[Juan V. Fernández de la Gala] En el blog de la Cátedra Hana y Francisco J. Ayala de Ciencia, Tecnología y Religión, FronterasCTR (13 junio 2018), con el título “Borges y la memoria. De “Funes el memorioso” a la neurona de Jennifer Aniston” publicamos un extenso artículo sobre Rodrigo Quian Quiroga.
Los lectores que ya disfrutaron en su día con la amenidad de los ensayos científicos de Oliver Sacks, van a agradecer mucho ahora este libro de Rodrigo Quian Quiroga. Son muchos los que guardan grata memoria de obras como Despertares, Un antropólogo en Marte o El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, extensos “ensayos biológicos”—como a Marañón le gustaba llamarlos— en donde Sacks lograba revestir un problema clínico con el suspense y la tensión narrativa propios de un relato policial. Sacks enriquecía, además, los textos con ilustraciones explicativas y con un laberinto de notas a pie de página donde era una verdadera delicia perderse. Profesor de neurología en la Universidad de Nueva York, tuvo siempre el don de transmitir al lector el pálpito cercano y apasionante de la investigación clínica y fue el responsable feliz de muchas vocaciones por la neurología. Ya en las primeras líneas, veíamos al doctor Sacks enredarnos en la perplejidad de un caso inaudito y, cuando la confusión nos inundaba, venía a rescatarnos, abriéndonos, una a una, las puertas promisorias de un mundo lleno de hipótesis. No eludía relatar los pasos errados con rigurosa honestidad y, entre ellos, nos permitía luego entrever el camino luminoso de algún hallazgo y, finalmente, nos hacía partícipes de la emoción de descubrir. Todo ello desde una gran cercanía humana, un respeto estricto por la dignidad del paciente y con el más devoto entusiasmo por la actividad científica.
Lo cuento aquí porque Quian Quiroga es también neurólogo, como Sacks, y sigue paso a paso su mismo estilo y sabe conducirnos también por esos mismos prados de amenidad y de sorpresa. Aunque yo diría que con una cualidad añadida y es que Quian viene de un territorio más interdisciplinar, que le permite tender entre líneas conexiones poco habituales, inimaginables en el campo cerrado de una sola especialidad científica. Es cierto que también Oliver Sacks era botánico aficionado, además de neurólogo y, como él siempre reconocía, un químico vocacional desde la infancia. Pero el itinerario académico de Rodrigo Quian es bastante sorprendente: estudió física en Buenos Aires, matemáticas en Alemania y, por los azares de un camino de inquietudes y de entusiasmos, acabó como profesor de neurociencias en la universidad inglesa de Leicester. Así pues, la deuda de gratitud de Quian hacia Sacks se va haciendo cada vez más evidente a medida que uno recorre las páginas del libro y acaba confirmándose con creces en un apéndice final que reproduce el intercambio epistolar entre los dos autores. Sacks felicita a Quian con afectuosa cordialidad por la buena arquitectura de su ensayo y reconoce él mismo haber intentado un día contactar con Jorge Luis Borges, aunque sin éxito, seducido precisamente por el modo tan bien resuelto con que el escritor argentino analiza en su obra los problemas de la memoria. Tampoco Quian pudo contactar con Borges, porque había fallecido ya en 1986, pero sí lo hizo con su mujer, María Kodama, que le franqueó el acceso a la biblioteca luminosa de un ciego, redactó el prólogo de este libro y le brindó la información necesaria para levantar los soportes arquitectónicos de esta entrañable historia, que tiene la conformación airosa y práctica de un puente feliz entre las dos culturas tradicionalmente enfrentadas de las que hablaba Snow: las ciencias y las humanidades. Para ser escuetos, en esta obrita de poco más de doscientas páginas, el lector atento encontrará tres cosas sucesiva y simultáneamente: un pretexto, un texto y un contexto. El pretexto es el famoso relato de Jorge Luis Borges “Funes el memorioso”, que cuenta la historia de un hombre que era incapaz de olvidar ninguno de los detalles de su pasado. Y esto que parecería un rasgo deseable de genialidad, Borges lo presenta con mucho acierto literario como una maldición mortificante. Entre otras cosas porque para evocar lo que Funes hizo cierto día, invertiría en ello todo el día, pues recuerda todos y cada uno de los detalles y sensaciones que su experiencia grabó a fuego. Hasta aquí el pretexto. El texto de Quian es un riguroso análisis sobre lo que la neurociencia conoce hoy en día sobre la percepción y la memoria, sus tipos, los mecanismos que las favorecen, la patología que las acosa y la base anatómica cerebral de los conceptos que almacenamos y evocamos. Un misterio de asombros que sucede constantemente bajo nuestra propia bóveda craneal, que es también, en el espejo de las metáforas, la bóveda celeste de un universo de conexiones neuronales. Y, por último, el contexto, que no puede ser más estimulante: Quian nos traza un recorrido de amenidad a través del problema de la percepción y la memoria desde Platón y su caverna hasta Bertrand Russell, pasando por la filosofía escolástica y desde Descartes a Cajal, cruzando por las arduas veredas de la neurofisiología naciente.
En esta aventura de hallazgos y despistes, el propio Rodrigo Quian tuvo su propia contribución estelar: la neurona de Jennifer Aniston. Con los electrodos intracerebrales que se colocan en el preoperatorio a algunos pacientes con epilepsias no controlables farmacológicamente, el profesor Quian pudo identificar una neurona del hipocampo que emitía significativos impulsos cada vez (y solo cada vez) que al paciente se le mostraban fotografías de la actriz Jennifer Aniston, o se pronunciaba o se escribía su nombre. Similares respuestas se obtuvieron para otras neuronas ante el estímulo de otras personas y lugares concretos significativos para el paciente. De tan sorprendente experiencia parece desprenderse la conclusión de que existen neuronas capaces de almacenar un solo concepto, que en el argot neurofisiológico se conocen como “células de la abuela”. Siempre me pareció que el mejor alegato contra el reduccionismo biológico lo formuló en un simple aforismo el psicólogo estadounidense Abraham Maslow: “cuando tu única herramienta es un martillo, todos los problemas acaban pareciéndose a un clavo”. Con Rodrigo Quian Quiroga y con Borges quizá podamos decir lo mismo de nuestra mejor herramienta, esa víscera gris que es el orgullo evolutivo de nuestra especie de hombres (y mujeres) sapiens que se saben sapiens y se creen muy sapiens. Si Rutherford imaginó el átomo como un sistema solar en miniatura, quizá nosotros tendamos sin remedio a imaginar el universo como una constelación infinita de neuronas en red. Y qué esperanzador si esa noosfera teilhardiana pudiese de algún modo, humilde pero afectuoso, guardar nuestro recuerdo en su memoria sin tiempo.
Esta recensión fue publicada en Razón y fe.