(Por José Manuel Caamaño) Uno de los campos de investigación que mayor expectación genera en la actualidad tiene que ver con el estudio del cerebro, la disciplina conocida con el nombre de neurociencia. Muchas empresas e incluso gobiernos están invirtiendo grandes cantidades de recursos en el conocimiento del cerebro, dado que puede ser el primer paso en la batalla contra un número considerable de enfermedades con base neurológica. Pero asimismo bastantes autores llevan tiempo estudiando las experiencias religiosas desde un punto de vista neurocientífico, lo que a veces ha llevado a una cierta deriva neuroesencialista. Algunas de las preguntas que esto suscita podrían ser las siguientes: ¿Qué aporta la neurociencia a la pregunta por Dios? ¿Qué nos dice acerca del origen de la fe? ¿Cuál es la relación entre ambas? ¿Son las experiencias religiosas o espirituales un mero producto de alteraciones cerebrales? Tales son las preocupaciones del presente escrito.
Visiones, conversiones y éxtasis
Viajemos por un instante hasta el siglo I. Allí nos encontramos a un judío camino de Damasco cumpliendo con su misión de perseguir a los seguidores de Jesús de Nazaret, a los primeros cristianos. Su nombre era Saulo de Tarso. Pero fue precisamente en ese recorrido cuando el perseguidor sufre una experiencia de conversión que le hará pasar a la historia, sin embargo, como san Pablo, el «Apóstol de los gentiles». Así nos relata ese episodio el libro de los Hechos de los Apóstoles:
«De repente lo envolvió con su resplandor una luz venida del cielo, y cayendo a tierra oyó una voz que le decía: “Saúl, ¿por qué me persigues?”. Él dijo: “¿Quién eres, señor?”. Y Él: “Yo soy Jesús, al que tú persigues. Pero levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que tienes que hacer”. Los hombres que caminaban con él se quedaron sin palabra, oyendo la voz pero no vieron a nadie. Saulo se levantó del suelo, pero, aun con los ojos abiertos, no veía nada; llevándolo de la mano lo introdujeron en Damasco, estuvo tres días sin vista, y no comió ni bebió» (Hech 9, 3-9).
Si del siglo I nos vamos de visita a la Capilla Cornaro de la Iglesia de santa María de la Victoria en Roma, nos encontramos con un grupo escultórico de mármol creado por Gian Lorenzo Bernini y que conocemos como El éxtasis de santa Teresa. Allí refleja uno de los pasajes más conocidos de la vida de la santa abulense del siglo XVI narrado por ella misma:
«Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego; éste me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo alfo, y aún harto» (Vida, 29).
Probablemente casi ningún creyente desconoce estas dos figuras de la tradición cristiana ni tampoco los relatos narrados en los pasajes transcritos. ¿Qué le pasó realmente a Saulo o a Teresa? ¿Fueron auténticas tales visiones? Y si las tuvieron, ¿a qué se debieron? ¿Qué fue lo que las produjo?
Las respuestas que se han dado a estas cuestiones restan de ser uniformes, aunque últimamente desde algunos ámbitos se afirma que se trata de experiencias que no son sino el fruto de la llamada «epilepsia del lóbulo temporal», es decir, que en realidad detrás de las experiencias místicas o de las de conversión, tales como las descritas, estaría una patología que afecta a una importante región del cerebro. Dicho más claramente: la fe que mueve la vida de Pablo de Tarso, así como las experiencias místicas de santa Teresa, no serían sino el fruto de una alteración que se puede localizar en una parte de nuestro cerebro, algo que afecta en mayor o menor medida al conjunto de aquellas personas que se declaran como creyentes, más allá de la religión concreta que puedan profesar. Es más, alterando ciertas estructuras cerebrales incluso podríamos conseguir que un ateo beligerante se convirtiera en un apasionado creyente.
De hecho imaginemos por un momento que disponemos de una máquina que podemos poner sobre la cabeza de alguien para estimular una pequeña región del cerebro y lo hacemos precisamente sobre aquella que afecta a las creencias de la persona. En realidad parece que no es necesario echarle mucha imaginación, sino que la máquina en cuestión existe y se llama estimulador magnético transcraneal (el «casco de dios»). Es más, en el capítulo titulado «Dios y el sistema límbico» de la obra Fantasmas del cerebro, V. S. Ramachandran cuenta precisamente que el psicólogo canadiense M. Persinger se hizo con uno de esos aparatos, estimuló partes de sus lóbulos temporales, y empezó a sentir a Dios por primera vez en su vida, algo que no fue una sorpresa total para Ramachandran, pues sabía que los lóbulos temporales, especialmente el izquierdo, intervienen en la experiencia religiosa. En el fondo, y a pesar de los recelos que genera la máquina de Persinger, la tesis que tanto estos como otros autores sostienen es que la fe (y la religiosidad en toda su amplitud) no es sino un mero producto del cerebro, o mejor dicho, de una alteración de alguna región cerebral. Basta hacerse con un «casco de dios» para empezar a tener experiencias espirituales.
Evidentemente semejante tesis plantea algunas cuestiones que hoy adquieren bastante relevancia, sobre todo por los enormes avances que se están produciendo en el campo de la neurociencia actual pero también por la importancia que tiene la fe para millones y millones de personas en todo el mundo. ¿Qué aporta la neurociencia a la pregunta por Dios? ¿Qué nos dice acerca del origen de la fe? ¿Cuál es la relación entre ambas? ¿Son las experiencias religiosas o espirituales un mero producto de alteraciones cerebrales? Soy consciente de que tal vez habría que distinguir la espiritualidad de la religiosidad, de la fe, e incluso de las experiencias místicas, aunque considero tales distinciones irrelevantes para lo que nos proponemos en el presente artículo, que no es sino ofrecer algunas notas que, a mi juicio, pueden orientar la cuestión de fondo, que es la relación entre la neurociencia y la fe.
La actualidad de lo «neuro»
Decir que el cerebro es algo esencial del ser humano resulta una obviedad que siempre hemos sabido. Seguramente algunos recordarán las palabras del conocido tratado hipocrático del siglo V ó IV a.C. Sobre la enfermedad sagrada en las que se decía lo siguiente:
«El hombre debería saber que del cerebro, y no de otro lugar vienen las alegrías, los placeres, la risa y la broma, y también las tristezas, la aflicción, el abatimiento, y los lamentos. Y con el mismo órgano, de una manera especial, adquirimos el juicio y el saber, la vista y el oído y sabemos lo que está bien y lo que está mal, lo que es trampa y lo que es justo, lo que es dulce y lo que es insípido… Y a través del mismo órgano nos volvemos locos y deliramos, y el miedo y los terrores nos asaltan, algunos de noche y otros de día, así como los sueños y los delirios indeseables, las preocupaciones que no tienen razón de ser, la ignorancia de las circunstancias presentes, el desasosiego y la torpeza. Todas estas cosas las sufrimos desde el cerebro».
Ahora bien, una cosa es ser conscientes de la esencial importancia del cerebro y otra distinta conocer qué es y cómo funciona. Y es precisamente en este terreno en donde el año 1664 marca un hito histórico de enorme relevancia para lo que se ha dado en llamar «neurociencia», y que hoy constituye una de las disciplinas que mayor interés está generando en la comunidad científica (Amor Pan, 2015). Se trata del año en el que T. Willis publica Cerebri Anatome, y en la que por primera vez se describe la anatomía macroscópica cerebral, sus relaciones con la mente humana e incluso un análisis comparativo con otros animales. Por ello se le considera como el precursor de la neurociencia moderna.
Evidentemente esto no fue más que el inicio de una disciplina que se ha desarrollado a gran velocidad, sobre todo durante el siglo XX, y en cuyo recorrido no podemos dejar de hacer mención del gran médico e investigador español S. Ramón y Cajal, sobre todo por sus aportaciones en el conocimiento de la estructura del sistema nervioso, lo que le valió el Premio Nobel de Medicina ya en 1906 compartido con el italiano C. Golgi. Es significativo un texto del propio Cajal que representa bien el creciente interés por el estudio del cerebro de cara al conocimiento del ser humano:
«cuando se conozcan minuciosamente las condiciones fisicoquímicas [del funcionamiento cerebral]. Entonces el hombre será verdaderamente rey de la creación, porque habrá alcanzado el triunfo más glorioso y trascendental de la vida: la conquista de su propio cerebro; es decir, el esclarecimiento del formidable misterio; la solemne toma de posesión del arca sagrada, resumen y síntesis del cosmos, en cuyo seno duermen inviolados los gérmenes de las verdades eternas».
No podemos señalar aquí cada paso que se ha ido dando desde entonces en esta línea, pero sí merece la pena recordar que en 1970 se funda la Sociedad para la Neurociencia, y que el fallecido expresidente de los Estados Unidos George Bush declaró la década de los 90 del siglo pasado como la «Década del cerebro». Más recientemente se ponen en marcha dos macroproyectos que comparten un mismo objetivo: el estudio del cerebro.
El primero está liderado por Estados Unidos y se llama Brain Research throught Advancing Innovative Neurotechnologies (BRAIN), que fue presentado en 2013 por el entonces Presidente Barack Obama, y en cuyo discurso mostraba la esperanza que semejante proyecto podría suponer para enfermos de parkinson, epilepsia o para cualquier persona con un daño cerebral. Y el segundo es el Human Brain Proyect(HBP) que se desarrolla en Europa desde 2013 y en el que participan más de 500 científicos y más de 100 universidades, hospitales y centros de investigación europeos, y cuyo objetivo es reproducir, utilizando diversas tecnologías, las características del cerebro humanopara conseguir avances en el campo de la medicina y de la neurociencia.
A todo esto se añaden los desarrollos en el descubrimiento y perfección de las diferentes tecnologías que nos permiten acercarnos al mundo del cerebro y los numerosos estudios y proyectos de investigación (incluyendo publicaciones) que se están desarrollando a lo largo y ancho del mundo, lo cual representa una gran esperanza para muchas problemáticas pero también inquietudes que no podemos descuidar, pues el estudio del cerebro no está motivado únicamente por cuestiones terapéuticas o médicas, sino que forma parte del deseo del desvelamiento de la propia identidad humana y todo lo que ello encierra, incluso como forma de manipularla.
En cualquier caso no hay duda de que todo lo relacionado con lo «neuro» goza hoy de una profunda actualidad e impacto mediático. Así lo decía Adela Cortina: «lo “neuro” está de moda. Y lo está porque crece la convicción de que el saber neurocientífico es transversal a todos los demás, que estudiar las bases cerebrales de nuestra forma de saber y obrar es dar con el núcleo del quehacer humano en todas sus dimensiones» (2012, p.1). Por momentos parece que de alguna forma todo es «neuro»: neuromarketing, neuroderecho, neuroética, neurofilosofía…, y sí, también «neuroteología».
De la neurociencia a la neuroteología
Es obvio que la teología no puede estar al margen del desarrollo científico y técnico, tampoco en los campos en los cuales se investiga acerca del ser humano y de las estructuras que lo conforman. Y por lo mismo tampoco resulta tan extraño que la teología siga con interés todo lo que supone el estudio del cerebro en cuanto que es la sede fundamental de nuestra identidad. Quizá por ello los estudios que analizan la relación entre los mecanismos cerebrales y las experiencias religiosas han tenido un aumento vertiginoso en los últimos tiempos, hasta el punto de surgir una nueva corriente (me parece excesivo denominarla disciplina) conocida como «neuroteología».
Parece que el concepto de neuroteología aparece por primera vez en una novela de Aldous Huxley titulada Island, publicada en 1962, aunque en el mundo de la academia habría que esperar a la publicación de un artículo del teólogo evangelista James Ashbrook en 1984 con el título de «Neurotheology: The Working Brain and the Work of Theology». A partir de entonces empiezan a surgir numerosas publicaciones sobre esta cuestión en todo el mundo, también en España, en donde cabría destacar la tesis doctoral de Montserrat Escribano-Cárcel defendida en la Universidad de Valencia en 2015 con el título de «Identidad y naturaleza humana desde una perspectiva neuroteológica fundamental», y que probablemente constituye el estudio más exhaustivo sobre neuroteología en lengua castellana. En su análisis, y recogiendo la propuesta del teólogo Aku Visala, Escribano señala tres perspectivas fundamentales en las que se mueve la neuroteología desde hace unos años, a saber:
- La perspectiva neuro-teológica, en la cual la neuroteología aparece como el estudio neurocientífico de las religiones y de las experiencias espirituales.
- La perspectiva neuro-teológica, en la cual los datos sobre el funcionamiento del cerebro se discuten desde el punto de vista religioso y teológico.
- La perspectiva metateológica, en la cual la neuroteología intenta establecer un programa general para las ciencias, las religiones y los estudios teológicos.
Ciertamente la neuroteología representa una vía más para conocer mejor al ser humano, también en relación con las creencias religiosas y con las experiencias de fe, a pesar de los límites que pueda tener, tal y como también Escribano señala en varios momentos a lo largo de su tesis, especialmente de carácter epistemológico. Incluso ella misma señala la necesidad que la neuroteología tiene de revisar su discurso teológico y enfrentarse con los intentos neurocientíficos de esencializar la vida humana. Por ello, y a pesar de las posibilidades que este nuevo intento de conocimiento puede tener de cara al futuro, tenemos que preguntarnos si realmente las propuestas neuroteológicas contribuyen en algo al esclarecimiento del origen de las experiencias religiosas y dejar abierta la sospecha de que la neuroteología no sea sino una moda con tintes neuroesencialistas, y por lo mismo reduccionistas, que, en el fondo, se deja encandilar por un nuevo naturalismo que corre el riesgo de acabar desvirtuando el sentido de la fe, de la espiritualidad, o incluso las experiencias de conversión y las vivencias místicas.
Asimismo cabe tener presente que aún conocemos bastante poco acerca de los fundamentos neuronales y cognitivos de la religión, dado que además con frecuencia los trabajos al respecto han estado centrados en casos de experiencias religiosas muy excepcionales e intensas (a veces basadas solo en textos de los propios sujetos de tales experiencias), como en el caso de los místicos o en momentos de especial densidad religiosa como en la oración o en la meditación, lo cual es difícilmente extrapolable al mundo de la fe en general.
Por eso sostengo la necesidad de que la teología tenga en cuenta, como es lógico, los resultados de las neurociencias, tal y como hace ya con todas las ciencias dado que forma parte de su epistemología, pero también pienso que la neuroteología como tal debe ser cautelosa en sus conclusiones e incluso ser revisada en cuanto a su relevancia, sus logros y su oportunidad de cara al futuro, dado que una cosa es la neurociencia como tal y otra distinta hacer de la neuroteología una disciplina con entidad propia, algo que en mi opinión quizá resulta excesivo teniendo en cuenta el objeto singular de la misma teología. De ahí que personalmente suscriba la opinión de Ulrich Lüke en su obra El mamífero agraciado por Dios:
«La reconstrucción evolutiva o sociobiológica de la religión no permite decir nada sobre el sentido de las religiones actuales, ni tampoco se puede construir ni constituir un argumento decisivo a favor de la existencia o inexistencia de Dios a partir de los hallazgos neurológicos obtenidos con los métodos más modernos. Así las cosas, aún no se puede felicitar a la teología por tener una nueva disciplina hija ni se le puede certificar el éxito al proyecto de una naturalización de la religión sobre la base de la neuroteología; en todo caso, puede recomendársele que siga practicando» (2018, p. 347).
¿Dios en el cerebro? Evitar el neuroesencialismo
El título del presente epígrafe está tomado de un artículo publicado por Giménez-Amaya en la revista Scripta Theologica hace un tiempo y que resulta provocador, aunque a mi modo de ver refleja el desenfoque en el que puede caer la neuroteología o simplemente el estudio neurocientífico de las experiencias de fe si no se sitúan en su lugar adecuado. Quizá por ello muchos autores prefieran hablar incluso de neurorreligión o neuroespiritualidad para evitar las posibles deformaciones de lo que sería la teología propiamente dicha. Porque no cabe duda de que ciertamente en tales casos se activan diversas redes neuronales complejas que involucran a varias regiones perceptivas, cognitivas y emocionales del cerebro, es decir, que resulta indiscutible la conexión entre el funcionamiento del cerebro y las experiencias espirituales y místicas. Lo mismo sucede en las decisiones morales o en las experiencias de amor que tenemos en nuestra vida. Eso es lo que nos muestran los estudios realizados mediante la utilización de técnicas de resonancia magnética cerebral y electroencefalográfica (Giménez-Amaya, 2010). Cosa distinta es defender la existencia de una zona específica del cerebro como sede de las experiencias religiosas (como podría ser el lóbulo temporal), lo cual no solo muestra una visión parcializada (de lugares estancos) del cerebro hoy ya puesta bastante en cuestión (y que el gran Damasio ya cuestionaba), sino además algo así como una simplificación de la actividad cerebral (como si, exceptuando en esos momentos, el cerebro pudiera estar como apagado).
También en 2004 D. Hamer publicaba una obra titulada El gen de Dios, y en la que defendía la tesis de la predisposición genética para la espiritualidad (el gen llamado VMAT2), lo cual es bastante arriesgado, tal y como reconoce incluso el neurocientífico español F. Rubia. En el fondo no podemos sino decir que las personas son creyentes y tienen experiencias religiosas porque tienen una estructura orgánica (genética, neurológica…) que se lo posibilita, una estructura que sin embargo puede dar lugar también a que existan personas sin este tipo de experiencias. De la misma forma debemos tener en cuenta que otros organismos no pueden tener experiencias de fe, pero tampoco de amor, de gratuidad y otras muchas que se nos podrían ocurrir. Por ello es posible que la neurociencia tenga mucho que decir sobre la persona y sus dinamismos, pero bastante poco en cuanto a la fe o en cuanto a Dios. De esta manera cabría poner entre paréntesis la existencia tanto de un cerebro moral como de un cerebro espiritual, dado que quien elige, así como quien cree, no es el cerebro, sino la persona sobre la base de su estructura genética y cerebral.
Y por eso convendría ser muy cautos a la hora de analizar las bases neurológicas de las experiencias de fe, de la espiritualidad o de la mística, dado que en el fondo podemos caer en lo que Roskies llamaba «neuroesencialismo», que no solo reduce la complejidad del ser humano y su identidad, sino que distorsiona también el significado de la fe, de las creencias e incluso del concepto mismo de Dios. Recordemos que el propio Ashbrook concebía la neuroteologíacomo el intento de averiguar si existe o no un lugar de Dios en el cerebro, concepción que afortunadamente no sostienen otras visiones de lo que debe ser la neuroteología. Pero aún así parece que de alguna manera el esencialismo genético, que tuvo su auge durante el siglo XX, estaría dejando paso al esencialismo neuronal en esta primera parte del siglo XXI, y que termina no solo por reducir la espiritualidad a un epifenómeno o subproducto del cerebro —tal como señalaba Martín Gaitán (defensor, sin embargo, de la neuroteología como disciplina)—, sino que además termina por distorsionar la misma idea de Dios. Y en este sentido pienso que deberíamos tener en cuenta las palabras que hace poco pronunciaba el papa Francisco en su discurso a los participantes en la Asamblea Plenaria de la Academia Pontificia para la Vida: «el intento de explicar todo lo que atañe al pensamiento, a la sensibilidad, al psiquismo humano sobre la base de la suma funcional de sus partes físicas y orgánicas, no explica la aparición de los fenómenos de la experiencia y la conciencia. El fenómeno humano supera el resultado del ensamblaje calculable de los elementos individuales» (25 de febrero de 2019).
En un reciente libro del filósofo español Jesús Conill titulado Intimidad corporal y persona humana, se afirma que después de Hegel hemos vivido la tensión entre idealismo y positivismo, pero que en realidad podemos ver cómo ha ido triunfando la senda del positivismo cientifista cuya deriva está en una creciente naturalización de la razón y de la vida humana. La consecuencia se visibiliza también en muchas propuestas neurocientíficas cuando analizan las experiencias de fe, dado que no solo se reduce la persona, sino que incluso se ofrecen visiones reduccionistas de la religiosidad al intentar convertir la fe en algo objetivo, es decir, que en el fondo se está produciendo una especie de reificación de las experiencias de fe —e incluso de la concepción de Dios— desde los aportes de la neurociencia, algo que solo tiene sentido desde principios naturalistas o materialistas, como en alguna ocasión ha puesto de relieve Martín Velasco. De ahí que se entienda la crítica del médico judío Jerome Groopman cuando afirma lo siguiente:
«¿Por qué tenemos este extraño interés, revestido de neuroteología, de objetivar la fe con las campanas al vuelo y los vítores de las nuevas tecnologías? […]. El creer que la ciencia es el camino a seguir para descifrar lo divino, y que la tecnología puede captar a Dios en fotografía, no es más que pura deificación de las capacidades del hombre. Y eso, tal como místicos religiosos y expertos estudiosos admiten por igual, es la esencia de la idolatría» (en Martín Gaitán, 2012, p. 9).
De hecho el propio Martín Velasco, tratando sobre las explicaciones psicológicas de la mística, afirma que el problema de todas esas explicaciones «y de otras que pueden proponerse desde la perspectiva de otras ciencias humanas como las ciencias médicas, las ciencias de la cultura y del lenguaje, es doble. Conviene, en primer lugar, aclarar si dan cuenta del hecho tal como lo viven los sujetos místicos y como una fenomenología cuidadosa del mismo lo describe o si, por el contrario, la falta de atención a algunas formas del fenómeno y el restringir el estudio del mismo a sus manifestaciones en sujetos sometidos a determinadas patologías conduce a sus autores a un conocimiento excesivamente parcial, superficial o desfigurado del mismo» (2003, p. 433-434). Y lo mismo se puede decir en el análisis de las experiencias religiosas de menor intensidad, en las cuales tampoco está justificado —por su parecido con similares experiencias en casos patológicos— extraer la conclusión de la identidad de todos esos fenómenos, como tampoco lo estaría en referencia a otras experiencias de la vida difícilmente objetivables.
Probablemente las raíces de semejante concepción neuroesencialista—por mucho que haya recibido el impulso experimental de la neurociencia actual— haya que buscarlas en los inicios de la filosofía moderna, sobre todo a partir de Descartes, pero se visibilizan de una forma muy clara a partir del siglo XIX tras la obra de Comte y especialmente en los derroteros que ha tenido posteriormente el positivismo, que ha impregnado gran parte de la cultura y que, en el fondo, no ha hecho sino intentar reducir nuestra comprensión de la realidad al método científico-experimental, algo que no ha sido ajeno tampoco a algunas propuestas teológicas. Y quizá los efectos más negativos de semejante visión sean los que aparecen en el denominado naturalismo ateo, así como incluso en algunas concepciones dentro de ese movimiento conocido con el nombre de «transhumanismo».De alguna forma parece que se ha generado eso que Miguel de Unamuno llamaba «superstición cientifista», y que podemos verificar en la preeminencia actual del método científico experimental, el único método aparentemente capaz de responder adecuadamente e incluso de explicar todo lo que afecta al ser humano, también sus experiencias religiosas. Y en este sentido siguen siendo muy acertadas las palabras que dirigía Juan Pablo II a los científicos en su encíclica Fides et ratio, pero que también podrían ser aplicables a los teólogos: «la búsqueda de la verdad, incluso cuando atañe a una realidad limitada del mundo o del hombre, no termina nunca, remite siempre a algo que está por encima del objeto inmediato de los estudios, a los interrogantes que abren el acceso al Misterio» (FR, 106).
Conclusión: hablar más y mejor de Dios
Ciertamente las neurociencias tienen implicaciones importantes para la humanidad. Representan una esperanza para muchos problemas pendientes de solución y también una fuente esencial para un mejor conocimiento del ser humano y sus dinamismos. Pero al mismo tiempo muchas propuestas neurocientíficas constituyen una llamada a evitar deformaciones y esencialismos que afectan a la vivencia de la fe, a la significación del concepto de Dios y, en último término, a la teología en su conjunto. De ahí que quiera terminar este escrito apuntando únicamente dos cuestiones que a mí me parecen interesantes al hablar de la relación entre las neurociencias y la fe y las cuales pienso que deberíamos profundizar en el futuro.
El ser humano como agraciado por Dios
Cabe repetirlo con claridad: el ser humano puede tener experiencias de fe porque su constitución orgánica —genética y cerebral— lo hace posible. Ahora bien, cosa distinta es poder explicar la experiencia de la fe desde el cerebro. Ya Guardini decía en algún momento que «es Dios quien obra el milagro de la fe. Él atrae a los corazones y llega a los espíritus». Es más, aunque ciertamente la gracia precede a la fe, en último término es una respuesta personal y libre de la persona. Así lo expresaba Alfaro alejándose de cualquier tipo de supranaturalismo: «La fe implica una opción fundamental y permanente del hombre, que libremente imprime a su existencia una orientación hacia la eternidad (…). La fe incluye una adhesión intelectual a un mensaje; pero incluye sobre todo una relación viviente del hombre a Dios, como de persona a persona» (J. Alfaro, 1973, p. 351). Y él mismo subrayaba que la esencia de la fe en el Nuevo Testamento es «es reconocer y vivir la relación personal a Cristo como sentido último de la existencia» (p. 395).
Y en este sentido cabe también buscar fórmulas que revitalicen la teología y que la hagan razonable y significativa en el contexto científico actual, pero sin olvidar cuál es el núcleo de su misión, que es hablar y pensar acerca de una realidad que se nos impone pero que sin embargo no podemos poseer ni objetivar: lo que nombramos como Dios.
Porque ciertamente la teología se puede concebir de muchas formas. Pero, en el fondo, tal vez tuviera razón Karl Barth cuando decía que la teología no es sino una «alabanza del Creador», dado que por su misma epistemología y estructura la teología implica una disposición previa que viene determinada por la gracia y por la fe, por el don y la respuesta. Quizá por eso podamos decir incluso que la teología empieza en el momento en el que alguien se pone en oración delante de Dios porque se ha sentido atraído por Él.
Y por eso resulta tan sugerente el título de la obra ya mencionada de U. Lüke en el que se refiere al ser humano como al mamífero «agraciado» por Dios. Y que sea agraciado significa que existe algo que lo sobrepasa y que por eso mismo jamás podrá ser localizado en ninguna región de ninguna realidad finita, ni siquiera en el cerebro. Y en este sentido parece lógico que a pesar de lo que la neurociencia supone para el conocimiento de la persona, debamos, por un lado, ser conscientes de la transcendencia de Dios, es decir, de lo que queremos decir cuando mentamos su nombre (no en vano algunos autores lo llaman Misterio Santo) y, por el otro, de la gracia que supone tener experiencias religiosas que pueden provocar eso que san Juan de la Cruz denominaba ya en la Subida al Monte Carmelo como «vuelco en el cerebro» (3S 2, 5), auténticas experiencias transformadoras que sin embargo se escapan de cualquier intento de apropiación objetiva. La labor fundamental de la teología es hablar de Dios y de hacerlo de la forma mejor y más significativa posible, pero sin pretender enclaustrarlo en los límites de nuestra condición ni de nuestro cerebro.
La necesidad del diálogo inter y transdisciplinar
En la tesis ya mencionada de M. Escribano se defiende de una forma muy clara la necesidad del diálogo interdisciplinar entre las ciencias y la teología, algo que afecta también a la relación con los aportes de las neurociencias. En realidad se trata de algo que conforma ya el quehacer teológico y a lo que por tanto no podemos renunciar. Y dialogar supone superar lo que Ortega denominaba como «barbarie del especialismo» para ofrecer una visión global, integral y no reduccionista del ser humano. Eso es lo que también nos está pidiendo la Iglesia desde hace tiempo y que también el papa Francisco ha enfatizado de cara a la formación teológica en su documento Veritatis gaudium al llamarnos a la inter y a la transdisciplinariedad.
Porque ciertamente las neurociencias nos aportan conocimientos valiosos acerca der ser humano, pero no responden absolutamente a lo que la persona es ni al sentido de su vida. De hecho incluso el cerebro tiene también una dimensión contextual que no podemos obviar y que vemos con claridad en las diversas manifestaciones del hecho religioso o de la propia identidad humana. Y en este sentido es interesante un texto de Emilio García en su escrito titulado Neuroética y neurorreligión, donde dice lo siguiente:
«La neurociencia y las ciencias sociales nos ofrecen conocimientos valiosos sobre las bases neurales de los procesos mentales y los comportamientos […]. Ello no implica que la ciencia pueda resolver todos los problemas morales o religiosos que hoy vivimos con tanta intensidad […]. Pero parece razonable aceptar las aportaciones que los distintos saberes nos ofrecen para comprender y explicar los comportamientos personales y las prácticas institucionales, a fin de procurar una vida buena, con los demás, en instituciones justas, siguiendo códigos normativos razonables para resolver los problemas» (2014, p. 177).
Decía E. Fromm que el ser humano es «el único animal para el cual su misma existencia sigue siendo un problema que debe resolver». Y probablemente la respuesta a su enigma solo se encuentre en Aquél que lo supera infinitamente pero que resulta inaccesible. Por eso todo intento de racionalizar la fe, que en último término es una respuesta a su ofrecimiento de felicidad, acabará ineludiblemente en fracaso. Y fracasará porque la fe tiene que ver con la decisión de vida y con la experiencia en el seguimiento, y no con una mera reacción de alguna estructura cerebral que evidentemente también se producirá. Pero en último término la fe, así como las experiencias de conversión y las místicas, siempre nos desbordan y continúan resultando inquietantes para los esquemas racionalistas, naturalistas o cientifistas. En definitiva, el misterio de la fe probablemente hará que jamás acabemos de comprender del todo ni la conversión de san Pablo, ni los éxtasis de santa Teresa, y por eso siguen y seguirán siendo siempre ejemplos y testigos de la respuesta humana a la gracia de Dios.
Bibliografía básica
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E. Echarte, “Neuroteología de la autenticidad. ¿Es posible instrumentalizar las creencias y el sentimiento religioso”: 34 (2015) 91-101.
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Mª. Nogués, Neurociencias, espiritualidades y religiones, Sal Terrae – Comillas, Santander 2016.
J. Rubia, El cerebro espiritual, Fragmenta, Barcelona 2015.
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Cortina (ed.), Neurofilosofía práctica, Comares, Granada, 2012.
García, “Neuroética y neurorreligión”: C. Valiente (coord.), 13 académicos ante el diálogo ciencia-fe, Síntesis, Madrid 2014, 129-177.
Martín Velasco, El fenómeno místico, Trotta, Madrid 2003.
Artículo elaborado por José Manuel Caamaño López, profesor de Teología moral en la Universidad Pontificia Comillas y director de la Cátedra Hana y Francisco José Ayala de Ciencia, Tecnología y Religión. La primera versión del presente artículo salió publicada en la revista Vida Nueva 3131 (2019) 23-30.
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