La evolución biológica: ¿implica progreso o es solo aumento de complejidad?

(Leandro Sequeiros] En otras ocasiones hemos abordado diversos temas de biología situados en la frontera con otras ciencias, la filosofía y las tecnologías. Recientemente, hemos debatido que “evolución” no significa necesariamente “progreso”. Si se acepta que la vida sobre el planeta Tierra se ha ido diversificando gracias a los procesos de complejización de la materia, ¿esto implica que hay avance y progreso? Extendido a la sociedad humana: ¿todo cambio social implica necesariamente un progreso? El profesor Andrés Moya ofrecía en 2020 nuevas perspectivas sobre estas fronteras entre la biología y la filosofía.

 

En un artículo del profesor Andrés Moya y publicado en la revista de la UNED (ÉNDOXA: Series Filosóficas, número 46, 2020, pp. 427-440. UNED, Madrid: “Progreso, complejidad y evolución”) se ofrecen nuevas perspectivas del debate entre las relaciones entre estos tres procesos naturales con extensas ramificaciones sociales.

En relación con esta cuestión en FronterasCTR hemos publicado ya varios artículos, como por ejemplo los dos siguientes: “La complejidad del concepto de evolución biológica”, y “La evolución biológica ¿es solamente un proceso continuo de cambio?”.

Para el profesor Moya “el progreso biológico es un tema ampliamente debatido en biología evolutiva que tiene partidarios y detractores. Sin embargo, no es una cuestión, a pesar de su importancia, de la que podamos afirmar que está resuelta desde el punto de vista científico. En este trabajo presento un análisis del concepto basado en la teoría de la evolución por selección natural, sus paralelismos con el también debatido concepto de “progreso” en la historia de la humanidad y, finalmente, se intenta orientarlo hacia formas accesibles a la investigación científica. Para ello, en lugar del concepto de progreso, recurro al de “complejidad biológica”. Si tenemos formas de medirla, podemos comprobar si las supuestas tendencias de la evolución hacia complejidad creciente son producto pasivo, aleatorio e inevitable de la misma, ya que solo puede esperarse algo complejo de algo que inicialmente era simple o, por el contrario, existe alguna fuerza direccional que requeriría interpretar la selección natural en una perspectiva más allá de la de tener efectos locales y microevolutivos. La importancia filosófica que esto tendría si este programa de investigación científica demostrara que la evolución avanza hacia una complejidad creciente es importante”.

 

Darwin y el darwinismo: evolución y progreso

Uno de los libros que hizo avanzar las ideas de Charles Darwin fue el Ensayo sobre el principio de la población de Robert Malthus. Se cuestiona, no obstante, basándose en el tipo de reflexiones que aparecen en sus diarios, que a Darwin le viniera la idea de la Selección Natural de la lectura de la obra de Malthus (Gruber, 1974) [Gruber, Howard E. (1974) Darwin sobre el hombre. Un estudio psicológico de la creatividad científica. Madrid: Alianza Universidad]. En cualquier caso, Darwin razonó que, al igual que los recursos para la subsistencia de los individuos de la especie humana crecían aritméticamente mientras que la propia especie lo hacía geométricamente, algo similar debería ocurrir en las otras especies.

Por otro lado, sin entrar en las prolijas reflexiones de Malthus sobre qué tipo de individuos estaban en mejores condiciones para obtener los recursos y tener más descendientes, Darwin también pudo valerse de esta consideración diferencial entre los individuos de la especie humana para llevarla al resto de especies.

Darwin derivó una muy importante conclusión: los individuos con mejores capacidades para obtener esos recursos serían los que dejarían más descendientes y, por lo tanto, la especie en su conjunto iría cambiando con el tiempo, a lo largo de las generaciones, porque así lo irían haciendo las poblaciones que la componían.

Según el profesor Moya, es importante matizar que Darwin iba tras la búsqueda de una explicación que diera cuenta de lo que se le había hecho evidente en sus investigaciones durante su largo viaje en el Beagle. En primer lugar, que las especies existían como entidades discretas y que unas se parecían más a otras; y, en segundo lugar, la existencia de una relación de filiación entre ellas, que unas eran producto de otras.

Además, la información que Darwin fue recogiendo a lo largo de muchos años, – por ejemplo la relativa a la existencia de fósiles de especias pasadas extintas-, pero con evidentes similitudes con especies vivas, el parecido entre especies que vivían en ambientes similares, la enorme capacidad que tenían los mejoradores de especies animales y vegetales para conseguir individuos con características bien distintas, aún continuando siendo miembros de la misma especie, etc., todo ello hablaba a favor de la existencia de algún principio causal natural que debería dar cuenta de lo que, a mi juicio, es la más importante aportación de Darwin a la ciencia y al pensamiento: la existencia del árbol de la vida como metáfora de la filiación existente, por lejana que sea, entre todo ente vivo que ha poblado o puebla el planeta.

Darwin pareció haber prestado más atención a la búsqueda de una causa explicativa de la evolución como es la selección natural que al árbol de la vida, fue debido a que, en los tiempos en que se estaba gestando la teoría de la evolución pululaban, incluso entre aquellos que eran declaradamente evolucionistas, diferentes explicaciones para la transformación de unas especies en otras. Para Darwin no había duda de la existencia de ese árbol, que algunas especies en la historia de la vida en el planeta ya habían desaparecido y que otras procedían de ellas por evolución. Pero si no daba con una explicación causal, la idea del árbol de la vida se venía abajo como tal; no tendría por qué ser mejor la hipótesis del árbol frente a una hipotética aparición o creación independiente de las especies a cargo de un ente sobrenatural.

La selección natural parecía encajar bien como explicación de todo aquello que había observado. Era una explicación maravillosa porque daba cuenta del hecho de que los individuos dentro de la especie eran distintos en un momento dado. No se trataba de que los individuos fueran imperfecciones frente al platónico tipo ideal o canónico de la especie, sino que la variación –ahora diríamos la variación fenotípica heredable– entre los individuos de las poblaciones que conforman las especies era el fuel de la evolución. Las poblaciones podrían ir cambiando con el tiempo y, por lo tanto, la especie como tal también.

Pero, por otro lado, los individuos de especies distintas pero próximas en el árbol evolutivo se parecerían o compartirían en promedio más características entre ellas que con individuos de especies más alejadas. Por lo tanto, de mediar sistemáticamente esta acción de la selección no se podría descartar que llegara un momento que individuos de la misma especie, pertenecientes a poblaciones diferentes ubicadas en ambientes distintos, pudieran acabar convirtiéndose en especies distintas. Y así se iría formando el árbol de la vida que conecta todos los seres vivos. A poco que se piense, no obstante, y Darwin lo hizo, la selección natural actuaría, en caso de que ninguna otra fuerza evolutiva actuase, como la fuerza que llevaría a los individuos a estar progresivamente mejor adaptados a los medios en los que viven.

 

El programa adaptacionista

Sin asumir, como indico, que la selección sea la única fuerza promotora de evolución, concepción propia del programa adaptacionista, conviene reflexionar sobre el alcance de la afirmación previa de que las poblaciones “están progresivamente” mejor adaptadas, porque podría afirmarse, también, la de que “son progresivamente” más adaptativas. Hay una diferencia semántica importante entre el “estar” y el “ser”, porque la primera acepción no quiere connotar ninguna mejora intrínseca o permanente, sino que, solo en determinado ambiente, algunos individuos en las poblaciones que habitan ese ambiente son proclives a dejar más descendientes que los otros. Pero bajo la acepción de “ser progresivamente” se puede dar a entender que algunos de esos individuos y sus descendientes en esas poblaciones adquieren propiedades que les hacen ser más capaces para evolucionar.

Esta segunda acepción se aleja un tanto del adaptacionismo. En todo caso, y de no variar el ambiente, los individuos estarán “progresivamente” mejor adaptados al mismo, algo que se mide por la aportación diferencial de descendientes con respecto a aquellos otros que no lo están tanto y, así, las poblaciones irían cambiando a lo largo del tiempo.

Ahora bien, de darse cualquier cambio en el ambiente, se reconfigurarían las capacidades de supervivencia y descendencia de los mismos, porque los que tenían ventaja en el ambiente inicial darían paso a otros con mayores ventajas en el nuevo.

Pero si recurrimos a la acepción del “ser progresivamente” entonces aquellos que adquirieron capacidades para evolucionar en ambientes previos las conservarían en el nuevo, aunque en este podrían adquirirlas ahora aquellos que no las tuvieran antes y, por lo tanto, también entrarían a formar parte de ese colectivo, a ser individuos progresivamente más evolucionados.

 

¿Se puede hablar de tendencias evolutivas y progreso?

Para el profesor Moya, “He hecho estas consideraciones muy generales en torno al principio de selección natural solo para para enmarcar el asunto que aquí deseo desarrollar. Para Darwin no había duda, ni para otros muchos evolucionistas, de que la selección natural, aunque sea una fuerza ciega actuando sobre los individuos de las especies, tiende a mejorarlos; es decir, tiende a que sus individuos estén mejor adaptados a sus condiciones ambientales que, por otro lado, no pueden ser más que en condiciones locales”.

Y prosigue: “Pero considerar la selección como una fuerza promotora de progreso no implica en modo alguno que los individuos que mejor viven en un ambiente determinado no se vengan abajo –fundamentalmente en cuanto a los descendientes que dejan– cuando las condiciones cambien frente a otros que en esas nuevas condiciones sean los mejor adaptados o, también, cuando sin cambios ambientales, otros individuos de la misma población generen nuevas variantes del carácter, o nuevos caracteres, que les confieran una ventaja adaptativa mayor. En otras palabras, puede darse una cierta idea de progreso con la adaptación creciente de los individuos en sus medios, pero esos individuos pueden ser otros cuando las condiciones cambian. Desde esta óptica no parece que la selección natural pueda ser considerada como una fuerza fundamental promotora de progreso biológico en sentido absoluto. A no ser, como he comentado en el apartado anterior, que el proceso de adaptación local no solo consista en un “estar progresivamente más adaptado”, sino en adquirir características o “ser progresivamente” más adaptativo, capacitando a sus individuos y descendientes con propiedades para evolucionar mejor”.

 

Los paladines de la defensa de la Selección Natural

Darwin, Huxley o, más recientemente, Dennett o Dawkins, son científicos o filósofos que pasarían por ser paladines de la defensa de la sección natural como motor del progreso evolutivo. Estos autores, probablemente más por convicción que por demostración, sostienen que el actuar sistemático de la selección natural mejora las capacidades evolutivas de los individuos que componen las especies y que, en cierto modo, especies nuevas que procedan de otras más antiguas están en mejores condiciones para evolucionar. Es decir, la selección natural no solo promueve el estar mejor adaptados sino el ser o tener mejores capacidades para la evolución adaptativa.

Esto se puede entender bien, por ejemplo, cuando sobre el árbol de la vida se observa que, en determinado momento, aparecieron características fundamentales en especies ancestrales que luego han persistido en las especies derivadas. Aunque esto no quiere decir que aquellas otras especies ancestrales que no las han desarrollado hayan desaparecido necesariamente ni tampoco sus especies derivadas, sí parece apuntar a que las primeras han ido haciendo acopio de novedades ventajosas, dando lugar a algo que sigue careciendo de una explicación suficiente: la aparición progresiva de organismos más complejos.

Por otro lado, sin hacer referencia a ello, los autores mencionados, según Moya, serían partidarios de la “evolucionabilidad” [Wagner, Andreas (2005). Robustness and evolvability in living systems. Princeton: Princeton University Press], es decir, la capacidad diferencial para evolucionar adaptativamente, dando a entender que la selección natural promueve, más allá de las condiciones locales, ventajas a los individuos en su potencial para evolucionar, ventajas que se acumulan en los descendientes de generaciones futuras.

Por otro lado, aunque el repertorio de especies presentes en la actualidad es formidable, la capacidad para evolucionar, aunque existe en todas ellas, no tiene que estar igualmente distribuida. Ahí radicaría el núcleo del progreso diferencial y, por lo tanto, de la existencia de progreso evolutivo en sí mismo.

 

Stephen Jay Gould y su programa de investigación contingentista

El crítico más acérrimo al progreso evolutivo es Stephen Jay Gould (1997) [Gould, Stephen Jay (1997). La grandeza de la vida. La expansión de la excelencia de Platón a Darwin. Barcelona: Crítica] quien argumenta que, como la selección natural solo puede actuar localmente, no puede dar explicación de progreso alguno. La selección natural solo se entiende desde el “estar progresivamente” mejoradas localmente las poblaciones. Por “local” Gould quiere indicar las condiciones particulares en que la selección natural mejora a los individuos de las poblaciones en ambientes concretos. Pero esto, a su juicio, queda lejos de la contrastada observación de la existencia de “tendencias evolutivas” [McShea, Daniel (1994). “Mechanisms of large-scale evolutionary trends”. Evolution Vol. 48, pp. 1747-1763].

Son los paleontólogos los que más han trabajado sobre la evolución morfológica de caracteres de seres orgánicos en escala geológica, poniendo de manifiesto la eventual tendencia al cambio en una dirección dada de esos caracteres en gran número de grupos taxonómicos. Ahora bien, si las tendencias existen y no pueden explicarse por selección natural: ¿cómo se explican?

Si Gould hubiera considerado la selección natural desde la óptica de la mejora de los individuos en su capacidad de evolucionar, dotándose de propiedades para evolucionar más allá de las condiciones locales, probablemente las propias tendencias que se observan a escala geológica serían explicables.

 

Progreso biológico y progreso humano

El término “progreso” es endiabladamente polisémico, además de estar cargado de ideología. Si nos vamos al uso que de él se hace en la historia de la humanidad, podremos comprobar que es con la Ilustración en el siglo XVIII (el concepto de progreso lo introdujo Turgot en este periodo), y decididamente en muchos sectores de la intelectualidad y los actores de la revolución industrial en el siglo XIX, donde se consideraban “progresistas” aquellos que tenían actitud o disposición para encarar transformaciones sociales y apreciar que la humanidad, en su conjunto, mejoraba o progresaba.

En el XIX se tenía la convicción de la existencia de un cambio o tendencia direccional, no dirigida por nadie en particular, que llevaba a un mejoramiento continuado de la sociedad, medido o medible este en, por ejemplo, la riqueza de los países, la disminución de la violencia, la mejora en la salud y la higiene, el bienestar social, entre otros.

Para el profesor Moya, el reciente trabajo de Pinker [Pinker, Steven (2018) titulado En defensa de la Ilustración. Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso. Barcelona: Espasa], a pesar de las guerras mundiales en el siglo XX y la multitud de conflictos y desigualdades dentro y entre países, va en la línea de mostrar que la Ilustración y la defensa de la racionalidad de que hace gala, siendo la ciencia su mejor aliada, no es más que la filosofía que subyace y alimenta la existencia de progreso indudable, aunque siempre perfectible, de la sociedad humana.

Similares consideraciones en torno al progreso de la humanidad las hace Matt Ridley [Ridley, Matt (2011). El optimista racional. ¿Tiene límites la capacidad de progreso de la especie humana? Madrid: Taurus] quien, recurriendo a la dinámica de las transformaciones positivas de nuestra especie a lo largo de la historia, adopta la posición de un optimismo racional para hacer frente a los problemas a los que nos estamos enfrentando ahora y en el futuro.

Pero, ¿qué lecciones podemos derivar del supuesto progreso humano con respecto al progreso biológico?Que Ridley o Pinker sean progresistas, al igual que lo fueron los progresistas del siglo XIX, no obvia que podamos tener dudas sobre las evidencias de progreso o perfeccionamiento social humano neto. De hecho, si hablamos de progresistas, también podríamos hablar de anti-progresistas. Estos no son necesariamente conservadores, sino simplemente escépticos o críticos con aquellos que aportan, como los dos autores comentados, cifras que muestran que las citadas tendencias existen.

En otras palabras: el progresismo es una actitud o disposición frente a la vida. Y así podríamos considerar también al progreso biológico: como una convicción sobre la evolución que muestra una tendencia hacia el perfeccionamiento de los entes vivos que carece de sustento empírico. Ya he comentado que Darwin y otros ven progreso en la evolución, y he tratado de dar una potencial explicación basada en la diferencia entre el “estar” adaptado y el “ser” más adaptativo.

Pues bien, Gould se empeñó en demostrar que el progreso biológico no era otra cosa que un prejuicio antropológico, en buena medida una proyección de las ideas del progresismo del siglo XIX sobre la propia evolución biológica para acabar afirmando que el progreso evolutivo existe porque la especie humana es su producto final más refinado. Pura ideología, sentencia Gould. Pero: ¿estaba Gould en lo cierto? Mi respuesta es que no lo sabemos todavía y que la ciencia evolutiva tiene todavía un reto importante por delante con respecto a este importante asunto.

 

Progreso y complejidad biológica

Los historiadores de la paleobiología opinan que aunque Gould no es el abanderado del estudio científico del progreso, sí que estuvo siempre en su mente abordar el problema con la finalidad de darle carpetazo. Su propia ideología subyace en buena parte de los intentos que llevó a cabo por demostrar que el progreso, de existir, no es producto de la evolución por selección natural.

Para el profesor Moya, “cuando manifiesto que “su propia ideología subyace” es por su clara animadversión hacia el antropocentrismo o, en términos evolutivos, a que nuestra especie sea el producto final más acabado de la evolución biológica. Gould (1997), tomando en buena medida los criterios para demostrar la existencia de tendencias evolutivas de McShea (1994), el gran estudioso del asunto en paleontología, plantea tres grandes pruebas para demostrar su existencia”.

Y prosigue: “Es importante que las traiga aquí y las formule –lo hago en la siguiente sección–porque son, precisamente, los procedimientos que podemos aplicar para determinar si existe o no tal cosa que progreso biológico. No quiero con ello descartar otro tipo de aproximaciones y reflexiones que han ido apareciendo en la literatura especializada a lo largo de los últimos cincuenta años sobre este intrincado asunto que es el progreso biológico”.

Así, por ejemplo, en español, Wagensberg y Agustí [Wagensberg, Jorge y Agustí, Jordi (eds.) (1998). El progreso. ¿Un concepto acabado o emergente? Barcelona: Tusquets] editan un libro donde conocidos biólogos y filósofos debaten sobre si el progreso es un concepto acabado o emergente o, más recientemente, [Audisio, Irene; Cruz, Mariana; Estrabou, Cecilia; Fernández, Andrés; Sandrone, Dario y Vargas, Mercedes (2012). “Análisis sobre la relación entre la noción de complejidad y la de progreso en el marco de algunas concepciones evolutivas”. Anuario de Investigaciones de la Facultad de Psicología de la UNC Vol. 1, pp. 358-371] hacen un repaso sobre el posicionamiento de conocidos biólogos y filósofos de la biología en torno a la noción de progreso y su relación con otros conceptos como los de complejidad, direccionalidad y variabilidad.

Para alejarnos de la polisemia y la fuerte carga ideológica del concepto de progreso, aquí, Andrés Moya plantea recurrir al término “complejidad biológica” como más apropiado para tratar la cuestión del propio progreso en la evolución biológica y si, en efecto, existe o no una tendencia en la evolución hacia mayor complejidad biológica. No es que el término “complejidad biológica” carezca de dificultades es su definición, pero probablemente sea más factible disponer de una que en el caso del “progreso biológico”.

Así, McShea (1994), por ejemplo, indica que es más complejo aquel organismo que tiene más partes y que entre dos que las tienen por igual, es más complejo aquel que las tenga más diferenciadas. No obstante, a poco que consideremos el propio árbol de la vida, se verá la dificultad que conlleva poder comparar una bacteria con, pongamos, un mamífero y, en base a ello, poder indicar quien de ambos es más complejo atendiendo a quien tiene más o menos partes componentes, más o menos diferenciadas.

Pero dificultad no es equivalente a imposibilidad. Es cuestión de pensar en qué componentes o factores son comunes entre organismos para poder formular, entonces, algún tipo de medida que permita derivar valores de complejidad. Así, si consideramos la evolución de los vertebrados podemos formular medidas basadas en la composición y función de las vértebras, pero si estamos comparando bacterias y mamíferos, como indicaba antes, probablemente debamos recurrir a métricas basadas en su metabolismo o en sus genomas para determinar quién es más complejo.

Y esta cuestión no es trivial en modo alguno, porque para poder dar cuenta de la evolución de la complejidad bajo una dimensión global, la de todos los seres vivos (Audisio et al., 2012), debemos recurrir a métricas que puedan determinarse comparativamente en todos ellos.

Por otro lado, es moneda de cambio en todo tipo de análisis evolutivo, tanto si está bajo el paraguas del adaptacionismo, la auto-organización de los sistemas biológicos complejos o la evo-devo [Nuño de la Rosa, Laura (2016). “La vuelta de las potencias en biología evolucionista: hacia una ontología de lo posible. Ludus Vitalis vol. XXIV, pp. 1-18] el plantear consideraciones sobre la mayor o menor complejidad de los organismos recurriendo a los múltiples niveles en cómo están organizados morfológica, estructural y funcionalmente los mismos.

Aunque Moya no descarta la relevancia de estas aproximaciones para resolver en una forma conjunta quien es más complejo y si existe o no una tendencia hacia mayor complejidad en la evolución, lo cierto es que la propia complejidad del entramado morfológico, estructural y funcional al comparar los organismos hace que esa aproximación, a la que genéricamente denominaría “funcionalismo integral”, sea empíricamente inmanejable.

Es muy significativa la consideración de Day [Day, Troy (2012). Computability, Gödel’s incompleteness theorem, and an inherent limit on the predictability of evolution. J. R. Soc. Interface Vol. 9, pp. 624–639] cuando indica que, para probar la existencia de una tendencia en la evolución biológica, como ejemplo canónico que es de sistema abierto, probablemente debamos recurrir, o buscar, parámetros o métricas que poco o nada tengan que ver con la función integral. O’Malley et al.  [O’Malley, Maureen A.; Widerman, Jeremy G. and Ruiz-Trillo, Iñaki (2016).Losing complexity: the role of simplification in Macroevolution. Trends in Ecology and Evolution Vol. 31 No. 8] muestran en un estudio reciente que no necesariamente la diversificación de los eucariotas procede por aumento de complejidad de las funciones de algunos taxones derivados con respecto a sus taxones ancestrales.

Pero su análisis, como indica Moya, es estrictamente funcional. Por el contrario, Moya et al. [Moya, Andrés; Oliver, José L.; Verdú, Miguel; Delaye, Luis; Arnau, Vicente; Bernaola-Galván, Pedro; de la Fuente, Rebeca; Díaz, Wladimiro; Gómez-Martín, Cristina; González, Francisco M.; Latorre, Amparo; Lebrón, Ricardo and Román-Roldán, Ramón (2020). “Driven progressive evolution of genome sequence complexity in Cyanobacteria”. Scientific Reports Vol. 10:19073] demuestran, recurriendo a métricas no asociadas en primera instancia a función alguna, y que miden en los genomas, que la evolución de las cianobacterias no va en la línea de que especies más recientes, menos complejas funcionalmente (por ejemplo, carentes de multicelularidad; algunas especies de cianobacterias lo son) son más complejas en las métricas, en un claro ejemplo de tendencia evolutiva dirigida en la evolución. Dicho de otra manera: menor función integrada no es sinónimo de menor complejidad.

Cuando se observa cómo han ido apareciendo las especies a lo largo de la historia evolutiva no deja de sorprender que, durante tres mil millones de años, solo hubiera en el planeta formas procariotas, tipo bacterias o arqueas. La posterior aparición de la célula eucariota es un importante hallazgo evolutivo que da paso a la evolución de la multicelularidad y de organismos más complejos.

Puede pensarse, a lo Gould, que esto no deja de ser una mera tesis antropocéntrica que pretende dar sustento a que somos el producto final de la evolución. Y pudiera tener razón. Pero Gould tampoco da una prueba explícita de que la evolución no vaya a ir “siempre” en esa dirección hacia mayor complejidad, probablemente por su acusado anti-antropocentrismo.

Nuestro planeta actualmente, siempre en realidad, está habitado por microorganismos, en mucha mayor abundancia y biodiversidad que por eucariotas tanto uni- como multicelulares. Y en base a esta argumentación Gould concluye que la moda (concepto estadístico que da el valor de la clase, en ese caso entidad taxonómica, más abundante) de representación de la biodiversidad en nuestro planeta no la dan los organismos más complejos, sino las bacterias y las arqueas. Los más complejos somos una minúscula fracción del conjunto.

Pero esta posición no explica la observación de que la complejidad, aquí y allá, ha aparecido a lo largo del tiempo evolutivo en el árbol de la vida y que, si bien Darwin dio con una explicación de la evolución de la biodiversidad, no tuvo tanto éxito con la evolución de la complejidad; a no ser, claro, que le concedamos valor explicativo a aquello que ya comenté anteriormente de que los organismos más complejos lo son por tener mayor capacidad de evolucionabilidad y que especies más recientes son más complejas que especies más antiguas atendiendo a esa característica (Wagner, 2005).

Si se piensa bien esta argumentación se observará que el progreso, la tendencia o la complejidad no se circunscriben solamente a determinados grupos en el árbol de la vida. Existe una tendencia general, mediando suficiente tiempo, a que organismos más recientes sean más complejos que organismos más antiguos, lo que aplica tanto a bacterias como arqueas, así como a eucariotas uni- y multicelulares. Esto no es antropocentrismo en modo alguno, pero tampoco es anti-antropocentrismo.

Gould redondea su argumentación sobre la “moda bacteriana” indicando que las supuestas tendencias hacia mayor complejidad son un producto pasivo de la evolución. El término “pasivo” es importante porque hace referencia a que, si partimos de un momento original, al inicio de la vida, donde estaríamos en una situación de simplicidad originaria (Gould lo denomina “el muro izquierdo” de la evolución), solo podemos esperar, pasivamente, evolución hacia mayor complejidad.

Pero, además, dado que los organismos más abundantes en la actualidad siguen siendo los microorganismos, la moda de la evolución, con independencia de la aparición esporádica de organismos más complejos, sigue siendo microbiana y no hay tal cosa que evolución hacia mayor complejidad biológica.

 

¿Existe alguna “tendencia” hacia la complejidad?

Frente al término “pasivo”, en relación con la explicación de la tendencia a mayor complejidad, está el término “dirigido” (“driven”, en inglés). No hay que ver en este término nada parecido a teleología alguna. Se trata de que si las tendencias hacia mayor complejidad biológica, puestas de manifiesto por las pruebas de McShea (1994), no se pueden explicar pasivamente, tendremos que admitir que debe existir algún otro tipo de explicación, probable, aunque no necesariamente, relacionada con la selección, en la línea comentada anteriormente de promotora de evolucionabilidad.

Primera prueba

Para Andrés Moya, la primera prueba es la del “mínimo”. En los sistemas pasivos el valor mínimo del carácter que mide la complejidad, el que marca el muro izquierdo, debe mantenerse en buena parte de las especies que vayan apareciendo con el tiempo, aunque algunas de esas nuevas especies lo aumentasen. Es decir, se observaría poca desviación del valor del mínimo original. Por el contrario, si el sistema es dirigido, esperaríamos un claro desplazamiento del valor medio del carácter conforme van apareciendo nuevas especies con el tiempo.

Segunda prueba

La segunda prueba, según Moya, es la de “las parejas antepasado-descendiente”. Esta prueba, potente según Gould, consistiría en tabular entre especies ancestrales y derivadas, si el valor del carácter de complejidad aumenta o no en las derivadas con respecto a sus ancestrales. Si se observa que las derivadas normalmente incrementan el valor de la métrica que mide la complejidad con respecto a sus ancestrales, estaríamos frente a un caso claro de tendencia dirigida.

Tercera prueba

La tercera prueba es la denominada prueba del “sesgo”. Es interesante esta prueba porque se parece a la del mínimo, pero examinando lo que ocurre en linajes de especies cuyo valor de métrica de complejidad está lejos del valor mínimo que marca el muro de la izquierda. Si estos linajes parciales presentan una distribución similar a la que se observa cuando se considera el linaje en su conjunto, la tendencia sería dirigida. En cambio, si la distribución fuera más bien de tipo normal, entonces se estaría dando apoyo a una tendencia pasiva.

Y concluye Moya: “Si aquí presento estas pruebas en forma sucinta (para más detalle sobre ellas véase Gould, 1997) es porque Gould mismo considera que pueden ser determinantes para resolver el asunto de si las tendencias hacia complejidad creciente (o progreso biológico), que él considera que existen, son bien puro producto del azar en el caso de las tendencias pasivas o, por el contrario, producto de algún tipo de fuerza que lleva direccionalmente a las especies hacia una mayor complejidad. Este es el tipo de pruebas que hemos aplicado a la evolución de la cianobacterias recurriendo a métricas en los genomas no asociadas a función” (Moya et al., 2020).

 

Conclusiones

Si bien es cierto que la cuestión de progreso en la evolución biológica ha sido una cuestión de amplio debate, no podemos decir que sea una cuestión acabada o resuelta. La tesis que aquí sostengo es que sigue siendo un asunto que requiere más investigación y cuya resolución puede tener una gran relevancia filosófica.

Más de un autor considera que la teoría de la evolución por selección natural explica la aparición de la biodiversidad, pero no la evolución de la complejidad. Como he tenido oportunidad de mostrar, Gould mismo es consciente del problema y considera que, existiendo tendencias en la evolución, particularmente a escala macroevolutiva, y dado que la selección natural es una fuerza que opera a cortas distancias temporales (a escala poblacional y microevolutiva), no quedaría otra que aceptar que la aparición de la creciente complejidad biológica es un producto pasivo de la evolución y que, en modo alguno, los organismos más complejos marcan la tendencia, dado que son una minúscula parte de la biodiversidad actual del planeta.

Pero las pruebas que McShea plantea, y que Gould acepta, podrían poner de manifiesto, de disponer de medidas apropiadas de la complejidad de los organismos, la existencia de tendencia hacia complejidad creciente. Eso no implica antropocentrismo alguno porque, aquí y allá en el árbol de la vida, cuya estructura conocemos en líneas más que generales, se pondría de manifiesto que determinadas especies más recientes son más complejas que especies más antiguas, sean estas procariotas o eucariotas.

Cuestión otra, no obstante, – según Moya – es ver qué papel explicativo tendría la selección natural para dar cuenta de tales tendencias universales, porque es claro que no podríamos utilizar el concepto en su acepción clásica de acción a corto plazo y a escala poblacional y microevolutiva. Dicho de otro modo: habría que repensar el concepto en, por ejemplo, su versión de evolucionabilidad o, lo que sería más trascendente, en alguna nueva fuerza que añadir a la teoría de la evolución que pudiera explicar las inevitables tendencias dirigidas hacia complejidad creciente.

Todo un programa de investigación abierto.

 

Leandro Sequeiros. Doctor en Paleontología, Presidente de la Asociación Interdisciplinar José de Acosta (ASINJA), Colaborador de la Cátedra Francisco J. Ayala de Ciencia, Tecnología y Religión.

Los comentarios están cerrados.