[Por Leandro Sequeiros] La Cátedra Francisco J. Ayala de Ciencia, Tecnología y religión apostó, desde su creación, en junio de 2003 por una clara opción intelectual. Integrada en la Universidad Comillas a través de la Escuela de Ingeniería, ICAI. Sus dos órganos de expresión, – la revista Razón y Fe (creada en 1901 por la Compañía de Jesús) y el blog FronterasCTR (en el que se han publicado más de 200 artículos densos) y su antecesora Tendencias21 de las Religiones (iniciada en 2006 y que publicó más de 600 artículos)- dan prueba del interés del equipo de trabajo por mantener una presencia crítica intelectual y de trasfondo cristiano en una sociedad demasiado líquida. Si a esto le añadimos los esfuerzos de la Asociación Interdisciplinar José de Acosta (ASINJA) tenemos las piezas de un escenario muy necesario en España. Junto con otras muchas plataformas intentamos crear redes de intelectuales cristianos críticos.
El días 12-13 y 14 de noviembre de 2021 tuvo lugar en Madrid el 23 Congreso de Cristianos en la Vida Pública organizado por el CEU San Pablo. El lema del Congreso: “Corrección política: libertades en peligro”. Según el programa, desde su primera edición, hace ya veintitrés años, el Congreso Católicos y Vida Pública ha intentado llevar el calor del debate de ideas y del testimonio a esa mayoría social, católica y española tantas veces adormecida por la autocomplacencia, cuando no voluntariamente ignorante de las batallas en las que, girón a girón, iba desapareciendo el tejido que daba consistencia y vigencia a su visión del mundo.
Y prosigue: “Casi de repente los católicos hemos tenido que tomar conciencia de que habitamos en una sociedad que en buena medida ha dejado de ser cristiana, más aún, que parece repudiar lo cristiano -fe, actitudes, soluciones- como parte de lo “políticamente incorrecto”. En efecto, asistimos a un fenómeno nuevo, el de la “corrección política” y su más notable consecuencia, la cancelación de la libertad tal como hasta ahora ha sido entendida en un marco de humanismo cristiano”. Por ello, la Asamblea General de la Asociación Católica de Propagandistas de octubre de 2020 planteó como tema del año profundizar en lo que supone ese fenómeno de imparable crecimiento en Occidente y del que parece depender la posibilidad de la continuidad de la fe en Jesucristo y de su Iglesia.
Y prosigue el texto de presentación: Consciente de lo que hoy en día representa ese reto, la Comisión Ejecutiva del Congreso Católicos y Vida Pública decidió en enero de 2021 dedicar esta 23 edición a tan inquietante cuestión, la cual abordamos bajo el título de “Corrección política: libertades en peligro”.
Una postura razonable pero no es la única posible
Bajo estas palabras se oculta una perspectiva muy conservadora de la realidad, respetable pero que no es la única. La satanización de la modernidad ilustrada, el temor a la secularidad, impregna todavía hoy muchos sectores de la esfera pública cristiana, incluso grupos que se autodenominan intelectuales.
Desde nuestras plataformas los respetamos pero no los compartimos. La añoranza del pasado no justifica la resistencia al encuentro, al diálogo y a tender puentes.
Los miedos ocultos de algunos intelectuales cristianos
Prosigue el texto de presentación del Congreso: “Hemos de tomar conciencia de que el conjunto de formas ideológicas de raíz profundamente anticristiana que se resumen bajo la etiqueta de “corrección política” dan lugar a un todo que aspira a conformar no sólo las leyes y las instituciones, también las vidas y las mentes de las personas, incluso éstas en primer lugar. Se trata de una agenda que pretende un cambio en la mentalidad social desde la política, a través de la educación, y un cambio legislativo profundo que viene marcado por directrices mundiales que determinan una agenda de género que supone, en primer lugar, la demolición de la familia. Tres serían los ámbitos preferentes donde se está proyectando la corrección política: la legislación educativa, el derecho antidiscriminatorio y en la tipificación penal del denominado “discurso del odio”. Esos tres frentes avanzan en todo el mundo occidental, limitando gravemente la libertad de expresión, con la anuencia o complicidad de las grandes corporaciones, los medios de comunicación dominantes y las elites internacionales beneficiarias de la globalización.
Los miedos a los retos del futuro
El Congreso del CEU se postula apologético: defensa de posturas que a otros intelectuales cristianos les parecen obsoletas y fuera de lugar. Concluyen: “Para dar cuenta de un desafío cultural de semejante magnitud, el 23 Congreso contará con un plantel de conferenciantes y ponentes de primer nivel, y volverá a confiar en la fórmula participativa que aseguran los talleres específicos, en los que se abordarán aspectos concretos de la amenaza que supone la corrección política a la libertad. Esperamos llegar a los días 12 a 14 de noviembre, fechas de celebración del Congreso, con la mente y el corazón rebosantes de ideas y deseos de atraer al mundo a la Luz y a la Verdad que, lejos de ingenierías sociales, sólo pueden hallarse en Cristo”.
El debate actual sobre el papel de los intelectuales
La revista Vida Nueva número 3245 ha publicado (6-12 de Noviembre de 2021) un Pliego extenso de José Javier Ruiz Serradilla sobre: ¿Intelectuales cristianos? ¿Dónde? Hace un lúcido análisis de la realidad e invita, en un mundo complejo, a que los que se consideran intelectuales cristianos o cristianos intelectuales a comprometerse en la construcción de puentes entre las culturas y paradigmas emergentes y las tradiciones espirituales y teológicas renovadas de las Iglesias cristianas. Y en Religión Digital han insistido en llamar la atención sobre la necesidad de una presencia de los intelectuales en la sociedad que nos invade con la vaciedad de sus valores.
Con anterioridad, en FronterasCTR hemos publicado algunas reflexiones sobre este tema, diferenciando muy claramente que no todos los numerosos tertulianos que pululan en las redes sociales pueden ser etiquetados como “intelectuales”, y muchas veces son más “charlatanes” y “demagogos” que auténticos intelectuales.
¿Estamos en el camino correcto?
El mito del intelectual
Una reflexión de Marcelo Villamarín C.,sobre el rol del intelectual en nuestra sociedad nos puede aproximar a la sinergia de los objetivos que desde nuestras plataformas intentamos conseguir. En parte está tomado de un trabajo realizado con motivo del Encuentro de Intelectuales Populares y de Izquierda, realizado en Quito, del 15 al 17 de noviembre de 2004, pero que no ha perdido vigencia.
Para su autor, a lo largo de toda la historia del mundo occidental, se ha difundido el mito del intelectual como un ser muy especial. En la antigua Grecia, eran los filósofos quienes cumplían este rol, en el marco de lo que se denominó la Paideia – término intraducible al español – como un ideal de culturas universal. En la Edad Media fueron los monjes y sacerdotes quienes cumplieron el rol de celosos guardianes de la sabiduría y la verdad.
En las modernas sociedades capitalistas, tanto el rol como del mito de los intelectuales sed ha difuminado debido a la organización social del capitalismo. En estas sociedades, el intelectual deja de ser una élite y se convierte en una categoría que caracteriza al intelectual por su función en la sociedad más que por su papel en la estructura productiva, tal como señalan teóricos de la calidad de Gramsci y Lukács. La relación de los intelectuales con las estructuras partidarias de izquierda ha sido conflictiva y tensa y casi siempre se ha resuelto con la expulsión de aquellos.
Sin embargo, hoy más que nunca su función debe rescatarse, en la medida en que la construcción del nuevo proyecto histórico de las clases dominadas y subalternas exige la confluencia de intelectuales – como sector autónomo – militancias partidarias y movimientos sociales, para elaborar las teorías alternativas al capitalismo neoliberal.
Ambivalencia del término “intelectual”
Existen algunos mitos, en unos casos, y ciertos prejuicios ideológicos, en otros, con relación al intelectual y el rol que juega en la sociedad. En cuanto a lo primero, empecemos por señalar que el término intelectual se ha reservado, por lo general, a los filósofos, poetas, ensayistas, pensadores, científicos sociales y todos aquellos personajes que han hecho de la palabra hablada y escrita su actividad primordial.
Algunos han cuestionado que para ser intelectual había que ser militante de izquierda. Creemos que esta es una falacia. ¿Eran de izquierdas Descartes o Kant? Esta es una atribución impropia que no tiene que ver con la postura política. Es totalmente legítima la compatibilidad de la condición de persona intelectual con la posición política. No hay una identificación necesaria entre la condición de intelectual y la posición política.
Solo de un tiempo a esta parte, debido a la redefinición del concepto de cultura, se ha incluido entre los intelectuales a los artistas que manejan diferentes géneros: pintores, escultores, músicos, entre otros. De allí que, en el imaginario colectivo, se asocia de manera involuntaria los conceptos de intelectual y escritor; o, por lo menos, a éstos se atribuye con preferencia el término intelectual.
Werner Jaeger y las raíces de la intelectualidad
El mito sobre el intelectual es tan viejo como la civilización occidental. En la antigua Grecia, eran los filósofos quienes cumplían el rol de intelectuales y de ellos la sociedad, con razón o sin ella, se formó una idea particular que se ha convertido en estereotipo en las épocas posteriores.
Tal idea derivó de la «peculiar actitud espiritual» de los primeros filósofos, según la caracterización hecha por Werner Jaeger, que consistía en «su consagración incondicional al conocimiento, al estudio y la profundización del ser por sí mismo» y la concomitante indiferencia «por las cosas que parecían importantes al resto de los hombres, como el dinero, el honor, e incluso la casa y la familia, su aparente ceguera para sus propios intereses» e incluso para el ejercicio práctico de la política. Esto último tiene algo de paradójico, puesto que la mayor parte de ellos, si no todos, jamás perdieron de vista la política, que era entendida como «servicio a la comunidad«.
Prueba de ello, sin ir más lejos, son las obras inmortales de Platón y Aristóteles, entre los más conocidos, como son La República y La Política, respectivamente. Sin embargo, no es usual encontrar su nombre en los anales de la historia política de Grecia, exceptuando quizá Solón, quien podría decirse que fue el prototipo del intelectual-político en la Grecia presocrática.
Esta peculiar actitud espiritual de los filósofos, los convirtió en seres extravagantes y misteriosos, pero altamente estimados por sus contemporáneos. El filósofo es «ingenuo como un niño, torpe y poco práctico, y existe fuera de las condiciones del espacio y del tiempo», imagen que sirvió de base para la difusión de anécdotas que ahora son muy conocidas: el sabio Tales de Mileto, embebido en la observación de los fenómenos celestes, cae en un pozo y es su criada quien le reprocha que por ver lo que tiene sobre su cabeza no ve lo que tiene bajo los pies.
Tal vez fueron los romanos quienes pudieron conjugar mejor el sentido práctico con la reflexión filosófica, probablemente debido a que las exigencias de la época les obligaron a pensar con mayor ahínco en cosas concretas, como aquellas que tiene que ver con el ejercicio del poder. Son conocidos los nombres de Ovidio, Tácito y Séneca, entre otros, quienes cumplieron importantes funciones públicas.
Sea de esto lo que fuese, el hecho es que los filósofos constituyeron una élite intelectual cuya vida, muy a su pesar, estuvo relacionada y muy estrechamente con el poder; en su mayoría fueron consejeros de reyes y emperadores o preceptores de las familias reales.
Los primeros “intelectuales” en la Edad Media
La situación fue diferente en la Edad Media. Con el ocaso del Imperio Romano, que se levantó sobre las ruinas de las polis griegas, la sociedad europea se fragmentó, la cultura se dispersó y las obras monumentales de los filósofos griegos se perdieron por largo tiempo.
La incorporación del Cristianismo a la lógica del poder le restó su vitalidad revolucionaria y convirtió a la Iglesia Católica en el más fiel instrumento de los poderes imperiales.
Europa se convirtió en una sociedad teocéntrica y teocrática, y todas las manifestaciones culturales se sometieron a su lógica. Dividido el Imperio entre Oriente y Occidente, el predominio tanto comercial como religioso del primero, convirtió a Bizancio en el eje de la cultura medieval, concentrándose en ella la antigua sabiduría heredada de los griegos.
Los clérigos se convirtieron en los nuevos intelectuales, que asumieron el carácter de «guardianes» de la cultura, reservada exclusivamente para uso y consumo especulativo de las élites religiosas. Tanto en Oriente como en Occidente, los monasterios se transformaron en el símbolo de la radical separación entre las élites «cultas» y las masas «incultas»; y, aun en su interior, se produce una división marcada entre los «monjes sacerdotes, que se dedicaban a los oficios ligados a los fines de la institución», entre los que se cuentan el cuidado y la copia de pergaminos, y «los que debían atender a los servicios de la casa». Habrán de pasar muchos siglos antes de que la cultura adquiera de nuevo su dinámica, y se expanda otra vez hacia el anquilosado occidente de la Edad Media, cosa que ocurrirá solo con el Renacimiento y la recuperación de la antigüedad clásica, en peligro de perderse entre las hordas invasoras.
La función de los filósofos en la antigüedad
Si nos atenemos a la interpretación de Jaeger sobre la función que cumplieron los filósofos de la antigüedad, no es difícil descubrir la gran diferencia entre aquellos y los nuevos intelectuales de la Edad Media. Los intelectuales griegos fueron educadores por excelencia.
Su visión del mundo parte de una comprensión de la íntima unidad existente entre el mundo natural y el mundo humano. El Cosmos, que en su acepción originaria significa un orden opuesto al caos, es una totalidad viviente dentro de la cual el ser humano ocupa un lugar preponderante, pero jamás situado fuera ni por encima de él.
De allí derivaron los griegos esa especia de humanismo objetivo – muy diferente al humanismo renacentista -, que consiste en conceder especial preocupación al ser humano, pero sujeto siempre a las leyes impuestas por la naturaleza. Para el espíritu griego, lo universal, el Logos, constituye la esencia del espíritu. La educación consiste en modelar los sujetos sociales para la construcción de un ideal de cultura basado en una racionalidad que, a su vez, se fundamenta en la armonía del Cosmos. Por eso, las «humanidades»- como se llamaron luego a las ciencias dedicadas al estudio de lo humano – tiene su más remoto origen en los griegos, en quienes la educación humanística era integradora y totalizante. Los griegos no conocieron el actual concepto de educación como puro adiestramiento para fines exteriores a las exigencias universales del ser humano. La Paideia – término intraducible para nosotros – constituyó todo un proyecto de civilización humana.
El intelectual en las modernas sociedades capitalistas
En la Modernidad se ha democratizado el acceso al conocimiento y a la producción ideológico-cultural desde la invención de la imprenta en el siglo XVI, invención que solo fue el punto de partida, infinitamente superado en la actualidad por técnicas de escritura y comunicación más sofisticados. En las nuevas condiciones, la función del intelectual no ha desaparecido, pero se ha modificado sensiblemente; y, al mismo tiempo, el mito sobre el intelectual, sin perder vigencia, ha cobrado nuevas connotaciones.
Para empezar, se han borrado las fronteras que separaban el trabajo intelectual del trabajo manual. Al hacerse infinitamente más complejas las relaciones sociales, atravesadas por un modo de producción que integra en un mismo proceso funciones intelectuales y manuales, pierde vigencia la separación entre el trabajo intelectual y el trabajo manual o, al menos, la diferencia se hace muy sutil, como lo advierte Antonio Gramsci, cuando señala: «La relación entre los intelectuales y el mundo de la producción (se refiere al capitalismo) no es inmediata, como ocurre con los grupos sociales fundamentales, sino que es «mediata» en grado diverso en todo el tejido social y en el complejo de las superestructuras, en los que los intelectuales son los «funcionarios».
Desde el punto de vista filosófico, el cartesianismo del siglo XVII constituye un cambio decisivo en la cosmovisión antropológica de la sociedad moderna.
El rol de los intelectuales
Es en el seno de la filosofía de la praxis donde se ha debatido con mayor interés este problema relacionado con el rol de los intelectuales, probablemente debido al hecho de que gran parte de los dirigentes revolucionarios, desde Marx y Engels, fueron a la vez intelectuales.
Si en el conjunto de la sociedad moderna la ubicación de los intelectuales se volvió problemática, lo fue más en el seno del movimiento obrero y de los partidos que surgieron en representación suya. ¿Cuál era y es su rol? ¿Dirigir, orientar, impulsar los procesos revolucionarios? ¿Formular teorías? ¿Criticar a las dirigencias siendo el ojo avizor de los dirigidos? Las luchas intestinas dentro del Partido bolchevique, gestor de la Revolución de Octubre de 1917, y la postura del estado soviético frente a los intelectuales – una postura que solo reconoció la legitimidad de aquellos que de manera incondicional habían adherido a las «teorías» oficiales del Partido y del Estado – atestiguan esta problematicidad.
En este sentido, no cabe duda que el Estado capitalista ha sido relativamente más tolerante con los intelectuales que el estado «socialista», lo cual se atribuye equivocadamente a la adhesión del primero al supremo principio de la libertad. Y digo equivocadamente porque uno y otro, en momentos en que se pone en juego la estabilidad y permanencia del Estado, son implacables con los intelectuales.
A pesar de ese interés, siempre ha llamado la atención el hecho de que los fundadores de la filosofía de la praxis, Marx y Engles, no le hayan prestado suficiente atención, de tal suerte que aparte de encontrarse ciertas alusiones en algunos textos de juventud del primero, el tema se encuentra ausente en las obras fundamentales del marxismo. Y lo propio puede decirse respecto a los temas relacionados con la cultura en general, lo que ha alimentado ciedrtas posiciones economicistas que reducen el marxismo a la relación entre infraestructura y superestructura. Esto parece obedecer a factores de carácter histórico. Desde el Manifiesto Comunista de 1848 hasta la Revolución Rusa de 1917, el movimiento revolucionario internacional había experimentado un constante crecimiento, habiéndose principalizado la estrategia del «asalto al poder», tal como ocurrió en el último de los acontecimientos mencionados.
En el plano de la teoría, esta estrategia obligó a los dirigentes a privilegiar las discusiones en torno a problemas políticos como el carácter del Estado, las alianzas de clases, etc., dejando de lado aquellos que dicen relación a la organización de la cultura, el papel de los intelectuales, y otros más.
Entre 1920 y 1930, sin embargo, el movimiento comunista internacional es fuertemente atacado por el surgimiento del fascismo europeo y entra en una etapa de reflujo, especialmente después del triunfo de Adolfo Hitler en 1933. Por otra parte – según lo señala Moreano en su ponencia – la estrategia de asalto al poder era factible frente a la endeblez de la sociedad civil de la Rusia prerrevolucionaria. En Occidente, en cambio, la sociedad civil burguesa estaba orgánicamente estructurada siendo inviable un nuevo proyecto histórico por la vía de las armas, como lo demostró el intento húngaro de 1924 y ya, mucho antes, la Comuna de París. Estos dos factores, la debilidad del movimiento comunista frente al fascismo y al agotamiento de la vía revolucionaria en Occidente, obligaron al movimiento obrero y a los intelectuales marxistas a diseñar nuevas estrategias en las que se privilegiaron los aspectos ideológico-culturales. Antonio Gramsci desarrolla su teoría política articulada al concepto de «hegemonía», que consiste en la construcción de un proceso de dirección en el seno de la sociedad civil (toma de la hegemonía) por parte del nuevo bloque histórico de la revolución social, dirigido por el Nuevo Príncipe, el Partido intelectual orgánico del proletariado y las clases subalternas.
Esa toma de hegemonía, a través de una larga guerra de trincheras, comprendía la construcción de una nueva cultura, un nuevo proyecto ético-espiritual de toda la sociedad, fundado en la concepción del mundo de la nueva clase fundamental, proyecto en el cual los intelectuales juegan un rol preponderante. La estrategia de asalto al poder postergó los temas relacionados con la educación y la organización de la cultura; entre tanto, la evidencia de que tal vía se encontraba agotada privilegió la estrategia de la «dirección política y cultural» (hegemonía).
Dicho en otras palabras, si la endeblez de la sociedad civil rusa, que no estuvo atravesada por los valores democráticos de la revolución burguesa de Europa, permitió el asalto al poder de los bolcheviques, el carácter orgánicamente estructurado de las sociedades occidentales exigía un largo proceso de educación de los sujetos sociales para ganar legitimidad dentro de la sociedad burguesa. Esto es lo que Antonio Gramsci denominó la «construcción de una nueva hegemonía»: la clase obrera debe convertirse en «dirigente», con alto prestigio intelectual y moral y con un sólido proyecto educativo, aún antes de la toma del poder. Naturalmente, en este proceso el rol de los intelectuales es decisivo, de donde deriva la atención privilegiada que éste y otros pensadores alineados en la filosofía de la praxis otorgaron a este tema.
Las formulaciones gramscianas sobre el intelectual orgánico han servido de soporte a nuevas reflexiones en el seno del pensamiento crítico. Una de las obras más significativas al respecto pertenece a Michael Löwy, Para una sociología de los intelectuales revolucionarios, en la cual el autor analiza a profundidad la evolución intelectual de George Lukács – marxista húngaro y dirigente revolucionario – entre 1909 y 1929, evolución que puede considerarse como paradigmática del intelectual revolucionario de Occidente. En ella muestra el cambio paulatino de Lukács desde un pensamiento liberal-burgués hasta la adscripción teórico-práctica al proyecto revolucionario del proletariado, que por entonces era el sector social que lideraba los procesos de transformación política de Europa. A partir de esa investigación formula una teoría que resulta útil para efectos de esta ponencia.
La tesis más importante de Löwy es que los intelectuales no son una clase y, por lo tanto, su posición no se define en relación con los medios de producción y la estructura económico-social, sino una «categoría social». Esto significa lo siguiente:
- Los intelectuales, en cuanto tales, no son productores de bienesy servicios, sino creadores de productos ideológico-culturales. Independientemente del lugar que ocupen en la estructura económico social, todos los seres humanos, por el mero hecho de ser tales, pueden crear productos ideológico-culturales: ser pintores, escultores, poetas o escritores; y quien lo haga cumple una función intelectual.
- Por fuertes que sean los condicionamientos económico-sociales, como la pertenencia a una clase social determinada o la posición en la estructura productiva, quien se ha definido como intelectual siempre tiene la capacidad de optar por los intereses de los opresores o de los oprimidos; valer decir, puede elegir entre la alternativa de crear productos ideológico-culturales enmarcados en los fines de la explotación o en los ideales de emancipación y liberación del género
- No existe, por lo tanto, «inteligentzia» neutra, por más que los intelectuales «gocen de una cierta autonomía relativa con respecto a las clases sociales». Como creadores de productos ideológico-culturales expresan las demandas sociales desde la perspectiva del proyecto histórico al cual han adherido.
- Por lo general, los intelectuales se rigen por valorescualitativos que se desprenden de su sensibilidad estética, de su comportamiento moral o de su comprensión teórica. En la medida en que el capitalismo todo lo convierte en dinero, en mercancía, en valores puramente cuantitativos, los intelectuales sienten una aversión casi natural contra el capitalismo. Incluso quienes no han adherido al proyecto histórico de las clases subalternas, que en términos generales se define como «socialismo», coinciden con los intelectuales revolucionarios en esta aversión, convirtiéndose en críticos del sistema y de sus formas de poder.
Estas precisiones conceptuales nos permiten esclarecer las confusiones anotadas. Gramsci señalaba. «Todos los hombres son intelectuales, pero no todos los hombres cumplen en la sociedad la función de intelectuales».
Con esto quiere decir que todos los hombres, desde la máxima autoridad de una empresa productiva, hasta el más humilde de los trabajadores aportan con su capacidad intelectual, en diferentes niveles y condiciones, en la realización de sus tareas.
Pero, no por cumplir funciones de dirección el gerente puede ser catalogado como el «intelectual» de la empresa. Que eventualmente pueda ser más instruido que el resto de trabajadores – cosa que es por demás obvia dada la estructura de clases de la sociedad – no implica que cumpla un función intelectual.
Este ejemplo es válido para todos los espacios micro y macrosociales, en los cuales existen funciones de dirección y mando y personas que las ejecutan, como parte de las necesidades de organización de la sociedad; pero, ello no es razón suficiente para catalogar a unos como intelectuales (directivos) y a los otros (subordinados) como no intelectuales.
Sin embargo, tanto el gerente como el último empleado en la jerarquía empresarial pueden cumplir las funciones de intelectual, en la medida en que, independientemente de su rol dentro de la empresa, puedan crear productos ideológico-culturales; que tales productos sean liberadores o alienantes, de buena o de mala calidad, es otro problema que no incide en la función intelectual.
Esto permite esclarece la confusión, muy frecuente en las organizaciones partidarias, que tiende a identificar al dirigente con el rol del intelectual. Un dirigente es tal no porque sea intelectual, sino porque tiene capacidad de liderazgo, cuyo perfil entre otras cosas puede contener una buena formación teórica; igualmente, un intelectual no por el hecho de ser tal tiene méritos suficientes para ejercer las funciones de dirección.
Por lo tanto, es preciso establecer el rol del intelectual en la sociedad. Independientemente de su adscripción ideológica, puede decirse que hay algo en común en todos los intelectuales: sus más profundas motivaciones están dadas por los valores ético-culturales. De allí que Jorge Castañeda, por ejemplo, atribuye a los intelectuales de América Latina algunos rasgos distintivos que les confiere un rol, más allá de su filiación ideológico-partidaria: guardianes de la conciencia nacional, críticos en constante exigencia de responsabilidad, baluartes de rectitud, defensores de los principios de carácter ético-político del humanismo, críticos del sistema imperante y de los abusos de poder, etc. Sus productos ideológico-culturales están fuertemente marcados por esos rasgos.
El intelectual, pues, cumple una doble función: es crítico frente al poder y, al mismo, tiempo es constructor de una «nueva e integral concepción del mundo». Tal vez este último carácter sea decisivo en la diferenciación entre intelectuales de izquierda y de derecha: si todos los intelectuales son críticos frente al poder y frente a toda clase de atropellos, los primeros se encuentran empeñados en la construcción de un nuevo mundo de valores; participan activamente en la lucha social con esos fines y sus obras son expresión de los valores que encarnan los nuevos sujetos sociales. Sea a través de la sensibilidad estética o sea a través del razonamiento lógico, sea con los instrumentos del arte o con el de las ciencias y la filosofía, los intelectuales participan en ese gran proyecto de construir una nueva e integral concepción del mundo que termine por enterrar la barbarie suicida del capitalismo.
La propuesta de Gramsci puede iluminar el camino
El punto es que la alianza entre los intelectuales y la izquierda debe enfocarse con el propósito de construir lo que Gramsci denominó la hegemonía, es decir la construcción de una nueva cultura ética-política que anteponga los intereses del conjunto de la humanidad a los intereses materiales de los grupos o las clases, bajo la dirección de las clases subalternas y dominadas, articuladas en un nuevo bloque histórico.
Desde este punto de vista, las fronteras que separan al intelectual del activista terminan por anularse. «El nuevo modo de ser del intelectual – dice Gramsci – ya no puede consistir en la elocuencia, motora exterior y momentánea de los afectos y las pasiones, sino en su participación activa en la vida práctica, como constructor, organizador, «persuasivo permanentemente» no como simple orador…»
Sin embargo, cuando la teoría es considerada como «base segura» para la acción o como fuente doctrinal de la identidad de un grupo – a la manera cómo operan el cristianismo y las religiones en general -, se desvirtúa su función, pierde su capacidad de interlocución, reproduciendo los mismos esquemas de la dominación: los teóricos (autoridad), los sabios, los intelectuales, los forjadores de la «teoría» toman las decisiones y «conducen» a las masas; éstas, como un obediente rebaño, se dirigen por el camino trazado por aquellos.
Si la teoría no es una doctrina, el problema es cómo se construye; y la respuesta es: en diálogo permanente con los actores sociales tanto del presente como del pasado, mediante el empleo del acervo conceptual y metodológico de la cultura universal para pensar la realidad y sus proyecciones; mediante la interacción constante y el diálogo permanente entre intelectuales, dirigentes, líderes políticos y actores sociales; a través de la participación activa y sistemática en el proceso de las luchas sociales
De allí que los espacios más fecundos para la construcción de la teoría han sido precisamente los foros democráticos en los cuales todos tiene derecho a decir su palabra de vida, a denunciar las injusticias del sistema, pero también a proponer alternativas. Solo así se salvan las abismales e interesadas diferencias entre intelectuales y no intelectuales, entre dirigentes y dirigidos, entre líderes y masas.
No es, por tanto, inocua la organización de foros nacionales e internacionales que convoquen a los intelectuales, como un sector independiente, a debatir con rigurosidad los problemas y expectativas de la sociedad, los mecanismos de construcción de los nuevos sujetos sociales, las características del nuevo proyecto histórico, etc., superando los foros académicos que se limitan a los diagnósticos económico-sociales.
Ciertamente, este tipo de eventos no es común, al menos en el Ecuador, en gran parte por los prejuicios ideológicos señalados a lo largo de este trabajo: unos piensan que, por estar especulando lejos de la realidad, los intelectuales no tienen nada que aportar; otros piensan que solo las organizaciones partidarias tienen el privilegio de discutir, a puertas cerradas, en Asambleas y Congresos – en el mejor de los casos – temas relacionados con la construcción del nuevo proyecto histórico. Por desgracia, sucede que estos foros particulares no son el espacio adecuado para tales discusiones porque, a la postre, terminan privilegiando asuntos coyunturales, como la elección de nuevos dirigentes – o la reelección de los antiguos que es lo más común – y cuando se trata de líneas programáticas y de estatutos, la pobreza teórica es alarmante.
Conclusiones
A modo de conclusión, señalemos algunas ideas fundamentales:
- Las condiciones objetivas impuestas por la democratización, aunque limitada, de las sociedades occidentales, tienden a eliminar el mito de los intelectuales como gestores de una actividad especialísima en confrontación con las actividades prácticas.
- El tratamiento a-crítico de la relación entre los intelectuales y los no intelectuales ha generado confusiones que tienden a disociar la producción intelectual y la práctica cotidiana, desvalorizando en unos casos las tareas intelectuales, consideradas como mera especulación; y en otros, sublimizando los productos culturales.
- Según algunos representantes del pensamiento crítico, los intelectuales no son una clase sino una categoría social, cuya definición no se determina por su ubicación en la estructura productiva sino por la función social que cumplen en tanto creadores de productos ideológico-culturales. Tienen, por lo tanto, una autonomía relativa que les permite una adscripción al proyecto histórico de las clases subalternas a través de motivaciones ético-culturales, más que económicas.
- La relación entre los intelectuales y las estructuras partidarias, especialmente de los partidos comunistas, ha sido tensa y conflictiva debido a la sobrevaloración de la «práctica» que ha caracterizado la concepción de aquellos. En el marco del pensamiento crítico, partidos e intelectuales deben ser considerados como sectores diferenciados que tiene su propia identidad, pero de ninguna manera opuestos, de tal manera que hay que tender puentes entre los dos sobre la base de una correcta interpretación de la unidad dialéctica entre teoría y práctica.
- En el marco de la construcción de un nuevo proyecto histórico, la presencia de una teoría, y específicamente de una teoría radical, es ineludible, si se quiere impulsar la transformación social.
- La producción de la teoría no es producto exclusivo de los intelectuales sino de la creación de espacios de reflexión y diálogo entre éstos y los actores sociales. Desde este punto de vista, nuestras plataformas están abiertas a la sinergia con todos aquellos que buscan honestamente caminos de convivencia plural. Los intelectuales deben acercarse más a los movimientos sociales y nutrirse de sus experiencias, de su espíritu transformador y, al mismo tiempo, éstos deben promover un diálogo con la ciencia y la filosofía de aquellos para juntos construir el nuevo proyecto histórico.
Leandro Sequeiros, Presidente de la Asociación Interdisciplinar José de Acosta (ASINJA), colaborador con la Cátedra Francisco J. Ayala de Ciencia, Tecnología y Religión.