Salud y salvación en los Padres de la Iglesia

[Pablo Damián Oio] La experiencia de la enfermedad y del bienestar en el ser humano ha hecho surgir diferentes concepciones acerca de la salud. En este artículo se expone la riqueza de las reflexiones de los Padres de la Iglesia sobre la salud y la enfermedad, la terapia, la curación y la salvación. Se puede descubrir la relación y la unidad entre los conceptos modernos de la salud y la salvación realizada por Cristo Médico en cada persona.

La salud y la salvación en los Padres de la Iglesia

En esta parte presentaremos la visión de los Padres de la Iglesia acerca de la salud y la enfermedad. No será una exposición pormenorizada de todos los Padres de la Iglesia, sino que destacaremos algunos de ellos. Para esto, tomamos especialmente como referencia el trabajo de dos autores que hacen un estudio completo y detallado sobre la temática: Jean Claude Larchet (2014) y Fernando Rivas Rebaque (2008).

Al comenzar, se debe recordar, siguiendo lo expuesto por Sandro Spinsanti (1990) que la referencia a Cristo como médico se encuentra ya en los Padres apostólicos. Según Ignacio de Antioquía (Eph., 7) “existe un solo médico, Jesucristo nuestro Señor”. Entre los Padres latinos, el tema aparece en Jerónimo, Ambrosio y Agustín. Ellos consideran que, en cuanto a la relación del médico con su paciente, en el caso de Cristo, el médico divino toma la iniciativa para encontrarse con el enfermo. Refiriéndose al sabor amargo de la medicina que se utiliza para curar, según Agustín, Cristo fue el primero en beber el cáliz amargo de la renuncia y del dolor (cf. Sermo 88, 7: PL 38, 543).

También Agustín considera al médico como la persona que cura la naturaleza del hombre. El tema del médico se convierte en una metáfora de la redención. Los otros Padres explican la redención manifestando que el salvador realiza la curación. Dice Jerónimo: “Lo que la enfermedad y las heridas son para el cuerpo, es el pecado para el alma” (Dial. contr. Pel. III, 11: PL 23, 608). Ambrosio habla de la penitencia como medicina:

“Vulnus medicum quaerit, medicus confessionem exigit” (Ps 40, 14: CSEL 64, 237: La herida busca al médico, el médico exige el reconocimiento de los pecados) (Spinsanti, 1990, pp. 1135- 1136).

Antes de continuar presentando las ideas de los Padres, es necesario definir los conceptos principales que se van a tratar en los párrafos siguientes.

El concepto griego de sotería y el latino de salus significan redención, liberación, superación de un mal o de una desgracia. En hebreo no existe un equivalente para expresar estas ideas de un modo completo. La palabra más cercana sería shalom (bienestar, paz) y beraka (prosperidad, bendición) (A. Grabner-Haider (dir.), 1975, p. 1438).

Igualmente, Jean Claude Larchet indica que el verbo salvar significa liberar o salvar de un peligro, pero también curar. La palabra salvación designa no sólo la liberación, sino también la curación. El nombre de Jesús significa Yahvé salva (cf. Mt 1, 21; Hech 4, 12), o sea cura. Y, como lo hemos mencionado antes (al exponer los textos bíblicos), Cristo se presentó como un médico (cf. Mt 8, 16- 17; 9, 12; Mc 2, 17; Lc 4, 18. 23). Lo anticiparon los profetas (cf. Is 53, 5; Sal 102, 3) y lo indicaron los evangelistas (cf. Mt 8, 16-17). La parábola del Buen Samaritano puede considerarse una representación del Cristo médico (Larchet, 2014, pp. 8-9).

Para los Padres la salud consistía en el estado de perfección al cual el hombre está destinado por su naturaleza. Aunque el hombre es virtuoso por naturaleza, los Padres afirman que es necesaria la participación y colaboración del hombre en el plan de Dios. La mayoría de los Padres, al explicar el carácter dinámico de la adquisición de las virtudes, distingue la imagen de la semejanza. La imagen hace referencia a las posibilidades, a lo potencial de asemejarse a Dios, en tanto que la semejanza se refiere al cumplimiento de la imagen. Basilio (en las Homilías sobre el origen del hombre, I, 16), lo explica de este modo:

“Creemos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza”: poseemos una por la creación y adquirimos la otra por la voluntad. En la primera, se nos concede el nacer a imagen de Dios; por la voluntad se forma en nosotros el ser a semejanza de Dios. Lo que depende de nuestra voluntad lo posee nuestra naturaleza en potencia, pero nosotros nos lo procuramos mediante la acción (…) En efecto, por la imagen yo poseo el ser racional y me convierto en la semejanza al convertirme en cristiano (Como cita Larchet, 2014, p. 17).

Todos los Padres presentan a Adán manteniendo relaciones de familiaridad con Dios y el Génesis lo muestra conversando diariamente con Él en el Paraíso. Según Isaías de Scete (Asceticon, II, 2), el hombre allí “tenía unas facultades sanas y estables, en su estado natural”. Gregorio de Nisa, en las Homilías sobre el Padrenuestro, (IV, 2), dice: “Antiguamente, el género humano, tal como puede concebirse, disfrutaba de salud, porque sus elementos, quiero decir los movimientos del alma, estaban equilibrados en nosotros según las leyes de la virtud”.

El estado paradisíaco es un estado de salud, donde el hombre no conocía la enfermedad, tanto en el alma como en el cuerpo. Pero a causa del pecado de Adán, el hombre pierde la conciencia de su meta, se olvida de su naturaleza auténtica, de la verdadera vida y pierde la salud original (Larchet, 2014, pp. 20- 21).

Ireneo de Lyon (en Contra los herejes, V, 2.3.16, 2) escribe sobre la manifestación de la imagen y semejanza del hombre en Cristo:

Que todo esto sea verdadero, quedó probado cuando el Verbo de Dios se hizo hombre, haciéndose él mismo semejante al hombre y haciendo al hombre semejante a él a fin de que, por esa semejanza con el Hijo, el hombre se haga precioso para el Padre. En los tiempos antiguos, en efecto, se decía que el hombre había sido hecho según la imagen de Dios; pero no se mostraba, pues aún era invisible el Verbo, a cuya imagen el hombre había sido hecho. Por tal motivo éste fácilmente perdió la semejanza. Mas, cuando el Verbo de Dios se hizo carne (Jn 1,14), confirmó ambas cosas: mostró la imagen verdadera, haciéndose él mismo lo que era su imagen, y nos devolvió la semejanza y le dio firmeza, para hacer al hombre semejante al Padre invisible por medio del Verbo visible (Ireneo de Lyon, 2000, p. 512).

Cirilo de Jerusalén (en la Catequesis bautismal, XII, 7.8), dice sobre el envío de Jesucristo como nuestro médico:

Muy grande era la herida de la humanidad. Desde los pies hasta la cabeza nada había íntegro en ella. No había lugar ni para una gasa ni para aceite ni para unas vendas. Después, entre lamentos y fatigas, decían los profetas: “¿Quién traerá de Sión la salvación de Israel?” (Sal 14,7) (…) Las heridas de los hombres son más fuertes que nuestros remedios. “Han derribado tus altares y han pasado a espada a tus profetas” (1 Re 19,10). No es posible evitar el mal; para evitarlo, haces falta tú. El Señor escuchó esta súplica de los profetas: el Padre no se desentendió de nuestra estirpe en camino hacia la destrucción y envió desde el cielo a su Hijo como Señor y como médico[1].

Por su parte, Clemente de Alejandría, en su obra ¿Qué rico se salva? (29, 3), habla del Cristo Médico, el Buen Samaritano, con estas palabras:

Pero, ¿qué otro puede ser ese [samaritano] fuera del Salvador mismo? ¿O quién, sino Él, ha tenido más piedad (= misericordia) de nosotros, que hemos estado a punto de ser matados por los dominadores del mundo de las tinieblas (cf. Ef 6,12) con muchas heridas, temores, concupiscencias, iras, tristezas, engaños (y) placeres?[2].

Carlos A. Rosas Jiménez (2018) presenta, en un artículo referido al médico espiritual, los aportes de Juan Clímaco. Sobre el tema que se viene tratando, Juan Clímaco (2016) dice, en la Santa Escala que “sin la ayuda de un médico sabio pocos sanan” (IV, 77). Por esto, “es mejor que el hijo esté junto al padre [espiritual] para luchar, con su ayuda y la gracia divina, contra las predisposiciones malignas” (IV, 81). “Privar al discípulo de esta providencia es como privar al ciego de guía, a la manada del pastor, al niño de la asistencia de su padre, al enfermo de su médico y al navío de su piloto” (IV, 82).

El padre espiritual es quien acompaña al enfermo teniendo en cuenta su personalidad, su situación concreta y particular y sus disposiciones. Por esto, Juan Clímaco aconseja, en la Carta al Pastor, que el padre espiritual tiene que ir adaptando sus remedios al enfermo ya que no conviene que el guía diga a todos que el camino es estrecho ni que el yugo es dulce y la carga, ligera. Mejor, debe observar y adaptar los remedios de manera apropiada. Así, conviene que diga lo segundo a los que están agobiados por el peso de sus pecados y llevados a la desesperación; por el contrario, para los que se inclinan a los pensamientos de orgullo, lo primero es un remedio conveniente (37).

Por su parte, Orígenes tiene en sus obras muchas referencias a la enfermedad y al proceso de curación. Él muestra a Dios como médico de Israel en el Antiguo Testamento, y a Jesús lo llama “médico supremo”. Sin detenernos a analizar todo su pensamiento sobre la temática, estudiado en profundidad por Samuel Fernández (1999), podemos aquí recordar un párrafo de los escritos de Orígenes (en Ps. Hom. 37, I, 1):

[Dios] también entregó la actividad de aquella medicina cuyo Médico supremo (archiater) es el Salvador, que dice refiriéndose a sí mismo: “No tienen necesidad del médico los sanos, sino los enfermos”. Él era el Médico supremo (archiater) que podía curar toda enfermedad o dolencia; pero también sus discípulos, Pedro o Pablo, e incluso los profetas son médicos, y todos aquellos que después de los apóstoles han sido establecidos en la Iglesia (Citado en Fernández, 1999, p. 223).

Es importante tener en cuenta aquí los aportes de Evagrio Póntico al tema de la salud y la enfermedad. Según Santiago H. Vázquez (2018), en Evagrio se da una concepción profundamente espiritual de la enfermedad. Él tiene en cuenta un nous encarnado; el hombre caído, alejado de su fin natural vive, en consecuencia, procesos de distorsión cognitiva y de desequilibrios pasionales, por lo que sus facultades son orientadas hacia fines para los que no fueron creadas por el Creador.

Aunque no se presenta en la obra de Evagrio una definición concreta de enfermedad, se puede decir que las pasiones serían las enfermedades del alma, entendidas éstas como movimientos de la parte pasional contrarios a la naturaleza; por otra parte, la salud sería la apatheia “salud del alma” (ὑγείαν ψυχῆς), “en cuanto constituye el estado por el que la parte pasional, orientada habitualmente de modo katà phýsin, no gravita negativamente –sino al contrario– en la labor contemplativa” (Vázquez, 2018, p. 328). En Evagrio, la ignorancia es fundamentalmente la enfermedad del alma, primer paso de todas las perturbaciones que se desencadenan como desórdenes contrarios a la propia naturaleza.

Otro desencadenante de la enfermedad es el amor de sí, la filautía, que, a su vez, es origen de todos los pensamientos, los logismoi, la actividad cognitiva que se realiza en el alma enferma. Se puede percibir una caracterización evagriana de los logismoi en el Tratado Práctico (4):

Lo que uno ama, eso mismo desea apasionadamente, y lo que desea, lucha también para obtenerlo. Todo placer empieza por el deseo, y el deseo lo engendra la sensación, ya que lo que está privado de sensación también está exento de pasión (Evagrio Póntico, 1995, p. 137).

Para resumir la concepción evagriana relacionada con la salud y la enfermedad podemos recordar un párrafo del Tratado Práctico (6), donde se refiere a los ocho pensamientos que originan todos los vicios:

Ocho son, en suma, los pensamientos que engendran todo vicio: en ellos se contiene cualquier otro pensamiento: el primero es el de la gula, y tras él, el de la fornicación; el tercero es el de la avaricia; el cuarto, el de la tristeza; el quinto es el de la cólera; el sexto, el de la acedia; el séptimo es el de la vanagloria y el octavo, el del orgullo. Ahora bien, que todos estos pensamientos turben el alma o no la turben, no depende de nosotros, pero que se detengan, o que exciten las pasiones o no las exciten, de nosotros depende (Evagrio Póntico, p. 138).

Por último, en esta revisión de los Padres de la Iglesia, continuamos ahora con las reflexiones de Agustín de Hipona, según Donal X. Burt OSA (2001, pp. 1168- 1170). Para este Padre la salud (sanitas, salus) se identifica con la unidad. La enfermedad (aegritudo), física o espiritual, es una ausencia de esa unidad. Por lo tanto:

Hay salud del cuerpo, cuando existe un orden equilibrado entre las partes del cuerpo. Hay salud del alma, cuando hay correspondencia entre sus decisiones y sus bienes naturales. Un hombre sano es una persona que tiene una vida bien ordenada con el debido equilibrio entre el cuerpo y el alma (Civ. Dei 19. 13. 1) (p. 1168).

Agustín creía que algunas cosas malas de la vida tienen dos orígenes: la enfermedad corporal y las ilusiones engañosas del alma (en. Ps. 37.5). Quizás el peor engaño es la convicción de que cualquier victoria sobre la debilidad es una realización personal (civ. Dei 22. 23). Eso es una señal de que uno está movido por el orgullo, enfermedad por la que los hombres se hinchan tanto con su propia importancia que les resulta imposible entrar por la puerta estrecha que lleva al cielo (s. 142. 5). La consecuencia de tal orgullo es la irreversible separación de Dios, el único bien que da al hombre la felicidad completa (civ. Dei 12, 1. 2) (Burt, 2001, p. 1170).

Aceptando la propia imperfección, la persona puede comenzar el proceso de eliminación de los dos obstáculos que se oponen a la salud eterna: el orgullo y el amor desordenado a las cosas temporales. La humildad es el remedio que cura el orgullo: una humildad que reconoce que todos necesitan la ayuda del médico divino, Jesucristo, y que el mérito de todos los logros en la salud hay que atribuirlo al médico, y no al paciente (s. 142. 5. 5). También Agustín (en Io. ev. tr. 41. 13. 2), considera que todos los sufrimientos son curados por el divino Buen Samaritano:

Maltrechos, roguemos al Médico, seamos llevados a la posada para ser curados. Quien, en efecto, ha prometido la salud es el que se compadeció del dejado medio vivo en el camino por los bandoleros; derramó aceite y vino, curó las heridas, lo levantó hasta el jumento, lo condujo a la posada, lo encomendó al posadero[3].

Para finalizar este recorrido sobre el pensamiento de los Padres, se puede recordar el Sermón 176 de Agustín, que tiene como tema central: “Jesús viene a salvar y a curar a los leprosos”. En el párrafo 5 dice:

No perdáis, pues, la esperanza. Si estáis enfermos, acercaos a Él y recibid la curación; si estáis ciegos, acercaos a Él y sed iluminados. Los que estáis sanos, dadle gracias, y los que estáis enfermos corred a Él para que os sane; decid todos: Venid, adorémosle, postrémonos ante Él y lloremos en presencia del Señor, que nos hizo no sólo hombres, sino también hombres salvados (Agustín de Hipona, 1983, p. 722).

Este artículo es un extracto del publicado en Razón y fe (2023)

[1] Cirilo de Jerusalén, en https://mercaba.org/TESORO/CIRILO_J/Cirilo_14.htm

[2] Clemente de Alejandría, en http://www.abadialostoldos.org/patristica/obras-padres-iglesia-271

[3] Agustín de Hipona, en https://www.augustinus.it/spagnolo/commento_vsg/index2.htm