La síntesis de todas las filosofías

[Carlos Blanco[1]] Toda filosofía es incompleta. Diseñada por una mente finita, con información limitada e imperfecta capacidad de análisis, cualquier intento de sistematizar el pensamiento filosófico desemboca en una construcción teórica que no puede abarcar todos los fenómenos del mundo y de la mente. Incluso cuando parece que lo ha logrado, y que por fin ha coronado el sistema supremo, la absoluta perfección filosófica, donde unos pocos postulados bastarían para dar cuenta de la complejidad del universo y de la historia, un examen profundo pone de relieve sus carencias, los casos que no cubre, las verdades que no demuestra, las incógnitas que no despeja, los argumentos a los que no es capaz de responder satisfactoriamente sin modificar el conjunto de sus principios. Cuanto más quiere integrar ese sistema, más se pierde en las aguas turbulentas de la inconsistencia lógica. Se ve obligado a sacrificar completitud en aras de consistencia, o extensión por coherencia interna. El ideal del conocimiento, la reducción de la infinita complejidad del mundo a un mínimo de conceptos y de reglas de relación, siempre se revela esquivo, como si fuera un límite inasequible para la inteligencia humana.

Sin embargo, y frente a esta fatalidad que nos sentimos tentados de considerar inexorable, parece también claro que las distintas aproximaciones filosóficas a lo real y a lo posible poseen algo de verdad, y que la mejor representación de lo dado ante nosotros reside precisamente en una síntesis, en una especie de punto medio o de equilibrio entre opuestos.

 

Lo incompleto en la teoría del conocimiento y en la ontología

Así, cuando investigamos el conocimiento es inevitable percibir que tanto el racionalismo como el empirismo tienen su parte de verdad, y que la razón, a través de los principios puramente apriorísticos que discierne la mente, y la experiencia, mediante el dato sensorial, resultan igualmente necesarias para comprender lo que nos rodea. En cualquier manifestación del conocimiento humano, desde la más exacta y perdurable hasta la más incierta y provisional, comparecen tanto la razón como la experiencia. Ni siquiera en el ámbito puro de las matemáticas es posible navegar sin algún tipo de intuición figurativa, de imaginación inspirada en nuestra experiencia del mundo, por mucho que en este campo fascinante el filósofo no pueda sino admitir la grandeza del pensamiento en su faceta meramente abstracta, deductiva y formalizadora. La física elabora sofisticados modelos sobre el mundo, dotados de inmenso poder predictivo, no porque se limite a recoger datos de observaciones y experimentos, sino porque los analiza con las herramientas de la lógica y se afana en descubrir patrones de comportamiento en el seno de los sistemas físicos. Gracias a la lógica, los físicos han sido capaces de extraer las consecuencias de sus modelos, lo que en no pocas ocasiones les ha permitido anticiparse a la realidad y vislumbrar futuros descubrimientos. El caso del planeta Neptuno es quizá el éxito predictivo más notable de la mecánica newtoniana, como las ondas gravitacionales lo son de la mecánica relativista. Seguir el fino hilo de la lógica nos lleva a nuevas parcelas de la realidad; para navegar en el mundo necesitamos tanto la experiencia como la lógica. La información proporcionada por los sentidos serviría de poco si no fuera filtrada adecuadamente, sometida a la regla lógica. Y, más allá de la lógica y de la experiencia, la imaginación emerge como una síntesis problemática de ambas, que nos proyecta a nuevas posibilidades y que nos revela opciones inusitadas de combinación entre lo existente.

Del mismo modo, en lo que respecta a la naturaleza última de las cosas es imposible prescindir por completo de los postulados materialistas, que tanto esclarecen sobre el fundamento del mundo, sobre los elementos que lo componen y los principios que lo rigen. Los triunfos explicativos de la ciencia, ¿acaso no han respaldado el materialismo? De la teoría atómica a la biología evolutiva, de la termodinámica a la genética, de la cosmología a la neurociencia, todo apunta a que lo único existente en el universo son eventos espaciotemporales, materia regida por leyes. Lo observable y lo experimentable se imponen a lo ficticio y mitológico, y nos damos cuenta de que la extraordinaria variedad de lo que podemos percibir se explica desde un número relativamente pequeño de principios que convergen con la materia, con sus manifestaciones y procesos, como energía espaciotemporalizada.

No obstante, cómo insertar la mente en un modelo puramente materialista de la realidad sigue siendo un enigma, o al menos una dificultad teórica insoslayable, y el filósofo no dejará de encontrar valiosas sugerencias en el tratamiento idealista de la conciencia y de sus posibilidades interpretativas. En muchos casos, aunque opte decididamente por una comprensión materialista de todos los fenómenos del cosmos (físicos, químicos, biológicos, psicológicos, sociales…) no podrá rechazar algún tipo de dualidad entre mundo y mente, o entre objetividad y subjetividad. Incluso cuando descendemos a las estructuras básicas de la materia, la mecánica cuántica nos ofrece una imagen inquietante de la realidad a escala de lo muy pequeño; un mundo donde la ciencia predice no resultados exactos, sino probabilidades, un mundo gobernado por el principio de no-localidad, un mundo donde son posibles la superposición de estados y el entrelazamiento, y donde la extraña función de onda descubre pero también oculta lo real. ¿Qué es un electrón? ¿En qué sentido es materia? ¿Sólo porque intercambia energía y momento? Cuando nos esmeramos en atrapar esta onda-partícula, esta realidad subyacente más profunda aún que lo corpuscular y lo ondulatorio, nuestro instrumento más fecundo no es otro que el formalismo matemático (en este caso, las representaciones irreductibles del grupo de Poincaré), precisamente lo más alejado del mundo real, material, tangible.

¿Qué ostenta la primacía: la idea o la materia? ¿Qué hay en el fondo de todas las cosas?

Pitágoras y Platón habrían entonado un canto de victoria al comprobar que la más avanzada y fundamental de las ciencias, la física, penetra con tanta hondura en lo real que sólo puede guiarse con la luz de abstracciones matemáticas. Ciertamente, el uso de las matemáticas no implica necesariamente que la realidad sea matemática. Una cosa es describir y otra ser. Nuestros modelos emplean el lenguaje matemático, y en ocasiones es imposible depender de intuiciones inspiradas en lo que percibimos, en imágenes siempre imperfectas. Sin embargo, valerse de las matemáticas para representarnos el mundo no significa que el mundo sea esencialmente matemático. Además, es concebible que existan regiones de lo real inaccesibles al propio lenguaje matemático (e incluso al propio pensamiento humano; no tiene por qué ser verdadero que, como propuso Parménides, el ser sea igual al pensar).

Al mismo tiempo que el progreso científico subraya la importancia de lo formal y abstracto para comprender la estructura de la materia, Leucipo, Demócrito y las grandes escuelas atomistas y materialistas de la antigua Grecia y de la India (como la de Chárvaka) reclaman su lugar entre las cosmovisiones exitosas, reivindicadas por el desarrollo de un pensamiento científico que ha desterrado gradualmente lo inmaterial y lo sobrenatural en incontables sistemas del universo, hasta reducir lo natural a un conjunto de partículas en interacción. Con sólo cuatro fuerzas fundamentales y un pequeño número de bosones y fermiones la física actual explica una parte nada desdeñable del universo conocido. Ha subsumido la multiplicidad en simplicidad. Los misterios proliferan (la energía y la materia oscuras, las singularidades cósmicas, la unificación de relatividad general y mecánica cuántica…), pero parece poco probable que su resolución exija el retorno a posiciones no materialistas. Reconciliar a Demócrito con Platón es un destino digno de la filosofía, que tan altas metas ha albergado desde sus albores. Integrar materia y mente, el conjunto de lo objetivo y mensurable con esa dimensión que se aproxima perturbadoramente a lo subjetivo y cualitativo, es la síntesis anhelada. Cómo la materia genera la mente y cómo la mente influye en la materia constituye una de las principales fronteras del conocimiento humano. Mediante observaciones y experimentos, registrando medidas en nuestros sistemas de referencia, ¿lograremos descifrar la naturaleza de la mente, jeroglífico tanto o más enigmático que el propio universo?

¿Qué es, en último término, la realidad? ¿Qué es exactamente la materia? ¿Cómo podríamos saberlo y cómo podríamos contrastar nuestras ideas en torno a este arcano? ¿Es nuestro universo el único, incluso el único posible? ¿Qué son la energía, el espacio y el tiempo y cómo se entrelazan? ¿Por qué existen cuatro dimensiones? ¿Persisten otras dimensiones imperceptibles a los sentidos?

El que examine filosóficamente estos interrogantes se percatará de que el idealismo no es un sistema de pensamiento tan fácilmente descartable, y que el progreso científico, lejos de haber resuelto definitivamente estas preguntas eternas de la humanidad, no ha hecho sino plantearlas de formas más complejas.

Incluso si el idealismo como interpretación de la naturaleza más profunda de lo real tuviera que rechazarse definitivamente a favor del materialismo, y lo inmaterial se pudiera reducir por completo a lo material, de manera que el universo no contuviera ningún principio estructural y funcional ajeno a la materia (instancia tan difícil de clarificar), aún existiría un resquicio de idealismo en la mente humana. Supongamos que la mente es enteramente reducible al cerebro y al modo en que procesa la información. Sin embargo, dentro de las posibilidades que exhibe la mente figura la elasticidad de la imaginación, prácticamente infinita. Aunque la imaginación, operación de la mente, se explique mediante una compleja trama de neuronas y sinapsis, resulta innegable que el elenco de lo que puedo imaginar no se agota a priori. Puedo imaginarme libre, espiritual… Puedo ser consciente, o al menos creerme consciente (pero al hacerlo ya soy consciente, porque para concebirme como tal he de desplegar algún tipo de autoconciencia; si dudo de que soy consciente, ya soy consciente de mi duda). Dentro de la mente, casi todo cabe. Parece un refugio de idealismo, una fortaleza de posibilidades imaginativas asediada por la cruda necesidad de la materia. En nuestra subjetividad, en la riqueza de nuestro mundo interior, siempre podemos ser idealistas y proclamar, como Virgilio: “pueden porque creen que pueden”. En el seno de ese castillo maravilloso e inexpugnable (cuyo fondo quizá sea oscuro, demasiado oscuro) hay espacio para una cosmovisión idealista, aunque no tenga sentido aplicarla a la descripción del universo externo a nuestra mente. El idealismo ofrece un gran poder anticipativo en el mundo propiamente humano. El arte, el simbolismo, las creencias…, ¿no son reflejos de idealismo? No podemos entender al ser humano sin comprender los ideales que lo mueven, los frutos de su imaginación, el alcance de su creatividad; en definitiva, la conciencia de sí mismo que subyace a los procesos más relevantes de su mente.

El filósofo no debería despachar el idealismo con tanta ligereza, porque sigue siendo útil, hondo y luminoso a la hora de hacernos pensar que el ámbito de nuestras posibilidades no se restringe a lo percibido aquí y ahora. El materialismo parece avalado inequívocamente por el objeto de nuestras percepciones, que es lo medible, lo referenciable en el espacio-tiempo, lo que intercambia energía y momento, que son las bases de toda información físicamente significativa (reducible, en último término, a la acción como magnitud física fundamental). Sin embargo, la sospecha sobre el trasfondo de esas percepciones nunca se disipa. No puedo saber con certeza absoluta cómo es el mundo más allá de la forma en que lo percibo. La barrera es alta y tajante. ¿Qué hay más allá de mis percepciones? ¿Es todo una ilusión fabricada por mi mente? ¿Es el mundo sólo materia? ¿Es realmente materia? ¿Cómo puedo probar que es materia si lo que recibo es un haz de percepciones en mi mente, un conjunto de ideas?

Por supuesto, estamos ante el problema del solipsismo, explotado hasta la saciedad por Berkeley en su idealismo empirista y antimaterialista. Creo que hay argumentos sólidos en contra de esta postura. Por ejemplo, dudar de la realidad del referente de nuestras percepciones implicaría asumir una creatividad prácticamente infinita para nuestra mente. Sólo si admitimos que existe alteridad es posible explicar por qué percibimos lo que percibimos (mas no cómo lo percibimos, pues esto depende de las estructuras internas de nuestro aparato psíquico). No obstante, la pregunta sigue abierta, y el misterio de la naturaleza más profunda de lo real no ha sido desentrañado por completo. Si la materia o la idea (en forma de mente, conciencia…, como defiende el pampsiquismo) es el principio genuino de lo que hay, la raíz última de lo existente, es algo que no sabemos, por mucho que el materialismo haya cosechado victorias indiscutibles en su explicación del mundo y de su complejidad.

 

Lo incompleto en la ética

En el ámbito de la ética, nadie osaría afirmar que el utilitarismo carece de sentido a la hora de evaluar la legitimidad de una acción, esto es, la correcta disposición entre medios y fines. Son incontables las ocasiones en que sin un análisis utilitarista de la situación es imposible alcanzar una respuesta realista y sensata a los dilemas éticos. A veces hemos de guiarnos por las consecuencias porque no tenemos otro elemento de juicio para determinar la legitimidad ética de una acción. No podemos saber a priori cuál es el bien moral, más allá de abstracciones poco iluminadoras. La cantidad, el mayor bien para el mayor número, es con frecuencia el único criterio para dirimir si una acción es legítima o no. Y, a la inversa, nadie se atrevería a negar la elevación teórica y la verdad del formalismo, con su empeño en distinguir los elementos empíricos de los puramente racionales en el examen de la acción humana. En particular, su idea del ser humano como fin en sí mismo que nunca puede ser instrumentalizado constituye una de las aportaciones más bellas y enaltecedoras de la reflexión ética. Su énfasis en la racionalidad y en la universalidad (expresadas de manera eximia en el imperativo categórico) representa un ideal ético difícilmente superable. Aun así, al acentuar lo general y abstracto corre el peligro de no suministrar respuestas realistas, verdaderamente prácticas (y de lo que se trata es de desarrollar una razón práctica), a los problemas concretos de los seres humanos. No es de extrañar que una postura como el eudemonismo aristotélico, que tanta relevancia atribuye a la idea de virtud como justo medio y cuya expresión filosófica integra mesuradamente lo racional y lo empírico, lo universal y lo concreto, goce todavía de aceptación y respeto entre los filósofos de la ética, aun cuando tantas otras áreas del pensamiento del Estagirita hayan quedado obsoletas y hayan sido definitivamente abandonadas (también en lógica y metafísica, no sólo en sus trabajos sobre ciencia natural, reiteradamente corregidos por los avances en física y biología).

Excluir por completo el placer y la felicidad, axiomatizar el análisis ético desde una perspectiva meramente formal que rechaza cualquier “contaminación” empírica, no puede resultar del todo convincente. ¿Debo sacrificar mi individualidad en el altar de una pura abstracción, de una generalidad racional que no tiene en consideración mi naturaleza subjetiva, lo que yo soy? El influjo de las emociones no tiene por qué ser malo y distorsionador en el análisis ético. Quizá la razón no deba ser esclava de las pasiones, pero si la naturaleza nos ha constituido en seres tanto racionales como emocionales, si salvo en cuestiones puramente abstractas de las matemáticas y de la ciencia difícilmente podemos desligarnos de lo sensible, ¿no será nuestra obligación entender que esas emociones probablemente nos revelen aspectos necesarios para navegar en el mundo y crecer como humanidad? No pretendo caer en la falacia naturalista. Lejos de mi intención confundir el ser con el deber ser. Sin embargo, no puedo concebir un principio ético más universal y parsimonioso que la libertad; todo aquello que amplíe mi libertad sin menoscabo de la libertad ajena es bueno. El placer, el impulso, el deseo, la felicidad… son buenos si expanden el horizonte de mi libertad, el radio de mis posibilidades. En un plano superior, esa libertad se libera de sí misma y se convierte en libertad constructiva, en colibertad, en una libertad entregada a mejorar lo existente y a ensanchar la libertad de otros.

 

Lo incompleto y la necesidad de una síntesis universal

Así, en las tres áreas fundamentales del pensamiento filosófico, que son la teoría sobre el ser, la teoría sobre el conocer y la teoría sobre el obrar, parece inevitable elaborar una síntesis entre posiciones opuestas, en cuya integración quizá resida nuestra aproximación más fiel a la verdad. Materialismo e idealismo, empirismo y racionalismo, utilitarismo y formalismo, ¿no reclaman su parte de verdad en nuestra descripción de los universos natural y humano? Su conjeturada incompatibilidad, ¿no obedece a las insuficiencias de nuestra imaginación filosófica? Contemplado desde una perspectiva más amplia, ¿no es posible conciliar lo discordante?

Si proyectamos nuestras reflexiones más allá de la filosofía occidental, la necesidad de encontrar una síntesis se hace aún más patente. El lector que se sumerja por primera vez en el estudio de las tradiciones filosóficas de la India y de China reconocerá fácilmente las similitudes con el pensamiento desarrollado en Occidente. Quien se adentre en la escuela Advaita Vedanta se percatará de su cercanía al holismo occidental, especialmente al hegelianismo y a su sueño de superar las dualidades (preconizado en el siglo XV por Nicolás de Cusa y su coincidentia oppositorum). Quien profundice en la filosofía de Confucio se percatará de las estrechas conexiones que mantiene con la ética de la virtud presente en importantes sabios griegos, y quien investigue las ideas de Mencio sobre la bondad natural del hombre pensará inmediatamente en Rousseau, quien escribió casi dos milenios después del autor chino. Muchas ideas que conforman la estructura filosófica del hinduismo y del budismo laten también, aun veladamente, en el mundo griego (y podríamos especular con su proximidad a nociones más antiguas de Egipto y Mesopotamia).

Un mismo espíritu filosófico resuena en Oriente y Occidente; una misma pasión por la verdad, un mismo deseo de descubrir y entender. Aunque se manifieste en formas distintas, todo converge en una misma búsqueda, en un idéntico afán por crear y comprender. Con independencia de la cultura a la que hayan pertenecido, las grandes mentes han sondeado posibilidades de pensamiento, a fin de arrojar luz sobre lo que somos, lo que debemos ser y lo que podemos ser.

Sintetizar no significa sucumbir al eclecticismo. No se trata de unir precipitadamente lo distinto, sino de identificar principios integradores, capaces de conectar desde un plano superior de análisis ideas aparentemente incompatibles. Para sintetizar es necesario analizar, llegar a los fundamentos, y al hacerlo es inevitable descartar aquellas ideas que resultan inconsistentes con las evidencias empíricas y con la lógica. Sintetizar no implica agregar, sino integrar tras haber rechazado lo que carece de valor teórico. Como atisbó Hegel, no hay síntesis sin negación; y esa negación ha de traducirse también en la eliminación de lo erróneo e inútil, para que brillen lo verdadero y lo fecundo. Al sintetizar seleccionamos lo valioso y lo incluimos en un espacio más extenso de análisis, que se despliega desde principios más fundamentales. Trascendemos las diferencias y abrimos una nueva esfera de comprensión. Pero incluso lo verdadero no siempre se muestra compatible con otro elemento verdadero. Las insuficiencias de la imaginación humana suelen inducirnos a descartar como incompatible lo que, examinado desde un plano más extenso y profundo, es perfectamente armonizable, pues es complementario.

La mente humana siempre necesita pensar más allá de lo que ha sido pensado. El tiempo avanza, la novedad surge, el mundo cambia. La ciencia nos deslumbra con hallazgos que jamás habríamos presagiado, las sociedades se expanden y diversifican y la tecnología conquista cimas insospechadas, pero lo impensado siempre permanece frente a nosotros. Nunca rasgamos completamente su velo misterioso. Ante nosotros siempre se alza un mundo de posibilidades de pensamiento, que preludia nuevas creaciones teóricas y prácticas. En ese proceso de construir lo nuevo muchas veces es necesario destruir elementos de lo antiguo, pero siempre para elevarnos a un nuevo ámbito de comprensión y de creación.

Todo lo verdadero y valioso de los grandes sistemas filosóficos y de las principales culturas de la tierra merece ser integrado en una síntesis nunca completa, pero siempre dispuesta a ampliarse y a perfeccionarse. De Egipto a China, de Grecia a la India, del pensamiento científico al filosófico; tendencias artísticas, concepciones sociales, representaciones teológicas… Todo puede y debe ser incluido en ese proyecto sintético, que acoja cuantas semillas de verdad han brotado a lo largo de la historia. Allí donde ha florecido el pensamiento es preciso rescatar las contribuciones más profundas e incorporarlas a una síntesis universal, más preocupada por apreciar las identidades que por resaltar las diferencias.

Un mundo tan complejo como el nuestro necesita síntesis, integración de lo distinto, puesta en común de todo lo útil, certero e inspirador que ha nacido del pensamiento humano. Esta meta emerge como uno de los horizontes más bellos para la mente, como un nuevo crisol, como una nueva Alejandría. Porque, más allá de las diferencias culturales e históricas, lo que resplandece es un mismo espíritu humano, en continuo proceso de expansión hacia lo desconocido y de elevación hacia cúspides inexploradas. Lo que permanece de este empeño heroico por imaginar y entender que ha definido la epopeya humana es esa capacidad de cuestionamiento y de apertura que posee nuestra mente, cuya esencia parece volcada intrínsecamente a lo infinito. La posibilidad de descubrir y crear es el mayor tesoro del género humano; la ciencia y el arte son nuestras verdaderas coronas, y los puentes que unen a todos los miembros de nuestra especie más allá de culturas, estados y religiones, en la república de lo universal.

 

[1] Profesor titular de filosofía en la Universidad Pontificia Comillas; director de la revista Pensamiento y miembro de la Academia Europea de Ciencias y Artes. Autor de Las fronteras del pensamiento y de Análisis y síntesis. Email: cbperez@comillas.edu