[Jesús Romero Moñivas] El ser humano despliega su existencia histórica y desarrolla su mismidad propia de manera relacional, en amistad y cooperación, en conflicto y confrontación, en compasión y compañía. Especialmente en la niñez y temprana juventud las personas necesitamos de modelos de vida honestos, que nos muestren posibilidades existenciales a través del ejemplo directo. En una época histórica en la que multitud de mensajes se lanzan desde todas las tarimas, tribunas, púlpitos y redes sociales, lo importante no es el mensaje sino la vida que lo acredita. Son las vidas dignas de admiración y sencilla humanidad las que sirven de estímulo para que otros crezcan a su vera, de la misma manera que el bebé con ojos abiertos de amor entrega su desarrollo confiadamente a sus padres.
Mi propia pequeñez ha sido alimentada por grandes maestros que la han cobijado y sostenido en vilo para permitir mi desarrollo personal e intelectual. Uno de los más importantes fue Manuel G. Doncel, a quien conocí teniendo yo 22 años. Cuando lo vi en 2003 en la I Jornada de Ciencia y Religión organizada por la Universidad Pontificia Comillas de Madrid como inauguración de la Cátedra CTR, Manuel ya era viejo. Tenía 73 años, un pelo maravillosamente níveo y una sonrisa profundamente franca en sus labios que le generaban unas pequeñas arrugas junto a sus ojos. Yo fui el encargado de hacer una breve crónica de ese evento, publicada posteriormente en Razón y Fe. En ella informaba de que García Doncel había presentado —como su organizador local— la celebración en Barcelona en abril de 2004 del Congreso de la European Society for the Study of Science and Theology (ESSSAT), la primera ocasión en que una ciudad española albergaba el encuentro. Ese fue el momento en el que Doncel y yo —un profesor jubilado de 73 años y un joven de 22 que comenzaría su carrera docente al año siguiente con 23— empezaron a caminar juntos de manera inesperada.
Meses después, Manuel me invitó a Barcelona con todos los gastos pagados al Congreso ESSSAT, a cambio de actuar de cronista del evento. De hecho, al terminar el congreso firmamos juntos una crónica detallada[1]. Era la primera vez que yo visitaba Barcelona. Pero no sería la última. Desde entonces y hasta noviembre de 2022, numerosas veces fui a San Cugat, al Centro Borja, a pasar fines de semanas o estancias de 4-5 días. En la mayoría de las ocasiones, me alojaba en una habitación de la Comunidad jesuítica, en el Casal, y desayunaba, comía y cenaba con la Comunidad. Eso me dio la oportunidad de conocer a Albert Dou, Josep Boada, Josep M. Coll, J.I. González Faus y muchos otros jesuitas ya jubilados (gracias a Manuel también tuve relación con otros jesuitas pioneros del diálogo teología-ciencias: Javier Monserrat, Javier Leach, Agustín Udías, Leandro Sequeiros, etc.). Yo llamaba siempre entusiasmado a mi pareja de entonces para contarle las personas a las que conocía y con las que conversaba. También escribía crónicas casi diarias a mi gran maestro, el también jesuita Manuel Cabada Castro, contándole ideas que había compartido con esos grandes modelos de vida y obra. Cabada seguía todo mi desarrollo personal desde los 19 años y como él era ajeno al diálogo teología-ciencias siempre me apoyó en mi relación con Doncel. Algo que siempre agradeceré fue que Doncel me pagaba las estancias con él, con su propio dinero o con la financiación derivada de Metanexus, a cambio de ayudarle en tareas del STICB que me entusiasmaban: hacer las reseñas de los nueve libros que publicaron en la Colección Teologías y Ciencias, ayudarle a organizar el archivo personal de Albert Dou, comenzar a organizar su propio archivo, y cualquier cosa a la que yo me ofreciera. Yo lo único que quería era estar allí con él.
En 2006 me invitó a hacerme miembro de ASINJA (Asociación Interdisciplinar José de Acosta) y nos veíamos en las reuniones anuales en Galapagar, donde tuve la oportunidad de conocer a otras muchas personas. En ellas, organizadas en compañía de su amigo y compañero Antonio Blanch —profesor de literatura comparada—, escuché muchas intervenciones de Manuel, y tuve el placer de asistir a las riñas que Blanch le hacía públicamente, porque el estilo científico de Manuel era a menudo pasional y tan tajante que parecía intransigente ante los demás. Blanch, procedente de la literatura y el arte, le reñía, insistiéndole en que la teología no tenía el carácter apodíctico de la ciencia. Es cierto que la vehemencia de Manuel fue un rasgo constitutivo de su personalidad. Discutí muy apasionadamente muchas veces con él porque no aceptaba algunas de mis propuestas filosóficas, teológicas y sociológicas. Pero sin embargo siempre las escuchaba atentamente y hacia un enorme esfuerzo por comprenderlas, aunque finalmente él no quisiera asumirlas.
En 2008 tuve una inmensa suerte. La estancia en San Cugat con Manuel se extendió un mes entero. Fueron para mí días de intensidad emocional, intelectual y personal. El Centro Borja se convirtió en mi casa. Incluso recorría los pasillos del claustro acristalado a altas horas de la noche, después de ir a visitar furtivamente la capilla o la Iglesia principal. Pasé horas conversando con Manuel en su despacho, en su biblioteca personal (cuyo fondo bibliográfico donaría en 2014 a Comillas) donde me preparó una pequeña zona de trabajo para que yo pudiera dedicar mi tiempo a trabajar en lo que él mismo me había pedido: estudiar la génesis histórico-biográfica de la metafísica de la unión de Teilhard de Chardin. Trabajo que publiqué posteriormente en Estudios filosóficos. Todos los días a las 8 de la mañana bajaba con él a la pequeña capilla a oír la misa que él daba en castellano para los vecinos de San Cugat. Otras veces lo acompañaba a su misa dominical de la parroquia Sant Cebrià (Valldoreix) donde colaboró en los últimos años. También respetó mi disciplina deportiva, y aceptaba que fuera todos los días a un gimnasio cercano al que me apunté. Manuel siempre tuvo la esperanza de que yo me hiciera jesuita. De hecho, unos meses antes de viajar a Barcelona, mi novia de toda la vida había cortado su relación conmigo después de 8 años. Con Manuel lloré, hablé y me rebelé ante Dios y la Iglesia en muchos momentos. Él siempre quiso ser mi “ángel”, aquella persona que de una u otra manera te introducía en la Compañía de Jesús. No lo consiguió, pero durante ese mes logró pacificar mi corazón a través de su sonrisa, su atenta mirada y su escucha. Recuerdo el sillón de su despacho, donde nos acomodábamos durante horas para hablar de ciencia, de teología, de la Iglesia, de mi familia, de su familia, de sus historias de juventud y madurez, de todo. Él siempre me iba a recoger y a llevar al aeropuerto, con esa forma peculiar de conducir, en la que solo había dos posibilidades: o frenaba inesperadamente o aceleraba a 100 por hora. Cuando nos despedimos en el aeropuerto, después de ese mes de convivencia, a los dos se nos humedecieron los ojos y nos fundimos en dos abrazos interminables. Para mí fue como haber estado con mi abuelo, y yo sé que para él fui lo más parecido a un nieto en los últimos 20 años de su vida. Le escribí una carta de cuatro páginas en la que repasaba todo lo que habíamos hecho juntos. Quisiera que para la historia quedara aquí consignado que Manuel G. Doncel, un viejo físico y teólogo, sacerdote jesuita, ya en sus últimos años de vida, se comportó con un joven profesor mediocre de 27 años de una manera tan familiar, tan humana, tan evangélica, que me veo obligado a incluir algunos párrafos de esa carta que feché el 15 de agosto de 2008:
No sabría decirte la verdadera pena que me produce irme, mirar atrás y recordar el día 18 de julio, cuando yo estaba en Barajas, pensando qué me depararía este mes aquí en San Cugat; y ahora, recordando (es decir, “volviendo a pasar por el corazón”, re-cordis) los días tan llenos que he pasado junto a ti, de verdad te digo que se me hará raro no llamar a la puerta de tu despacho y esperar a que me digas que entre; y comentarte las cosas que había hecho o me quedaban por hacer; me entristece no poder estar ahí sentados los dos en tu despacho, o en la biblioteca, despanzurrados, oyéndote hablar y haciéndote preguntas, y a la vez sintiéndome escuchado por ti. Me han encantado todas las cosas que me has contado y que sepas que no me aburría nada lo que me decías. Echaré de menos oírte decir: “maldiiiito!”, cuando Google te hacía una jugarreta, cuando íbamos en el coche y nos equivocábamos, o en otras situaciones; o esa otra expresión: “porras!”, cuando, por ejemplo, no encuentras una página de un libro. O me costará no sonreírme a mí mismo cuando te protestabas a ti mismo diciendo “ay, Dios mío cómo estoy”, cuando no se te venía algún nombre a la cabeza o se te olvidaba algo… Si cierro los ojos soy capaz de verte y escucharte en estas situaciones entrañables, y te tengo mucho amor por ello. Te voy a echar de menos, Manuel, te lo digo de corazón. Y siempre recordaré los momentos que me has regalado. […] Para mí fue un día mágico el que pasamos en Montjuic. Subidos en ese carísimo teleférico! Pero, sobre todo, las 2 horas que pasamos sentados en lo alto de las “almenas” del castillo, con el mar y el puerto de fondo, con un comienzo de puesta de sol, con el aire soplando, y tú hablándome de tus años de juventud. Cuando llegué al Centro Borja ese mismo día por la noche llamé a mi familia y les dije: “hoy estoy feliz, feliz”. […] Gracias, también, por lo atento que has estado siempre conmigo. Por la paciencia que has tenido con mi efusiva, impulsiva y apasionada juventud. Gracias por haber comprendido que también tenía que sacar algo de tiempo para ir al gimnasio y poder así trabajar mejor. Gracias por escucharme, tanto en lo “intelectual” como en lo “personal y religioso”. Gracias por hacerme partícipe de tus recuerdos, de tus sueños, de tus proyectos, de tu vida. Gracias por compartir conmigo no sólo risas, sino verdaderas carcajadas, que reflejan la alegría de alguien que ama a Dios y es feliz: Dios se hace presente en las sonrisas que nos dan luz y esperanza… Gracias, pues, por la tuya: en ella está Dios. Gracias por los bombones que “robaste” (¡) para mí, y por decirle a Preciado que me gustaba el chocolate. Gracias, también, por ser tan buen cristiano, humano, cercano y entrañable. [….] Las dos horitas que hemos pasado hablando en tu despacho de la Universidad [Autónoma de Barcelona] han sido geniales! Me han gustado las historias de Turquía y Rumania, y también ver y palpar lo que era tu lugar de trabajo, y todos tus “tesoros” que ahí guardas. Sé qué sientes nostalgia de todos esos años, y ya te sientes mayor.
Esa no fue la última vez que volví a Barcelona, pero sí la estancia más larga. Aun tuve ocasión de volver más veces. También hablábamos por email y por teléfono, con ese característico pitido de su audiófono acoplándose al auricular. Durante todos estos años, siempre se alegró de mis éxitos académicos y personales (aunque nunca se enteró de mi nombramiento como profesor titular en diciembre de 2022, poco después de visitarle por última vez) y siempre sufrió compasivamente con mis fracasos y dolores. Por eso, tuve la necesidad de proponer y organizar la elaboración de un libro-homenaje cuando cumplía 80 años, porque era la única manera que tenía de agradecer todo lo que él había hecho por mí. Se publicó en 2011 con el título De las ciencias a la teología. Ensayos interdisciplinares. Homenaje a Manuel García Doncel. El libro le encantó, aunque se enteró poco antes de su publicación y ayudó a ponerlo a punto. Eso sí, se sentía horrorizado por el tratamiento digital de la foto de la portada que había hecho la editorial, porque decía que parecía un neandertal. En 2013 también creé la página “Manuel García Doncel” en Wikipedia, que he corregido y aumentado en estos últimos días.
La última ocasión que fui a trabajar con él vez fue los días 15-19 de noviembre de 2018. En esa ocasión yo dormí en la habitación 204 del Casal, entre la 203 de Josep Boada y la 205 del propio Manuel. Él se sentía feliz de haberme podido ofrecer ese cuarto tan cercano al de ellos, con los que siempre me sentaba (incluyendo a González Faus) en las mesas de cuatro del comedor de la Comunidad. La salud de Manuel nunca ha sido buena por diversas operaciones y dolencias. Sin embargo, era terco hasta límites insospechados, y por más que le insistía en que llevara el bastón no lo aceptaba. Simplemente no aceptaba hacerse mayor. Le costó muchísimo entender la prohibición del superior jesuítico de que él ya no podía conducir. Se lamentaba de no poder ir a buscarme al aeropuerto o a la estación de tren. Creo que durante esos últimos años luchó con una terrible ambivalencia sobre su envejecimiento, sintiéndose lento, desmemoriado, incluso inútil. Sentía que no podría terminar su archivo. Le insistí en que aprovechara mi estancia para que yo mismo moviera cajas pesadas, retirara trastos y pusiera sus cosas en orden. Pero fatalmente una noche, después de cenar muy tarde, haciendo caso omiso de que esperara a que yo le retirara el plato, se cayó en el comedor y se rompió el hombro. Esa noche lo acompañé a la habitación, lo desvestí, le puse el pijama y lo metí en la cama. Me despedí con un beso y un “buenas noches”, como si fuera mi abuelo Pedro, con la misma ternura (ahí descubrí que Manuel tenía un despertador de luz, porque debido a su sordera no escuchaba el timbre de uno normal; así que ese despertador lanzaba un fogonazo de luz directo a su cara para despertarle). Llamé a Cristina, mi mujer, y le conté lo sucedido con mucha pena. Al día siguiente, el padre Jaime Moreno —responsable de la enfermería— lo llevó al hospital y le pusieron un cabestrillo. Hubo que subirlo a la enfermería de la tercera planta de la Comunidad, de la que creo que ya no volvió a salir para vivir en su habitación de siempre, a excepción de un pequeño periodo de pocos meses. Ante la imposibilidad de trabajar en su archivo, dediqué mi tiempo a otras cosas. Pero subía a verlo a la enfermería a darle de comer y cenar, y desearle las buenas noches y darle un beso. Me sentía lleno de dolor. Pero él nunca perdió la sonrisa. Cuando volví a Madrid, durante los primeros días lo llamaba todas las noches para hablar con él antes de que se acostara. Por email, él cada vez contestaba menos. El último que guardo es del 14 de marzo de 2019, en el que simplemente me dice: “Querido Jesús, Pues sí, va mejorando todo, pero despacito. Y con montañas de trabajo atrasado. Manuel”. Él siempre pensando en todo el trabajo que le quedaba por hacer. El 28 de septiembre Josep Boada me mandó un email diciéndome que Manuel se había vuelto a caer y se había roto la clavícula. En septiembre le dije que teníamos que organizar otra ocasión porque quería ir a verlo, pero esta vez con Cristina, solo un par de días. Pero en 2020 estalló la pandemia. Fue imposible. La post-pandemia fue muy estricta en el Centro Borja. A veces hablaba con él por teléfono. Pero no pude volver a visitarlo hasta el 7 de octubre de 2022, gracias a mi querida amiga Mar (la recepcionista del Centro) y en compañía del profesor y sacerdote Ricard Casadesús. Cuando lo vi en silla de ruedas, pero con esa radiante sonrisa, me emocioné. Desgraciadamente, su cabeza ya no iba bien, y no me recordaba. Ni siquiera recordaba nada de sí mismo: se sorprendió cuando le dije que él había sido un físico e historiador muy importante. Permanecí con él en su habitación durante unos 40’, yo hablando y él contestando de vez en cuando, pero sobre todo sencillamente sonriéndome como un niño. Cuando nos íbamos lo abracé y besé. También me despedí de Josep Boada, otro entrañable amigo que ya había perdido totalmente la cabeza y que poco después murió. Me fui a Madrid destrozado a la vez que agradecido por haberlo conocido. Supe que ya no volvería a verlo, porque viajar desde Madrid para verlo 30’ sin que él ya me conociera, me resultaba demasiado difícil. Durante ese tiempo, Mar me mantuvo informado siempre de sus ingresos hospitalarios y sus circunstancias. El viernes 24 de 2025, Mar me escribió para decirme que había sufrido un derrame cerebral. El domingo me comunicaron su muerte. El martes viajé de ida y vuelta a Barcelona para ver su cuerpo una última vez y poder despedirme.
Selfie con Manuel el 7 de octubre de 2022
El dolor por su ausencia se atenúa debido al sentimiento de agradecimiento por haber vivido una relación especial con él durante los últimos 22 años de su vida. Ya era viejo cuando lo conocí. Pero yo ya no soy el joven que era. Sin embargo, su presencia en mi vida ha dejado ya una huella indeleble, troquelando mi alma. Ahora solo veo su sonrisa, escucho sus exclamaciones, percibo su olor, oigo su peculiar forma de hablar y releo sus trabajos. Como historiador que fue, apasionado por documentos, diarios y cartas, sé que sería feliz de que en el futuro, otras personas puedan leer este testimonio histórico de una vida humana que cambió otra vida humana; de un viejo que cobijó a un joven, hasta que el joven tuvo que cobijar al viejo; de un hombre bueno, con un carácter tozudo y pasional, que decidió mostrarse vulnerable ante el amor entrañable de un joven también tozudo y pasional. Ahora otros tendrán que leer su obra, analizarla, sistematizarla y ampliarla. Manuel ya está en el seno del Amor Absoluto, conversando con su maestro Rahner, que para Manuel siempre fue “delicioso” escuchar. Hasta pronto, mi “ángel”.
Jesús Romero Moñivas es profesor de la Universidad Complutense de Madrid y colaborador de la Cátedra Hana y Francisco J. Ayala de Ciencia, Tecnología y Religión
[1] Romero Moñivas, J. y García Doncel, M. (2005) «Science and Theology in Spain. Barcelona celebrates the X Conference of the ESSSAT», Bulletin 65, Secretariat for Scientific Questiones. Pax Romana, pp. 16-21.