Leibniz y la inteligencia artificial

(José Luis San Miguel de Pablos) La Inteligencia Artificial (IA) se ha convertido en el vector principal de la revolución tecnológica en marcha, la misma que Alan Turing inició antes de mediar el siglo pasado al concebir su célebre máquina, el modelo teórico inspirador de la informática y de todo su impresionante despliegue. El nombre mismo de esta disciplina da la clave de lo que se trata: del procesamiento de información y por tanto de datos (las unidades de la misma) en cantidades ingentes. Lo cual implica contar con dispositivos que integren las relaciones que los vinculan, es decir, las reglas de la lógica estructuradas en modelos lingüísticos, y tambien con memorias de distintos niveles y capacidades. Desde sus comienzos, la informática apuntó a reproducir un modelo de la mente, lo que explica que a los primeros ordenadores –aquellas gigantescas máquinas que ocupaban salas enteras- se les llamase “cerebros electrónicos”.

 

La Inteligencia Artificial sería, pues, la culminación de la Informática. No solo se ha conseguido replicar la mente, sino que se estaría cerca de forjar mentes más potentes que la humana, e incluso esto se ha conseguido ya en algunos aspectos, puesto que hoy las inteligencias artificiales ajedrecistas se imponen a los más grandes campeones humanos. Los especialistas en la materia están exultantes; solo les retiene un poco la duda de si conseguirán dotar de sentimientos a sus criaturas, puesto que algunos creen que consciencia ya la tienen o que están a punto de tenerla. ¡Y cómo no, si la inteligencia de esos super-ordenadores ya nos supera y lo va a hacer con creces!

Por otra parte, una vez asumido que “mente lógico-informacional” y “consciencia” son lo mismo, se abre el camino para transferir la mente consciente de un sujeto humano en un dispositivo informático lo suficientemente potente, que una vez recibida la totalidad de la neuro-información del cerebro transferente, reestructuraría sus bytes y qbytes hasta hacerlos idénticos a los que, se supone, constituían íntegramente el psiquismo de la persona que había tomado la decisión de abandonar su cuerpo, demasiado viejo o enfermo, para seguir siendo en una máquina. Y de semejante forma acceder a la inmortalidad.[1]

Acabo de mencionar las IA que hacen morder el tablero a los grandes maestros del ajedrez. Hace ya unos cuantos años –y se podrá objetar que en este terreno el tiempo pasa muy rápido- John Searle se refirió a los primeros casos que se dieron (el ordenador Deep Blue derrotando creo recordar que a Karpov) diciendo que efectivamente el ordenador lo había hecho pero sin enterarse de que lo hacía, mientras que Karpov sí que se sintió profundamente humillado.[2] Ha pasado un cuarto de siglo desde la observación de Searle, pero yo diría que conserva total pertinencia.

Iré directamente al grano, dejando bien claro lo que es central para mí: ello es que la consciencia no es la información, tampoco la contenida en el cerebro ni, por supuesto, en ningún ordenador, sino lo que se entera de ella. Y ahí reside, a mi entender, el error garrafal de una gran parte de los especialistas en IA y de casi todos los posthumanistas. La metáfora que encuentro más adecuada para la consciencia es la luz de un proyector de cine, esa luz que proyecta las imágenes (los contenidos de consciencia o qualia) sobre la pantalla.Pero la luz en sí no es contenido, no es ningún qualia, ni siquiera el de la noción de uno mismo (la autoconciencia). La luz solo es luz, la Luz de la Consciencia, lo que las tradiciones indias más profundas y unos pocos filósofos occidentales que siguen su estela denominan Consciencia Pura. Ser, solo ser…, y lo que más tememos es que tras la muerte dejemos de ser.

En un reciente artículo, además de ilustrarnos acerca de la neurología de la consciencia, el profesor Escamilla Ruiz dice algo no muy distinto de esto. Y me llama especialmente la atención el último párrafo:

“[se denota] la necesidad de una teoría de la consciencia que pueda explicar su naturaleza y que pueda predecir qué sistema físico, ya sea nuestro cerebro, el cerebro de una iguana o un ordenador, experimenta el mundo que le rodea” [3]

¿O un ordenador?  John Searle descartaría airado la simple evocación de esa posibilidad, ya que en reiteradas ocasiones manifestó que para él la consciencia se asocia única y exclusivamente a ciertos organismos biológicos. “Es un proceso biológico –declaró- como la digestión o la fotosíntesis.”[4]  Y sin embargo… Pero mejor dejémoslo aquí, de momento, y vamos ya con Leibniz.

 

El autómata gigante de Leibniz

Su Monadología, interesante opúsculo escrito en 1714 y publicado en 1721, cinco años después de su muerte, contiene el siguiente párrafo:

“17. Es forzoso además confesar que la Percepción y lo que de ella depende es inexplicable por razones mecánicas (…) Si se finge una Máquina cuya estructura la haga pensar, sentir, tener Percepción, podrá concebirse aumentada conservando las mismas proporciones, de suerte que pueda entrarse en ella como en un molino. Supuesta tal Máquina, no hallaremos, si la visitamos por dentro, más que piezas empujándose unas a otras, pero nunca nada que explique la percepción. Así pues, habrá que buscar esa explicación en la sustancia simple y no en lo compuesto o máquina [propiamente dicha]. Por eso en la sustancia simple [nota: las mónadas o átomos, según Leibniz] no puede hallarse nada más que esto: las percepciones y sus cambios”.

Entiendo la Monadología como una alternativa radical a la concepción cartesiana de la vida como realidad que puede explicarse mecánicamente. Creo que se trata de un texto no lo suficientemente valorado que hay que considerar un antecedente del ¿Qué es la vida? de Schrödinger (con sus no dos sino tres propuestas básicas, pues el Epílogo del librito contiene como sugerencia la tercera, que se refiere a la consciencia[5]), así como de las ideas de Bergson, Teilhard y Hans Jonas.[6]  Lo que Leibniz propone es, claramente, un panpsiquismo.

Parecería ingenuo, pero se trata de un tanteo orientado a recuperar una tradición antiquísima (pienso en Tales y su “todo está lleno de dioses”). Lo que hace Leibniz es reabrir sin muchos miramientos una puerta que Descartes había creído dejar cerrada a cal y canto, una puerta maldita que en realidad nunca había sido posible clausurar: la de un vitalismo/animismo que no precisa de “fluido vital” alguno.  ¿Pero Leibniz, y más tarde Schrödinger, Bergson y Teilhard de Chardin (cuya defensa explícita de un protopsiquismo presente en la materia primordial resulta turbadora para no pocos de sus seguidores) no estarían acaso traicionando sus posiciones científicas de partida, y dejándose arrastrar al irracionalismo? Lo que es evidente es que, sumamente interesados por la materia como todos ellos lo estaban, estos cuatro grandes pensadores habían roto con el materialismo filosófico. Y es evidente también que la criptometafísica de esa poderosa corriente se suele plantear como el marchamo garante de la plena racionalidad de cualquier científico y de cualquier persona en general. El hecho que conviene dejar claro es que el materialismo filosófico tiene muy poco que ver con la materia, y sí, en cambio, mucho con no reconocer el problema fuerte de la consciencia, siendo casi todos sus seguidores sorprendentemente ciegos ante el mismo, y con querer reducirla a epifenómeno (lo que viene a ser no decir nada) o incluso negar su existencia ( ! )

No nos engañemos, la cuestión de la relación entre vida (en general) y consciencia ha estado siempre ahí.  Schrödinger se atrevió a sacarla a relucir en su sorprendente Epílogo de ¿Qué es la vida?, pero los biólogos simplemente lo ignoraron y los filósofos prefirieron no comentarlo. La admisión por los neurocientíficos de la consciencia de los animales superiores, un hecho ce carácter histórico del que muy pronto se van a cumplir diez años,[7]ha sido un paso muy importante en orden a desbloquear el tema, y puede ser visto como una ruptura explícita con uno de los puntos clave del cartesianismo. Si los científicos asumen que los animales son seres conscientes –y este reconocimiento ya está pasando a los textos legales- tal cosa implica que la negra tela que se había echado por encima del alma de la Naturaleza empieza a rasgarse.

El gran problema científico-filosófico que se presenta ahora es saber cuándo y dónde ha surgido la consciencia, entendida como simple interioridad, en la complejísima escala evolutiva de la vida. Ya sabemos que el Dios abrahámico no insufló una primera vez el alma-consciencia en un simio que eligió no sabemos si al azar, como sugería la encíclica Humani Generis de Pío XII. ¿Apareció quizás con el primer sistema nervioso rudimentario? Puede ser, pero ¿cómo producía la consciencia/interioridad ese sistema nervioso?  Si esta se entiende asumiendo su problema fuerte (algo que no viene dado, pues la captación o no de dicho problema divide, de hecho, a las personas en dos grupos inconmensurables), resulta extremadamente difícil concebir que una red material-energética, por compleja que sea, pueda producir… no procesamientos lógico-matemáticos (lo cual hace elementalmente hasta una vieja calculadora mecánica) sino ese aspecto “interior”, ese espacio subjetivo que dota a una “mente informacional” de la capacidad de enterarse de algo. Dicha mente, por potente que sea, no tiene por qué ser consciente, aunque sí que puede imitar, muy bien incluso, que lo es… Todo es cuestión del grado de sofisticación de los algoritmos, pero estos no tienen nada que ver con la Luz de la Consciencia por mucho que puedan permitir simularla conductualmente. Sin ser, ni mucho menos, un especialista en neurociencias, creo no obstante poder resumir las tres teorizaciones que se han propuesto como posibles explicaciones de la efectiva y cierta interioridad/subjetividad que genera (¿o quizá habría que utilizar otro verbo?) un cerebro o un sistema nervioso.

  1. Todo cuanto sabemos de las neuronas y sus complejísimos circuitos pone de manifiesto que su funcionamiento es eléctico, o más precisamente electrónico. Es la circulación de electrones entre las neuronas la que se asocia a experiencias conscientes de todo tipo, y brota la pregunta de qué tienen que ver los electrones con la consciencia, porque algo deberían tener que ver… Spinoza sentenció que “dos cosas que nada tienen en común no pueden ser causa la una de la otra”[8] y esto se aplica perfectamente aquí. Cabe pensar que Leibnniz, que vivió apenas un poco después que Spinoza, conocía esta reflexión del pulidor de lentes de Amsterdam, y que la misma le inspiró su metáfora del autómata consciente de gran tamaño. Ahora bien, su afirmación de que la disposición y los movimientos de sus piezas obviamente carecerían de capacidad para dar nacimiento a una interioridad (que es un spinoziano modo del ser) y que, por tanto, la razón de la presencia de esta en el autómata tendría que residir en las piezas mismas, en su ousía o esencia, puede aplicarse igualmente a esas unidades minúsculas y por cierto bastante misteriosas que son los electrones.
  2. Existe una segunda teoría debida a Penrose, que cuenta con bastantes partidarios. Es la que propone que ciertos fenómenos cuánticos intraneuronales podrían explicar el surgimiento de la consciencia. Si no lo he entendido mal, serían las transiciones de lo cuántico a lo clásico que tienen lugar en los microtúbulos que hay en determinadas estructuras celulares, los que originarían nada menos que la dimensión óntica deser subjetivamente. Lo que creo entender de esta propuesta (pero tengo dudas en cuanto a mi cabal comprensión) me parece interesante, aunque también problemático. Supongo que las transiciones que se postulan implicarán colapsos de funciones de onda que darán lugar a definiciones unívocas de estado en las partículas concernidas, y en esos fenómenos de colapsamiento juega efectivamente un papel esencial una consciencia observante; pero nótese que esa consciencia tiene que estar ya ahí en el momento de producirse el fenómeno, es decir, que no se crea en el momento del colapso. En todo caso, para poder tomar en consideración la hipótesis de Penrose habría que modificarla, admitiendo que una consciencia necesariamente preexistente (¿LA Consciencia?[9]), al estar presente y provocar por ello los colapsos de las funciones de onda en los microtúbulos, entra en conexión, por asi decir, con ese cerebro individual, el cual, por este hecho, se convierte en un foco de consciencia poseedor deun psiquismo individualizado que ignora su raíz o fuente.
  3. Otra posibilidad: la consciencia emergería de la misma complejidad extrema de la electrodinámica neural. Suena bien, pero de hecho volvemos a lo mismo: se trata de la complejidad inmensa de “algo” que… no son más que desplazamientos –y quizá otras transformaciones- de electrones. Cierto que estos no son partículas que quepa asimilar a “bolitas duras”, sino cuantones, onda-y-partícula. La realidad contradictorio-complementaria (koánica) de los cuantones puede hacer pensar que tal vez impliquen una interioridad básica, no menos real porque nos resulta inconcebible. Antes de continuar, importa recordar que –como hace notar Escamilla Ruiz en su artículo- es preciso apartar de entrada la identificación habitual del término consciencia con autoconsciencia así como con capacidad pensante o sintiente, es decir, con contenidos de consciencia. Por consciencia, subrayo, solo hemos de entender interioridad, lo que para cada uno denota el verbo “ser” al conjugarlo en primera persona.

También se puede plantear la duda de si la única dinámica ultracompleja existente es la de los electrones en los circuitos neuronales, porque están también, por ejemplo, las intrincadas redes que forman las raíces y microrraíces en las selvas y los bosques tupidos. En esas redes se da una cuantiosa transmisión de señales químicas y electrónicas extremadamente compleja. ¿Los mensajes químicos viejan solo de planta a planta o se intercambian holísticamente por todo el ecosistema? Eso podría ser clave. Está también la concepción de Gaia entre “media” y ”fuerte”, apuntando más bien a la segunda, pues la Tierra es escenario de intercambios numerosísimos, en los que los que son locales se enlazan con los globales sin solución de continuidad. De manera que si se supone que la complejidad extrema de intercambios elecrónicos basta para generar la consciencia en el cerebro, ¿qué habría que decir de los ecosistemas selváticos, de la Tierra/Gaia o… del universo?

De todo lo anterior me parece que se desprende la sólida posibilidad de un pan-psiquismo. No veo otra salida racional, de hecho la misma que, sugerida hace trescientos años por Leibniz, serpenteó semiclandestinamente por la Ilustración y la Modernidad hasta ser recogida en el siglo XX por pensadores de la talla de Bergson, Whitehead, Schrödinger y Teilhard de Chardin, que fueron por ello objeto de incomprensiones.

La admisión de un trasfondo panpsíquico en la totalidad de la fysis elimina la imposibilidad metafísica de una inteligencia artificial consciente. Pero, incluso una vez descartada esta, la fabricación de superordenadores dotados de aptitudes que no imiten la presencia en ellos de una  interioridad, sino que la tengan realmente, sigue siendo problemática. Habría que plantearse si los procesos evolutivos, que implican e integran como factor fundamental el factor tiempo, no serán imprescindibles para que surjan seres-consciencia: en la Tierra, los animales superiores, no solo el Homo sapiens con su autoconsciencia y su capacidad cogitante.[10]

Pienso, por otra parte, que la autonomía de las entidades (el dato esencial de ser para sí) es otra condición necesaria. La definición por Kauffman de los agentes mínimos (las unidades mínimas que operan para sí mismas en el medio) excluiría unos dispositivos artificiales que, por muy sofisticados y complejos, no dejan de ser máquinas, las cuales se definen por funcionar para los propósitos de sus hacedores. Todas las especulaciones sobre la robótica, desde Asimov hasta el miedo actual a un desbordamiento de la inteligencia humana por la I.A., con la consiguiente pérdida de control de los humanos sobre su producto, giran en torno a la posibilidad de que la tecnológía sea capaz, o no, de crear agentes autónomos verdaderos, pues solo eso supondría realmente crear vida, ya que únicamente ella (y para mí esto constituye una suerte de definición) implica esa autonomía, que ciertamente no excluye la pertenencia a un medio y la integración en ecosistemas. Ahora bien, considero que esa autonomía encierra el germen de una consciencia, como de alguna manera deja entrever Kauffman al referirse al carácter sagrado de la naturaleza en devenir creativo.

Notas

[1]Recomiendo una excelente novela en catalán que lleva el significativo título de Consciència. Por la prometedora escritora Teresa Colom. Editorial Empúries, 2019.

[2]Lo cito en La rebelión de la consciencia, cap. 1. Editorial Kairós, 2014.

[3][3]“¿Qué es la consciencia?”  https://cronosmdq.com/contenido/1698/que-es-la-consciencia

[4]The mystery of Consciousness, palabras finales del cap. VI. Granta Books.

[5]Ver, del autor, “¿Qué la vida?  La pregunta de Schrödinger” en revista Pensamiento, vol. 62 , nº 234.

[6]Ver respectivamente La evolución creadora, El fenómeno humano(junto a otros ensayos) y El principio vida.

[7]La Declaración de Cambridge que reconoce como un hecho indudable que los animales superiores tienen consciencia, fue emitida el 7 de julio de 2012 en laFrancis Crick Memorial Conference on Consciousness in Human and non-Human Animals, y publicada a continuación por la Universidad de Cambridge (Reino Unido).

[8]Ética, 1ª parte, proposición III.

[9]Era esta la convicción de Ervin Schrödinger, que además de científico era seguidor de la filosofía Vedanta.

[10]Las evidencias recientes de psiquismos sumamente evolucionados en numerosas especies animales, que no se ciñen a Mammalia sino que abarcan otros grupos zoológicos que llegan hasta los cefalópodos (pulpos), deberían hacernos receptivos a la posibilidad de encontrarnos con nuevas sorpresas en este terreno.

 

José Luis San Miguel de Pablos es doctor en filosofía y licenciado en geología. Ha sido profesor en Comillas y colabora con la Cátedra Hana y Francisco J. Ayala de Ciencia, Tecnología y Religión.

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