A propósito del Premio Nobel concedido a Svante Pääbo
[Por Lucio Florio. Pontificia Universidad Católica Argentina. DeCyR] No es la primera vez que el premio Nobel de Medicina es concedido a un investigador de una disciplina no médica. En efecto, en el año 1973 fueron premiados tres científicos que desarrollaron la incipiente etología o estudio del comportamiento animal: K. von Frish, N. Tinbergen y K. Lorenz. En esta oportunidad, el Nobel fue asignado a Svante Pääbo, uno de los iniciadores de una disciplina nueva, la paleogenómica, la cual se ocupa de la reconstrucción y análisis de la información genómica en especies extintas.[1]
Pääbo[2] fue contratado a fines de la década de 1990 por el Instituto Max Planck para la Antropología Evolutiva en Leipzig, Alemania. Pasó de trabajar sobre el ADN mitocondrial de los Neandertales a investigar el ADN núcleo. Los neandertales surgieron hace unos 230 000 años en Europa, y desaparecieron hace unos 28 000 años, cuando se pierde su rastro arqueológico en el sur de la península ibérica. Se los suele considerar una especie distinta del Homo Sapiens, aparecidos hace 200.000 años, aunque hay quienes lo clasifican como subespecie. En todo caso, convivieron y, algo que demuestra Pääbo, se entrecruzaron.
El Instituto Karolinska señaló que en el nuevo instituto “… Pääbo y su equipo mejoraron constantemente los métodos para aislar y analizar el ADN de restos óseos arcaicos. El equipo de investigación aprovechó los nuevos avances técnicos que hicieron que la secuenciación del ADN fuera muy eficiente».
El estudio del genoma neandertal tomó fragmentos de huesos de neandertales de hace unos 40.000 años que preservaban de buena manera el código del ADN. Un factor que colaboró para el éxito del proyecto es el canibalismo interno, que preservó los huesos partidos en este proceso, que eran tirados a rincones de las cavernas donde se secaban más rápidamente.
Pääbo utilizó tecnología de secuenciación de ADN y creó laboratorios con altos estándares de limpieza para evitar la contaminación de las muestras. Luego, analizó millones de fragmentos de ADN y utilizó técnicas estadísticas para aislarlos de genes que eran contaminantes modernos. Con ello, no solo reconstruyó el ADN del neandertal, sino que encontró vínculos entre su genoma y el del humano moderno -lo que prueba que los homo sapiens tuvieron relaciones sexuales y descendencia con neandertales- y, a su vez, descubrió otra especie de homínidos que vivió principalmente en Asia: los denisovanos.
¿Qué es el ser humano?
La paleogenómica está produciendo un avance acelerado en el conocimiento del género Homo, del que el sapiens es una especie. Ello está generando una clarificación sobre las relaciones entre las distintas especies de homininos que se han identificado. A su vez, el entrecruzamiento del Homo sapiens con neandertales provoca preguntas inquietantes, de carácter taxonómico y, a un nivel más profundo, ontológico: ¿dónde ubicamos al ser humano? ¿Es una especie original? O, formulándolo mediante la pregunta bíblica que lo sitúa en un vínculo con Dios: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él”? (Sal 8,4).
Como señalaba Pierre Teilhard de Chardin en su advertencia a la lectura de “El fenómeno humano”: hay que atenerse sólo al fenómeno, pero a todo el fenómeno (Teilhard de Chardin, 1965). Abordar el enigma de los orígenes e identidad de la condición humana de la especie implica hoy aproximarse a este mapeo genético de los fósiles que proporciona una información sorprendente. A partir de esta visión se debe avanzar hacia una comprensión de la originalidad filosófica y teológica del ser humano.
Una antropología cristiana a la altura de la visión científica del ser humano
A pesar de que en instancias oficiales de la Iglesia se ha avanzado claramente en la integración del hecho evolutivo en una visión teológica,[3] en instancias universitarias, escolares y catequísticas se sigue transmitiendo -salvo contadas excepciones- una visión creacionista del ser humano. En efecto, en las cátedras que, o bien directamente o bien como marco, deben abordar el tema -teología de la creación, antropología teológica, escatología, teología moral, teología de la gracia, eclesiología- suele suponerse una historicidad humana con una cronología bíblica o una estructura de la naturaleza antropológica totalmente esencialista. Las materias bíblicas, por su parte, han incorporado a través del método histórico-crítico un distanciamiento de una lectura literal de los textos. Al menos, desde su ángulo metodológicamente limitado -indicar una lectura pertinente de los textos bíblicos- orienta hacia una interpretación no solapada[4], a fin de no pedirle explicaciones científicas a escritos con finalidad teológica. Sin embargo, existe el riesgo de reducir la antropología teológica a la exégesis bíblica, algo claramente insatisfactorio. En todo caso, la incorporación de la visión evolutiva en las cátedras teológicas -a un siglo de cuando lo reclamaba Teilhard- es una tarea importante pendiente. Los avances en la visión del ser humano por la paleogenómica deberían acelerar esta labor.
Algo análogo sucede en instancias escolares y catequísticas. En las primeras, la dicotomía entre lo que se enseña en religión y en ciencias es evidente[5]. En las segundas, suele predominar la lectura literal del Génesis y una explicación del Catecismo sin ninguna referencia a la visión científica. Es evidente que tales explicaciones no resisten, en la mente del joven o del adulto informado, una confrontación con la visión científica.
¿No sería oportuno comenzar por la comprensión de la biología evolutiva, enriquecida ahora por la paleogenómica, acerca de lo que sabemos del origen humano? Después de clarificado el camino empírico-racional se podría pasar, mediante una lectura histórico-crítica de la Palabra y la tradición teológica, hacia una interpretación del puesto del ser humano en el ámbito del sentido del plan divino. ¿Acaso no sería éste un buen camino para aprovechar el kairós abierto por estos nuevos conocimientos sobre el enigma humano?[6]
*Este artículo fue publicado en Criterio, Buenos Aires, Noviembre 2022, 40-41, con el título: “Sobre el mapeo genético de los fósiles”. Agradecemos que la revista nos permita publicarlo también aquí.
[1] Cfr. Lalueza-Fox, Carles, “Breve historia de la Paleogenómica. De cómo una disciplina joven ha revolucionado el estudio del pasado”, Mètode Science Studies Journal (2017). Universitat de València, pág. 67-94.
[2] Recogemos la información sobre la trayectoria investigativa de Pääbo de BBC News Mundo, en: https://www.bbc.com/mundo/noticias-63125882.
[3] Baste recordar las varias intervenciones sobre evolución formuladas por Juan Pablo II; en particular, la del 22 de octubre de 1996 en la que afirmó que la teoría de la evolución es más que “una mera hipótesis”. Asimismo, conviene traer a la memoria, como acontecimiento académico, el Congreso realizado en la Universidad Gregoriana con motivo de los 200 años del nacimiento de Darwin: Auletta, G.; Leclerc M. Martínez, R. A. (eds.), Biological Evolution. Facts and Theories. A Critical Appraisal 150 Years After “The Origin of Species”, Gregorian Biblical Press, Rome 2011).
[4] Cfr. Haught, John, Cristianismo y Ciencia. Hacia una teología de la naturaleza, Sal Terrae, Maliaño, 2009.
[5] Cfr. Oviedo, Lorena, Un diálogo posible. Ciencia y religión se encuentran en la escuela, Ediciones Don Bosco, CABA, 2022.
[6] No parece inadecuado recordar aquí, en el contexto de una aplicación de la genética a la paleontología, al así llamado “padre de la genética”, el agustino Gregorio Mendel, de quien se cumplen 200 años de su nacimiento. Resulta interesante rescatar este vínculo de una disciplina tan fundamental en el último siglo con la vocación religiosa de su iniciador. Desde el punto de vista histórico, es sólo un dato. Pero desde perspectiva de la misión de la Iglesia es una invitación a pensar sobre el sentido teológico del fenómeno genético y sus repercusiones sobre la comprensión del ser humano.