El carácter sagrado de la naturaleza como puente entre culturas y religiones

[Jaime Tatay] Hoy estoy aquí, ante ustedes, para explorar un tema que resuena profundamente con la misión la Cátedra Hana y Francisco J. Ayala de Ciencia, Tecnología y Religión: “El carácter sagrado de la naturaleza como puente transnacional entre las culturas y religiones del mundo”. Para profundizar en este tema, me he inspirado en la extraordinaria vida y legado de Francisco Ayala, una lumbrera cuyas contribuciones abarcan los ámbitos de la Biología y la Genética, la Lógica y la Filosofía de la Ciencia. Francisco, un auténtico hombre del Renacimiento de la Biología Evolutiva, navegó por la intrincada interacción entre ciencia y religión con gracia y convicción. Su trabajo, especialmente en genética evolutiva y de poblaciones, no sólo hizo avanzar nuestra comprensión de la intrincada danza de la vida, sino que también defendió la coexistencia de la teoría evolutiva con el ámbito espiritual.

 

  1. EL CARÁCTER SAGRADO DE LA NATURALEZA, EL SIMBOLISMO Y LA INTERCONEXIÓN

A medida que exploramos juntos el mundo nos encontramos unidos por un profundo aprecio de la naturaleza, una fuerza que trasciende las fronteras geográficas, las diferencias culturales y las diversas formas en que entendemos nuestra existencia. La naturaleza, en su belleza y complejidad ilimitadas, habla un lenguaje universal que resuena en cada uno de nosotros, acercándonos no sólo los unos a los otros, sino a la esencia misma de la vida.

En el corazón de muchas tradiciones encontramos el poderoso concepto de interconexión: el reconocimiento de que no somos observadores aislados del mundo natural, sino parte integral de una vasta red de vida. Esta red es también una fuente de significado, un lienzo en el que se graba la historia de la existencia. Desde el principio budista de interpenetración (inter-being) hasta la visión sacramental cristiana de la creación, estas perspectivas nos ofrecen una lente a través de la cual podemos percibir nuestra profunda inserción en la naturaleza y nuestra profunda conexión con entidades humanas y no humanas.

Esta interconexión sirve de puente —una forma de religio o reconexión— que enfatiza nuestra visión compartida y nuestra responsabilidad colectiva hacia la Tierra. También nos invita a abrazar una relación simbiótica con el mundo natural, que honre la sacralidad presente en la asombrosa biodiversidad que nos rodea. En este ámbito, nos encontramos con lo simbólico, con los poderosos significados atribuidos a los elementos de la naturaleza en las distintas culturas y religiones. El árbol de la vida, el poder purificador del agua o la guía de los animales espirituales son sólo algunos ejemplos de cómo los elementos naturales se impregnan de un profundo significado.

Estos símbolos naturales se convierten en iconos de las religiones del mundo, desde la media luna islámica hasta el árbol de cruz cristiana, pasando por la diosa hindú del Ganges o la estrella de David judía. Los símbolos naturales sirven como piedras de toque de nuestra humanidad compartida y de nuestro vínculo intrínseco con el medio ambiente.

El propio término “símbolo”, que evolucionó a partir de un resumen formal de creencias religiosas para representar conexiones entre los ámbitos sagrado, moral e intelectual, nos invita a reflexionar sobre la esencia de la unidad. En un mundo en el que el tejido de la naturaleza se está desgarrando, en el que los ecosistemas están degradados y fragmentados, lo simbólico nos llama a la acción: a unirnos, a sanar, a restaurar.

La ecología, la ciencia de las relaciones, con su visión holística y su carácter revelador, subraya la interconexión de la vida. Nos enseña el flujo de energía y las intrincadas cadenas tróficas que sostienen los ecosistemas. La ecología de la restauración, en particular, surge como testimonio de nuestra capacidad de reparar, de volver a tejer el tapiz de la vida, de unir lo que se ha roto. En este sentido, la ecología surge como una ciencia simbólica.

En este momento crítico, en el que nos encontramos en la encrucijada de la crisis medioambiental y la dificultad para fundamentar nuestra esperanza, el pensamiento ecológico trasciende los límites entre lo secular y lo sagrado. Se convierte en símbolo de un orden moral que nos llama a la preservación, a la administración, a la reverencia por la vida en todas sus formas.

 

  1. CARÁCTER SAGRADO DE LA NATURALEZA, EL ASOMBRO Y LA REVERENCIA COMPARTIDA

Existe un hilo conductor en todas las culturas y religiones del mundo: una profunda reverencia por la naturaleza. Esta dimensión sobrecogedora de nuestra existencia está a menudo envuelta en misterio, se considera sagrada o incluso se ve como una manifestación directa de lo divino. Es un sentimiento universal que trasciende las fronteras de los sistemas de creencias y nos invita a un espacio compartido de asombro y respeto.

Investigaciones recientes han demostrado que los científicos, incluso los que no profesan ninguna religión, experimentan con frecuencia momentos de asombro y profunda apreciación estética en sus investigaciones. Esta sensación de asombro no se limita al ámbito de la experiencia espiritual o religiosa, sino que refleja la belleza intrínseca y la complejidad del mundo natural que nos cautiva a todos. Tanto a los científicos como a los teólogos les mueve una curiosidad profundamente arraigada, el deseo de desentrañar los misterios del universo. La socióloga estadounidense Elaine Howard Ecklund ha observado que esta virtud compartida de la curiosidad, junto con el compromiso con la verdad, sienta las bases del diálogo entre la ciencia y la religión. La humildad también desempeña un papel clave, ya que nos permite reconocer los límites de nuestra comprensión y permanecer abiertos a nuevas perspectivas y puntos de vista. El difunto físico británico, Tom McLeish, nos recordó una vez que la ciencia —o filosofía natural, como se la conocía en sus inicios— encarna “el amor a la sabiduría de las cosas naturales”. Afirmaba que la ciencia, en su forma más pura, es una búsqueda profundamente espiritual.

La naturaleza se encuentra en la encrucijada de la ciencia y la religión, sirviendo de terreno fértil para el diálogo y la colaboración. Es aquí, en nuestra reverencia compartida, donde encontramos una poderosa base para la unidad y la cooperación. El movimiento ecologista contemporáneo ofrece de nuevo un claro ejemplo de esta intersección. Arraigado en pruebas científicas, el ecologismo ha evolucionado hasta convertirse en un movimiento que presenta muchos rasgos de devoción religiosa, caracterizado por creencias compartidas, rituales, códigos morales y un sentido de comunidad. Aunque no se ajuste a las definiciones tradicionales de religión, el ecologismo encarna un compromiso cuasi-religioso con la sacralidad del mundo creado.

Los conocimientos ecológicos tradicionales representan otro punto de encuentro vital entre la ciencia y la espiritualidad. Las comunidades indígenas, con su arraigada reverencia por la tierra y sus lugares sagrados, ofrecen valiosas contribuciones que enriquecen nuestra comprensión científica y nuestras consideraciones éticas. Sus ceremonias y rituales de culto a la tierra suelen poner de relieve su enfoque holístico de la conservación, respetuoso con la tierra, sus espíritus y la compleja red de vida que sustenta.

En nuestra época, cada vez son más las prácticas seculares que buscan reconectar con la naturaleza, ya sea mediante la meditación en paisajes serenos, las peregrinaciones en lugares de gran belleza o los rituales que recurren a las fuerzas elementales de la naturaleza. Estas prácticas, junto con la revitalización de rutas sagradas como el Camino de Santiago, revelan un deseo humano profundamente arraigado de forjar una conexión espiritual con el mundo natural.

Los Lugares Naturales Sagrados (LNS), donde convergen la estética, la ética y la espiritualidad, se erigen como faros de esta interconexión. Nos recuerdan que nuestro aprecio por la naturaleza, en toda su belleza y complejidad, es una fuerza poderosa que puede unirnos a través de diversos paisajes culturales y religiosos. Adoptemos este asombro y reverencia compartidas por la naturaleza. Que sea la base sobre la que construyamos un futuro marcado por la colaboración, la comprensión y un compromiso profundo y duradero con la Tierra que todos llamamos hogar.

 

  1. EL CARÁCTER SAGRADO DE LA NATURALEZA, LA ÉTICA MEDIOAMBIENTAL Y LA PROTECCIÓN LEGAL

Al profundizar en la esencia de nuestra conexión con el mundo natural, nos encontramos con un concepto que, aunque antiguo, es cada vez más relevante en el discurso medioambiental actual: el carácter sagrado de la naturaleza. Esta noción, que trasciende las fronteras de la religión, encuentra resonancia incluso en términos seculares, sirviendo de puente entre los ámbitos de la religión, la ética y el derecho. En el cambiante panorama del pensamiento medioambiental, se están reinventando términos profundamente arraigados en la tradición religiosa, como dignidad, valor intrínseco y derecho.

Los investigadores en ética medioambiental están ampliando nuestro horizonte moral, aplicando estos conceptos de formas novedosas para forjar una comprensión más profunda de nuestra relación con la Tierra y abogar por el reconocimiento moral y jurídico de animales, plantas y ecosistemas.

La afirmación de que la naturaleza, en sus múltiples formas —desde las especies clave hasta ecosistemas enteros—, posee una forma de dignidad, desafía la visión antropocéntrica que ha dominado durante largo tiempo nuestras consideraciones éticas. En muchas tradiciones religiosas se considera que esta dignidad, a menudo paralela a la esencia sagrada de la vida, procede de una conexión divina. Es un llamamiento a la reverencia y a la protección, reconociendo el valor del mundo natural como fuente, como algo que va mucho más allá de un mero recurso para el consumo humano.

Partiendo de la base de la dignidad, el concepto de valor intrínseco defiende la conservación de la naturaleza por sí misma, independientemente de su utilidad para nosotros. Este principio resuena con la creencia en una dimensión sagrada que impregna toda la existencia, imbuyendo a cada criatura y ecosistema de un valor inherente que exige nuestro respeto y compromiso ético.

En una evolución jurídica sin precedentes, académicos y filósofos defienden la ampliación de los derechos de las entidades naturales —ríos, bosques, especies—, que reflejan los derechos tradicionalmente reservados a los seres humanos. Este reconocimiento jurídico, desde la personificación de los ríos hasta la protección de las tierras sagradas, supone un nuevo reconocimiento del estatus de la naturaleza y consagra nuestro deber de protegerla tanto en el marco jurídico como en el ético. Consideremos algunos casos pioneros: la protección de las tierras sagradas indígenas en Australia, el reconocimiento legal de bosques sagrados comunitarios en Benín, el proyecto de protección de lugares sagrados en Estados Unidos, el reconocimiento de wāhi tapu en Nueva Zelanda o la designación del río Ganges como entidad viva en la India. Cada uno de estos ejemplos subraya el potencial de los marcos jurídicos para honrar y salvaguardar el carácter sagrado de la naturaleza.

Sin embargo, debemos andarnos con cuidado. La santidad de la naturaleza, aunque es una poderosa motivación para la conservación, es un arma de doble filo. Hay casos en los que la percepción de lo sagrado puede tener consecuencias no deseadas, como la degradación del medio ambiente a causa del turismo religioso masivo o una menor conciencia de los riesgos ecológicos. La sacralidad de la naturaleza nos ofrece una base profunda sobre la que construir nuestra ética medioambiental. Nos llama a reconocer el valor intrínseco de la Tierra, la profunda interconexión de toda la vida y el imperativo moral de actuar como administradores responsables.

 

  1. EL CARÁCTER SAGRADO DE LA NATURALEZA, EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO Y EL INTERCAMBIO CULTURAL

A medida que nos acercamos a la culminación de nuestra exploración de la sacralidad de la naturaleza, constatamos que la reverencia que sentimos por el mundo natural no es sólo una vía para la gestión del territorio y la protección legal de la naturaleza, sino también una oportunidad para el diálogo interreligioso y el intercambio cultural. El cuidado de nuestra casa común ofrece una plataforma para que diversas tradiciones religiosas converjan en la celebración y la responsabilidad compartida.

Al reconocer el valor intrínseco y la dignidad de la naturaleza en las distintas culturas, sentamos las bases del respeto mutuo, la comprensión y la colaboración. Este ethos compartido puede iluminar principios éticos comunes —administración, compasión, reverencia por la vida— que trascienden las divisiones políticas e ideológicas, fomentando un sentido de una comunidad global unida por una causa común.

En una época marcada por la polarización y el conflicto, el valor de la naturaleza emerge como una fuerza unificadora, obligándonos a mirar más allá de nuestras diferencias y a unir nuestras manos en la vital labor de la conservación del medio ambiente. Juntos podemos proteger las especies amenazadas, conservar ecosistemas vitales y combatir la inminente amenaza del cambio climático. Movilizando coaliciones interconfesionales e interculturales, amplificamos nuestro impacto colectivo, aprovechando la fuerza de nuestra diversidad para defender la causa de la sostenibilidad.

Además, la dimensión espiritual de la protección del medio ambiente ofrece una motivación profunda que trasciende las meras consideraciones económicas o utilitarias. En un mundo en el que la inmensa mayoría se identifica con una tradición religiosa, los imperativos espirituales pueden impulsar a las comunidades a adoptar prácticas sostenibles y promover políticas que protejan nuestro hogar común. Permítanme destacar tres iniciativas pioneras que encarnan este espíritu de unidad y acción:

La “Iniciativa Fe y Sostenibilidad” del Instituto de Recursos Mundiales (World Resource Institute) ejemplifica cómo la sacralidad de la naturaleza puede catalizar el diálogo interreligioso, el intercambio cultural y la acción medioambiental colectiva. Al identificar valores profundamente arraigados de las comunidades religiosas de todo el mundo, esta iniciativa muestra el papel fundamental de los grupos religiosos y espirituales para impulsar el trabajo por la sostenibilidad.

La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), con su compromiso sin parangón con la preservación del mundo natural, también implica activamente a las organizaciones confesionales en sus esfuerzos de conservación. El Grupo de Especialistas de la UICN en Valores Culturales y Espirituales de las Áreas Protegidas es un testimonio de la sinergia entre la ciencia de la conservación, el patrimonio cultural y los valores espirituales, fomentando un enfoque holístico del desarrollo sostenible.

Por último, Pangea World, una iniciativa patrocinada por Hana Ayala, no sólo defiende la integración de la investigación científica y la conservación de la biodiversidad, sino que también reconoce el papel fundamental de las perspectivas culturales y espirituales en la consecución del desarrollo sostenible. Esta visión holística subraya la importancia de adoptar perspectivas científicas, económicas y espirituales en nuestro empeño por proteger los hábitats naturales y promover el bienestar de las comunidades de todo el planeta.

Al profundizar en el modo como las distintas tradiciones religiosas se relacionan con la naturaleza, descubrimos ideas valiosas que pueden dar forma a prácticas sostenibles e informar la política medioambiental. Esta reverencia colectiva por nuestro planeta trasciende las fronteras y ofrece un potente antídoto contra la división que caracteriza gran parte de nuestro discurso contemporáneo.

 

*Extracto del artículo publicado en Razón y Fe, que recoge la ponencia de Jaime Tatay en el homenaje a Francisco J. Ayala por su aniversario celebrado en U.P. Comillas en 2024.