[Dr. Agustín Ortega Cabrera] Este artículo está dedicado a la memoria de los queridos jesuitas mártires de la UCA como son I. Ellacuría, I. Martín-Baró y el resto de sus compañeros asesinados en El Salvador, muy valorados por Francisco y actualmente en proceso de canonización. En este tiempo, que estamos ya celebrando el aniversario de su martirio, junto a la memoria de santidad de otros mártires tan queridos como Mons. Romero o el también jesuita R. Grande. Estas cuestiones o temáticas que titulan mi artículo, las traté en una serie de conferencias que, hace unos años, tuve el regalo y alegría de realizar en la Universidad Jesuita Centroamericana «José Simeón Cañas» (UCA), Cátedra Latinoamericana Ignacio Ellacuría-Departamento de Filosofía. Allí expuse el pensamiento científico, social, ético y educativo latinoamericano con la aportación de Ellacu y Nacho (Martín-Baró), como los llamaban los amigos, que ahora quiero seguir profundizando, con el recuerdo siempre de aquellos días memorables e inolvidables pasados en El Salvador, pueblo tan querido.
En estos tiempos de posmodernidad y de posverdad, parece que en ciertas corrientes de pensamiento o cultura u opinión el conocimiento como el científico y la verdad ya no están de moda, ya sea por despreciados e innecesarios o porque no se cree en ellos. El individualismo imperante y su hijo predilecto, el relativismo, solo piensan o creen aquello que me es útil para mi interés individual y, entonces, todo es según como yo lo vea. No existe pues lo verdadero ni lo falso, lo bueno o malo, lo justo e injusto…. sino que depende de cómo yo lo sienta. Este individualismo y relativismo epistemológico muy característico de la posmodernidad, heredado o continuado del idealismo individualista de lo peor de la modernidad, hace girar al conocimiento con la verdad egolátricamente en el sentir y pensar individualista.
Por tanto, no hay verdad y realidad objetiva, la verdad real que diría Zubiri; se niegan los conocimientos científicos, los principios o valores sólidos, universales y compartidos por la humanidad. No podemos obviar que esta reacción posmoderna al conocimiento y verdad de lo real, en buena medida, está influida por todos los totalitarismos, fundamentalismos e integrismos que lo perverso de la razón moderna fraguó e impuso; y nunca serán demasiados los esfuerzos intelectuales o éticos por prevenir estos extremismos totalitarios e integristas. Mas tampoco es sano ni adecuado el otro extremo de un relativismo tal que niegue la capacidad de la razón e inteligencia para la búsqueda del conocimiento real y verdadero, de la verdad de la realidad y de la historia.
Sabemos que no es fácil este equilibrio epistemológico y ético entre un fundamentalismo que monopoliza la verdad, el cual termina paradójicamente en despreciar lo real de la vida o de lo humano, y un relativismo que niega todo conocimiento, valor o principio verdadero que no sea lo que me convenga. Nada hay sencillo en la existencia que valga la pena. Por ello, es necesario e imprescindible adentrarse en esa apasionante búsqueda de la razón y del pensamiento, para lo cual disponemos de las disciplinas de la filosofía, de la teología y de las ciencias como son las sociales o humanas. Así lo trataron de hacer nuestros mártires, con esa pasión por la realidad que caracteriza al pensamiento latinoamericano y humanista. Ellos fueron honrados con lo real, se hicieron cargo, cargaron y se encargaron de la realidad.
Nuestros mártires desarrollaron así una inteligencia analítica-critica e histórica, que conoce y comprende críticamente la realidad e historia, una inteligencia ética con compasión, tan en sintonía con el “principio-misericordia”, que asume el sufrimiento e injusticia de los pobres y de las víctimas. Retroalimentadas con una inteligencia de la praxis y social, para bajar de la cruz a estos pueblos empobrecidos por el mal e injusticia que padecen las víctimas. T. W. Adorno afirmaba que “el sufrimiento es condición de verdad” y que “la luz del conocimiento es la redención…, todo lo demás se convierte en pura técnica”. Inspirados en este pensamiento crítico o humanista, desde la cosmovisión judeocristiana (bíblica y teológica-católica), de forma similar nuestros mártires efectuaron y actualizaron dicho pensamiento crítico, humanista, ético y liberador en la realidad social e histórica de América Latina. La realidad marcada por el sufrimiento, las desigualdades e injusticias y (como consecuencia) las violencias que padecen los pobres del Sur empobrecido, las víctimas del reverso de la historia y los pueblos crucificados de las periferias del mundo. Y esa vedad real que se les manifiesta, los lleva a desplegar un conocimiento liberador con la opción por los pobres como sujetos de la misión, de su promoción y desarrollo liberador e integral.
En el fondo, nuestros mártires se dejaron cargar por la realidad, por el don de lo real y de los otros: la realidad de esas mayorías populares empobrecidas y oprimidas; esos pueblos que con la cruz de la opresión buscan la liberación y la esperanza en un futuro mejor, más digno, justo y fraterno. Todo ello desde la Gracia de la fe y esperanza del Dios Crucificado-Resucitado, revelado en Jesucristo, que nos regala amor, vida y justicia liberadora. La verdad real es la que se entrega y acoge con la donación de la realidad, de los otros, de los pobres u oprimidos y del Dios de la Gracia que libera. Y este don de la realidad y del Dios de lo real, que clama acogida con amor unido a la justicia, se lleva a la historia con la praxis de la misericordia liberadora de todo mal e injusticia, de esas relaciones inhumanas y estructuras (sociales e históricas injustas) de pecado. Por tanto, más allá de todo intelectualismo y academicismo de salón, el pensamiento de escritorio que critica Francisco, nuestros mártires experienciaron ese conocimiento y verdad más real que se realiza en la vida, en la comunión, en el amor y la justicia con los otros, con las víctimas y los pobres.
Dios mismo, en su Palabra, nos ha transmitido que el conocer más profundo (real): es este Don del amor, el amar con la práctica de la misericordia, de la paz y la justicia con los otros; que la verdad del conocimiento se efectúa en la praxis liberadora con los pobres, con los oprimidos y las víctimas, defendiendo su vida y dignidad (Jer 22, 13-16; 1 Jn). En Occidente se preguntó cómo pensar, como hacer filosofía o teología después de Auschwitz. Y en el Sur como Latinoamericana nos seguimos cuestionando el pensamiento, como hacer filosofía y teología en ese Auschwitz que es Ayacucho o El Mozote, en el mal e injusticia que se padece, por ejemplo, en la esclavitud infantil, en las maras, etc. Auschwitz, Ayacucho o el Mozote como lugar epistemológico y símbolo del pensar contra la barbarie. Ese terror y holocausto que continua: en los hambrientos, en los migrantes o refugiados, en los adultos y niños esclavos, en los trabajadores precarios (explotados) y parados con un empleo basura, en los muertos por el negocio (poder) e injusticias de las guerras y las violencias de todo tipo; en la destrucción ecológica y de la vida humana, de los niños no nacidos o embriones por nacer que se les impide vivir, de los ancianos sobrantes a los que les quita la vida antes de tiempo…
Ante todo, este horror que niega la vida y dignidad de la persona, nuestros mártires con Mons. Romero siguen clamando que no nos olvidemos que todas estas víctimas, esos oprimidos y pobres, son seres humanos. Mons. Romero es un auténtico pro-vida que, de forma similar a San Ireneo, proclamó que la gloria de Dios es que el ser humano y (ahora desde el Sur) el pobre vivan. Y la vida supone respetar esa dignidad sagrada e inviolable de todo ser humano, imagen e hijo de Dios, que ha sido llamado a vivir en la libertad, en la verdad y en la justicia con las víctimas, con los oprimidos y los pobres. Como auténticos críticos y profetas, en el seguimiento de Jesús, nuestros mártires promovieron la vida y vida en abundancia (Jn 10, 10), buscando esa verdad que es aprisionada por la injusticia (Rom 1,18). Ellos desenmascaran a la mentira encubridora del mal, de la injusticia y muerte que causan los ídolos del dinero (riqueza-ser rico), del poder y la violencia, ese des-orden injusto establecido que, con esa mentira perversa, quiere ocultarse con apariencia de bien. Por ello, el pueblo y el pobre reconocen que el mártir como “Monseñor Romero dijo la verdad. Nos defendió a nosotros de pobres. Y por eso lo mataron”.
Nuestros mártires, como los profetas y Jesús, denunciaron la falsedad de la civilización del capital con la idolatría del beneficio-lucro como inauténtico motor de la historia. Y la mentira de la civilización de la riqueza con los falsos dioses del tener, poseer y acumular como sin-sentido mentiroso y falsa felicidad de la realidad histórica. Anunciando al mismo tiempo la verdadera utopía de la civilización del trabajo, la dignidad del trabajador con sus derechos como es un salario justo; con una economía al servicio de las capacidades y necesidades de los seres humanos, que termine con los falsos dioses de la propiedad, de la usura y especulación financiera u otras que destruyen la vida. La verdad de la civilización de la pobreza, esos pobres con espíritu de Las Bienaventuranzas, la existencia solidaria que nos da sentido y nos hace auténticamente felices con la comunión de vida, bienes y luchas no violentas por la justicia con los pobres de la tierra. En oposición a esas idolatrías del consumismo, del economicismo, de la riqueza-ser rico, del poder y de la violencia.
Esa verdadera utopía y auténtico pensamiento que, como nos mostraba el mismo Adorno, si “no se quiera decapitar desemboca en la trascendencia”. Es la esperanza de los pobres, de las víctimas y del Dios de los oprimidos. Desde esta real utopía mesiánica enraizada en la fe y “gracias a aquellos sin esperanza, nos es dada la esperanza” (W. Benjamin). Esa tierra nueva y cielos nuevos. La vida humanizada, realizada, plena y eterna donada por el Dios de la vida que se nos revela en Jesús, camino y verdad (Jn 14, 6) que nos hace libre (Jn 8, 32), que nos libera de todo mal, del pecado, de la ley opresora, de la muerte e injusticia (Gal 5, 1; Rm 8, 2).
Agustín Ortega Cabrera es colaborar de Fronteras CTR e investigador asociado de la Universidad Anáhuac (México).