todavía conservan, en el mosaico de su ábside, la imagen de los veinticuatro ancianos del Apocalipsis, como en Santa María la Mayor o en Santa Práxedes. Los veinticuatro ancianos aparecen representados con los vestidos blanco y rojo del senado romano, mientras ofrecen sus coronas al trono del Cordero, representado éste en lo más alto del arco y con el libro enrollado (“que nadie podía abrir”, Ap 5,3) a sus pies, tal y como relatan los capítulos cuarto y quinto del Apocalipsis. Como se sabe, la escena remite al aurum coronarium por el que el Emperador veía garantizado el reconocimiento de su poder. Aunque no idéntico, un proceso similar lo encontramos históricamente en los primeros siglos de martirio cristiano, sobre todo a partir de la decisión de Plinio el Joven de obligar a incensar ante la imagen del Emperador. Los cristianos que se resistían a la idolatría pronunciaban la fórmula “Iesous Christos”, fórmula que les conducía a la prisión o al derramamiento de su sangre.
Pues bien, en esta escena, repetida en el Apocalipsis, en las basílicas y en la historia, hay contenido todo un anuncio de la libertad cristiana. Ofrecer la corona es un gesto que implica la entrega de la dignidad personal, la ofrenda del propio corazón. La imagen representa el juicio del culto o, como dirá Dostoyevski en su relato, juzga la pregunta: ¿ante quién hemos de arrodillarnos? La respuesta cristiana – si atendemos a Apocalipsis 4 – se debe a un reconocimiento creatural: “eres digno, Señor, Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque Tú has creado el universo; porque por tu voluntad lo que no existía fue creado” (Ap 4,11). Pero el reconocimiento creatural no significa una razón de la fuerza, viéndose uno forzado a arrodillarse; lo que los veinticuatro ancianos aclaman es que el Fuerte es digno de ser portador de su poder, porque es el Santo. Además, la santidad reconocida por los ancianos, como enseguida revelará el capítulo 5, radica en una fuerza sacrificial y amante. De algún modo, la entrega de la propia dignidad en la ofrenda de la corona, la ofrenda del hombre a Dios, reconoce una dignidad previa ofrecida por el mismo Dios a la criatura, precisamente llamándola a existir, invitándola a compartir su vitalidad.
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El proyecto del Inquisidor contra la Sabiduría
Según Evdokimov, esta libertad sacrificial se asienta existencialmente en los tres votos monásticos: la pobreza, la castidad y la obediencia, que constituyen la triple síntesis de la libertad humana. Los tres votos son la vocación del corazón de todo hombre, también del laico (este es el monacato “interiorizado”), y corresponden, también según Evdokimov, a las tres respuestas de Jesús en el desierto. Son estos tres votos, como respuestas cristianas, el acto de resistencia al proyecto soteriológico del Inquisidor. Y si recuperamos el sentido monástico de la filosofía (philosophari como monachum agere), podemos ver tanto en las tres respuestas de Jesús como en los tres votos monásticos el estilo o actitud de la filosofía. No que la filosofía procure la salvación, sino que la espere y la sepa acoger cada vez que llegue, pero también que desenmascare a las falsas salvaciones. Filosofía como fidelidad a la divina Sabiduría, al proyecto salvífico de Dios sobre el mundo.
Las tres tentaciones quieren ahogar a las tres direcciones de la trascendencia en el corazón. Pero son tentaciones, o sea, en ellas hay un signo apetecible y prometedor, a la vez que detrás de ellas hay una voluntad libre, enemiga, que tienta. Por eso hay que perfilar bien el sentido combativo de la filosofía. No es sólo un combate contra tendencias viciosas o contra imperfecciones, ni contra la carga vital, ni contra el error, ni contra los enredos de inautenticidad; todo eso, sí, pero en la conciencia de que tales son los campos de batalla en los que se juega la guerra sapiencial contra un enemigo concreto, personal y libre.
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Las tres tentaciones como pseudosalvación
Según Dostoyevski, las tres tentaciones expresan tres momentos de toda la historia de la humanidad; representan los intentos por concluir la construcción de la torre de Babel. Veámoslos, descubriendo en la resistencia a ellas una idea de la filosofía.
“‘Di que estas piedras se conviertan en panes’. Pero Él le respondió así: ‘No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale por la boca de Dios’” (Mt 4,3-4).
A esta tentación Dostoyevski atribuye la subyugación del milagro. No de todo milagro en general, sino de una subyugación mediante el milagro. Evdokimov contrapone la respuesta de la pobreza. “La ausencia de la necesidad de poseer llega a convertirse en necesidad de no poseer. El espacio de la libertad desinteresada entre el espíritu y las cosas restituye la capacidad de amarlas como don de Dios”.
El Logos con el que el filósofo comulga es Luz y es Vida, vivifica más que el pan terreno; pero el filósofo corre el riesgo de petrificar al mismo Logos, de disecarlo formalizándolo, haciéndose una idea de él, de tal modo que el filósofo y no el Logos sea la fuente de la luz, y entonces se tiene la conciencia ideologizada, estabilizada según un aspecto de la verdad. Se pasa así a la segunda tentación.
“‘Tírate abajo, porque está escrito: ‘Dará órdenes a sus ángeles acerca de ti y te llevarán en las manos, no sea que tropieces con tu pie en una piedra’». Jesús le dijo: ‘También está escrito: ‘No tentarás al Señor, tu Dios’” (Mt 4,6-7).
A esta tentación Dostoyevski atribuye la subyugación del misterio. No por la realidad del misterio, sino por lo que se trama en su nombre. Evdokimov le contrapone la respuesta de la castidad.
Si la primera tentación problematiza la habitabilidad de los espacios y los tiempos, la segunda tentación simplemente quiere abolirlos. ¿Cómo? Poniéndose a sí mismo en el centro, en el imperio del Yo: el mundo será la voluntad y la representación de sí mismo. Su correlato, su núcleo fundante, es el reclamo de la atención para sí, la adoración de sí mismo y la búsqueda narcisista de la propia salvación, sin los otros. Es propio de un ser angélico-gnóstico, que está en la luz, pero sin contaminarse, sin involucrarse en la justicia de los otros, sin asumir el mal del mundo. Esta es una tentación para pecar contra la alteridad.
Esta razón integral, cultual porque está en el templo, debe asimismo saber descender en una manera antitética al descenso de lo alto del templo de la segunda tentación. Lo cual abre el problema de la comunicabilidad, conduciendo a la tercera tentación.
“El diablo se lo llevó de nuevo a un monte muy alto, y le mostró todos los reinos del mundo y su esplendor, y le dijo: ‘Te daré todo esto, si me adoras postrándote’. Entonces le dijo Jesús: ‘¡Vete, Satanás! Porque está escrito: Al Señor, tu Dios, adorarás y a él sólo servirás’” (Mt. 4, 10).
A esta tentación Dostoyevski atribuye la subyugación de la autoridad. Evdokimov le atribuye la respuesta de la obediencia.
Para entender la falsificación de la autoridad, Dostoyevski insinúa un principio sorprendente: aquel que consiguiera convencer a todos los hombres de que son buenos, traería definitivamente el final de la historia. Esta vez, lo tentador no se insinúa a través de un principio estético, ni por el endiosamiento del Yo, sino por la bondad del objeto moral con el que todos comulgan. Aquí la impostura se hace muchísimo más sutil; tanto, que sólo se cura con la adoración solitaria, escondida y dispuesta al martirio. Se trata de una falsificación que se hunde por completo hasta lo más sagrado del corazón humano: en su capacidad de relación y de paz. La paz universal va a convertirse en un auténtico infierno, porque traerá definitivamente el cierre del horizonte de la vida, la inmanencia y la cancelación del tiempo. El monje obediente, fiel a la Sabiduría, habrá de velar incesantemente sabiendo que ese cierre espiritual de la tentación es histórico-político.
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Conclusión
Tanto en la antigua iconografía cristiana, como en la dialéctica contemporánea de ‘libertad y sacrificio’ alumbrada por Dostoyevski, como, en fin, en el episodio de las tentaciones a Jesús, se pone de manifiesto cuál es la dignidad divina en el hombre, así como el desastre metafísico que supondría traicionarla postrándose ante un poder garante de sustento. De la lectura que hemos propuesto podemos concluir, en primer lugar, un criterio para juzgar a cualquier poder histórico que pretenda imponer la fórmula de una salvación, solo que despojada ésta de la libertad procedente del mundo divino. En la pretensión de salus, tal y como acontece en tantos movimientos contemporáneos, se desatan fuerzas con las que suplantar la acción del ayuno, de la castidad y de la obediencia, queriendo resolver las tensiones de tres esferas reservadas a lo divino: la carne, el conocimiento interior y la relación.
Sabemos que Cristo, ante el Inquisidor, ha permanecido en silencio. Y ese silencio separa el trigo de la cizaña en la salvación de la persona, juzgando cuál es la medida espiritual de cada persona y cuánto de esa medida ha quedado desfigurado.
*Extracto de un artículo publicado en Razón y fe (2023). El texto completo es accesible en PDF en la web de la revista.