(Por Andrés Torres Queiruga) Una vez más, se trata de un tema ciertamente importante pero que, en el fondo, debería considerarse resuelto. Resuelto en principio, en cuanto a la clarificación fundamental, que lo debería sacar del campo de la polémica para el del diálogo y la colaboración. Sucede con él como de ciertas estrellas decía Nietzsche: que continuamos viéndolas brillar cuándo llevan mucho tiempo muertas. Y, en este contexto, Karl Rahner decía que no conviene olvidar que vivimos “juntos con descendientes atrasados del siglo XIX»[1], incluso con algunos que se presentan con apariencia de progreso. Estas últimas referencias las tomo de un trabajo mío anterior, donde intenté aclarar de una manera sistemática los problemas de fondo[2]. Remito a él a las personas que estén interesadas, pues esa remisión me sirve para disculpar el tratamiento presente. Dando lo anterior por supuesto, ahora voy a proceder de una “manera sintomática”, más ligera y por tanto más apta para una exposición pedagógica. Espero que pueda resultar ilustrativo por su mayor concreción. Los diversos apartados serán como golpes de flash que iluminan el problema desde ángulos distintos; ángulos que en alguna ocasión incluso pueden resultar sorprendentes. De todos modos, los dos primeros revisten aún un claro aire de principio y de encuadre general.
1. De la religión envolvente a la diferenciación cultural: la secularización como ganancia
Es hoy una evidencia cultural el hecho de que todos los grandes problemas de la humanidad fueron planteados inicialmente en el seno envolvente de la religión: se percibían de algún modo las diferencias, pero todo podía ser tratado de forma conjunta. La división del trabajo y el correspondiente avance y complejidad de la cultura llevaron a una diferenciación progresiva. Sucedió con la filosofía respeto de la religión, y con las ciencias respecto de ambas. Durante mucho tiempo, el saber sagrado extendía de manera espontánea su competencia sobre el campo de la filosofía e incluso de las ciencias. Y cuando la filosofía se emancipó de la teología, también ella podía todavía incluir en sí el saber científico: Descartes, Leibniz y aún Hegel podían ser competentes en todo el ámbito del saber. El avance de las ciencias hace que hoy eso resulte sencillamente impensable.
De entrada, las emancipaciones causan siempre problema. Quién era dueño del antiguo saber experimenta un sentimiento de pérdida, como si le robasen el espacio y le mermasen la competencia. La reacción espontánea es la de la resistencia y, si hay poder por medio, la exclusión y la condena. El conflicto se hace inevitable, muchas veces avivado también por las pretensiones excesivas de los promotores de lo nuevo, que tienden a descalificar todo lo anterior, invadiendo competencias que siguen siendo legítimas.
En la iglesia, como poseedora secular del saber religioso y cargada por la historia de un fuerte poder social, y por consiguiente también de una amplia responsabilidad, esto se hizo sentir con especial dureza. Significaba renunciar a un protagonismo y a una tutela de siglos, con la típica sensación de los padres que deben reconocer la emancipación de los hijos…, los cuales a veces salen dando portazos violentos e injustos.
Sin que los justifique sin más, esto explica en buena medida los conflictos modernos entre ciencia y religión. Incluso cabe afirmar que, de entrada, cuando la diferenciación no estaba clara, era fatal que apareciera el conflicto. Mientras se pensaba que la Biblia era palabra de Dios referida a todo el ámbito del saber, los cardenales de Roma tenían que oponerse a Galileo, pues entre Dios, “enseñando” en el libro de Josué que el sol gira en torno a la tierra, y Galileo, que afirmaba lo contrario, tenían que darle la razón a la Biblia. Por fortuna, la diferenciación cultural, al dejar claro que la Biblia quiere ser únicamente un libro religioso y que por tanto no puede ni pretende extender su competencia a la astronomía, elimina la raíz del conflicto. La pena fue que una parte de la teología oficial tardara en sacar todas las consecuencias y que todavía en el siglo XIX, con Darwin, tropezara de nuevo en la piedra de otra ciencia, la biología.
Así y todo, cuando esto se comprende, todo da la vuelta y la sensación de pérdida se convierte —debería convertirse en— en ganancia. Porque la diferenciación abre el lugar justo para que cada instancia se centre en su propio ámbito y dirija su esfuerzo al cultivo de su competencia específica. Visto así, en su justo y legítimo dinamismo, el proceso de la secularización constituye una grande y magnífica oportunidad tanto para la religión como para la cultura.
En concreto, el aparente despojo que el proceso secularizador supuso para la religión, al sacarle el dominio sobre la filosofía, sobre las ciencias, sobre la política…, estaba provocando un avance precioso y necesario: la religión tiene que ser religión, quedando así liberada para servir a la humanidad desde su esencia y su rol específicos. Un ejemplo bien significativo fue el proceso —aún no acabado de todo— del poder temporal de los papas: vivido como una tragedia en el siglo XIX, ¿quien no lo considera hoy una oportunidad magnífica para la iglesia?
2. De la guerra a la colaboración: de “vástagos parricidas” a “hijas emancipadas”
Por su propio dinamismo la conciencia de la diferenciación cultural, aunque no logró empapar toda la cultura, fue aclarando el panorama. La dureza de las polémicas decimonónicas, con descalificaciones abruptas desde ambos lados, bien ejemplificadas en España por la obra de J. W. Draper, Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia (de 1874, traducida en España en el 1885, con un prólogo nada menos que de Nicolás Salmerón), no son lo normal en la actualidad. De hecho, casos como los de los “nuevos ateos”, por un lado, y de los fundamentalistas anti-evolución, por el otro, representan reacciones residuales, que ejemplifican la afirmación rahneriana: descendientes atrasados del siglo XIX.
Fuera de esas estrecheces, el ambiente resulta mucho más positivo. Con motivo del tercer centenario de los Principia de Newton, en 1987, el papa Juan Pablo II organizó un Congreso Internacional. En una carta que antepuso a las actas, publicadas con el título significativo de Física, Filosofía y Teología: una búsqueda en común[3],refleja con vigor y claridad el nuevo clima. En él proclama la legitimidad de la diferencia entre ciencia y religión, mientras respeten la autonomía de cada una y procedan con espíritu de diálogo: «Mientras continúen el diálogo y la busca en común, se avanzará hacia un entendimiento mutuo y un descubrimiento gradual de intereses comunes, que sentarán las bases para ulteriores investigaciones y discusiones. Qué forma adoptará esto exactamente, tenemos que dejárselo al futuro. Procediendo así, la ciencia puede liberar a la religión de error y superstición; la religión puede purificar a la ciencia de idolatría y falsos absolutos”[4]. Y la beneficiaria será la humanidad como tal, como hace poco recordaba Benedicto XVI: «En la gran empresa humana de la lucha para descubrir los misterios del hombre y del universo, estoy convencido de la urgente necesidad de continuar el diálogo y la cooperación entre los mundos de la ciencia y de la fe para la construcción de una cultura de respeto del ser humano, de su dignidad y su libertad; para el futuro de la familia humana y para el desarrollo sostenible a largo plazo de nuestro planeta»[5].
Hace falta, pues, barrer los restos obsoletos de desconfianza religiosa ante los avances de la ciencia, por un lado, y de rancia mentalidad positivista, por otro: condenar el evolucionismo en nombre de la religión resulta tan anacrónico como basar el ateísmo en la ciencia. Y, desde luego, se impone evitar esa persistente mezcla de planos que lleva a seguir pensando que la ciencia ocupa el todo de la realidad, de suerte que cuanto más avance ella más retrocedería la religión, hasta que el avance científico acabase matando el espíritu religioso. Sigue siendo urgente tomar en serio, por lo menos como alerta, el dicho diversamente repetido, desde Fray Luís de León, pasando por Francis Bacon a Carl von Weiszäcker: la poca ciencia aleja de Dios, la mucha lleva la Él (o, digamos más modestamente, puede llevar a Él)[6].
Desde una concepción crítica y abierta tanto del espíritu religioso como de la racionalidad científica, no tiene sentido ver en las ciencias “vástagos parricidas” que —en progreso à la Comte— irían matando poco a poco la madre que las albergó en la infancia cultural. Por el contrario, llama a considerarlas cómo “hijas emancipadas”[7], que desde su perspectiva específica contribuyen al bien de la única y común humanidad. Es hora de pasar por fin de la guerra a la colaboración, de la polémica intransigente al diálogo fraterno.
3. Inversión de los acentos: el telescopio de Galileo y el gato de Schrödinger (con un excurso sobre ciencia y resurrección)
La historia resulta a veces maestra de la vida, y una de sus enseñanzas consiste en escarmentar en cabeza ajena. Las iglesias tuvieron que aprender la dura lección de ser desmentidas y desprestigiadas cuando invadieron el terreno de la ciencia. Hoy los papeles tienden a invertirse. Los avances científicos y los éxitos tecnológicos resultan tan evidentes, que la ciencia pasó al primer plano. Su prestigio es indiscutible, y surge la tentación del imperialismo epistemológico: sólo sus métodos serían legítimos y únicamente sus resultados merecerían aceptación. La religión, reconociendo humildemente su error histórico en este campo, puede entonces prestarle el gran servicio de precaverla contra el demonio, siempre al acecho, de reproducir la vieja tentación de traspasar los propios límites, intentando colonizar la rica polifonía del misterio humano.
Ser premio Nobel en física no implica competencia en literatura, ni en filosofía ni en religión. Le escuché a García—Sabell que Ortega había dicho un día: «Einstein sabe tanta física, que de vez en cuando puede permitirse decir alguna tontería en filosofía». Y leer los libros de los “nuevos ateos” produce en más de una ocasión vergüenza ajena, tanto desde el punto de vista filosófico como del religioso.
3.1. En concreto, existe una trampa muy común que, recordando a Babel, cabría calificar de “confusión de las lenguas”. Consiste en tomar una conclusión científica, verdadera en su campo y expresada en el juego lingüístico propio, para transportarla sin más, sin traducción adecuada, al lenguaje común, con consecuencias ilegítimas en la filosofía o en la religión. Consecuencias que, avaladas por nombres famosos o atribuidas la ellos, como en el caso de Hawking, suelen saltar a los titulares con resultados catastróficos. Para aclarar esto, nada mejor que acudir al famoso experimento —mental, no real— del “gato de Schödinger”.
Supóngase un “ingenio diabólico” —son palabras suyas— consistente en una caja hermética de acero en cuyo interior, invisible para nosotros, hay un gato junto a una substancia radiactiva y un frasco con un veneno mortal, de suerte que, cuando se produce una desintegración atómica, se rompe el frasco y el veneno mata el gato. Supóngase también que en el intervalo de una hora hay la misma probabilidad, 50%, de que se desintegre un átomo o no se desintegre. Dado que cuánticamente resulta imposible determinar si hubo o no desintegración, se produce una situación extraña: según los principios de la mecánica cuántica, la descripción correcta del sistema en ese momento “expresará este hecho por medio de la combinación de dos términos que se refieren al gato vivo y al gato muerto… dos situaciones mezcladaso indefinidas a partes iguales»[8].
Es decir que, cuánticamente —como por ejemplo, para efectos de un cálculo científico al respecto— cabe decir que el gato no está ni vivo ni muerto, o que está vivo y muerto al mismo tiempo, o que será la observación directa la que decida si está vivo o muerto… Todas estas hipótesis se hicieron. Schrödinger usó el experimento para mostrar las contradicciones de la Escuela de Copenhage. Aquí ni tengo competencia ni me interesa entrar en la discusión cuántica. Lo que sí importa es decir que, aún en el supuesto de que en el lenguaje científico se pueda afirmar, por ejemplo, que el gato está vivo y muerto al mismo tiempo, eso no puede traducirse sin más al lenguaje común: todos estamos seguros de que en la realidad el gato o está vivo o está muerto.
Esto es tan importante, que se me ocurre aclararlo aun con un ejemplo jurídico, más sencillo y comprensible. Imagínese una mujer cuyo marido se da por muerto, pero sin que aparezca el cadáver ni lo confirmen pruebas contundentes. Cuando pida la pensión de viudedad, podrán decirle con razón: no se la podemos dar aún, porque para la ley su marido no está ni vivo ni muerto. Y tendrán razón jurídicamente, aunque ni ella ni los oficiales duden de que realmente el marido está o bien vivo o bien muerto[9].
Puede parecer un juego, y algo tiene de eso. Pero tomarlo seriamente en cuenta no sólo ayuda para ahorrar discusiones, sino para mostrar lo absurdo de muchas consecuencias que se dan por válidas simplemente porque se visten con ropaje científico. Y digamos también, de paso, que esto vale lo mismo cuando se usan para atacar a la religión que cuando se acude a ellas para defenderla.
3.2. Como ilustración, que de algún modo me afecta, vale la pena aludir al tema de la resurrección, fijándonos en un artículo del profesor Manuel M. Carreira[10]. Artículo excelente, por la claridad, la información y el rigor de la exposición, mientras se mueve en el plano de su reconocida competencia científica. Pero no sucede lo mismo cuando, saliendo de la propia especialidad, entra en la teología. Empieza por apoyarse en una lectura literalista de los relatos evangélicos —incluida la capacidad “de comer”[11] por parte del Resucitado— que hoy resultan exegéticamente y teológicamente inaceptables. En consecuencia, al tomar todo eso al pie de la letra, se siente obligado a aclarar mediante mecanismos físicos la realidad trascendente del Cristo realmente resucitado, es decir, en el sentido auténtico y verdadero de la resurrección, que es algo toto coelo distinto de la revivificación de un cadáver.
Se comprende que le influyan ciertas especulaciones tradicionales acerca de las “propiedades del cuerpo glorioso”, acaso inevitables cuando reinaba el literalismo bíblico y persistían los restos de una mentalidad mítica, que no contaba con la autonomía de las leyes naturales. Pero después del reconocimiento solemne por parte de la Iglesia, sobre todo en el Vaticano II, de la necesidad de tener en cuenta no solo la crítica bíblica sino también la autonomía “absolutamente legítima” tanto “de las cosas creadas” como también “de la misma sociedad” (Gaudium et Spes, n. 36), el discurso teológico debe ser radicalmente distinto. De hecho, él mismo cuando habla científicamente pone, con precisión magistral, las condiciones que hoy determinan el ámbito de competencia de la física: «La Física reconoce solamente cuatro interacciones (fuerzas) y define la materia por su capacidad de actuar por alguna de ellas: la fuerza gravitacional, la electromagnética, la nuclear fuerte y la nuclear débil. Si hay una realidad que no puede describirse en términos de estas interacciones (como son la conciencia, el pensamiento abstracto y la actividad libre), no entrará dentro del concepto de materia y la Física no tendrá nada que decir de ella»[12].
Pero, si reconoce que esto vale para la conciencia, el pensamiento y la libertad, no se comprende como luego intente, en largas y polémicas páginas, incluir en estos parámetros la realidad estrictamente trascendente del Señor resucitado: «Ciertamente es difícil entender la materia, y no debemos negar fácilmente la posibilidad de que, por concesión divina, se comporte en niveles macroscópicos como vemos que lo hace en nuestros laboratorios al nivel de lo increíblemente pequeño. Eso es aplicable al cuerpo resucitado»[13].
Hechas con buena voluntad desde una innegable competencia científica, este tipo de afirmaciones corren el típico riesgo de buscar huecos para “el dios tapa-agujeros”, una vez desplazado de un espacio anterior. En todo caso, se salen claramente del marco de la teología: tan empíricas y tan pertenecientes a la específica intencionalidad científica son la física cuántica como la newtoniana y, por consiguiente, tan empirista resulta una aplicación teológica como la otra. De esa manera, sin pretenderlo y queriendo defender la fe, se hace imposible su comprensión actual y su fundamentación se introduce en el terreno de lo literalmente increíble. La parábola del “jardinero invisible”, de A. Flew (cuando era ateo), y la del “Júpiter tonante”, de N. R. Hanson, deberían ser hoy aviso suficiente para una fundamentación de la fe que, a fuerza de defensas en apariencia piadosas, sucumbe a la mentalidad empirista y hace imposible la verdadera racionalidad de la creencia[14].
4. Origen y contingencia: la teoría del big-bang y la fe en la creación
La resurrección planteaba un problema de especialidad más bien intrateológica. La cuestión del origen del universo con su repercusión mediática provocó una discusión intensamente pública. De ahí la importancia de cuidar con esmero el carácter específico de los diferentes lenguajes. En pocos problemas como en este se hacen sentir tanto su importancia como su dificultad. Cuando la especulación cosmológica habla del origen del universo, acudiendo al big-bang, está proponiendo una teoría científica. Cuando la reflexión religiosa habla de la creación, propone una teoría teológica. Apuntan a la misma realidad y las palabras son a veces las mismas, pero tienen intencionalidades distintas y lo que significan en un lenguaje, no equivale sin más a lo que significan en el otro.
La cosmología, mediante lo estudio científico de la realidad física, trata de explicar su desarrollo hasta llegar por distintas inferencias a lo que pudo ser el momento inicial. La teología — como a su modo a filosofía, pero en esto no es posible entrar aquí— ni pregunta eso ni tiene medios o competencia para estudiarlo. Su pregunta es distinta y distintos son tanto sus razonamientos como sus respuestas, porque lo que le interesa es el hecho mismo de la existencia del universo y lo que eso significa para el sentido último del ser humano, él mismo incluido en la pregunta. La misma tradición filosófica apunta a esto con la pregunta radical: “por que hay algo y no más bien nada?”. En contraste, el sentido de la pregunta científica aparece más claro: “¿cómo funciona y cómo fue el momento inicial de eso que así funciona?”.
Por eso los teólogos, viendo y aprendiendo las razones científicas acerca del funcionamiento del mundo, pueden aceptar la teoría del big-bang, sin que eso impida para nada su fe en la creación. La evolución cósmica y el big-bangle hablan del modo como funciona desde su comienzo ese mundo cuya existencia y sentido ellos ven fundados en Dios (en cuento que Dios hace ser el mundo y sus leyes, para que aquel exista en sí y ellas funcionen por sí mismas). Si el avance de la ciencia demostrase que esa teoría es falsa, la fe en la creación no cambiaría: simplemente trataría de aprender el nuevo modo de su funcionamiento. Por eso el teólogo que acepta el big-bang admite que pueda haber colegas que, teniendo la misma fe en la creación, lo rechacen, con tal de que no pretendan justificar su opinión con razones teológicas, sino únicamente porque les parecen más convincentes las razones de otros científicos.
No es cuestión de entrar en más detalles. Pero un ejemplo autorizado puede ayudar a percibir dónde está la diferencia que especifica la creación. Nada menos que santo Tomás de Aquino, enfrentado a la pregunta de si el mundo puede ser eterno, afirma que eso no sería opuesto a la creación, porque incluso en ese caso la existencia del mundo estaría igualmente fundada en Dios: sería fruto de la creación divina[15]. Por cierto, que prestar atención a esto les ahorraría a ciertos cosmólogos, empeñados en excogitar teorías científicas del origen del universo que —invadiendo el campo filosófico y el religioso— hagan innecesaria la idea teológica de creación. Cosa que vale incluso no solo para las fantasías de una “nada” creadora, sino también para las hipótesis de universos infinitos o para las más sutiles de un universo “autocontenido”, funcionando dentro de sí mismo sin comienzo. Eso explicaría lo que sucede en el universo, pero no el universo como tal.
De todos modos, conviene tener en cuenta que el respeto de las diferencias entre ciencia y religión no tiene por que implicar desinterés o separación total. Los avances científicos, ayudando a comprender mejor el funcionamiento de las realidades creadas, pueden ayudar a interpretar teológicamente determinados aspectos cuya comprensión tradicional nos llega condicionada por la cultura anterior. Así, el descubrimiento de la evolución supuso un notable enriquecimiento, tanto general, como mostró la obra de Teilhard de Chardin, como, por ejemplo, en el caso concreto de la Cristología, según aclaró Karl Rahner[17]. La importancia de esto la reconoció el mismo Juan Pablo II, en el escrito ya mencionado, acudiendo nada menos que a la propia tradición bíblica: «Si las cosmologías antiguas del Cercano Oriente pudieron purificarse e incorporarse a los primeros capítulos del Génesis, la cosmología contemporánea ¿podría tener algo que ofrecer a nuestras reflexiones sobre la creación? Una perspectiva evolucionista ¿arroja alguna luz aplicable a la antropología teológica, el significado de la persona humana como imago Dei, el problema de la Cristología –e incluso sobre el desarrollo de la doctrina misma–? ¿Cuáles son, si hay alguna, las implicaciones escatológicas de la cosmología contemporánea, atendiendo en especial al inmenso futuro de nuestro universo? ¿Puede el método teológico apropiarse con fruto concepciones de la metodología científica y de la filosofía de la ciencia?».
5. Acción divina en el mundo: el paracaidista pragmático y el párroco piadoso
Pero acaso el punto de mayor trascendencia teológica, por sus decisivas y múltiples consecuencias, resida hoy en la cuestión de la acción divina en el mundo. Tomar en serio —como pidió lo Concilio— la autonomía de las leyes que rigen el funcionamiento del mundo, llama a un re-pensamiento radical, pues de una justa comprensión en este punto depende en gran medida el destino de la fe en nuestra cultura. El carácter técnico de la palabra autonomía no debe engañar. Puede no ser entendida por muchos, pero desde que se abre un libro en la escuela hasta que se ve la previsión del tiempo o la explicación de un tsunami en la televisión, su significación entra por todos los poros de la cultura actual. En terminología de Ortega, constituye una creencia, es decir, algo que se da por supuesto y que condiciona —en este caso legítimamente— el modo de entender las cosas: nadie piensa en un demonio ante una peste y hoy resulta muy extraño oír hablar de rogativas por la lluvia. Esto es tan operante, que una comprensión de la fe que no lo tenga en cuenta acaba por hacerla anacrónica, minando su credibilidad.
Para verlo, tal vez nada mejor que ejemplificarlo mediante dos chistes bien conocidos. Y espero que el recurso no se interprete como irreverencia superficial[18]. Como se sabe, en los chistes suelen operar dos lógicas: una obvia, en la superficie; y otra, más bien oculta, que emerge por contraste. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando al optimista que dice: “este es el mejor de los mundos posibles”, le contesta el pesimista: “tienes razón”. Aun siendo relativamente sutil, se ve bien aquí el mecanismo del humor. En el primer caso, está la lógica más evidente: ante tantos males en el mundo, resulta demasiado extraña la primera afirmación; de ahí el éxito del Cándido de Voltaire, burlándose de la teoría de Leibniz. Pero, cuando se mira más a fondo y se advierte que este habla de los mundos posibles (¿cómo serían los otros?), se invierte la perspectiva; e incluso puede extrañar la superficial ligereza de Voltaire frente a la profunda seriedad de Leibniz. Pues bien, obsérvense ahora los dos casos a que alude el título del apartado.
5.1. El primero habla del paracaidista pragmático que cae sobre un barranco hondo y queda colgado de una rama. Grita: “¿Hay alguien por ahí?”. Escucha una voz celestial: “Tranquilo, hijo mío, ten confianza: yo estoy contigo”. Contesta él: “Muchas gracias. ¿Hay alguien más?”.
El caso puede tener una interpretación atea, o incluso cínica. Pero también la persona de fe ríe con gana la salida. No niega que hay verdad en la respuesta (“Muchas gracias”). Con todo, algo no le cuadra, porque, en su literalidad, la lógica de la fe resulta cuestionada por la más evidente y pragmática de la experiencia cotidiana. Las palabras finales —“¿Hay alguien más?”— destapan esa tensión y hacen saltar el humor, acaso un poco nervioso … y que obliga a la reflexión. Porque ahí se hace patente un problema que existió siempre, como lo muestran las preguntas sobre el problema del mal: porqué Dios no interviene poniendo remedio? Lo grave es que hoy se agravó, por la evidencia de la autonomía y no —sin relación con ella— por la libertad en criticar la religión. De hecho, culturalmente, la primera respuesta fue para muchos el deísmo (Dios creó el mundo, pero ahora permanece pasivo en el cielo) y para otros se convirtió en fuente de ateísmo.
Lo importante es que en el trasfondo del chiste se anuncia un problema muy radical. Tan radical, que, como vengo sosteniendo hace tiempo, la teología está aún lejos de encontrarle plena claridad. Porque las respuestas corrientes, resistiéndose a un re-pensamiento radical, se mueven en una especie de deísmo intervencionista o intermitente: Dios interviene realmente;pero sólo en determinados casos, como en los milagros; o, de manera más discreta, se intenta que lo haga en respuesta a nuestras peticiones, curando un enfermo o dando fuerzas en una dificultad. Pero esa visión, general y predominante, más que una solución verdadera representa una fuente de problemas insolubles.
5.2. Lo curioso es que el segundo caso, el segundo chiste, muestra como, a pesar de eso, de algún modo la conciencia religiosa intuyó siempre la verdadera solución, marcándole el camino a la teología.
Se trata de un párroco piadoso ante una grave inundación. Empieza a subir el nivel del agua y, mientras todos se ponen a salvo, él queda en la iglesia afirmando que Dios, siempre providente, lo salvará. Sigue subiendo el nivel y cuando está ya encima de unos bancos, un grupo de vecinos acude con una barca; pero se niega a embarcar: Dios tiene que salvarme. Finalmente, cuando el agua lo obliga a subir al campanario, acuden todavía con un helicóptero; pero él sigue esperando en la providencia… y muere ahogado. Ya en el cielo, con los ojos bajos y cara enfurruñada, se le queja a Dios, preguntando por qué lo abandonó a pesar de su fe y confianza en la providencia. ¿Cómo que te abandoné?, es la respuesta. Te mandé una comisión de vecinos, busqué una barca e incluso llegué a alquilar un helicóptero, ¡y aún te quejas!
También aquí resulta transparente a doble lógica. Según la lógica superficial, parece que Dios no hizo nada, y el párroco tiene derecho a la queja. Pero la segunda lógica descubre la verdad, y también aquí lo significativo es que todos la comprendemos: Dios estaba actuando. Pero no actuaba de la manera normal, milagrosa (o milagrera), como una causa entre las demás causas del mundo, sino en y a través de ellas, como el fundamento creador que les da el ser, que hace posible y promueve su actuación. Rahner lo expresó en una frase certera: “Dios obra el mundo y no propiamente en el mundo”[19].
Lo que precisa la teología es prolongar esta intuición e ir aprendiendo a concretarla, viendo en todo a Dios como Aquel que, siempre y sin descanso, está creando por amor,impulsando el avance del mundo en la medida que lo permite el respeto a la autonomía de sus leyes, y sobre todo, fundando, animando y solicitando la libertad humana hacia el bien y a la justicia.
Bien mirado, aquí se anuncia una tarea a un tiempo evidente y difícil, comprometida y fascinante. Aludamos tan sólo a algo decisivo, teniendo en cuenta que para el ser humano ser libre es tan natural como para la piedra seguir la ley de la gravedad. Por un lado, la libertad aparece como nuestra máxima gloria. En nuestras manos está modificar y hacer avanzar la creación, si, acogiendo la acción creadora y trascendente de Dios, nos dejamos guiar por ella, prolongándola e historizándola en el cuidado del mundo y en el bien de la humanidad. Por otro, marca la máxima responsabilidad, pues el avance y el progreso o la ruina y la explotación quedan entregados a nuestra decisión. Dentro de los límites impuestos por la autonomía del mundo y de nuestra libertad, todo lo que nosotros —por pereza, por egoísmo, o por abuso— no hagamos, quedará irremediablemente sin hacer. Por parte de Dios no está nunca el fallo: “mi Padre trabaja desde siempre”, dice Jesús en el cuarto Evangelio (Jn 5,17).
Intentar suplir esto con peticiones para convencerlo a Él resulta tan fuera de lugar como si, en la parábola del Samaritano, el sacerdote y el escriba se pusieran de rodillas rogándole que tuviese compasión del herido al lado del camino. Quien llama, e incluso “pide y suplica”, es Dios al lado de todos los heridos: la verdadera oración consistirá entonces en la atención humilde y agradecida a la llamada divina, para que, acogiéndola y teniendo piedad, actuemos como el Samaritano: “vete y haz tu lo mismo” (Lc 10,37).
6. Providencia y azar: el “autobús frívolo” y el “cíngaro desamparado” frente al Dios “poeta del mundo” y «gran compañero”
El título del apartado remite a consecuencias que son especialmente relevantes. Sólo podrán ser tratadas de modo muy breve y alusivo, atendiendo a dos contrastes principales: a) la ciencia, como fuente de sentido o sinsentido para la existencia y b) la ciencia, como vía al ateísmo o camino a Dios.
6.1. Resulta sorprendente la diferencia llamativa del modo como en los últimos tiempos se presentó el resultado que para la existencia humana significa el llamado ateísmo científico. Los “jóvenes ateos” se presentan con una seguridad entusiasta, con una increencia optimista, como un nuevo evangelio de luz y felicidad: “Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida”. En cambio, no hace mucho, en 1970, Jacques Monod, premio Nobel en biología, escribía Le hasard et la nécessité, una dura requisitoria atea contra toda idea de creación o providencia. Pero su conclusión era desoladora: «Si acepta este mensaje en su entera significación, le es muy necesario al Hombre despertar de su sueño milenario para descubrir su soledad total, su radical foraneidad. Él sabe ahora que, como un Cíngaro, está al margen del universo donde debe vivir. Universo sordo a su música, indiferente a sus esperanzas, a sus sufrimientos y a sus crímenes”[20].
Antes de él, en 1918, Bertrand Russell había llegado a conclusiones no menos escalofriantes: «(…) el hombre es el producto de las causas que no tenían previsión ninguna del fin que estaban realizando; que su origen, su crecimiento, sus esperanzas y miedos, sus amores y sus creencias no son más que el resultado de posiciones accidentales de átomos; que ningún fuego, ningún heroísmo, ninguna intensidad del pensamiento y sensibilidad pueden preservar una vida individual más allá del sepulcro; que todos los trabajos de las edades, toda la dedicación, toda la inspiración, todo el brillo cenital del genio humano están destinados a la extinción en la vasta muerte del sistema solar, y que el entero templo de los logros humanos tendrá que ser inevitablemente enterrado bajo los escombros de un universo en ruinas —todas estas cosas, si no absolutamente incontrovertibles, son, no obstante, casi tan seguras, que ninguna filosofía que las rechace puede esperar sostenerse»[21].
John Hick, de quien tomo las citas, comenta que, ciertamente, “una interpretación naturalista del universo es muy mala noticia (very bad news) para la humanidad en su conjunto, mientras que una interpretación religiosa, de ser verdadera, es […] una muy buena noticia (very good news) para la humanidad en su conjunto»[22].
Los corchetes indican que en esta última cita he omitido las palabras “con las excepciones que se anotarán a continuación”. Porque no pretendo ni que la visión atea deba convertirse siempre en pesimismo existencial ni que la fe religiosa induzca necesariamente una visión optimista. Tampoco dejo de tomar nota de la alerta —que deberíamos tomar muy en serio— contra las deformaciones de un cristianismo que demasiadas veces cultivó una pastoral del miedo; pastoral que obedece a una mentalidad que bien puede estar en la base más culpable de la grave queja del Vaticano II, cuando lamenta que en el nacimiento del ateísmo “pueden tener parte no pequeña” las malas presentaciones de los creyentes[23].
A lo que sí pretendo aludir con el “autobús frívolo” es a la escandalosa ligereza con que los nuevos ateos, envolviéndose en una retórica cientificista con pretensiones filosóficas, violan las normas más elementales de una lógica seria, demostrando tanto un desconocimiento asombroso de las cuestiones religiosas que pretenden criticar, como una impenitente y continua transgresión de la racionalidad científica hacia el campo filosófico y teológico. Para no hablar de la flagrante intransigencia y dogmatismo que late bajo los repetidos manifiestos de tolerancia, pacifismo y espíritu de diálogo.
Comprendo que corro el riesgo de dejarme contagiar por el mismo tono que estoy criticando. Pero tampoco se debe callar ante el intolerable abuso de marketing publicitario con que se trata de impresionar y seducir a la opinión pública. Ni, menos aún, ante el recurso a malas artes, cuando se ataca con saña a quien no entra en su juego. Basta con ver el tipo de descalificaciones a que acudieron contra un intelectual tan serio y honesto como Anthony Flew, cuando este, después de pasar la vida argumentando filosóficamente que era imposible demostrar la existencia de Dios, manifestó haber llegado a la convicción de que Dios existe. Cambió por motivos estrictamente intelectuales y con una cuidadosa atención a los nuevos datos científicos, explicándose además de manera clara y expresa. Pero R. Dawkins, por ejemplo, decretó que el cambio suponía una tergiversación, insinuando que era fruto de la edad (“cuando era un anciano”), y no tuvo pudor en interpretar cómo “compensación” (se supone que económica) el premio Templeton ni en hablar de su ignominiosa decisión de aceptar, en 2006, el premio Phillip Y. Johnson «para la libertad y la verdad” (se supone que por el grave delito de tratarse de una asociación católica). Todo en una nota, sin la mínima argumentación ni, por supuesto, el menor intento de diálogo[24].
6.2. Hay que reconocer que, aun sin caer nunca tan bajo, ni el mismo Russell escapó siempre a estos defectos. Sus ataques en el conocido Porque no soy cristiano[25], por ejemplo, solo tienen validez contra una visión decimonónica del cristianismo, sin preocuparse de analizar las presentaciones actualizadas, como exigía una confrontación verdaderamente crítica. Son restos que ya Unamuno había calificado de odio “anti-teológico” y rabia “cientificista”[26]. Por fortuna, el caso Flew muestra como un estudio científicamente bien informado acerca de los nuevos descubrimientos cosmológicos y sobre todo biológicos, por un lado, y filosóficamente riguroso, por el otro, puede —no digo que deba ser necesariamente y para todos— encontrar en la existencia de Dios la mejor explicación para el ser del mundo y el sentido del destino humano.
Con todo, acaso resulte más significativo el caso de Alfred North Whitehead quien, después de escribir junto con Russell, en 1910-1913, los tres tomos monumentales de los Principia mathematica, siguió una trayectoria distinta. Abandonó el positivismo cientificista, iniciando una trayectoria filosófica —la Process Philosophy, “Filosofía del proceso”— con un atento estudio del problema de Dios. Sus conclusiones, que aún hoy alimentan una buena parte de la teología en lengua inglesa, dando origen a la Teología del proceso, están bien sintetizadas en el pequeño libro Religion in the Making (1926)[27]. Su fundamentación filosófica la expone sobre todo en Process and Reality (1929), un libro amplio y complejo, de nada fácil lectura.
A ese libro pertenecen dos entre las más bonitas definiciones que, en mi parecer, se han dado de Dios. La primera se refiere sobre todo a la profunda y constructiva racionalidad de la realidad cósmica y biológica, que él ve fundada y amorosamente atraída y orientada por Dios. De ahí que lo considere como «el poeta del mundo, que con amorosa paciencia lo guía mediante su visión de la verdad, belleza y bondad»[28]. La otra remite más inmediatamente a la realidad humana, atenta al gran problema del mal y del sufrimiento, inevitables en un mundo en proceso, pero donde Dios aparece como el “gran Compañero, el camarada en el sufrimiento, que comprende”[29]. Escogí estas expresiones magníficas paro el titulo del presente apartado, porque por sí mismas resultan tan significativas que permiten ahorrar muchas reflexiones[30].
Las expresiones son nuevas, pero enlazan con una ancestral percepción de la cultura humana, admirada, a pesar de todo, por la racionalidad cósmica y la belleza natural: “los cielos proclaman la gloria de Dios”, canta en la Biblia el salmista. Y, cuando se ve con esta perspectiva, incluso la evolución, que después de Freud muchos proclaman como una de las grandes humillaciones del ser humano, puede mudarse en lo contrario. Gracias a ella, para el creyente, el proceso cósmico y la evolución biológica se revelan no como fruto del azar y la necesidad, sino nacidos de una decisión libre y amorosa del Creador. Y en todo caso, para todos, constituyen la larga gestación de la humanidad, que aparece así como la flor de la creación.
Hoy, escarmentados por tantos abusos cometidos por los humanos, hay reservas instintivas ante afirmaciones de este tipo. Pero cuando se observa el proceso en su dinamismo más íntimo y auténtico, lejos de llamar a un “antropocentrismo” o “especiecentrismo” insolidarios, se ilumina por dentro como la maravilla de la fraternidad cósmica, donde el mundo y en él cada piedra, cada planta y cada animal aparecen formando parte del propio cuerpo de la humanidad. En realidad, sólo se comprende el sentido de ese proceso, cuando hace ver que nunca nos esforzaremos bastante en tratar con el máximo cariño, respeto y cuidado posibles a todas y cada una de las realidades gracias a las cuales nosotros podemos vivir y progresar[31].
No se trata de novedades románticas, sino de la verdad de una creación que lleva dentro de sí la “bendición original”, que, a través de todas las limitaciones y dificultades, trata de conducirla a su más auténtica y plena realización. Tal vez nada resulte más expresivo para intuir la hondura y la luz de un universo entrañablemente animado por el amor divino, que acudir a la poesía de san Juan de la Cruz, uno de los grandes videntes de la esencia de lo real: «Siente el alma allí como un grano de mostaza muy mínimo, vivísimo y encendidísimo, el cual de sí envía en la circunferencia vivo y encendido fuego de amor; el cual fuego, naciendo de la sustancia y virtud de aquel punto vivo donde está la sustancia y virtud de la yerba, se siente difundir sutilmente por todas la espirituales y sustanciales venas del alma según su potencia y fuerza, en lo cual siente ella convalecer y crecer tanto él ardor, y en ese ardor afinarse tanto el amor, que parecen en ella mares de fuego amoroso que llega a lo alto y bajo de la máquinas, llenándolo todo el amor; en lo cual parece al alma que todo el universo es un mar de amor en que ella está engolfada, no echando de ver término ni fin donde se acabe ese amor, sintiendo en sí, como habemos dicho, el vivo punto y centro del amor»[32].
7. Universalidad religiosa en la era espacial: el “divino astronauta” y el Abbá sin fronteras
La expresión la escuché hay mucho tiempo en una emisión radiofónica. El locutor, entusiasmado en su afán actualizador, explicaba el misterio de la Ascensión hablando de Cristo como el “divino astronauta”. Un disparate, que hace reír, pero que alerta sobre una necesidad urgente. Los desafíos del cambio cultural, en un mundo en transformación y expansión imparables, son de tan amplio calado, que obligan a un re-pensamiento radical en la comprensión de la fe. El peligro estaría en contentarse con afeitados verbales o simples amaños de superficie.
Si ya Pascal estaba asombrado por la inmensidad de los espacios cósmicos, la cosmología actual abrió dimensiones que ni él podía sospechar, suscitando cuestiones inéditas e intrigantes. Una de ellas, dados los miles de millones de posibles planetas semejantes al nuestro, es si en alguno de ellos puede haber no ya vida, sino seres libres y racionales: personas. Por el momento no hay respuesta y las opiniones se dividen: la inmensa cantidad del número parece llamar a la probabilidad positiva; la inmensa complejidad de la vida humana sugiere la improbabilidad[33]. También los teólogos se dividen, y no sin influjo de preocupaciones teológicas. La principal emana sobre todo de la fe en la universalidad de la salvación,tal como se ha revelado en Jesús de Nazaret, confesado como el Cristo. Si sólo en él está la salvación definitiva, ¿como se relacionarían con ella los posibles otros?
Unos teólogos, como es el caso de Wolfhart Pannenberg, tienden a buscar alguna conexión óntica, es decir, si lo entiendo bien, como una especie de extensión misionera, acentuando la función “clave” (Schlüsselfunktion) de lo acontecido en la tierra para el conjunto de la creación[34]. Otros, como Paul Tillich, indicando que lo “que se manifiesta en Cristo es la relación eterna que media entre Dios y el ser humano”, dice que su “respuesta fundamental deja abierto el universo a posibles manifestaciones divinas en otras zonas o en otros períodos del ser”, porque “la manifestación del poder salvador en un lugar implica que este poder está actuando en todos los lugares”[35]. Y Karl Rahner dice algo parecido: reconociendo el carácter especulativo de la cuestión, afirma que podría “decirse con sentido que también a esos otros seres de carácter espiritual y corpóreo les tendría que ser atribuida (a pesar de la plena gratuidad de la gracia) una determinación sobrenatural en inmediatez con Dios”[36]. Y, con su típica cautela, no deja de sacar por consecuencia: “Aún habida cuenta la inmutabilidad de Dios en sí mismo y la identidad (Selbigkeit) del Logos, no se podrá demostrar que sea sin más impensable una encarnación múltiple en distintas historias de la salvación”[37].
Debido al inevitable carácter hipotético del problema, se requiere ciertamente contención teológica[38]. Desde luego, hace falta tener en cuenta que la Biblia habla dentro del estrecho horizonte espacial y temporal de su tiempo y cultura, y no conviene buscar en ella respuestas directas. Por otra parte, la revelación ha dejado de ser vista como un “dictado” divino, para ser comprendida como el descubrimiento de lo que Dios, con amor irrestricto — como Abbá sin fronteras— está tratando de manifestar a través de su creación, allí donde ella pueda ser consciente y alcanzar una plenitud personal. Teniendo esto en cuenta y situándome en la línea de estos autores, mi parecer lo expresaba así hace poco, contestando a la pregunta que me hacía un lector: “Su pregunta es interesante y tal vez acabe siéndolo más, si por casualidad apareciera que la posibilidad de otros mundos con vida personal se verificadse. De momento, como Vd. bien dice, lo que podemos decir es teología-ficción, y hay que ser prudentes y contenidos. Si en lo que constatamos resulta ya tan difícil, qué podemos saber de lo otro. Dicho esto, le diré que para mí lo fundamental no me suscita mucho problema. Como me fío de Dios, estoy seguro de que si hay otros seres personales en el mundo (unas veces me parece probabilísimo y otras, casi imposible…), Él los tratará con idéntico amor y buscará el modo de revelárseles”[39]. Lo que el fondo último de la encarnación es para nosotros —Dios que desde dentro de nuestra humanidad logra manifestársenos “plenamente” y abrirnos totalmente su amor salvador— acabará aconteciendo también para ellos, supongo que también para “ellas” (pues no es probable que Dios los privaría de la maravilla del amor de pareja).
Esto, claro está, llama a pensar el misterio de la encarnación de manera que haya sentido para las distintas posibilidades. Pero misterio es ya ahora, y no creo que eso cambiara mucho el significado fundamental.
Se comprenden entonces dos consecuencias ante las que nos situaría la existencia de otros seres personales no terrestres. La primera, más obvia, no ofrecería especial dificultad, incluso parecería abrir amplitudes y bellezas insospechadas. Porque, igual que la evolución nos ha llevado a descubrir que la culminación humana significa de algún modo la flor de la creación vista desde la tierra, en el caso de existir esas diversas culminaciones, sucedería lo mismo con cada una de ellas en el ámbito cósmico donde tuviera lugar. Apurando un poco la metáfora, diríamos que, en lugar de reducirse al geocentrismo de una sola floración, el universo sería un jardín floreciendo en múltiples y variadas culminaciones personales.
La segunda consecuencia se presentaría más seria y profunda, porque abriría una cuestión abisal: ¿como se relacionarían entre sí las diferentes culminaciones de la revelación en los distintos mundos? Una cosa es clara: cada una de ellas tendría que representar para sus habitantes lo que para nosotros representa Jesús de Nazaret. Pero ¿que significa eso en concreto: en que consistiría la identidad y la diferencia entre las distintas encarnaciones? No podemos cerrar la posibilidad, pero no disponemos aún de categorías para pensarla teológicamente. Por fortuna, no tendría sentido tomar ahora decisiones dogmáticas. Si la posibilidad llegase a ser real, sería el tiempo de pensar la cuestión a partir de los nuevos datos y, seguramente, en un nuevo y muy diferente contexto cultural y teológico. Entretanto, pienso que es mejor callar.
Con todo, aventurándome a imaginar por donde podría ir un camino para “orientarse en el pensar” dentro de ese abismo fascinante, aventuro una mínima sugerencia. Tal vez el concepto mediador debería buscarse en la misma dirección por donde se orientó la teología tradicional, cuando tuvo que abordar las hondas y delicadas preguntas que se abren en el tratamiento de la Cristología y de la Trinidad. Me refiero al concepto de “persona”, pero tomado con toda cautela y rigor: no en el sentido corriente, sino en el específicamente peculiar y nunca completamente sintetizable que tiene cuando se aplica a esos misterios. Habría que pensar en una “persona” en distintas “naturalezas” o realizaciones existenciales concretas. Pero, repito, asomados al abismo, seguramente es mejor callar, en un silencio humilde, expectante y respetuoso…
Notas
[1]“La teología ante la exigencia de las ciencias naturales”, en Id., Teología y ciencias naturales, Madrid 1967, 85.
[2]Remito sobre todo aCiencia y fe, del conflicto al diálogo: Encrucillada 25/121 ( 2001) 24-41 y a la versión algo más amplia en mi libro Fin del cristianismo pre-moderno. Retos hacia un nuevo horizonte, Santander 2000, cap. 5, 170-207.
[3]Traducido al castellano por la Ed. Edamex, México 2002. Puede verse en:
https://www.upcomillas.es/webcorporativo/Centros/catedras/ctr/Documentos/CARTAJUANPABLII.pdf
[4]Tomo los datos del excelente trabajo de M. García Doncel, “Temas actuales del diálogo Teología-Ciencias, en: Fe en Dios y Ciencia actual.III Jornadas de Teología en él Instituto Teológico Compostelano, Santiago 2002, 201-232, en p. 202-205.
[5]Palabras del discurso de Benedicto XVI a la Academia Pontificia de las Ciencias, 8 noviembre 2012.
[6]Vale la pena repasar algunas variantes: “Que sí es cierto que el poco / saber nos pone a prueba, / él mucho, si se alcanza, a Dios nos lleva” (Fray Luis de León, al salir de la prisión); “Certissimum est atque experientia comprobatum lleves gustus in philosophia movere fortasse ad atheismum, sed pleniores haustus ad religionem reducere»(F. Bacon); “Un poco de ciencia aleja de Dios, mucha ciencia aproxima de nuevo a Dios” (Pasteur); “El primer sorbo de la copa de la ciencia aleja de Dios, pero, cuanto más se bebe de ella, más claro se ve en su fondo el rostro del Creador” (Carl von Weiszäcker).
[7]Estas metáforas las tomo de un trabajo anterior en el que dialogo con el fino y respetuoso diagnóstico que J. A. Marina da de las relaciones entre ética y religión: Ética y religión: “vástago parricida” o hija emancipada: Razón y Fe 2491266 (2004) 295-314.
[8] Cf., por ej., G. C. Ghirardi,Un ‘occhiata alle carte di Dio. Gli interrogativi che la scienza moderna pone all’uomo, Miñato 1997, 331; cf. 330-372, que ofrece una amplia y seria explicación (por lo demás, simpáticamente ilustrada). J. Polkinghorne, Ciencia y teología. Una introducción, Santander 2000, 50-53, ofrece una breve y clara exposición de las distintas interpretaciones del experimento.
[9]Por pura casualidad, mientras redactaba este trabajo aparece en el diario El País (11 nov 2012) el siguiente titular:“Antonio Anglés, ni vivo ni muerto”; y la explicación de la noticia se encabezaba: “Ni entre los vivos ni entre los muertos” (20 años después!). Puede verse en: http:politica.elpais.compolitica20121111actualidad1352601139_693757.html
[10]“Implicaciones teológicas de la Física moderna”, en: Fe en Dios y Ciencia actual.III Jornadas de Teología en él Instituto Teológico Compostelano, Santiago 2002, 143-172.
[12]Ibid., 147. Dirá aún después: “Debe insistirse en una aceptación constante y coherente del concepto de materia que nos da la Física actual. La definición operativa de toda forma de materia se presenta en términos de sus interacciones con otra materia y, en la práctica, con nuestros instrumentos. No puede atribuirse a la materia ninguna propiedad imaginada para resolver un problema, si no puede reducirse a una actividad cuantificable. Esta actividad debe tener siempre como resultado algo también de índole material, con parámetros descriptivos en términos de masa energía, carga eléctrica, etc. (p. 160).
[14]Aludo a dos conocidas parábolas según las cuales para que se pueda creer razonablemente en su existencia, Dios tendría que dar pruebas físicas de sí mismo, como responder a una descarga eléctrica, en la primera parábola, o aparecer fulgurante en las nubes, según la segunda. Las reproduzco y aclaro todo esto con más detalle en Repensar el mal. De la poneroloxía a la teodicea, Vigo 2011, 103-111.
[15]De aeternitate mundi contra murmurantes. Puede verse el texto latino con traducción inglesa y castellana en:http:www.geocities.comAthensAtrium8978Aeternitate.html#f3
[17]“La cristología dentro de una concepción evolutiva del mundo”, en: Escritos de Teología V, Madrid 1964, 181-220 (original 1962); puede verse también en la citada Teología y ciencias naturales, 139-206.
[18]Para un tratamiento más “serio” de todo este problema, permítaseme remitir a mi libro: Fin del cristianismo premoderno, cit.
[19]“…Gott dieWelt wirk und nicht eigentlich inder Welt wirkt” (Grundkurs des Glaubens, Freiburg-Basel-Wien 1976, 94 (cf. la trad. cast., Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 1979, 112, que es menos enérgica).
[20]El azar y la necesidad, Barcelona 1971, 186.
[21]Bertrand Russell, Mysticism and Logic and Other Essays, London 1918, 47-8. Refiriéndose a este ensayo escribiría más tarde, 1962, en una carta: «Mi propia visión acerca del cosmos y de la vida humana sigue siendo sustancialmente la misma” ( My own outlook on the cosmos and on human life is substantially unchanged).
[22]J. Hick, The Fith Dimension. An Exploration of the Spiritual Realm, Oxford 1999, 20-21.
[23]Cf. Gaudium et spes, n. 19. El diagnóstico pastoral pertenece al historiador católico J. Delumeau, La Peur en Occident (XIVe-XVIIIesiècles), Paris 1978; Le Péché et la peur: La culpabilisation en Occident (XIIIe-XVIIIesiècles ), París 1983.
[24]Él espejismo de Dios, Madrid 2007, 93, nota 3. Por fortuna, Flew, después de una noble y serena respuesta (puede verse en http:www.bethinking.orgscience-christianityintermediateflew-speaks-out-professor-antony-flew-reviews-the-god-delusion.htm), publicó en 2007, un libro en el que explica su proceso. Existe traducción castellana: Dios existe, Madrid 2012, con dos excelentes prólogos (J. Soler Gil, para la edición castellana y R. A. Varghese para la original) que contextualizan y detallan este capítulo verdaderamente triste de la historia intelectual.
[25]Buenos Aires 1973; e igualmente en Religión y ciencia, México 1951.
[26] “El odio antiteológico, la rabia cientifista —no digo científica— […] es evidente. Tomad, no a los más serenos investigadores científicos, los que saben dudar, sino a los fanáticos del racionalismo, y ved con qué grosera brutalidad hablan de la fe. A Vogt le parecería probable que los apóstoles ofreciesen en la estructura del cráneo marcados caracteres simianos; de las groserías de Haeckel, este supremo in-compresivo, no hay que hablar; tampoco de las de Büchner; Virchov mismo no se ve libre de ellas. Y otros lo hacen más sutilmente” (Del sentimiento trágico de la vida, Madrid, 122011, 98-99;lo recuerda J. Soler Gil en el prólogo citado).
[27]Trad. cast.: El devenir de la religión, Buenos Aires 1961.
[28]Proceso y realidad, Buenos Aires 1956, 464-465.
[29]Ibid., 471. Vale la pena verlo en el original inglés: “The great companion -the fellow sufferer who understands” (Process and Reality, New York 1926, 532).
[30]Las comento con cierta amplitud en Repensar el mal, cit., 369-374. 400-407.
[31]Contra los tópicos más corrientes, esta idea se va imponiendo en la conciencia crítica. Vale la pena leer la muy informada y profunda obra de R. Brague,La sabiduría del mundo. Historia de la experiencia humana del universo, Madrid 2008. En concreto, lo expresan bien estas palabras de F. J. Ayala, que gusta de citar J. R. Lacadena: “Copérnico sacó al hombre del centro del Universo y Darwin desmitificó su origen incluyéndolo dentro de un sistema en evolución; sin embargo, la misma evolución, al hacer al ser humano reflexivo, consciente, ético, religioso y capaz de mediatizarla, vuelve a situar al hombre como el ser central de la evolución”.
[32]Llama de amor viva, Canc. 2, n.11 (Vida y Obras completas, Madrid 1964, 855).
[33]Puede verse un balance sugestivo en W. Stegmüller, Hauptströmungen diere Gegenwartsphilosophie II, Stuttgart 61979, 693-702.
[34]Systematische Theologie II, Göttingen 1991, 95-96.
[35]Teología sistemática II, Barcelona 1972, 131-132.
[36]“Naturwissenschaft und vernünftiger Glaube”, en Id, Schriften zur Theologie. Bd. 15. Zürich 1983, 24-62, en p. 58.
[37]Ibid., 59: “Angesichts diere Unveranderlichkeit Gottes in sich selbst und diere Selbigkeit des Logos wird man wohl nicht beweisen können, dass eine mehrfache Inkarnation in verschiedenen Heilsgeschichten schlechterdings undenkbar sei”.
[38]Una exposición de diversas opiniones, incluso de autores antiguos, desconocedores de los datos actuales, puede verse en Thomas F. O Meara, Extraterrestrials and Christian Revelation,Minnesota 2012; ofrece una breve síntesis en Extraterrestrials and Religious Questions(puede verse en http:journalofcosmology.comJOC20El%27Meara1.pdf).
[39]Añado aquí una referencia sugestiva de P. Benvenuti, Curiosity e la sua sfida: L’Osservatore Romano 11 agosto 2012, p. 4: desde el Dios de Jesús y con ocasión de la última exploración de Marte,dice que, más que de “diseño inteligente” (Intelligent Design), deberíamos hablar de “diseño amoroso” (Love Design). Personalmente pienso también que, para el tema presente, más que de principio “antrópico” (que podría parecer reducido a los humanos) sería mejor hablar de “principio agápico” (abierto a todos los seres personales posibles).
Artículo elaborado por Andrés Torres Queiruga, teólogo, profesor de la filosofía en la Universidad de Santiago de Compostela y miembro de la Real Academia Galega, de la que es vicesecretario. El artículo fue publicado originalmente en la revista Encrucillada 36/180 (2012) 10-35.
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