Las bases conceptuales de la Modernidad en el pensamiento de occidente (con la irrupción del racionalismo, del positivismo, del materialismo, del teísmo antropomorfo, del cientificismo…), están fundamentadas en la filosofía cartesiana y en la física newtoniana. De esta manera, se cosifica la realidad y objetiviza el proceso epistemológico. Pero estos planteamientos, para muchos autores de fronteras, van tocando a su fin a partir de la configuración de los novedosos paradigmas emancipatorios y epistémicos.
Este proceso comenzó a partir de la violenta irrupción de la física cuántica, de la teoría de la relatividad, y del principio de indeterminación de la materia (Rutherford, Einstein, Heisenberg…), así como de la interpretación místico-filosófica de ellas (Capra, Bohr…). Dicha irrupción, a la largo de las últimas décadas, se ha extendido a las diversas disciplinas, tales como la biología (Prigogine), la teología (Boff), la pedagogía (Pérez Gómez), el ecofeminismo (Shiva), el ecosocialismo (Lowy), la psicología (Jung), etc., y está generando un novedoso paradigma cuyas características principales son la interrelacionalidad (Sheldrake), el carácter holístico (Bohm), la inexistencia de la materia (Capra), o la concepción de la materia como un fenómeno mental (Bateson).
Todo este novedoso paradigma epistémico y emancipatorio, una vez popularizado y aterrizado a nuestra cotidianidad sociológica, puede dar pie a un proceso del despertar de la conciencia de la humanidad, provocando un salto cualitativo semejante al sucedido en el siglo VI antes de nuestra era (Vigil, Jaspers).
Orígenes y contenido del paradigma de la Modernidad
(“Cogito, ergo sum”, René Descartes)
La Modernidad puede ser definida como el referente conceptual del occidente post-medieval, que comienza en el Renacimiento (s. XVI), crece durante la Revolución Científica (s. XVII), se asienta durante la Ilustración (s. XVIII), conoce su cenit a lo largo de la Revolución (s. XIX), y vive su decadencia en la Post-modernidad (s. XX), y sus características principales, como expondremos más delante de un modo más detallado, son, principalmente, el positivismo, el objetivismo, el racionalismo, el cientificismo, el materialismo y el teísmo.
Sin embargo, para entender el proceso de formación de dicho referente debemos ver el origen del devenir de la humanidad, desde de la evolución a partir del primate, una vez ya constituida en especie, el homo sapiens, hace 4 millones de años y, sobre todo, cuando nos transformamos, hace 50.000, en el mayor estadio evolutivo de dicha especie, según la postura erguida, una determinada estructura craneal, y la capacidad de construir un instrumental más o menos rudimentario. Así, desde entonces y hasta hace 10.000 años, la especie contaba, entre sus características principales con el nomadismo tribal, el carácter cazador-recolector (lo que hizo innecesaria estructura social alguna), y una espiritualidad espontánea e intuitiva, naturalista, bien carente de imágenes, o bien centrada en diosas femeninas, que representaban la fertilidad y el amor.
En el Neolítico, hace 10.000 años, la humanidad sufre un gran salto cualitativo, al pasar del nomadismo al sedentarismo; y de la caza y la recolección a la ganadería y la pesca. Este proceso supuso la generación de excedentes, cuya gestión implica la necesidad de una estructura social, surgiendo la ciudad, junto con una simbología que represente el poder y el dominio, surgiendo el teísmo; y un proceso de desigualdad de género, surgiendo el patriarcado (VIGIL, José María, Teología del pluralismo religioso. Curso sistemático de teología popular, Editorial Abya Yala, Quito, 2005). A partir de aquí, toda la historia de la humanidad, hasta solo hace unas décadas, es el resumen de proceso evolutivo de dichas realidades: de la ciudad a las grandes civilizaciones, del teísmo al monoteísmo de las grandes religiones, y del patriarcado al capitalismo de los principales sistemas económicos.
Así, hasta hace medio milenio, eje en el que comienza a surgir la Modernidad, las grandes civilizaciones, como sumerios, egipcios, persas, hindúes, chinos, griegos y romanos (cuya decadencia genera la Edad Media), se basan en el poder y la desigualdad. Para ello, cuentan con el soporte de unos sistemas religiosos, por lo general vacíos de espiritualidad (DUEÑAS GARCÍA DE POLAVIEJA, Ignacio, Espiritualidad y política para una nueva era, Atrio Llibres, Valencia, 2015), como el caso del cristianismo romano, la entidad más poderosa y corrupta del Medievo (CHAMBERLAIN, E. R. Los malos papas, Círculo de Lectores, Valencia, 1975). Técnicamente, tales civilizaciones conocen una evolución tecnológica sin parangón (el hacha, el fuego, la rueda, la escritura, el papel, la moneda, la brújula…), que no se detendrá hasta nuestros días (la máquina de vapor, la electricidad, la radio, el avión, la televisión, la computadora, el internet, el teléfono móvil…).
Hacia finales del siglo XV, una serie de elementos históricos (la estela de las cruzadas, la expulsión musulmana de Iberia, el paleo-capitalismo de los burgos, las ciudades-estados italianas, ciertos avances técnicos…), provoca el surgimiento del Renacimiento, no sólo como una manifestación artística, sino como una revolución cultural, dotada de unas determinadas características (antropocentrismo, humanismo, fe en el progreso, individualismo, afán por la cultura, una religiosidad más intimista y menos sociológica…). A partir de aquí, y durante el proceso evolutivo ya apuntado (Renacimiento en el siglo XVI, Revolución científica en el siglo XVII, Ilustración en el siglo XVIII, Modernidad, propiamente dicha en el XIX, y Post-modernidad, en el Siglo XX), se va generando el paradigma clásico, propio de dicha Modernidad, y que es el que pretendemos explicar.
Así, los dos elementos constitutivos de la Modernidad son la filosofía de Descartes y la física de Newton. El primero, por una parte, sostiene que la principal cualidad humana es la pensante, en detrimento de la sentiente. De ahí se deducen ciertos elementos: lo intelectual como aparato epistémico del ser humano, en detrimento de lo intuitivo; lo racional del ser humano frente a lo vital y lo pasional; y la consideración de que fuera de lo lógico no hay nada real. Newton, por su parte, considera a partir de su física a la realidad cósmica, planetaria y corporal, como una perfecta maquinaria sofisticada, como un reloj de precisión, en la que dicha realidad es perfectamente medible, cuantificable y clasificable, mediante una imaginaria tabla de accisas y ordenadas. Este universo mecanicista newtoniano (CAPRA, Fritjof, El tao de la física, Editorial Sirio S.A., Málaga, 2001)presenta como arjé al Dios antropomorfo, transformado en un motor inmóvil de reminiscencias aristotélicas, a diferencia del modelo de Laplace, semejante al newtoniano, salvo en la idea del Dios como motor inmóvil, del que Laplace prescinde (MORIN, Edgar, Introducción al pensamiento complejo, Gedisa Editorial, París, 1990) más, la realidad newtoniana está compuesta de una serie de objetos (planetas, animales, hombres, árboles), constituidos por átomos (o unidades mínimas de materia), e independientes unos de otros, pero relacionados por leyes constantes, eternas e inmutables.
En esta cosmovisión, como podemos deducir, prima lo objetivo frente a lo subjetivo, lo cuantitativo frente a lo cualitativo, lo racional frente a lo pasional, lo concreto frente a lo abstracto, lo mensurable frente a lo deducible, lo material frente a lo inmaterial. Así, comprenderemos el proceso evolutivo: gracias a esta mentalidad propia de la Modernidad, en primer lugar, se produce la revolución científica del siglo XVII (gracias al aporte de lo concreto, de lo objetivo, de lo empírico y de lo mensurable). En segundo lugar, surge la Ilustración del siglo XVIII, del que surge el racionalismo (FREYER, Hans, Historia Universal de Europa, Ediciones Guadarrama, Madrid, 1958), o consideración de la razón como único e infalible aparato epistemológico; y posteriormente, ya en el siglo XIX, el positivismo, o consideración del dato o documento concreto y mensurable como único criterio de verificabilidad, gracias al aporte de lo objetivo y lo racional. En tercer lugar, consideraremos a la Modernidad decimonónica, entendida en sentido estricto, como una amalgama entre racionalismo, objetivismo y positivismo, junto con unas determinadas praxis emancipatorias (la democracia, el abolicionismo, el socialismo utópico, el marxismo, el anarquismo, el sindicalismo…), gracias al aporte del materialismo (pues al sumar la técnica emerge el industrialismo en sus dos vertientes: el capitalismo y el marxismo), y junto al credo ilustrado de que el hombre alcanzaría la felicidad mediante el progreso lineal al que se llegaría usando la razón. En rigor, pues, la modernidad decimonónica es la puesta en práctica de la Ilustración dieciochesca.
Por lo tanto, la cosmovisión de la modernidad es, por una parte, una visión estática, gracias a la materia sólida, estable y rígida que constituye nuestro hábitat. Por otra parte, supone una visión antropocéntrica, con el referente de que “el hombre es la medida de todas las cosas” (Protágoras), y por consiguiente, el centro de gravedad del planeta y del universo, y más aún en su visión occidental y eurocéntrica. Además, es objetivista (es decir, la mente reproduce la realidad tal cual es), racionalista (la razón como único aparato epistemológico), positivista (el dato concreto y medible como criterio de veracidad), cientificista (o primacía de la ciencia como paradigma metodológico conceptual, referencial y epistemológico), y teísta (pues el centro y origen de toda la realidad y la vida es un Dios, ya motor inmóvil, herencia aristotélica, ya ser no corpóreo pero antropomorfo, herencia judeo-cristiana).
Sin embargo, la Modernidad llevada a la práctica ha resultado un terrible fracaso (DUEÑAS, 2015). De este modo, si la Ilustración dieciochesca es su reflexión teórica (pretensión de alcanzar la felicidad de la especie a partir del progreso lineal, basado en la razón), y la Modernidad decimonónica es su intento de puesta en práctica (el industrialismo, la democracia, el marxismo, el movimiento obrero…), el siglo XX fue el marco del fracaso de dicha Modernidad. Así, tras el colonialismo, dos guerras mundiales, altas tasas de hambre, pobreza y desigualdad, un colapso ecológico y económico planetario en ciernes y, ya a nivel intrahistórico, tasas de suicidio, ludopatías, alcoholismo, estrés, nomofobias, femicidios…, nadie en su sano juicio puede dudar de que el proyecto de la modernidad ha resultado un fiasco. De ahí el surgimiento de la Postmodernidad, huida cultural consistente en la desmovilización por desencanto de la construcción de la modernidad, y de búsqueda de refugio en posturas más o menos hedonistas, individualistas y esteticistas (VATTIMO, Gianni, La sociedad transparente, Paidós Ibérica, Barcelona, 1990), y de la Transmodernidad, variante de la anterior, a la que reincorpora el afán de transformación social, y elimina el nihilismo (COLLADO-RUANO, Javier, Paradigmas epistemológicos en filosofía, ciencia y educación. Ensayos cosmodernos, Editorial Académica Española, 2016), a la par que reintroduce la presencia de lo sagrado (LUYCKX GHISI, Marc,“Towards a transformation of our global society: European challenger and opportunities”, Journal of Future Studies, Nº 15, 2010).
No obstante, es un hecho el que el hombre debía emanciparse, que la razón es una gran facultad, y que la desigualdad y la pobreza debían revertirse, así como que la ciencia debía ser un gran aliado. Cabe preguntarse por las causas del gran fracaso. Y la respuesta tal vez radique en las bases conceptuales de la modernidad, aportadas por Newton y Descartes. Vayamos por partes:
El “cogito ergo sum” cartesiano, inspirador del racionalismo, presupone que lo fundamental humano es lo racional, lo intelectual, lo lógico. Es decir, la facultad pensante. Las demás facultades son negadas, reprimidas o instrumentalizadas. Así, olvidando el pascaliano“tiene el corazón razones que no tiene la razón” (PASCAL, Blas, Pensamientos, Ediciones Orbis, SA, Barcelona, 1984), el plano subconsciente es relegado. Por tanto, el pathosfrente al logos (BOFF, Leonardo, San Francisco de Asís: ternura y vigor. Editorial Sal Terrae, Santander, 1982), el espíritu dionisíaco frente al apolíneo (NIETZSCHE,), la elan vital(BERGSON), la eros y la líbido (FREUD), o las energías psíquicas (JUNG) quedan olvidadas.
De este modo, lo emocional, lo humorístico, lo onírico, lo entusiasta, lo pulsional, lo sexual, lo amoroso, lo inconsciente, lo subconsciente, lo espiritual, lo creativo, lo místico, lo imaginativo…en definitiva, lo supra-racional, se relega. No en vano, afirman ciertas disciplinas como la psicología (FREUD), la neurociencia (SOUSA, D. Mind brain and education: neuroscience implication for the classroom, Solution Free Press, Bloomington, 2010), la psicología transpersonal (JUNG), o la neurofisiología (RUBIA, Francisco J., La conexión divina, Editorial Crítica, Barcelona, 2003), que nuestro verdadero núcleo, donde reside nuestra identidad, nuestra felicidad, y nuestro aparato epistemológico radica no en la racionalidad, sino en la pasionalidad. Es decir, el hombre es hombre porque sienta, no porque piense. De ahí que la Modernidad ha supuesto, en buena medida, la robotización de la especie. Por ello, el pueblo alemán, cuna de los mejores científicos, filósofos y escritores, epitome del orden y la razón, se transformó en una eficaz e irracional máquina de matar y torturar, en cuanto un genio (no precisamente en ética), abrió la caja de Pandora de las energías reprimidas de toda una nación (REICH, Wilhelm, La psicología de masas del fascismo, Ed. Roca, México, 1973). No en vano dijo Goya que “el sueño de la razón produce monstruos”.
Además, la razón como aparato epistémico (la otra gran afirmación cartesiana), niega el valor de la intuición, la creatividad, la imaginación, y aun la parapsicología, teorizada por Jung mediante la sincronía en el marco de la psicología transpersonal (JUNG), constatada por numerosos rastreos (PORTER, Carmen, Misterios de la Iglesia, Editorial EDAF, Madrid, 2005), y fundamentada por los últimos hallazgos de la neurociencia (SOUSA, 2010). Eliminar la razón de la hegemonía de lo epistémico, implica superar la vanidad de suponer que todo lo no pensable o percibible es no existente. El viento existe aunque el termómetro no lo registre. Es un acto de humildad reconocer que la realidad es más ancha que nuestra capacidad de percibirla. De ahí la célebre afirmación de Antoine de Saint Exupery de que “lo esencial es invisible a los ojos”.
Lo que acabamos de afirmar nos lleva a deconstruir a Newton, para quien la realidad era una máquina rígida y cuadriculada, compuesta por objetos independientes relacionados mediante leyes exactas. Sin embargo, tal y como hemos luego veremos, la física cuántica, la teoría de la relatividad, el principio de indeterminación de la materia, y la cosmología actual, junto con el darwinismo (CAPRA, Fritjof, El punto crucial, Ciencia, sociedad y cultura naciente,Editorial Troquel, SA, buenos Aires, 1992), han descubierto que no existen objetos, ni átomos, que la materia es una apariencia (sólo pertinente en el estrecho plano de la tridimensional funcional, práctica y cotidiana), que ni el hombre, ni el sol, ni el cosmos, es el centro de nada (de hecho no hay centro) que todo está interrelacionado, y que el universo es un fluido dinámico, no una masa estática. No en vano afirmó Whitman que “el universo gira en torno a una canción, no en torno a una ley” (WHITMAN, Walt, Hojas de hierba,Ediciones Brontes, Barcelona, 2016). O, como el autor de este libro escribió en otra publicación:
“De modo que no es que la realidad sea ilógica, sino que la lógica es irreal. Y por consiguiente, el aparato epistemológico del ser humano es completamente erróneo. Y las bases culturales de occidente son totalmente falsas. Es decir, ni los sentidos perciben la realidad, ni la lógica la discierne. No hay creador, relojero, dios ni demiurgo. No hay cuerpos, máquinas, cosas, ni objetos. No hay leyes, constantes, mecanismos ni pautas de comportamiento. No hay más que, en última instancia, el caos y la nada” (DUEÑAS GARCÍA DE POLAVIEJA, Ignacio, Espiritualidad y política para una nueva era, Atrio Llibres, Valencia, 2015).
Origen y contenido del novedoso paradigma:
(“El sueño de la razón produce monstruos”, Francisco de Goya)
En pleno auge del racionalismo (“si no lo veo no lo creo”) y del cientificismo (“es verdad absoluta puesto que la ciencia lo afirma”), y a partir de la sofisticación cada vez mayor de las aplicaciones técnicas, la investigación alumbra con cada vez mayor nitidez la realidad de lo macroscópico (origen, estructura y funcionamiento del cosmos), y de lo microscópico (origen, estructura y funcionamiento del átomo). En este contexto, a lo largo del siglo XIX surgen, a caballo entre el paradigma clásico o newtoniano y el moderno o cuántico, los descubrimientos del electromagnetismo. Por consiguiente, se constatan los fenómenos eléctricos y magnéticos descritos como nuevos tipos de fuerzas reales pero no descritos por el mecanicismo newtoniano. Maxwell y Faraday, pues, descubren dichos campos de fuerzas, definiendo la luz como un campo electromagnético dotado de una gran velocidad (CAPRA, 1992).
A partir de estos elementos, la investigación se va intensificando, y se alcanzan monumentales hallazgos. Surgen, pues, la teoría de la relatividad, el principio de indeterminación de la materia y la física cuántica. La primera, enunciada por Einstein, quiebra nuestros conceptos tradicionales de tiempo y espacio, como entidades absolutas e independientes, interrelacionándolos entre sí, y descubriendo su carácter relativo, al depender del observador (Geoff Chew). Incluso, en función de dicha teoría, sería posible viajar a otras dimensiones temporales. Además, hay autores que sostienen que no hay magnitudes constantes, ni siquiera la velocidad de la luz, en virtud del carácter curvo del espacio. El segundo, el principio de indeterminación de la materia, desarrollado por Heisenberg, sostiene que una partícula subatómica es a la vez onda, que está en dos partes y en ninguna, que puede existir y no existir a la vez, y que dicha partícula es inobservable por el observador, al alterarla durante la observación, sugiriendo una interrelación entre observador y observado.
La tercera, la física cuántica, analiza la estructura del átomo, determinando ciertas características insólitas: naturaleza dualista de sus elementos tales como el protón y el electrón, que giran a gran velocidad alrededor del núcleo del átomo; el carácter también dual de su naturaleza (onda o corpúsculo, es decir, movimiento o materia), el hecho de que cada átomo sea un inmenso espacio casi vacío (si un átomo tiene el tamaño de la cúpula de San Pedro del Vaticano, su núcleo es un gano de sal). Además, cada mínima unidad subatómica es analizada para encontrar la unidad que la constituye, y así una y otra vez (del átomo al núcleo, y al protón, y al hadrón, y al mesón, y al cuásar, al cuanta, y al…y así indefinidamente), y se descubre que no existe dicho “ladrillo básico” (MORIN, 1990), por lo que, no en lo funcional, sino en lo ontológico, la materia es inexistente (RACIONERO, Luis, El progreso decadente, Editorial Espasa Calpe, Madrid, 2000).
Ahora bien, si no hay materia, ¿cuál es el elemento constitutivo de la realidad? Para responder, recordemos la fórmula einsteniana de E=mc2, que determina que la masa (y por tanto la materia) no es sino energía. No por otra cosa el primer principio de termodinámica sostiene que “la energía ni se crea ni se destruye, solamente se transforma”. De ahí se deduce que la energía es la última realidad, ontológicamente hablando, y que la materia es su condensación temporal, como apunta el sabio hindú Sangharakshita.
Esta deducción se corresponde con los datos macroscópicos. Éstos determinan como origen del universo el big-bang, hace unos 13.500 millones de años, a partir de la explosión de un punto, del cual surge toda la materia. Ese punto consiste, hasta donde se puede saber, en una altísima condensación de energía, la cual explota, surgiendo la materia como metralla que aun en nuestros días continúa expandiéndose.
A partir de un largo proceso de cristalización de dicha explosión, y mediante un sinfín de procesos químicos, energéticos, térmicos, lumínicos, etc. se va configurando el cosmos, en constante expansión. A lo largo de dicho proceso, se crean estrellas, astros, planetas y constelaciones. La tierra surge hace unos 5.000 millones de años, y debido a unas características específicas (cercanía del sol, abundancia de agua, determinada temperatura, luminosidad…), aparecen las primeras formas de vida: bacterias y levaduras, que con el tiempo se van sofisticando y complejizando, produciendo una línea evolutiva de animales unicelulares, pluricelulares, esponjas, algas, crustáceos, gusanos, peces, anfibios, reptiles, aves, mamíferos, primates, homínidos y, ya en nuestros días, el homo sapiens sapiens.
Toda esta línea evolutiva, que va del big-bang hasta la actualidad, y la reflexión filosófica suscitada a partir de ella, echan por tierra en su totalidad el paradigma de la modernidad, basado, repetimos, en Descartes y en Newton. Es curioso que, aun refutados uno por uno cada elemento constitutivo de la modernidad, sea ésta la que determine tanto el paradigma teórico como la mentalidad práctico-funcional de nuestras cotidianidades.
Así, ontológicamente hablando, no existe la materia (que sólo tiene cabida en la estrecha capa de nuestra tridimensionalidad consciente y funcional), no hay huella ni necesidad de divinidad alguna (tanto en su consideración newtoniana como en la judeo-cristiana), la humanidad no es el centro del universo, el universo es una realidad en constante expansión, y los cuerpos y objetos no son entidades independientes, sino conectados entre sí.
Además, a partir del hallazgo del subconsciente y del inconsciente (FREUD), de los arquetipos, las sincronías y el inconsciente colectivo (JUNG), así como de los hallazgos recientes tanto de la neurociencia (SOUSA, 2010, ya citado), como de la neurofisiología (RUBIA, 2003, ya citado), se sabe que lo fundamental del hombre no es el consciente, sino el subconsciente, y que su aparato epistemológico no es la razón (objetivismo) sino la pasión (subjetivismo), en sus diversas manifestaciones: la intuición, la corazonada, el entusiasmo, lo onírico, lo precognitivo, la parapsicológico…
Por tanto, la Modernidad, tanto en lo epistemológico como en lo ontológico (es decir, tanto en su modo de percibir, como en la naturaleza de lo percibido), no tiene la más mínima base. Y, sin embargo, buena parte de las disciplinas, y tanto los modus vivendi como los modus operandi se siguen basando en la falacia del racionalismo, del positivismo, del objetivismo, del materialismo, del productivismo. He ahí el origen último de nuestras crisis sociales, antropológicas, económicas y ecológicas.
Cabría pensar en la urgencia de, a partir de los datos de la nueva ciencia (cosmología, física cuántica, teoría de la relatividad, principio de la indeterminación de la materia…), desarrollar un novedoso paradigma post-materialista, post-cientificista, post-racionalista, post- positivista, post-teísta…Paradigma que posteriormente se deberá aplicar a todas las disciplinas y saberes. Sin embargo, ese paradigma ya existe y presenta, cuanto menos, un estado embrionario de desarrollo, si bien la sociedad, la ciencia, la filosofía y la academia, aun no lo han advertido, salvo unas minorías lúcidas en cada una de ellas.
Así, en el proceso de búsqueda de dichos paradigmas, es muy curioso el hallazgo de paralelismos y concomitancias entre los conceptos emergidos de la física moderna, y el de las místicas orientales ancestrales (CAPRA, 2001, ya citado), algo ya apuntado por Bohm (JOHNSTON, William, Teología mística. La ciencia del amor, Empresa Editorial Herder, Barcelona, 1997), o la hipótesis de que la civilización hindú ya en época milenaria conocía la estructura del átomo (YOGANANDA, Paramahansa, autobiografía de un yogui, Editorial Kier SA. Buenos Aires, 1991).
Los principales elementos que determinan el novedoso paradigma son varios e interrelacionados entre sí. El principal de ellos es la inexistencia ontológica de la materia, pues en rigor, toda la realidad es un eterno y constante fluido de energía (como apunta el término taoísta de tao como fluido, y el de chi como sustancia). Así, por utilizar un término coloquial y técnicamente impropio, la materia (personas, planetas, árboles, universos), son condensaciones temporales de energía, como afirmó el místico Shangarakshita, y como explicó Stanislav Groff mediante la metáfora de la continuidad oceánica, de la que a veces surgen unidades de individuación como gotas, charcos, estalagtitas, estalagmitas, o bloques de hielo, que dan apariencia ficticia de separatividad, pero que constituyen, ontológicamente hablando, una única unidad, si bien con separaciones temporales y accidentales, no sustanciales ni ontológicas.
Otro elemento es el de la quiebra de los varios dualismos (materia-energía, santo-profano, cuerpo-alma, ser vivo-ser inerte), superando los referentes platónico, judeocristiano y cartesiano. En su lugar, se impone el criterio de la inter-relacionalidad intregradora: materia y energía como dos caras de la misma moneda; la espiritualidad de yenla materia (apuntada por los místicos Teilhard de Chardin y Ernesto Cardenal), haciendo innecesario el recurso al teísmo antropomorfo (SPONG, John Selby, “Un cristianismo nuevo para un mundo nuevo”, Agenda Latinoamericana 2011, Comité Óscar Romero de Aragón, Zaragoza, 2010); Hay otros elementos, como la consideración de todo el universo como una unidad interrelacionada, mediante los campos morfogenéticos (SHELDRAKE, Rupert, The Presenc of the Past: Morphic Resonant and the Habits of Nature, Time Books, New York, 1988), y viva, al estar dotada la materiade capacidad pensante, o facultad mental (BATESON, Gregory, Mind and Nature, Dutton, Nueva York, 1979). Así, la materia es un todo sistémico, que como tal se autoorganiza (PRIGOGINE, I. / STENGERS, I, Order out of Caos, Shambhala, Boulder, 1984). Ese carácter vivo, mental e interrelacional de toda la materia, es el núcleo del marco conceptual de las hipótesis de los denominados milagros, hoy fenoménicamente constatados (PORTER, 2005, ya citado), junto con la experiencia mística (JOHNSTON, 1997, ya citado) y la parapsicología, fundamentadas mediante los principios jungianos del inconsciente colectivo, de los arquetipos, y de las sincronías (JUNG), así como mediante el principio de los campos morfogenéticos de Sheldrake (CAPRA, 1992, ya citado). Por último, la estructura de la realidad no es rígida, lineal ni dialéctica, sino paradójica (Schrodinger) y holográfica (Bohm), de modo que en cada parte se integra la totalidad del todo, que a su vez es más, cualitativamente hablando, que la suma de todas las partes. Así, para conocer el todo se requiere de las partes, y viceversa (MORIN, 2015, ya citado). Dicho carácter holográfico guarda relación con el aparente caos de la realidad, la cual, espontáneamente, y sin rigideces se autorregula, constituyendo no una jerarquía, sino una holoarquía(O’MURCHU, Diarmuid, Teología cuántica. Implicaciones espirituales de la nueva física, Editorial Abya-Yala, Quito, 2014). El origen del todo en el big-bang, avalaría dicha hipótesis.
Por tanto, y en definitiva, la tierra no es un lugar sólido y estable, la razón no discierne ni describe, no conocemos nuestra realidad, la materia es inexistente, no existe Dios (al menos en su versión teísta y antropomorfa), el hombre es un proceso dinámico y evolutivo, es polvo de estrellas solidificado y, a la vez, es un animal primero visceral luego emocional, y sólo en último término, en orden e importancia, racional, como apunta la descripción de nuestro triple cerebro concéntrico: reptiliano, límbico y neocórtex (RACIONERO, 2000, ya citado). Por tanto, el hombre no es centro del universo, sino un ser evolutivo que en unos miles de años habrá desaparecido por evolución, involución o colapso, pero que no va a dejar especial huella de su existencia en la trama cósmica a nivel general. Ni siquiera este diseño necesita de la hipótesis de un creador o sostenedor de dicha trama, en función de la teoría del Big-Bang, que no requiere de un dios; o el de la auto-organización de la materia según Prigogine, que en tanto materia viva, opera desde dentro, sin necesitar un motor o Dios que ordene su proceso evolutivo. Lo cual no significa que no haya otro tipo de espíritu, trascendencia o absoluto, como los de las tradiciones orientales (taoísmo, hinduismo, sintoísmo…), indigenistas (ACOSTA, Alberto, Buen vivir-Sumak Kawsay. Una oportunidad para imaginar otros mundos, Ediciones Abya-Yala, Quito, 2012) y chamánicas (ELIADE), entendidos como un fluido (el tao), y no como un ser antropomorfo. Y tampoco significa que no esté constatada y fundamentada la experiencia mística, que lo está (DUEÑAS, 2015, ya citado).
En definitiva, y a nivel esquemático, estas son las diferencias entre el paradigma de la modernidad, y el que denominaremos novedoso paradigma:
Paradigma Clásico: Novedoso paradigma:
Materia y objetos son reales Material y objeto son constructos mentales
El hombre es centro del universo El hombre es un elemento más del universo
La realidad es creada y sostenida por Dios La realidad se crea y sostenida por sí misma
Objetivismo Subjetivismo
Racionalismo Vitalismo
Materia inerte Materia viva
Dios como arjé Energía como arjé
Objetos independiente Objetos interrelacionados
Relacionalidad lineal Relacionalidad paradójica y holográfica
Universo estático Universo evolutivo
Conclusión: el novedoso paradigma en la ciencia: la física cuántica
(“Lo esencial es invisible a los ojos”, Antoine de Saint-Exupery)
Ya hemos visto los principales hitos del novedoso paradigma en la ciencia: la teoría de la relatividad (Einstein), la física cuántica (Bohr, Oppenheimer…) y el principio de indeterminación de la materia (Heisenberg), y cómo quebraron los principios fundamentales de la física clásica o newtoniana, y cómo implementaron los novedosos elementos ya enunciados: lo subjetivo, lo evolutivo, lo supra-racional, lo meta-antropocéntrico, lo supra-tridimensional, lo holográfico, lo relacional, lo autoorganizativo, lo post-teísta. Y dos elementos más que podríamos apuntar: el carácter aparentemente caótico de la realidad, y la naturaleza aparentemente absurda y sin sentido de la trama de la vida.
Del primero de ellos, apuntaremos que, bajo nuestra percepción, y en función de la cada vez mayor complejidad de sistemas auto-organizativos, que concéntricamente se integran en otros sistemas auto-organizativos (la célula en el ser humano, éste en su familia, la familia en la sociedad, la sociedad en el ecosistema social, éste en el planeta, el planeta en el cosmos…), la realidad opera mediante un caos, al menos desde el punto de vista del observador cartesiano (o tridimensionalista). Sin embargo, a poco que se investigue, se puede observar que en el aparente caos opera un orden (ESCOHOTADO, Antonio, Caos y orden, 12ª Edición, SLU Espasa libros, Madrid, 2000), más allá de una dinámica lineal o dialéctica, por supuesto meta-mecanicista, pero en absoluto sobrenatural. Recordemos el concepto, anteriormente citado, de holoarquía.
La segunda se deduce de la anterior: si la vida tiene una trama (lo cual ya es un planteamiento más filosófico que meramente científico), ella parece carecer de sentido o lógica. Así, ya los primeros hallazgos de la física cuántica sumieron en la zozobra a uno de sus impulsores, Heisenberg:
“Recuerdo discusiones con Bohr que se prolongaron hasta altas horas de la madrugada y que nos condujeron hasta casi al borde de la desesperación; y cuando a continuación fui a pasear solo por un parque cercano, me formulé una y otra vez la siguiente pregunta: ¿Podía ser la naturaleza tan absurda como nos lo parecía en aquellos experimentos atómicos? (HEISENBERG, Werner, Physics and philosophy, Harper & Row, Nueva York, 1972)
Al respecto, se puede comprender, ya con cierta perspectiva conceptual, que el carácter aparentemente paradójico, absurdo y contradictorio, tal vez sea el efecto de trascender la caverna racionalista. Es decir, desde una mentalidad mecanicista, lineal, rígida y objetivista, todo lo que se salga de estos estrechos cánones, da sensación de caos. Por ello, este contraste es una llamada de atención a la autosuficiencia de la razón, que despacha lo que no entiende como no existente. Mucho más lúcido y honesto sería reconocer lo limitado de la razón, por su insuficiencia para percibir. Es decir, que la realidad nos parece compleja porque la lógica es demasiado simple como para captar dicha realidad en toda su magnitud. De ahí a realizar una llamada de humildad, y a buscar otros aparatos perceptivos más allá de la razón.
Cronológica y procedimentalmente hablando, la ciencia ha sido la primera disciplina donde ha emergido el novedoso paradigma, dejándonos una serie de características, ya citadas, que se deben aplicar a las restantes disciplinas, e interrelacionar a éstas entre sí. Cuando esto ocurra, y cuando se genere una transdisciplinariedad (COLLADO-RUANO, 2016, ya citado), y ésta se popularice, y se integre en las cotidianidades de la gente de la calle, se habrá dado un gran paso en dirección al nuevo tiempo-eje que está emergiendo, según apuntan algunos autores (Vigil, Panikkar, Arregi…), en referencia al acaecido hace unos 2.600 años (JASPERS, Karl, Origen y meta de la historia, Alianza Editorial, Madrid, 1980).
Ignacio Dueñas García Polavieja es Doctor en Historia de América por la Universidad de Cádiz (España), cantautor, poeta y activista social. Ha sido profesor de secundaria en España y docente universitario en el Ecuador. En la actualidad, investiga los novedosos paradigmas epistémicos y emancipatorios emergidos a partir de la reflexión filosófica aplicada a la física cuántica. Colaborador de la Cátedra Francisco J. Ayala de Ciencia, Tecnología y Religión.
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