Riesgos climáticos y sentido humano: claves desde el pensamiento de Teilhard de Chardin

(Por Duván Hernán López Meneses) El presente ensayo pretende revisar algunos de los postulados del científico, teólogo y sacerdote jesuita Teilhard de Chardin, a la luz de la ecología integral y la crítica contemporánea a la modernidad. El objetivo general es resaltar la preponderancia del proyecto teilhardiano de lo humano e indagar sobre su potencial resolutivo frente a los conflictos ambientales.

 

En el presente escrito se analiza como punto de partida una controversia sobre el origen natural o humano de los desastres. Después de reconocer que los desastres no pueden tratarse como fenómenos naturales se observa que no podrían, tampoco, considerarse humanos, sin desvelar una noción inconclusa de lo que significa el sentido de lo humano. La resolución de desastres y nuestra humanidad no realizada se presentan como itinerarios paralelos.

Los argumentos a lo largo del texto pretenden, por un lado, desdibujar los límites trazados por la modernidad y el secularismo para atribuirse el acceso exclusivo al conocimiento racional y gerencial de las comunidades humanas; por otro, se postula la conveniencia de ampliar el horizonte epistemológico y los beneficios de enriquecer las posibilidades intelectuales y prácticas para contribuir en la calificación de lo humano. En esta causa se presenta como referencia la perspectiva de Teilhard de Chardin.

Los desastres no son naturales

En Enero de 2012 escribí un ensayo que denominé: Los desastres no son naturales, pero, tampoco humanos (López, 2012). Cumplía así el último requerimiento para ser acreditado con un título de postgrado y, a la vez, elaboraba mi postura con respecto a los desastres, como punto de partida, ante el reto laboral que asumiría. Desde esa misma época hasta Mayo de 2015 presté mis servicios a la ciudad de Bogotá como subdirector técnico del Fondo de Prevención y Atención de Emergencias.

Mi ensayo pretendía problematizar sobre una cuestión relevante dentro de las disciplinas aplicadas al campo de la prevención de desastres (cada vez más conocido como gestión de riesgos de desastres). El asunto pone en juego el fondo conceptual de estas materias y anima múltiples tensiones entre quienes las abordan desde diferentes campos del conocimiento.

Teóricos influyentes han afirmado categóricamente que los desastres no son naturales (O’Keefe, P., Westgate, K., & Wisner, B., 1976; Maskrey, A., Cardona, O., García, V., Lavell, A., Macías, J., Romero, G., & Chaux, G. W., 1993), de esta forma denuncian la atribución a la naturaleza de la responsabilidad que la sociedad tiene en la configuración de estos sucesos; advierten sobre el sesgo en el tratamiento del desastre hacia el control de los fenómenos naturales, y reclaman el reconocimiento de múltiples dimensiones constitutivas de los desastres, entre las cuales el fenómeno natural asociado no es la única ni la más determinante.

El movimiento de “desnaturalización de los desastres” ha sido especialmente vigoroso en América Latina, donde se hizo evidente que el problema de los desastres está ligado a los grandes problemas sociales que determinan las condiciones de vulnerabilidad y la exposición al riesgo de la población (Wilches, 1993). En contraste, desde los países industrializados, el manejo de los desastres había tendido a percibirse como un problema de capacidades técnicas u operativas para predecir el comportamiento de la naturaleza, contener sus efectos, o reaccionar ante la ocurrencia de fenómenos que excedieran lo previsto (Cardona, 1993).

Se entiende que los desastres materializan mucho más que un fenómeno de la naturaleza. Estos exponen una serie acumulada de vulnerabilidades o fallas estructurales en la  organización de los sistemas humanos, que minan su capacidad de adaptación y respuesta (Wilches, 1993). Desde esta perspectiva se ha planteado que “los desastres no son naturales”. Lo que se quiere destacar con esta frase paradigmática es que los desastres no son el resultado directo e irremediable de la acción de la naturaleza, sino al contrario, los desastres se configuran por las dinámicas sociales, sectoriales y territoriales, las cuales determinan la mayor o menor exposición y vulnerabilidad a los fenómenos naturales y sus consecuencias (Maskrey et. al., 1993).

La aceptación de que los desastres no son naturales parece incontrovertible. Su asociación a la actividad humana ha sido firmemente sustentada. Los expertos sobre el tema reunidos en el año 1994 en la Conferencia Interamericana sobre Reducción de los Desastres Naturales dijeron que «la problemática de los desastres debería ser entendida como un problema del desarrollo aún no resuelto» (Cartagena, 1994). Diez años después, nuevamente reunidos, afirmaron que la gestión del riesgo de desastres es un componente integral del Desarrollo Humano Sostenible (Cartagena, 2004). Hoy por hoy existe un consenso global en cuanto al origen antrópico de estos fenómenos y sus soluciones.

¿Si los desastres no son naturales entonces son humanos?. Con mi ensayo en el año 2012 llamaba la atención sobre lo paradójica que resultaría la respuesta afirmativa a esta pregunta. ¿Como se podría afirmar que los desastres son humanos en el contexto de una ola invernal sin precedentes en Colombia?[1]. Las comunidades afectadas por inundaciones en el área urbana de Bogotá manifestaban precisamente lo contrario: ¡su dignidad estaba lastimada! ¡lo que les ocurría, el desastre, no era humano!.   

La dualidad semántica, cuando “lo humano” se atribuye como adjetivo calificativo de origen o de condición, deja entrever una carencia entre lo que concedemos a lo humano como denominación de nuestra especie y lo que aspiramos de ello como un horizonte. Al acudir a lo humano como sentido resolutivo frente a una problemática ambiental, tal como se sugiere mediante el título del presente texto, es evidente que abogamos por una profundidad de este concepto sobre la que vale la pena deslizarse.

 

El horizonte inacabado de lo humano

Desde una primera perspectiva lo humano se satisface al inscribirnos dentro de una especie, pero, es inevitable deslizarse de la condición humana hacia su dignidad, y de allí a un humanismo como aspiración. Sin embargo, dicho movimiento implica en su despliegue la agregación de un contenido normativo y universalista de repercusiones inauditas. A partir del ser humano en su concepción más elemental ligada al carácter de su biología emerge un crisol inagotable.

En efecto, el humanismo se ha desarrollado históricamente como un modelo de civilización, inequívocamente ligado al eurocentrismo y al imperialismo (Davies, 1997; Braidotti, 2015). Lo humano, heraldo de elocuentes saltos civilizatorios, ha dotado también los recursos intelectuales, discursivos y espirituales para la violencia y el genocidio.

Braidotti, en la obra donde vertebra su pensamiento bajo el título de lo Posthumano (ídem), da cuenta de las derivas frente al humanismo ilustrado europeo a lo largo del siglo XX, explicando, bajo esta clave, la emergencia del Fascismo y el Comunismo. Las huidas más notables del proyecto humanista también desembocan en sin salidas y barbaries.

La autora reconoce cierta recomposición del humanismo dentro del Comunismo, lo que explica, a su modo de ver, fenómenos como la fecundidad intelectual, popularidad y persistencia que ha mantenido esta ideología hasta los tiempos recientes, así como la configuración de un nuevo giro crítico antihumanista que cobró cuerpo en la generación del 68,  de la mano de los pensadores radicales que se aglomeraron bajo lo que denomina postestructuralismo.

el antihumanismo consiste en desconectar el agente humano de su posición universalista […] Una vez que el sujeto, antes dominante, se ha desvinculado de sus ilusiones de grandeza y ya no es el presunto responsable del progreso histórico, emergen diferentes y más nítidas relaciones de poder (ibídem, 35).

El debate “postestructural” pone en evidencia el constructo histórico de lo humano y por lo tanto su circunscripción contingente. El individuo se revela como «una formación discursiva específica desde el punto de vista histórico y  cultural » (ibídem, 36). Esta cuestión queda expuesta abiertamente desde 1967, con la publicación de la obra Las palabras y las cosas por Michel Foucault (ibídem, 35). Mediante su investigación sobre los procesos históricos que configuran la subjetividad se verificó que, más allá del estructuralismo, los componentes reticulares que diluyen y al mismo tiempo dan forma a los sujetos no son relaciones formales, sino fuerzas que toman forma mediante la emergencia de acontecimientos (Sáez, 2001).

Emmanuel Levinas, considerado uno de los “filósofos de la diferencia”, procede con un análisis fenomenológico de la «ética» que lo lleva de la fenomenología a una «heterología» (ibídem, 427), donde la insuficiencia del sujeto aprehensivo queda manifiesta, esta vez, en la situación «cara a cara» que el autor propone:

[…] en el encuentro con el otro tiene lugar la experiencia de un infinito sin medida, […] el rostro  del otro supera la idea del otro en mí, destruye en cada momento la imagen plástica que me deja, la idea a medida para mí, la idea correcta(Levinas, 1961, 74).

Esta presencia de «el otro» condiciona decisivamente la subjetividad, ya que exige una responsabilidad del ego más allá de su intencionalidad. Esta «demanda ética» para comprender al otro es ilimitada y, por lo tanto, desborda la subjetividad hacia su disolución (Sáez, 2001).

La conciencia de la inestabilidad y la incoherencia de las narrativas dominantes que estructuran el sujeto humano y su cuerpo social, se convierten en el punto de partida para elaborar formas de resistencia adecuadas a las dinámicas del poder (Patton, 2000), dando  cabida a una eclosión de aproximaciones críticas donde lo humano circulaba articulando agendas antihumanistas.

El deconstructivismo, el feminismo, el anticolonialismo, y el ambientalismo, en sus desarrollos más consistentes, tejen su fundamentación y elocuencia bajo el marco de análisis, el método, la perspectiva, o el diálogo con el movimiento postestructural. El acento está puesto en la diferencia discursiva, sexual, racial, natural, que es frente a lo que se reafirma la identidad del sujeto humano y se reafirma su supremacía. El detrimento de los fundamentos “naturales” para la codificación de la diferencia abre paso al cuestionamiento de los sistemas científicos, éticos, y representacionales que le otorgan validez (Coward y Ellis, 1977).

El pensamiento ambiental, para detenernos en el movimiento más afín a la temática que nos ocupa, se ha erigido sobre la acusación de la “escisión de Occidente” (Ángel, 2001; Noguera 2004; Leff, 2004). Los ambientalistas denuncian a su modo el proyecto humanista, haciendo eco de la crítica a la modernidad forjada desde la fenomenología, recapitulada desde el antihumanismo postestructural, y enriquecida desde la ecología y el pensamiento complejo. Se señala a los fundamentos occidentales, judeo cristianos e ilustrados, como germen de la disociación dualista entre naturaleza y sociedad que hoy padecemos como conflicto ambiental de carácter global (Ángel, 2001; Noguera 2004).

En el discurso ambiental la diferencia en términos de alteridad se constituye en el punto de confluencia entre la postmodernidad y la ecología profunda. «Introducir la dimensión ambiental implica el viraje de la visión compartimentada del mundo de la vida, a la visión integral, compleja y holística» (ibídem, 28). La alteridad es reconocida como la figura fundamental para abrir un camino al mundo de la vida desde la homogeneidad universalista moderna.

Desde la perspectiva de las ciencias ambientales, Enrique  Leff (2004), en sintonía con el de Poitiers, alega que el proyecto positivista moderno, gracias a su supremacía hegemónica, irrumpe sobre la realidad forzando su reducción de conformidad con ámbitos de representación que no son más que concepciones abstractas del conocimiento. De esta manera justifica que la crisis ambiental global es engendrada por causas epistemológicas, ligadas a las relaciones hegemónicas entre conocimiento y realidad establecidas por la racionalidad modernista. No se trata solo de una falta de correspondencia entre el conocimiento instituido y la totalidad de la existencia, sino de una transformación forzada sobre «lo existente» para su usufructo a través de dispositivos de conocimiento y poder.

Volviendo al eje de análisis, parece claro que el antihumanismo ha despojado a lo humano de su carácter universalista. Braidotti sentencia que lo humano es relegado «a una convención normativa, no intrínsecamente negativa, pero con un elevado poder reglamentario y, por ende, instrumental a las prácticas de exclusión y discriminación» (2015, pp. 36). Sin embargo, la pretensión de superar lo humano «no comporta su rechazo total» (ibídem, 43), ni resulta, tampoco una empresa ajena de dificultades; entre otras razones, porque se inscribe en el mismo marco de acción del debate intelectual establecido dentro del humanismo, y porque no ocurre sin recurso a una violencia epistémica de la misma naturaleza de la que se pretende superar (Derrida, 2002; Peterson, 2011, 128).

El asunto por resolver, independientemente de que signifique o no la superación del humanismo, parece ser la posibilidad de la humanidad para ser promovida mediante un proyecto de lo humano que, sin renunciar a su potencia, no acometa a través de ésta la escisión que discrimina la heterogeneidad, sino que actúe como una de sus fuerzas integradoras. Ante este panorama se acude como hipótesis de trabajo a la teología, como un ámbito donde la elaboración de lo humano se enriquece con la profundidad suficiente para conjugar estas múltiples contradicciones.

Desde el constructo de lo Posthumano al que hemos venido recurriendo de la mano de Rosi Braidotti, en un acápite precisamente titulado “Más allá de la laicidad”,se abordan dos líneas argumentales relevantes para dinamizar la articulación de contenidos desde la teología para el horizonte de lo humano. Una de ellas es la asociación entre el paradigma laico y la problematicidad que le ha venido siendo atribuida a lo humano. Al respecto, resulta evidente que lo que comparece como humano ante el tribunal del postestructuralismo comparte, junto a el laicismo, la misma confección axiomática desde la modernidad. «La laicidad es uno de los pilares del humanismo occidental» (Braidotti, 2015, 45).«En calidad de doctrina política progresista, el humanismo mantiene una relación privilegiada con la laicidad, por medio de la gestión racional de la res publica»  (ídem). La crítica ilustrada al dogma religioso y la autoridad eclesiástica son algunas de las credenciales que comparten el humanismo socialista y el humanismo liberal.

Braidotti analiza la polarización inducida por la laicidad entre religión y ciudadanía, y aduce que las cuestiones que conciernen al humanismo desde el debate postestructural impactan de manera similar a la laicidad. v.g., la exclusión epistemológica, y el alejamiento entre emociones y racionalidad.

La segunda línea argumental que se quiere traer a colación desde el trabajo desarrollado por Braidotti tiene una importancia capital. Se trata del reconocimiento, con «sólidos fundamentos antihumanistas», de que «la acción racional y la subjetividad política pueden desarrollarse también a través de la piedad religiosa» (ídem), por lo tanto, el dominio de la fe y sus rituales no solo resultan compatibles con el pensamiento crítico, sino que aportarían valor, como fondo creativo espiritual, para el ejercicio crítico de la ciudadanía.

El núcleo de este argumento es el nexo entre la actividad religiosa con la autopoiesis de subjetividad, y, por lo tanto, con el posicionamiento y la corresponsabilidad frente a la norma y los valores dominantes, lo cual debe ser reconocido, y no simplemente denegado, desde la crítica de la acción política (ídem).

Para Braidotti la materia, incluida la encarnación humana, no está dialécticamente opuesta a la cultura, ni a la mediación tecnológica, sino que «es contigua a ellas. Esto tiene como consecuencias un diverso proyecto de emancipación y una política no dialéctica de la liberación humana» (ibídem, 49). Para ella una de las principales problemáticas surgidas de la condición posthumana es «conectar la subjetividad política con la acción religiosa y separar ambas de la conciencia dialéctica y la crítica en sentido nihilista» (ídem).

La posibilidad del desarrollo espiritual en un continuum con la organización de la materia, y la perspectiva de un horizonte posthumano con esta orientación, activan una resonancia a ser explorada. Algunos de los asuntos a indagar serían: ¿en qué medida el devenir posthumano estaría siendo anticipado por el de Orcines?, ¿que vasos comunicantes existen entre estas teorías?, ¿que contenidos similares y complementarios se estarían ofreciendo desde sus conjuntos teóricos?, ¿de qué forma se está orientando desde los mismos el proyecto civilizatorio humano?, y ¿qué implicaciones tiene esto frente a los conflictos ambientales, tanto a escala local como a escala global?.

La propuesta evolucionista de Teilhard de Chardin para explicar el origen del universo, de la vida y de la reflexión ha sido reconocida como predecesora de múltiples elementos propios del posthumanismo (Steinhardt, 2008). Los vasos comunicantes no solo se dan de manera directa entre el posthumanismo y el pensamiento de Teilhard de Chardin, sino que valdría la pena entender el diálogo de su obra con la edificación de la crítica antihumanista, ya que hay claves comunes que se desarrollan de manera paralela, por ejemplo, entre Teilhard de Chardin y Gilbert Simondon (Barthélémy, 2005; Banerji, 2015), siendo Gilbert Simondon uno de los pensadores con importante ascendencia en la filosofía postestructural.

Con respecto a los contenidos que desde Teilhard de Chardin pueden nutrir el propósito posthumanista, resulta relevante mencionar que el de Orcines, gracias al bagaje teológico de su legado y su persistencia para armonizar este conocimiento con el campo de las ciencias, ha logrado vislumbrar y aterrizar en el lenguaje teórico un proyecto donde el horizonte de lo humano alcanza un porvenir prometedor. Hago referencia a la Teoría del Punto Omega, y su visión con respecto al sentido crístico de la evolución, donde se realizaría la plenitud de lo humano (de Chardin,1964).

A primera vista, la evocación de lo crístico y de la plenitud como campo de estudio para la investigación suscita hostilidad y desconfianza (Steinhart, 2008, 2, 18). Las dificultades para la comprensión de semejantes nociones son una frontera que se resiste a ser sobrepasada, pero con la que resulta relevante y productivo lidiar por diferentes razones. Steinhart propone algunas para el estudio de Teilhard en relación específica con el transhumanismo (ibídem, 1). Tienen que ver con el carácter fundacional de este pensador para esa vanguardia, con su ascendencia sobre los pensadores transhumanistas, y con la conveniencia táctica o estratégica de su discurso, para el posicionamiento del transhumanismo frente a los desafíos que enfrenta y las resistencias que despierta, en particular ante el conservadurismo cristiano y su poder político (ibídem, 2-3).

Con base en lo que se ha venido argumentando en el presente ensayo está sustentado sobrepasar las prevenciones frente a la disolución de la frontera entre teología y ciencia. Esta apertura, cada vez más reivindicada y legitimada en campos tan prolíficos como el posthumanismo, favorece la receptividad de Teilhard de Chardin, y tiene implicaciones frente a las resistencias que suscita.

Braidotti destaca dentro de la alternativa medioambientalista la preponderancia que toma «una espiritualidad a favor de la sostenibilidad de la vida» (ibídem, 63). Citando a Mies y Shiva con respecto al «re-encantamiento del mundo» y la «reverencia respecto de la sacralidad de la vida» (ídem), la autora señala la validez de esta actitud y su orientación claramente «contraria al humanismo occidental y su apego por el laicismo como precondición para el desarrollo a través de la ciencia y la tecnología» (ídem).

El asunto, por lo pronto, es que la laicidad y el aparato axiomático de la modernidad, pierden espacio como recursos exclusivos para el conocimiento y la gestión de las comunidades humanas. Esto da oxígeno a la línea de investigación promovida por Teilhard de Chardin.

Otro sustento que se ofrece para transitar esta frontera entre teología y ciencia proviene del propio Teilhard de Chardin, quien merece ser releído y reinterpretado por la coherencia de su obra; a través de la cual ofrece una batería de justificaciones para su ejercicio reflexivo, con la destreza, la propiedad y la autoridad que le otorgan su trayectoria científica notable[2].

El artículo sobre el fenómeno humano compilado en La visión del pasado(Teilhard de Chardin, 1964), expone algunos de estos criterios con vehemencia. El autor denuncia una situación «anticientífica»: «el Hombre, […] en sus propiedades llamadas espirituales, […] queda excluido de nuestras construcciones generales del mundo>> (ibídem, 218). Se refiere al extraordinario poder transformador de la reflexión y el pensamiento sobre el paisaje terrestre, que desde su perspectiva, y con razones elocuentes, expone como una de las «corrientes fundamentales del universo»(ídem), que, a pesar de ello, resulta ajena al campo de las ciencias.

El dimensionamiento de la «fuerza del fenómeno humano» (ibídem, 220), tal como fue acometido por Teilhard de Chardin en su momento, hoy es reconocible gracias a la evidencia de una crisis ambiental planetaria ligada a la capacidad de incidencia de las dinámicas humanas sobre el clima global. El desafortunado desempeño negativo que está ejerciendo sobre el planeta el ser humano, con su «inmensa capa que lanza sobre el mundo» (ibídem, 221), le da la razón al científico de Orcines.

Este acierto de Teilhard de Chardin no proviene de la eficacia de un presagio logrado por una suerte de clarividencia suya. Lo relevante es que surge como consecuencia natural de las premisas y parametrizaciones del autor, producto de la proyección de sus observaciones experimentales en el campo de las ciencias.

Lo mismo ocurre en múltiples ámbitos del desarrollo humano contemporáneo e incluso en escenarios de este desarrollo cuya evolución apenas se anticipa, en campos como la computación, las biotecnologías de la genética, las ciencias de la información, y la cibernética. Del trabajo de Steinhart (2008) y de sus argumentaciones sobre las razones para estudiar a Teilhard, no es tan impactante el valor que le atribuye al autor por alimentar una corriente de pensamiento o una estrategia de debate, sino la evidencia arrojada en cuanto a que diversos escenarios, que actualmente se dinamiza o se esbozan desde el transhumanismo, se encuentran anticipados por el maestro Teilhard o conducidos en consonancia con sus previsiones.

Finalmente, una motivación para ampliar el horizonte epistemológico, e integrar ámbitos como la teología en el desarrollo teórico y la praxis frente a la problemática ambiental, es la urgencia de la problemática en sí misma. Lo que está en juego en este punto, dada la magnitud de las fuerzas destructivas emergentes de las relaciones sociales de producción o modernización (Beck, 1986), es la estabilidad de la vida entera en el planeta o, al menos, nuestra continuidad como especie. Nos encontramos ante “La Gran Prueba”, «o nos salvamos todos o nos hundimos todos» (Riechmann, 2018; González Faus, 2018, 1).

«No debemos eludir ese sentido de urgencia» (Mateos, 2016, 9), «El cambio climático es un problema global con graves dimensiones ambientales, sociales, económicas, distributivas y políticas, y plantea uno de los principales desafíos actuales para la humanidad» (Francisco, 2015, No. 25). Sin olvidar nunca que «el grito de la tierra es también, antes y sobre todo “grito de los pobres”» (Boff & Rodríguez, 1996); «El sistema que destroza la tierra es también el que produce víctimas humanas» (González Faus, 2018, 20).

Teilhard de Chardin advierte desde su perspectiva que: «considerando al Hombre como un añadido accidental o como un juguete en el seno de las cosas […] se le verá arrastrado al disgusto o a la rebelión que, generalizados, marcarán el fracaso rotundo de la Vida sobre la Tierra» de nuevo, tal afirmación no surge de un augurio proveniente de alguna forma de clarividencia, sino de la consecuencia lógica, en este caso, derivada de las funciones que adjudica a la noosfera con respecto a la administración de la energía (de Chardin, 1964, 231).

En síntesis, en cuanto a esta última motivación se refiere, la crisis planetaria nos sitúa como humanidad en tal encrucijada, y la hegemonía de la laicidad y la ciencia moderna guardan tal relación causal con esa coyuntura, que debemos aceptar y tramitar la inserción de múltiples saberes que nos permitan hacernos cargo de la problemática. Máximo cuando desde los mismos, aun por fuera de los paradigmas dominantes, ya se viene iluminando la resolución de los conflictos humanos y ambientales con una tradición de la que no se da cuenta cabalmente desde los discursos normativos e institucionales, por la misma excentricidad que se le atribuye.

Si tenemos en cuenta la complejidad de la crisis ecológica y sus múltiples causas, deberíamos reconocer que las soluciones no pueden llegar desde un único modo de interpretar y transformar la realidad. También es necesario acudir a las diversas riquezas culturales de los pueblos, al arte y a la poesía, a la vida interior y a la espiritualidad. Si de verdad queremos construir una ecología que nos permita sanar todo lo que hemos destruido, entonces ninguna rama de las ciencias y ninguna forma de sabiduría puede ser dejada de lado, tampoco la religiosa con su propio lenguaje (Francisco, 2015, No. 63)

El proyecto crístico, científico y evolucionista de Teilhard de Chardin para “El fenómeno humano” ha de abrirse camino, vencer las prevenciones, y cobrar vigencia de manera tan masiva como lo amerita la magnitud de la causa que propugna. Retomando y adecuando las palabras del de Orcines, «en nosotros y en torno a nosotros, como a vista de pájaros, ha de desarrollarse un fenómeno psicológico de gran alcance que podría denominarse: el despertar del “sentido humano”» (ibídem, 232).

Los desastres tampoco son humanos

Del mismo modo como la desestabilización de la visión naturalista de los desastres permeó el estudio de los mismos, para el acceso de las ciencias humanas, se amerita un nuevo movimiento. Esta nueva rotación, tal como se propone, busca habilitar otros caminos epistemológicos sobre el tema de los desastres,  o contribuye a dar contexto al ejercicio que se han venido haciendo desde estos derroteros, y a la potencialidad de su campo de acción. No solamente la filosofía, sino múltiples saberes que interceden por el proyecto de lo humano participan por lo tanto en la resolución de los desastres de manera estructural.

El presente ensayo, sin embargo, no aspira a acompañar a estos múltiples saberes en su recorrido para el análisis y el tratamiento de los desastres naturales, ni a reportar las coordenadas de las actuaciones que ya están ejerciendo al respecto, que son muchas. Nos bastaría con acreditar la potencialidad de lo humano desde la proyección que le es dada por Teilhard de Chardin, y desde allí, visualizar rutas de exploración para el conocimiento y la práctica desde los campos de acción de la ciencia y de la teología.

La persistencia en el señalamiento de la contradicción sobre lo humano o social de los desastres apunta a un horizonte paradigmático por descubrir e integrar dentro del estudio de los riesgos climáticos:  el horizonte de lo humano. No se pretende amplificar los efectos de un juego de palabras sino conceder, dentro del contenido de las mismas, el sentido lógico que le corresponde a este asunto: la certeza en la inhumanidad de los desastres desde el testimonio fiel de quien los experimenta.

Resulta comprensible que puestos en situación, en este caso de calamidad, se demande la manifestación plena de la humanidad. Para un experto, un desastre puede tratarse razonablemente como algo humano, pero para quien lo experimenta en carne viva difícilmente será así. Algo muy sugerente resulta de este desencuentro. Un impulso crítico, inicial, confronta al paradigma técnico científico y niega el desastre como natural, inaugurando un espacio para el tratamiento de los desastres desde las humanidades. Pero, al precipitarse a abordar el desastre como humano, este mismo impulso se encuentra con una noción inacabada de lo humano. Resulta que los desastres no son naturales, pero tampoco son humanos.

Ahora bien, si contra la aspiración del humanismo nos vemos como humanos en la configuración de los desastres. ¿Acaso no remite esa delimitación a un aspecto de nuestra biología suspendido el algún punto a medio camino entre nuestra naturaleza homínida y nuestro proyecto de plenitud humanista?. Entonces llegaría a ser cierta la contextura natural de los desastres, ¡aún por nuestras propias manos!. La resolución del desastre y de nuestra humanidad irrealizada se presentan como itinerarios de una misma empresa.

 

Elementos para la gestión del riesgo climático desde Teilhard de Chardin

Teilhard de Chardin antepone una contracara a la Entropía, este gran fenómeno del nivelamiento de la energía cósmica mediante el cual la materia tiende a su distribución más probable, y por lo tanto a la dispersión de sus estructuras organizativas. Su presunción es que los fenómenos vitales se caracterizan, esencialmente, por una tendencia inversa, la cual alcanza un umbral sin precedentes en el ser humano; de modo que «El hombre se halla sostenido por un andamio pavoroso de improbabilidades, a las que aumenta un piso más en cada nuevo progreso» (de Chardin, 1964, 227).

Ha de ser, supone él, no la Entropía, sino otro, el sentido que gobierne la emergencia y la fuerza creativa de la vida hasta su paso a la conciencia. Plantea así la exploración de ésta hipótesis: «en el Universo nos hallamos en presencia de dos importantes movimientos de unidades elementales, el uno hacia lo más probable, el otro hacia lo menos» (ídem).

La «agitación primordial» del Universo se escindiría en dos Irreversibles: Uno, la Entropía, «llevaría a una neutralización progresiva, y a una especie de desaparición de las actividades y de las libertades» (ibídem, 229); otro, «mediante tanteos dirigidos y una diferenciación creciente, separaría, la versión verdaderamente progresiva del mundo» (ibídem, 228), abriendo el paso, contra toda probabilidad, a la emergencia y evolución de la vida, el ser humano, y su conciencia. «En el Hombre, la Vida, llevada hasta el Pensamiento, se revela como una faz sui generis de los poderes del Mundo» (ídem).

La misma distinción es expresada por Teilhard de Chardin en términos de energía tangencial y energía radial, dos campos que dinamizan los elementos particulares de la materia hacia tendencias opuestas. La energía tangencial, «hace al elemento solidario de todos los elementos del mismo orden que él en el Universo» (de Chardin, 1984, 73), La Energía radial, «le atrae, en la dirección de un estado cada vez más complejo y más centrado» (ídem).

Bajo esta lógica «cuanto menos centrado está un elemento […], es decir, cuanto más débil es su energía radial, tanto más se manifestará su energía tangencial por medio de poderosos efectos mecánicos» (ídem).Este marco de análisis, brevemente perfilado, ya contiene un potencial explicativo frente al comportamiento de los riesgos climáticos y los desastres.

Es razonable decir que la dinámica propia de múltiples fenómenos físicos ligados a la morfodinámica terrestre se gobierna desde la lógica de la Entropía. La disipación de la energía potencial, ligada a la fuerza gravitatoria, es uno de los principales dinamizadores en la transformación del paisaje terrestre; la disipación de las energías telúrica y calórica de nuestro planeta da paso a procesos sísmicos y volcánicos, generadores de desastres; la disipación de la energía calórica del sol subyace los principales fenómenos hidrometeorológicos (en conjugación con la disipación de la gravedad); la disipación de los derivados sintéticos de esta misma energía, logrados mediante procesos orgánicos e inorgánicos, también explica la degradación del paisaje mediante fenómenos como la combustión y la meteorización, este último también ligado a la disipación de la energía capturada en la estructura cristalina de los agregados pétreos.

De Chardin nos ofrece con su teoría una perspectiva para elucidar la manifestación diferenciada de la energía tangencial o entropía, y la energía radial o conciencia, en medio de la indiferenciación, o la transversalidad de estas fuerzas, entre las diferentes formas de los cuerpos o partículas de la materia (natural o humana). La distinción naturaleza sociedad queda desdibujada, y así  el debate que se ha introducido al inicio del presente escrito.

En el ámbito de la vida se sitúa la incidencia de la Energía Radial, cuyo culmen, en el ser humano, alcanza el nivel de un deber ético civilizacional, una responsabilidad. Por supuesto que lo vital y lo humano no escapan o incluso participan  también de la Entropía, en ese sentido nuestros esfuerzos, intereses o, en el caso de la vida, sus impulsos, pueden contribuir a la configuración de riesgos. Un ejemplo ilustrativo, en el dominio de la vida vegetal o animal, podría ser la proliferación de las denominadas especies invasivas, y la incidencia que puede esto tener en el desequilibrio de la funcionalidad de los ecosistemas. 

Con respecto a la incidencia antrópica en el incremento entrópico del mundo, son fáciles de identificar sus trazas (Wilches, 2010). De hecho, la investigación en ciernes que sustenta este ensayo, tiene por premisa que una enfermedad civilizacional azota nuestra humanidad y subyace los conflictos más renombrados por amenazar las sociedades actuales (como el cambio climático). Llevado al marco de análisis ofrecido por el de Orcines, puede entenderse que asistimos a un incremento desmesurado de la entropía en el sistema planetario de la tierra, a causa de una patología civilizacional humana.

La noción de «crisis interconectadas» planteada por Brundtland como un contexto para «Nuestro futuro común» (1987, 18)[3], es un testimonio fidedigno de la relación causal entre “diversas ‘crisis’ mundiales” que se inter-afectan, y tienden a fundirse en un campo problemático complejo.

La encíclica Laudato Sireconoce la misma interrelación cuando afirma que «la degradación ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente unidas» (Francisco, 2016, No. 56). Más allá, Francisco invoca una afirmación rotunda de Benedicto XVI: «los desiertos exteriores se multiplican en el mundo porque se han extendido los desiertos interiores» (ibídem, Núm. 217)

La humanidad parece enfrentar una profunda ruptura civilizacional que se expresa mediante crisis singulares en lo económico, político, poblacional, migratorio, ambiental, psicológico y espiritual. Desde una perspectiva ontológica, Sáez (2015) aduce que

la crisis es, más profundamente, de espíritu. Es la musculatura cultural de Occidente lo que está entrando, desde hace más de un siglo, en una decrepitud crítica. Sobre esta, que es el agotamiento de las fuerzas que dinamizan a toda la colectividad, medran las miserias economicistas e ideológicas. Pero, como el flujo cultural es cualitativo y subterráneo, permanece en la invisibilidad y resalta por contraste la visibilidad de otros ocasos más corticales, que acaparan la atención y secuestran tanto al análisis crítico como a la praxis transgresora (Sáez, 2015, p. 9)

No es coincidencia, que el capitalismo venga siendo señalado multitudinariamente como una corriente cultural directamente ligada a la insostenibilidad del desarrollo humano, y entretanto, se asegure que, desde un punto de vista situado en la termodinámica «las fortunas, los capitales acumulados son una medida la entropía generada al planeta y la humanidad por el capitalismo salvaje» (Orrego, 2014). Cuestionando el modelo de crecimiento ilimitado han aparecido en las últimas décadas varios estudios sobre crecimiento económico y entropía (Riechmann, 2004; Rifkin, 2014). Por otra parte, se ha señalado que:

Las nuevas prácticas económicas, como el capitalismo cognitivo (prácticas sobre la producción del conocimiento), capitalismo relacional (la crítica por la crítica, destructiva y descontextualizada, motivada por el individualismo y por la competitividad) y el capitalismo de los afectos, de los sentimientos (redes sociales), considerados la base de capitalismo inmaterial (tercera revolución industrial), amplían el consumo e incrementa los residuos y la entropía planetaria (Zaar, 2018, 3) 

El antídoto desde la perspectiva de Teilhard de Chardin está formulado como un proceso evolutivo, orientado hacia el porvenir de un sujeto colectivo mediante la ascención de la conciencia. Se trata de la «culminación natural en un proceso cósmico de organización» (de Chardin, 1984, 247):

no veo otra manera coherente, y por tanto científica, de agrupar esta inmensa sucesión de hechos que la de interpretar en el sentido de una gigantesca operación psicobiológica – como una especie de megasíntesis – esta superordenación, hacia la que se hallan hoy individual y colectivamente sometidos todos los elementos pensantes de la Tierra. Megasíntesis en lo Tangencial. Y, como consecuencia, un salto hacia adelante de las energías radiales, siguiendo el eje principal de la evolución. Siempre una mayor complejidad y, por tanto, también una mayor conciencia (ibídem, 248)

El proyecto relacional de los seres vivos como único horizonte posible de preservación de la vida fue metódicamente anticipado por Teilhard de Chardin. Hoy por hoy se confluye en esta misma lógica desde múltiples corrientes espirituales, desde las ciencias humanas, la ecología y la filosofía.

Desde la propuesta de Ecología integral propuesta por la Encíclica Laudato Si, «la conversión ecológica que se requiere para crear un dinamismo de cambio duradero es también una conversión comunitaria» (Francisco, 2015, 219).

Riechmann (2004, 22) subraya que «para cambiar la tendencia al desbordamiento de entropía que hoy impera es necesario un gran esfuerzo colectivo». Para Rosi Braidotti, «la subjetividad posthumana expresa,[…] una forma parcial de responsabilidad encarnada e integrada, basada en un fuerte sentimiento de la colectividad, articulada gracias a la relación y la comunidad>> (Braidotti, 2015, 65). La ética posthumana propone un <<profundo sentimiento de interconexión entre el ego y los otros, incluidos los no humanos y los “otros de la tierra”, a través de la eliminación del obstáculo representado en el individualismo autocentrado>>(ídem). El llamado desde diversos ámbitos de la opinión pública global tiene el mismo talante radical.

Alrededor del horizonte del sentido humano, dilucidado por Teilhard de Chardin, se puede  hilar la confluencia entre la teología, las corrientes críticas de la filosofía, el humanismo, y el ambientalismo secular. En la constelación de herramientas conceptuales y elementos programáticos de la obra Teilhardiana, se encuentra una riqueza de contenido que se articula de manera pertinente a la demanda de respuestas que tiene la sociedad contemporánea en una crisis que Teilhard anticipó como «planetización» (de Chardin, 1984, 255).

Teilhard propone la resolución positiva del metabolismo de la energía cósmica, en donde se adhieren <<todas las formas realizadas sucesivamente por la materia organizada>>(ibídem, 267). He aquí una profunda definición del término sostenibilidad. 

Su invitación a la edificación de «La humanidad, el Espíritu de la Tierra, la Síntesis de los individuos y de los pueblos, la paradójica Conciliación del Elemento y el Todo, de la Unidad y de la Multitud» (ibídem, 268) es más que una poesía o una utopía. El camino para materializar estas expectativas se encuentra trazado a lo largo de su obra, ruta fundamental del pensamiento ambiental contemporáneo.

Teilhard nos reafirma que, en oposición a lo previsto por las leyes físicas de la materia estudiadas por la ciencia moderna, el Cosmos escapa a la Entropía por cuenta del amor universal. «A partir de los granos del pensamiento que forman los verdaderos e indestructibles átomos de su trama, el Universo […] va construyéndose por encima de nosotros en el sentido inverso de una materia que se desvanece» (ibídem. 275).

La convergencia de lo personal y el Punto Omega (ibídem, 260), o el amor-energía (ibídem, 267), da cuenta de proyectos de largo aliento para lo colectivo. ¿cual es el papel de lo colectivo en el desenvolvimiento de la energía cósmica?. Para Teilhard de Chardin esto es claro: a diferencia de lo que propone la termodinámica con base en el comportamiento de la materia inerte, al devenir de la materia a través de la conciencia no le depara en fin trágico de un universo disperso. En el fin del mundo, «la Noosfera alcanzará colectivamente su punto de convergencia» (ibídem, 275).

Desde el bagaje ofrecido de lo humano es ahora posible responder en el diálogo sobre el carácter u origen que tienen los desastres. Podemos decir, ahora con Ulrich Beck y Teilhard de Chardin, que ante los desastres lo que allí encontramos son conjugaciones de fuerzas, regidas por la entropía, para la desintegración de las estructuras organizativas de la materia. El reto será anteponer a estas fuerzas su correlativo radial a través de estructuras organizativas conscientes.

He aquí algunos punto de partida válidos para establecer múltiples asociaciones entre la exégesis de Teilhard de Chardin y la administración de los riesgos climáticos. Es evidente el amplio contenido programático que ofrece el horizonte del sentido humano teilhardiano. La gestión sostenible de los conflictos ambientales tiene múltiples interrogantes sobre el sentido que pueden ser suplidos desde esta visión de evolución. 


[1]Para su momento, a finales del año 2011 y comienzos de 2012, había acontecido sobre el territorio nacional de Colombia, una ola invernal que afectó al 4,6% del censo poblacional ( 2.222.774 habitantes),  y al 93% del territorio nacional (DANE, 2011)

[2]Pérez de Laborda (2004) recapitula algunas de las credenciales más notables que certifican el calado de las aportaciones de Teilhard de Chardin en diferentes campos del conocimiento.

[3]“Nuestro futuro común” es el nombre de el informe publicado en 1987 por la Comisión de las Naciones sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, considerado un texto fundacional del movimiento ambiental global y especialmente para su desarrollo institucional, al ser responsable de la colocación de las preocupaciones ambientales en la agenda política mundial, mediante la solicitud del compromiso, el acuerdo y la concreción de acciones coordinadas entre las naciones bajo el concepto de “desarrollo sostenible”, el camino propuesto para conciliar, como civilización, la necesidad de aumentar el desarrollo económico y la demanda evidente por el cuidado frente a los límites ambientales del planeta  (Brundtland et al., 1987.)

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Artículo elaborado por Duván Hernán López Meneses, Geólogo graduado de la Universidad Nacional de Colombia, magíster en filosofía contemporánea en la Universidad de Granada y estudiante de doctorado en sostenibilidad. Ensayo ganador del premio de estudiantes 2020/2021 de la Sociedad Europea para el Estudio de la Ciencia y la Teología – ESSSAT.

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