[Fernando Jiménez]
Muchas veces se me había preguntado, en mis clases universitarias, sobre el significado exacto de ese adjetivo sustantivado iIntelectual”, o sobre el alcance conceptual de ese calificativo que, en los cercanos siglos pasados, se ha aplicado muchas veces, y muy valorativamente, a algunas -siempre escasas- personas, significativas para nuestra vida social, educativa y cultural, y que hoy está en un irresponsable (¿irremediable?) desuso.
De mis años de profesor universitario me ha quedado la convicción de que la Universidad tendria que ser selectiva por esencia, porque su misión es la formación de “intelectuales”. No me refiero, por supuesto, a una selección injusta por privilegios de clases sociales o de suficiencias económicas. Sino a la selección natural de la convicción, de la decisión personal, desde las aptitudes específicas y desde una motivación individual profunda. En otras palabras: la Universidad como vocación intelectual y científica.
La “masa” no se determina por vocación, sino guiada ab extrínseco, empujada, condicionada por la propaganda, por los convencionalismos sociales o familiares, que en este caso se resumen en “buscarse un apaño para toda la vida”, no el que uno elija, sino el que le permitan las estrechas rendijas entre los “numerus clausus” de las distintas facultades univesitarias. Esta es la razón por la que esta Universidad masificada ha dejado de ser sementera de formación intelectual y de cultura humanística y ha devenido en puramente tecnocrática, es decir: proporcionadora de un entrenamiento técnico -siempre fatalmente insuficiente- en las diversas materias disciplinares, para “ir aprendiendo después con la práctica”. La conclusión a la que llego es que la Universidad tecnocrática hace de la mediocridad un ideal social. Por eso echo de menos una universidad de “elites” intelectuales (no, por supuesto, de clases sociales o poder económico), entendiendo por elite el grupo, más o menos extenso, de personas vocacionadas y movilizadas por ideas superiores.
Los exámenes de “selectividad”, que pretenderían, por su mismo nombre, una selección eficaz de los intelectualmente aptos e intrínsecamente motivados, solo ha venido sirviendo para desalentar a unos pocos (que evidentemente no estaban motivados por una genuina motivación intelectual), aunque no a otros, social o familiarmente coaccionados o movilizados confusamente por el slogan ideo-operativo de “llegar a ser alguien en la vida”. La mayoría de los restantes quedan frustrados y existencialmente desorientados por tener que conformarse, en virtud del numerus clausus, con unos estudios que no corresponden a su aspiración inicial o a su auténtica vocación. El resultado se constata en unas aulas amorfas, repletas de una masa indolente, frustrada, desmotivada y desorientada, cuya única aspiración es la de “ir pasando” sucesivos exámenes, de materias cada vez más fraccionadas, para que puedan abarcarse en los pocos días que le dedican al estudio de “los folios” que las totalizan. Profesores que dictan apuntes, “dictadores”, o que pasan sucesivos power points, han sustituido al “Maestro universitario”, que piensa y enseña a pensar, a razonar y argumentar, al mismo tiempo que inspira, trasmite, ilusiona, abre horizontes mentales…
A este propósito, he buscado alguna definición sobre lo que se entiende por “ser intelectual”:
“El Intelectual es aquella persona que escribiendo, manifestándose o enseñando, testimonia una lúcida posición cuestionadora frente a la situación histórica que vive la sociedad”
o “Persona consciente de su individualidad, que se sitúa de una manera crítica y razonada ante la sociedad de la que es miembro”.
Reconozco que hoy lo intelectual no está de moda, ensombrecido por la gigantesca sobrevaloración de lo científico. Pero pienso que el científico, si no es también un intelectual o está asesorado por intelectuales, no dejará de ser un contable (con toda la dignidad que esta función merece, y con toda la necesidad y la utilidad práctica que reporta). El intelectual se mueve en otra órbita no materializable: la del pensamiento intangible, que inspira todo el sentido de la existencia, incluso el que reporta las contabilizadas adquisiciones científicas y tecnológicas. Como le leí a alguien, lo que hoy calificamos como “científico” viene abocado a sustituir el pensamiento por el cálculo estadístico de datos.
Pienso que con estas definiciones, disquisiciones y matices he estado dibujando el perfil real de un tipo especial de persona, raro y escaso en nuestros tiempos, al que se podría denominar Intelectual (y que representa, a mi modo de ver, al “homo theoreticus” alzado a la excelencia, de la tipología de Spanger).
Añado ahora, como resumen, que, para mi modo de entender,
1.-el contenido mental de una persona Intelectual son las Ideas;
2.-su dinámica cognitiva: el cuestionamiento permanente;
3.-su actitud fundamental: la crítica minuciosa de las ideologías y la depuración de los conceptos que justifican las acciones de los ciudadanos y con las que va construyendo -o reconstruyendo- el mundo, la vida, la civilización, la Historia…
4.-su instrumento profesional: la razón, pero también la intuición y la imaginación, además de la memoria y la cultura;
5.-su ocupación diaria: ver, leer, estudiar y preguntar…, después, escribir;
6.-su objetivo final: la Verdad y la Libertad, “la verdad que nos hace libres” (la alezeia griega, el descubrimiento progresivo, la sorpresa permanente).
LA FUNCIÓN DE LA “INTELECTUALIDAD”
Determinar la función que en nuestra sociedad tienen las personas reconocidas como Intelectuales es complejo. Aparentemente, como he comentado, no es hoy el momento de la inteligencia. La ciencia, la tecnología, las artes, la literatura, han permitido comprender mejor el pensamiento identitario del individuo –hombre o mujer- del siglo XXI. Desde luego, no es momento de una inteligencia entendida como tradicionalmente se ha hecho: instrumento, casi exclusivo, para captar la esencia inamovible de las cosas.
El devenir histórico, el dinamismo de la conciencia personal, la libertad del individuo, no permiten doctrinas esenciales de fijación estable. Es la hora del “pensamiento débil y líquido”. A pesar de ello, y nadando, quizás contra corriente, la inteligencia y, en consecuencia, la persona que se posiciona como “intelectual”, está obligada a desvelar lo inmutable del ser, ofreciendo, después, a las demás personas su integración dentro de la multiplicidad fluyente de las cosas. Y en respuesta a la cuestión que ha servido de título a este ensayo, respondo que sí, que, a pesar de todos los condicionantes negativos, se pueden reconocer, como algo evidente, a personas que se sitúan en la vida, y contemplan su curso fluvial, así como sus avatares, fluidos o arremolinados, desde un neto posicionamiento que los califica como Intelectuales.
Es posible, como he afirmado anteriormente, que la definición del intelectual de hoy se acerque más al modelo clásico del “homo theoreticus” de Eduard Spranger, expuesto en su libro Formas de vida: crítica razonada y testimonio lúcido, cuestionador frente a la situación histórica que vive la sociedad.
MATIZACIONES FILOSÓFICAS
Podríamos entender -ascendiendo a una conceptualización filosófica- que la persona intelectual, en cuanto pretende ser indagadora de las esencias, tiene como finalidad depurar el “eidos” de Platón, liberándolo de la amalgama con la que se ha impregnado, al mezclarse en nuestro siglo con la realidad superacelerada y cambiante del devenir concreto*.
La función del intelectual es la de iluminar el tiempo histórico en el que la realidad de la Historia , siempre en proceso de cambio, se manifiesta. Aunque el eidos (base de toda actividad intelectual) es siempre el mismo, las manifestaciones y, sobre todo, el valor de verdad que se les atribuyen son, sin duda, diferentes. Cada época tiene su signo dominante, en base al cual construye “su verdad”. De esta verdad va a depender el desarrollo que haga de su visión conceptual del mundo.
Mostrar la autenticidad legítima de esa verdad, o su falsedad, es cometido del Intelectual de hoy. La persona intelectual, al ser “guardián-vigilante” de la verdad del ser, debe mostrar siempre, sin adulterarlo, el auténtico valor de “lo que hay”, pero sabiéndolo encuadrar en el momento histórico en el que la verdad alcanza su sentido. Debe saber armonizar la inmutabilidad del eidos con la circunstancia concreta en la que la verdad se manifiesta.
Las personas que ejerce la función de “intelectual”, es “vigía” del momento histórico que le toca vivir y, sin perder el norte, ha de saber adecuar el rumbo de la nave, a una ruta exigida por coordenadas trazadas de antemano. No es el intelectual un ser atemporal. Al contrario, realiza siempre su “reducción eidética”, encarnado en el tiempo y viviendo en la historia de una manera crítica y veraz. Es “cronista” de la vida y cuenta, viviendo entre las demás personas, la verdad de los hechos. Las libera, con su testimonio, de falsas utopías racionalistas, evitando siempre que lo humano se construya sobre falsos esquemas deformantes de la realidad.
Este es el cometido que realiza quien ejerce la función de intelectual con actitud honesta. Se atiene a lo que “hay”. No lo transforma. No debe ser por ello, persona de críticas baratas ni de modas al uso. Tampoco su criterio puede bambolearse por intereses de opiniones sectarias o políticas.
El análisis podría acabar aquí. Pero aún queda una pregunta clave a la que es conveniente responder: ¿Cuáles son los valores con los que la persona intelectual debe iluminar críticamente el acontecer de la historia en que vive? Sin duda, los valores que dimanan de la persona, exigidos por su dignidad y adecuados al signo de su tiempo. Se trata de actitudes centradas en lo que el hombre “en situación” exige: el valor de la vida, la libertad de toda convivencia, el valor de lo social como medio para realizarse como persona, el respeto a las reglas de que se dota el ser humano para ser más humano y convivir humanamente, etc. Todo aquello que contribuye a que la maduración de la persona y de lo humano vaya alcanzando, cada día, de forma progresiva, nuevas metas de ser. Su acción es cuestionar, de forma minuciosa, las desviaciones conceptuales que afectan a la vida y al ser humano. La persona que ejerce de intelectual, por ser “agente” de la conciencia histórica, debe vigilar para que se preserve siempre el patrimonio que se nos ha entregado: la dimensión profunda de su “ser”. Su palabra tiene que ser palabra de denuncia frente a toda injusticia, mostrando, al tiempo, la utopía como objetivo, y abriendo la esperanza de un mundo siempre mejor y en constante progreso.
FERNANDO JIMÉNEZ HERNÁNDEZ-PINZÓN
Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación, Psicólogo Clínico
*Para defender este modelo de polis, pensó Platón que los “gobernantes” de la ciudad debían ser los “filósofos”, contempladores del “eidos”. (Puesto que la doctrina central de la filosofía platónica es la “teoría de las ideas”, era lógico situar, en la escala superior de la estructura social, a quienes, por oficio y vocación, más cerca estaba de la comprensión de los “eidos”, de las ideas esenciales). El verdadero conocimiento (el intelectual) era, para Platón, patrimonio de la inteligencia. Estaba personificado en el alma racional. En ella estaba afincado el conocimiento de las ideas (entendidas en este caso como imágenes de las cosas que constituyen el reino de lo real) . Las otras almas, la irascible y la concupiscible quedaban muy por debajo del alma “inteligible” –anima rationalis-, la inteligencia. Así, la función del conocimiento racional era la de ayudar, mediante la contemplación de las esencias, a que las otras almas se purificasen, ya que el ser humano, “animal rationalis”, se encontraba, en un radical estado de impureza. En esta subordinación, y de acuerdo a un orden cósmico preestablecido, se conseguía la justicia social (o antropológica), objetivo fundamental del equilibrio (sofrosyne) y la felicidad (eudaimonía). Esta es la concepción platónica que, seguida y enriquecida por el neoplatonismo de la Escuela de Alejandría, pervivirá e influirá en la cultura occidental durante casi quince siglos.