El hombre de Neandertal. En busca de genomas perdidos

[Leandro Sequeiros, SJ e Ignacio Núñez de Castro, SJ] En el blog de la Cátedra Hana y Francisco J. Ayala de Ciencia, Tecnología y Religión, FronterasCTR (13 junio 2018), con el título “Las nuevas fronteras de la paleogenómica: Svante Pääbo recibe el premio Princesa de Asturias 2018” publicamos un extenso artículo sobre el genetista sueco Svante Pääbo.

La prensa internacional (3 de octubre 2022) informó en primera página que el Comité de los Premios Nobel otorgaba el galardón en Medicina para este año 2022 al genetista sueco Svante Pääbo. Se le premia con este galardón por sus descubrimientos sobre los genomas de los homínidos extintos y la evolución humana. Hace años trabajó, entre otros, con fósiles de los yacimientos de Atapuerca, por lo que recibió el Premio Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica en 2018  a propuesta del rectorado de la Universidad de Burgos.

Aunque la bibliografía de divulgación de sus trabajos escrita en castellano es escasa, comentamos aquí este ensayo publicado en inglés en 2014, traducido en 2015 y reeditado en 2018. El mismo profesor Francisco J. Ayala (Universidad de California, Irvine) ha comentado que este libro es “un relato personal y fascinante de los neandertales y su ADN por Svante Pääbo, el experto mundial más eminente”. Y el catedrático Camilo J. Cela Conde (Universidad de Palma de Mallorca), ha escrito que “la recuperación del ADN antiguo realizada por Pääbo es el avance más significativo que se ha hecho para poder entender nuestros ancestros dentro de la evolución humana”.

En El Hombre de Neandertal. En busca de genomas perdidos (Alianza Editorial, 2018), el científico sueco cuenta desde el principio uno de los viajes de descubrimiento más fascinantes de las últimas décadas, desde cómo se planteó recuperar material genético de seres vivos muertos hace miles de años hasta que logró publicar junto a sus colaboradores la secuencia del genoma neandertal en 2010. Por el camino, deja entrever pequeños episodios de su vida privada, como su orientación bisexual o la aventura amorosa con la esposa de un estrecho colaborador, que acabó siendo su mujer y la madre de su hijo.

Este ensayo no es un libro para expertos sino para los lectores con una formación intelectual de tipo universitario. Se estructura como un mosaico de 23 capítulos que van tejiendo una narración progresivamente más completa. Las notas no son exhaustivas, no existe una bibliografía final pero sí un índice analítico muy completo.

El Hombre de Neandertal. En busca de genomas perdidos es la historia de la pasión de un tipo con un talento científico extraordinario. Pääbo comenzó su carrera como investigador después de estudiar medicina, ocupándose de las estrategias de los virus para escapar al sistema inmune. Tenía futuro como investigador en un campo con el que podía haber ayudado a mejorar la salud de sus congéneres, pero sus inclinaciones le empujaban por otro camino que sus mentores consideraban excéntrico.

Desde que su madre le llevó con 13 años a Egipto, se había sentido atraído por el pasado, pero no le interesaban las discusiones anquilosadas de los egiptólogos que, como él mismo recuerda, parecían tan momificadas como los cuerpos que se dedicaban a estudiar. Él quería indagar en la naturaleza de aquellas personas leyendo su ADN.

Cuando el genoma neandertal aún no estaba secuenciado, aparecieron en las cuevas de Denisova, en Siberia (p. 344), pequeños restos de una especie humana desconocida que conservaban en su interior una gran cantidad de ADN. Por primera vez, los análisis genéticos de piezas de fósil diminutas iban a hacer posible identificar a un nuevo individuo de nuestro linaje con independencia del análisis de la forma de los huesos.

Pääbo, que había empleado una de las piezas para secuenciar parte de su genoma, sabía que existía un trozo más grande, y en una visita se lo pidió al responsable de las excavaciones, Anatoly Derevianko, ilusionado con la posibilidad de obtener aún más información. El ruso respondió que ya no lo tenía, porque se lo había dado a su amigo.

Ante el desconcierto de Pääbo, Derevianko aclaró: “a tu amigo Eddy. Eddy Rubin, de Berkeley”. Pese a las preocupaciones iniciales del sueco, que temía que Rubin se le adelantase en la presentación de la primera secuencia de ADN nuclear de una especie humana extinta gracias a una muestra tan rica, esto nunca sucedió. De hecho, Pääbo inicia su epílogo con un pullazo a su antiguo amigo: “Tres años más tarde, mientras escribo esto, aún no sabemos qué pasó con la otra parte del hueso del dedo que Anatoly envió a Berkeley. Quizá algún día pueda usarse para la datación, para que sepamos cuándo vivió la niña de Denisova”. El genoma neandertal permitió saber que habían copulado y tenido hijos con los humanos modernos.

En agosto de 2002, un equipo encabezado por Pääbo publicó una serie de descubrimientos sobre el “gen del lenguaje“, FOXP2 (p. 340), el cual está ausente o se encuentra dañado en algunos individuos con discapacidades fonoaudiológicas. Pääbo es considerado como uno de los fundadores de la paleogenética, disciplina que utiliza los métodos de la genética para estudiar a los primeros humanos y otras poblaciones de la prehistoria.

De acuerdo con sus hipótesis, parece que los neandertales tuvieron descendencia con los humanos hace unos 55.000 años y parece probable que tuviesen capacidad de hablar e incluso se puede pensar que sus coitos eran prolongados, como los humanos, y no cortos, como los de los simios. La mayor parte de la información que contiene el genoma neandertal, no obstante, aún está por descubrir. De momento, la aventura para lograrlo nos ha dejado una gran historia. ¿Qué implicaciones tienen estas investigaciones para redefinir lo que es el ser humano? ¿Nos encontramos en una nueva frontera de la humanidad?

En un artículo publicado en la Revista Razón y Fe [tomo 273, número 1410 (2016) pp. 341-356] con el título Adán: ¿Dónde estás? El proceso de hominización desde la genómica comparada”, uno de nosotros, Ignacio Núñez de Castro, ha descrito el contexto científico de las investigaciones en una nueva disciplina emergente: la genómica comparada o paleogenómica (p. 215).

Esta recorre hacia atrás el camino evolutivo que ha llevado desde los primates a los homínidos y a la humanidad. La evolución humana puede recorrerse desde el ayer, a partir de las hipótesis construidas a partir de los fósiles (Paleontología); o bien desde el hoy hacia atrás en el tiempo, a partir de los cortes diacrónicos y sincrónicos que nos permite la nueva genómica comparada (p. 346).

Este es el gran trabajo de Pääbo: el análisis de los genomas de los humanos actuales, de los genomas arcaicos (neandertales) y de los grandes simios (chimpancé, gorila y orangután), nos puede descifrar el proceso de hominización, es decir: el conjunto de eventos biológicos que conducen desde los primates a los homínidos y al Homo sapiens. Aunque Pääbo se mueve en un contexto de biología reduccionista, la genómica comparada puede ser una herramienta fina y muy eficaz que, junto con las neurociencias, la arqueología, la paleoantropología, la filosofía y la teología, pueden ayudarnos a clarificar el proceso de humanización. Ambos procesos, entrelazados como los cabos de un cordel, constituyen nuestra historia.

Sin embargo, los paleoantropólogos no han podido aún delimitar cuándo y cómo el proceso de hominización dio lugar a la humanización. Cuándo y cómo un grupo pequeño de primates llegó a ser humano. Se nos escapa de entre los dedos de las manos como la corriente del río, ya que la maduración de la conciencia, vista desde nuestra limitada escala temporal, fue un evento tremendamente lento, que sólo se podría percibir ampliando grandemente la escala de medida.

Ya el Papa Pío XII en la Encíclica Humani generis nos advertía que “el magisterio de la Iglesia no prohíbe que la doctrina de la ‘evolución’ en la medida que busca el origen del cuerpo humano a partir de una materia ya existente y viva…sea objeto de investigación”.

Cincuenta años después Juan Pablo II en el Discurso a la Academia Pontificia de Ciencias de 1996 matizaba: “La encíclica Humani Generis consideraba la doctrina del ‘evolucionismo’ como una hipótesis seria, digna de una investigación y de una reflexión profundas, del mismo modo que la hipótesis opuesta. Hoy, casi medio siglo después de la aparición de la encíclica, nuevos conocimientos llevan a reconocer en la teoría de la evolución más que una hipótesis” [Juan Pablo II,  Discurso a la Academia Pontificia de Ciencias de 22 de Octubre de 1996. La traducción correcta de este discurso ha sido llevada a cabo por el P. George Coyne S.J. en “Evolution and the human person: The Pope in dialogue”, en Evolution and Molecular Biology. Scientific Perspective on divine action, Robert J. Russell et al. Editors, Vatican Observatory and Center for Theology and Natural Sciences, Berkeley, 1998, pp. 11-17].

El teólogo Joseph Ratzinger, a nuestro juicio, soluciona el problema del salto ontológico, con la afirmación de que “una creación especial supone una dependencia especial”; ahora bien, esa creación especial debe ser entendida no sólo en la aparición del primer hombre Adán, sino también en la aparición de cada uno de todos los seres humanos que es llamado por Dios a la vida, puesto que, como afirma el mismo Ratzinger en otro lugar “el nombre de Adán alude a cada uno de nosotros: todo ser humano se encuentra directamente ante Dios. La fe no afirma del primer hombre nada que no afirme de nosotros y, a la inversa, tampoco afirma de nosotros menos de lo que afirma del primer hombre” [Joseph Ratzinger (Benedicto XVI), “La fe en la creación y la teoría de la evolución”, en Fe y Ciencia. Un diálogo necesario, Editado por Umberto Casale, Sal Terrae, Santander, 2011, p. 159].

Si todos somos Adán, la acción inmanente y a la vez transcendente de Dios en la creación del espíritu humano acontece por igual siempre que un ser humano es concebido. Si todos somos Adán y el Adán bíblico es el epónimo de la humanidad, no tenemos que seguir preguntando: “Adán, ¿Dónde estás?” Buscábamos a Adán y lo hemos encontrado en cada uno de nosotros.

Ciertamente, como diría Charles Darwin en el párrafo final de El origen de las especies, -párrafo que no modificó en ninguna de las seis ediciones que se imprimieron en su vida-, “hay una grandeza, en esta concepción de que la vida, con sus diferentes facultades, fue originalmente alentada por el Creador en un corto número de formas o en una sola, y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando, a partir de un principio tan sencillo, infinidad de formas las más bellas y portentosas”.

Parafraseando a Darwin podríamos decir: hay una grandeza en esta concepción de que todo ser humano es Adán o Eva y que toda su vida, alentada por el Creador, está enraizada en el devenir de todo el proceso evolutivo del Universo. Tal vez la paleogenómica pueda ser una pieza que aporte luz para responder a estas cuestiones.

Esta recensión fue publicada en Razón y fe.