(Por Alfredo Marcos) La modernidad nos ha aportado potentes instrumentos, pero nos ha sumido en la ignorancia del sentido. Para investigar sobre el sentido propongo recuperar dos máximas antiguas: “llega a ser quién eres” y “conócete a ti mismo”. En realidad, el autoconocimiento y la autorrealización son simultáneos. Necesitaremos, pues, un conocimiento de nuestra naturaleza humana y de nuestra constitución personal. Expondremos, en este artículo, una teoría de la naturaleza humana próxima al sentido común y a la tradición aristotélica, según la cual somos animales sociales racionales. Esta idea de nuestra naturaleza nos da ya orientaciones de vida. Pero mi vida tiene que realizarse en función de la persona que soy, contando con todas sus diferencias. ¿Podemos obtener conocimiento sobre esto? La respuesta nos viene dada a través de la noción de diferencia, que expondremos en un próximo artículo. La diferencia constitutiva es única en cada persona, y es formal, luego, en principio, cognoscible. Para conocerla hace falta un arsenal muy variado de recursos, que incluye las ciencias y mucho más.
Nos ha tocado vivir a caballo entre el fin de la modernidad y el comienzo de no sabemos todavía qué. Los tiempos modernos nos han aportado potentes instrumentos, pero nos han sumido en una cierta ignorancia del sentido. Nos cumple ahora investigar el sentido de la vida humana sin renunciar a los medios que hemos ganado durante la modernidad. En esta clave hemos recuperado dos máximas antiguas en torno a las cuales parece haber un amplísimo consenso. Conforme a la primera, el sentido de cada vida está en la autorrealización. La segunda nos recuerda la necesidad de autoconocimiento, sin el cual la autorrealización sería imposible. Necesitamos, pues, un conocimiento, tanto de nuestra naturaleza humana, como de nuestra peculiar constitución personal. A partir de aquí hemos recorrido muy someramente las actuales posiciones respecto de la naturaleza humana, y hemos apostado por una en concreto. Se trata de una teoría de la naturaleza humana muy próxima al sentido común y a la tradición aristotélica, según la cual somos animales sociales racionales. También, en un segundo artículo que se publicará próximamente en FronterasCTR, hemos explorado muy superficialmente, las tres características o diferenciaspropias de lo humano. En virtud de las mismas hemos descubierto que somos vulnerables, dependientes y autónomos. También sabemos que nuestro lugar propio está tanto en el entorno natural, tanto como entre la familia humana y en la esfera de lo espiritual. Todo ello nos da ya muchas orientaciones de vida. Pero, al fin y al cabo, mi vida es una vida personal, que tiene que realizarse también en función del individuo concreto que soy.
Introducción
El viajero está sentado en un banco de la estación. Escribe en su libreta con aire melancólico. Acaba de dejar un autobús y está a punto de abordar otro, aunque todavía no ha decidido cuál. Hace balance y anota cómo ha cambiado él mismo, lo que ha visto, lo que ha aprendido en el viaje, a quién ha conocido, de quién se ha distanciado, lo que ha adquirido y lo que ha perdido, sorpresas, expectativas frustradas… Esta es nuestra posición histórica. Hemos viajado a través de los tiempos modernos. Fin de trayecto. Ahora estamos a punto de enrolarnos en una nueva expedición hacia no sabemos dónde. Tenemos la impresión incierta de que hacer arqueo nos ayudará a elegir mejor la nueva ruta. Balance de los tiempos modernos: adquisiciones, una navaja suiza; pérdidas, una brújula.
Nuestros filósofos gustan de otro lenguaje. Han llamado “racionalidad instrumental” (Habermas) a la navaja suiza y han bautizado como “sombra del nihilismo” (Gadamer) a la pérdida de la brújula. Pero con un lenguaje u otro, la cuenta es la misma: tenemos ya, por fin, los medios en pos de los cuales partimos, pero durante el viaje hemos olvidado para qué los queríamos. ¿Casualmente? Es decir, ¿el hallazgo de lo uno estará relacionado de algún modo con la pérdida de lo otro? Tal vez hemos fabricado la navaja con piezas y materiales extraídos de la brújula, en cuyo caso quedaría excluida la mera casualidad. Algo así ha sucedido, según Gadamer: el mismo método científico que nos exige la abstracción de los valores, nos otorga a cambio ingentes cantidades de información y de poder. Hemos desmontado todo un entramado de sentido para centrarnos en el conocimiento y manejo de los hechos.
Dicho todavía de otra forma, la modernidad ha tenido éxito en el plano instrumental, ha multiplicado nuestras capacidades y autonomía como no se había visto jamás antes, pero ha resultado un fracaso en cuanto al sentido, nos ha sumido en la sombra del nihilismo. Como consecuencia, en nuestros días, algunos se mueven sin pretensión ni esperanza de sentido. Asumen la acción por la acción del rebelde sin causa. Otros, en una gama que va del fanático al friki, abrazan con arbitrario ardor causas insensatas o fútiles. Y los que orientan su vida hacia objetivos tradicionalmente tenidos por sensatos, como el conocimiento, la salud, la atención a los demás, la excelencia, la felicidad o la santidad, se encuentran con serios problemas para dar razón del sentido de sus vidas, ante sí mismos y ante los otros. Todo es igual, nada es mejor. ¿Por qué habríamos de preferir el conocimiento a la ignorancia, la excelencia a la mediocridad?
Si aceptamos este balance de la modernidad, es obvio que ahora deberíamos partir hacia la cuestión del sentido de la vida, pero sin perder en este nuevo viaje las poderosas herramientas obtenidas durante los tiempos modernos, ni las de carácter tecnocientífico, ni las de tipo sociopolítico. Se trata de reparar la brújula sin estropear ahora la navaja suiza.
La cuestión del sentido de la vida se podría precisar en los siguientes términos. En primer lugar tendríamos que identificar un sentido que resulte común a todos los seres humanos. En segundo lugar, dicho sentido debería ser personal, es decir susceptible de una distinta concreción para cada uno de nosotros. Y, en tercer lugar, deberíamos ser capaces de dar razón de dicho sentido. Buscamos, pues, un sentido común, personaly razonable.
Si la cuestión del sentido no encontró buen acomodo dentro de la atmósfera moderna, tendremos que plantearla ahora en un ambiente filosófico postmoderno, en el cual no rigen ya los dogmas de la modernidad. Estos dogmas, ahora obsoletos, se formulaban, según Hans Jonas, en estos términos: “No hay verdades metafísicas” y “no hay camino del esal debe”[1]. Nuestras opciones de éxito ante la cuestión del sentido dependen, en efecto, del abandono de estos dogmas. Trataremos de buscar verdades metafísicas, a través de una ontología de la diferencia, y de obtener a partir de ellas indicaciones prácticas para organizar nuestras vidas con sentido.
En busca de las fuentes del sentido
Desde la antigüedad clásica llegan hasta nosotros cápsulas de sabiduría que pueden ayudarnos a plantear la cuestión del sentido. Consideremos dos de ellas. En primer lugar, la conocida máxima de Píndaro: “Llega a ser el que eres” (genoi hoios essi [mathon])[2]. Esta fórmula la hubiese suscrito cualquier autor antiguo o medieval, no es ajena a la idea kantiana de autonomía, e incluso fue citada con aprobación en varias ocasiones por el patrono del nihilismo contemporáneo, Friedrich Nietzsche. Puestos a darle sentido a la propia vida, esta parece una recomendación universalmente aceptable: cúmplete, realízate, llega a tu plenitud. Con todo, la frase admite varias lecturas, y esta ambigüedad también nos conviene filosóficamente. La máxima indica, por una parte, que la misión de un ser humano es llegar a ser plenamente tal, o sea, un ser humano, y, por otra, que el sentido de la vida de cada cual consiste en cumplir cabalmente su ser individual concreto, en llegar a ser la persona concreta que es. Añadamos que la ubicación de la palabra mathonvaría según ediciones, algunas la colocan en este verso y otras en el siguiente. Si optamos por unir la palabra en cuestión al presente verso, tendríamos esta posible traducción: “!Que llegues a ser tal cual eres, sabiéndolo!”[3]. En cualquier caso, esta observación filológica nos lleva a la cuestión del conocimiento. Es decir, mal puedo llegar a ser el que soy, individual o genéricamente, si no sé quién o qué soy.
Lo cual está en perfecta continuidad con la segunda cápsula de sabiduría antigua que quería traer a colación: “Conócete a ti mismo” (gnothi seauton)[4]. Fue inscrita en la entrada al templo de Apolo en Delfos y posiblemente empleada por Sócrates. También esconde una ventajosa ambigüedad, pues nos impele al conocimiento del ser humano en general, tanto como al conocimiento de la persona que cada cual es.
En conjunto, el mensaje es claro, si quieres dar un sentido a tu vida, un sentido común, personal y razonable, has de investigar qué es un ser humano en general y quién es la concreta persona que eres.
El debate sobre la naturaleza humana
La primera de las cuestiones, es decir la que versa sobre el ser humano en general, nos lleva al secular debate sobre la naturaleza. No voy a entrar a fondo en el mismo[5], tan solo mencionaré las posiciones más comunes (negación, naturalización, artificialización) y haré una propuesta propia a partir de la cual podamos avanzar hacia una ontología de la diferencia.
Entre las teorías de la naturaleza humana, destaca la idea de que el ser humano simplemente carece de naturaleza propia, es pura libertad, se determina a sí mismo y se autoconstruye poco menos que a voluntad y desde la voluntad. Se suele citar como precedente en esta línea un texto del pensador renacentista Pico della Mirandola. En el mismo, Dios le habla a Adán con estas palabras: “No te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas”[6].
Se trata, sin duda, de una ingenua exageración, propia de un humanismo recién estrenado. El ser humano posee libertad y arbitrio, pero no está exento de condicionamientos de diverso tipo, entre los que cuentan aquellos que derivan de su propia naturaleza. Sin embargo, otros autores posteriores, desde las más diversas corrientes filosóficas, ilustración, idealismo, marxismo, conductismo, historicismo y, muy especialmente, desde el existencialismo y el nihilismo, han insistido sobre esta idea del ser humano como ajeno a cualquier naturaleza dada. Hoy día, esta perspectiva está presente en el post-humanismo de raíz nietzscheana defendido por autores como el alemán Peter Sloterdijk.
Sin naturaleza humana no habría nada en común entre el ser humano y la propia naturaleza, ni entre los humanos mismos, apresado cada cual en su incondicionada libertad y en su voluntad de poder. Este hombre sin atributos, “sin lugar, aspecto ni prerrogativa”, tendría que dedicar toda su vida a decidir qué ha de hacer con la misma, desde cero, en un vacío de valores y de sentido.
Apliquemos aquí la simple sensatez basada en nuestra experiencia cotidiana: somos libres, sí, pero no de modo total e incondicionado. Y si careciésemos por completo de condicionamientos, ni siquiera podríamos ejercer nuestra libertad. Kant lo dijo en atinada metáfora: la paloma que nota la resistencia del aíre piensa que volaría mejor sin él, pero el caso es que sin esa resistencia, que condiciona y limita el vuelo, ni siquiera podría volar[7]. Existe una naturaleza humana que nos limita y habilita a un tiempo, que condiciona y posibilita nuestra acción.
En el otro extremo -más bien en el otro exceso- encontramos las posiciones naturalistas radicales. Según estas, el ser humano es eso, naturaleza y solo naturaleza. La pregunta por el hombre tendría, así, una sencilla respuesta: cada uno de nosotros es un organismo de la especie Homo sapiens, un primate[8].
Curiosamente, las posiciones que en principio parecen contrarias producen el mismo fruto, la artificialización del ser humano, y poseen similares raíces intelectuales. La convergencia de la naturalización y de la negación se aprecia ya en Nietzsche, uno de los autores que más influyen tanto en los negadores de la naturaleza humana, como en los partidarios de su radical naturalización. Esta conexión produce también una agenda similar: trans-humanista, al estilo oxoniense, o post-humanista, al estilo continental. Desde ambas partes –negadores y naturalizadores- se propone una profunda modificación y artificialización del ser humano, “mejora” (enhancement), lo llaman. En última instancia, si la naturaleza humana es totalmente natural, entonces es técnicamente disponible, y si la naturaleza humana simplemente no existe, entonces tenemos la tarea de inventarla técnicamente. Las antropotecnias sin criterio están indicadas en ambos casos[9].
El problema es que sin una idea normativa de naturaleza humana, es imposible hablar de mejora. Ni la negación, ni la naturalización radical de la naturaleza humana nos habilitan, por tanto, para identificar mejoras. En estas condiciones solo podríamos hablar de cambios en lo humano producidos por las antropotecnias, nunca de mejoras. Esto lo sabía muy bien Nietzsche: “La última cosa que yo pretendería –nos advierte- sería ‘mejorar’ a la humanidad”[10].
Mi propuesta, ya en términos positivos, consiste en desarrollar una concepción de la naturaleza humana de inspiración aristotélica y próxima, por lo demás, al sentido común y a la experiencia cotidiana. En la tradición aristotélica hay una afirmación de la naturaleza humana, pero sin reducción de la misma al plano puramente natural. Se podría hablar al respecto de un naturalismo moderado. La idea de naturaleza humana propia de esta tradición tiene claras implicaciones normativas, a través de nociones como las de virtud (areté), felicidad (eudaimonía) y función (ergón) del ser humano. Puede, por tanto, ser útil para abordar nuestros actuales problemas de sentido. Hablo de desarrollar, y no meramente de recuperar, una cierta concepción de la naturaleza humana. Es decir, hay que poner dicha concepción a la altura de nuestros actuales conocimientos. Hoy estamos en mejor posición que cualquiera de nuestros predecesores para averiguar qué es un ser humano, y ello gracias a los recientes avances en ciencias naturales, sociales y humanas. Por eso se requiere desarrollar o traer a nuestros días una cierta concepción muy valiosa de lo humano, y no meramente recuperarla[11].
Para decirlo en breve, el ser humano es, según la tradición aristotélica, un animal social racional (zoon politikon logon). El método para desarrollar esta idea ha de consistir en la apertura y exploración de cada una de estas tres cajas. Es decir, tenemos que averiguar qué incluye o qué está implícito respectivamente en nuestra condición animal, social y racional. Hay que interpretar estos tres términos a la luz de nuestros actuales conocimientos. De nuevo, estamos ante una tarea que desborda con mucho el alcance de un texto breve. Nos conformaremos, pues, con asomarnos fugazmente a cada una de estas cajas para vislumbrar algunos de los elementos presentes en su interior. Quizá resulte, a la postre, que sí tenemos lugar y prerrogativas propias.
El hecho de que seamos animales tiene hondas implicaciones. A veces se tiende a pasar por alto este término y damos en considerar como prácticamente sinónimas las expresiones “animal racional” y “ser racional”. No lo son en absoluto. Los humanos no somos cualquier tipo de ser racional, sino muy precisamente animales. Esto nos obliga a pensar y a pensarnos desde el cuerpo, desde la experiencia del animal que somos. El viejo racionalismo desencarnado tendía a identificar al ser humano solo con la racionalidad. Hoy sabemos que esto fue un error. Muchos autores recientes, desde el propio Nietzsche a Merleau-Ponty, nos lo han hecho ver. Si, por naturaleza, somos animales, ello significa, entre otras muchas cosas, que estamos situados en un entorno natural, en un mundo (Welt) que es para nosotros entorno (Umwelt). Nos corresponde un lugar: la naturaleza como casa común. Significa también que somos vulnerables, susceptibles de daño y sufrimiento. Observemos que el hecho de ser vulnerables no nos hace menos humanos, sino que es parte de aquello en lo que consiste precisamente ser humano. Asimismo, nuestra condición animal debe hacernos recordar lo mucho que compartimos con los otros animales. En este sentido, serán de gran ayuda para iluminar la condición humana las ciencias de la vida, como la genética, la biología molecular y celular, la ecología, la etología y otras.
Nuestra condición social nos hace mutuamente dependientesy nos ubica en una determinada comunidad, la familia humana. Lo mismo que sucedía con la vulnerabilidad sucede con la dependencia, es decir, que no nos hace menos humanos, sino que es precisamente una parte de aquello en lo que consiste ser humano. Por supuesto, los hallazgos de las ciencias sociales resultan en este punto de inmensa ayuda para aquilatar la naturaleza humana. Desde el terreno de la filosofía, quizá ha sido MacIntyre quien mejor ha entendido y explicado en los últimos tiempos este aspecto de lo humano. Él ha sabido desarrollar la antigua idea aristotélica del ser humano como animal político hasta su formulación contemporánea como animal dependiente. Hasta para ser autónomos dependemos de los demás, y al servicio de los demás hemos de poner nuestra autonomía[12].
Con esta observación ya estamos abriendo la tapa de la tercera caja, la que llamamos racionalidad. Somos racionales, sí. Esto nos ubica en una nueva esfera espiritual. Incluye nuestra capacidad de pensar y de pensarnos, de reflexionar, de contemplar y de ponderar las razones para hacer y creer. Porque somos racionales pedimos y damos razón, buscamos explicaciones y causas, incluidas las más radicales y últimas, deliberamos, decidimos voluntariamente en un sentido u otro, valoramos la verdad, el bien y la belleza. Entiendo aquí lo racional en un sentido amplio y contemporáneo, que incluye e integra la inteligencia emocional, las aportaciones de la intuición, y en general la sensatez. No cabe duda de que las ciencias humanas, y otras perspectivas, como las que podemos obtener de las artes o de la religión, aportan luz en la tarea de perfilar estas características de lo humano. Gracias al aspecto racional de la condición humana nos constituimos como sujetos autónomos, podemos darnos a nosotros mismos las normas y criterios, y aceptar o no de manera lúcida y libre aquellas orientaciones que recibimos de fuera. Nuestra capacidad de autonomía, tal y como lo vio Kant, arraiga en esta zona de lo humano.
En resumen, esta es, pues, nuestra naturaleza: somos animales sociales racionales; en virtud de lo cual estas son nuestras prerrogativas o rasgos, nuestras diferencias: somos vulnerables, dependientes y autónomos; nos corresponden como lugares propios en los que desarrollar nuestra vida el entorno natural, la familia humana y la esfera del espíritu.
Lo interesante del caso es que estas tres dimensiones de lo humano, a las cuales nos hemos asomado tan apresuradamente, no son reductibles entre sí ni están meramente yuxtapuestas. Su relación mutua viene mejor descrita por el término diferenciación: cada una de ellas impregna completamente a las otras dos, las diferencia. Nuestra inteligencia es sentiente, nuestra forma de percibir ya viene modulada por nuestro pensamiento, nuestra racionalidad es social y dialógica, no se construye sino en comunicación con los otros, nuestras funciones animales las llevamos a cabo de modo cultural, nuestra autonomía, como decíamos más arriba, está al servicio de los dependientes y dependemos de los demás para llegar a construirla…
Tomemos como somera ilustración de este hecho el caso del amor. Los griegos fueron tan sutiles como para distinguir tres tipos: eros, philíay agapé. El primero tiende a la posesión o dominación de algún otro, el segundo es un tipo de amor simétrico, el tercero impulsa a la donación de uno mismo. Podríamos identificarlos respectivamente con el deseo sexual, la amistad y el altruismo o caridad. El primero parece radicarse en nuestra condición animal, el segundo en la social y el tercero en la intelectual (en cuanto fruto de la razón práctica). La pulsión sexual se da en casi todo el mundo animal, y en parte del mismo se pueden encontrar también ejemplos de apoyo mutuo. Quizá pensemos, pues, que lo propio y distintivamente humano es el altruismo genuino, el único no reductible al egoísmo genético. Pero no es así de simple, pues obviamente la vida humana incluye también amistad y deseo sexual, solo que ambos con frecuencia quedan integrados, impregnados o modulados –diferenciados, digamos- por el genuino altruismo. Y cuando no resulta así, cuando la amistad es pura mutualidad y el sexo puro afán de posesión y dominio, los tenemos por poco humanos, del mismo modo que tendríamos por escasamente humano un amor de absoluta y total donación, sin ni siquiera la remota esperanza de una mínima correspondencia, o un amor totalmente desencarnado –platónico, se suele decir- sin el más mínimo matiz de corporalidad. Dicho de otro modo, el amor humano concreto es una realidad compleja, en la que solo por un ejercicio de análisis descubrimos sus diversos aspectos o dimensiones. Pero aun después del análisis, hemos de recordar que, en realidad, se trata de algo único.
Si vamos más al fondo de la cuestión, nos damos cuenta de que hemos obtenido cierta información sobre lo humano, cierta lucidez, mediante análisis y abstracción. Dividimos conceptualmente lo que físicamente es uno, y consideramos por separado en nuestra mente, de modo abstracto, cada uno de los aspectos que hemos distinguido. Se trata de una aproximación a la realidad mediante operaciones del logos, que al mismo tiempo nos han alejado del plano real, físico. Esta distinción entre lo lógico y lo físico tiene antiguas raíces en la filosofía aristotélica y ha sido precisada más recientemente por Zubiri. Según este: “Físico es el vocablo originario y antiguo para designar algo que no es meramente conceptivo sino real”[13]. Lo físico, en este sentido, es lo real, lo que es independiente del concepto, del logos. Incluso Dios sería un ser físico en este sentido zubiriano, es decir, con existencia plena e independiente de nuestros conceptos, análisis y abstracciones. Cada persona, vistas así las cosas, es también un ser físico, real, sustantivo.
Para volver a lo real desde lo conceptual, a la sustantividad que es cada persona, hemos de tener siempre presente que lo humano se da de manera integral, unitaria, indivisible en cada uno de nosotros. ¿Qué tipo de ontología podría hacer justicia, tanto al análisis conceptual que hemos hecho de lo humano, como a la realidad integral única que es cada persona? Dicho de otro modo, ¿cómo podríamos conectar el concepto de naturaleza humanacon la realidad sustantiva que es cada persona? La cuestión es clave, pues en esta conexión nos jugamos el autoconocimiento y, con ello, el sentido de la vida. Esta cuestión relaciona nuestra idea de la naturaleza humana con las diferencias que son propias de toda persona. La conexión de la naturaleza humana con sus diferencias será tratada en un próximo artículo, que se publicará en Fronteras CTR y que completará el análisis que aquí hemos presentado.
[1]Jonas, H., El principio de responsabilidad, Herder, Barcelona, 1995, pp. 89-90
[2] Γενοιοιοσεσσι[µαθων](Píndaro, Píticas, II, 72).Agradezco a la profesora Henar Zamora, de la Universidad de Valladolid, su siempre valiosa asesoría en cuestiones filológicas.
[3] O sea,»tras haberlo comprendido bien”, o bien, “con plena consciencia».
[4] Γνωθι σεαυτον. En latín: gnosce te ipsum.
[5]Quien esté interesado puede ver: Marcos, A., “Filosofía de la naturaleza humana” en Eikasia. Revista de Filosofía. VI, 35 (noviembre 2010). http://www.revistadefilosofia.com; Marcos, A.,“Nuevas perspectivas en el debate sobre la naturaleza humana”, en: Pensamiento, vol. 71, núm. 269, 2015, pp. 1239-1248.
[6]della Mirandola, P., Discurso sobre la dignidad del hombre, UNAM, México, 2004, p. 14 (traducción de A. Ruiz Díaz).
[7]Kant, I., Crítica de la Razón Pura, Alfaguara, Madrid, 1978, pp. 46-47 (traducción de P. Ribas, Kvr, Introducción, B9).
[8]Una clara exposición de esta teoría puede verse en Mosterín, J., La naturaleza humana, Espasa, Barcelona, 2006.
[9]Véase Marcos, A., “Filosofía de la naturaleza humana”, en: Eikasia. Revista de Filosofía. VI, 35, noviembre 2010. http://www.revistadefilosofia.com. Para ser precisos, habría que distinguir entre un naturalismomoderadoy uno radical. Según el primero -que suscribo sin reservas-, las ciencias naturales son importantes para comprender al ser humano. Para el segundo, todo lo humano es reductible a su base física y biológica. De este último es del que pretendo distanciarme.
[10]Nietzsche, F., Ecce homo. Cómo se llega a ser lo que se es, Prólogo, párrafo 2. http://www.logiamediodia.com/Mediodia/wp-content/uploads/2011/04/Friedrich-Nietzsche-Ecce-Homo.pdf
[11]Esta labor se inscribe en un proyecto más general, consistente en la construcción de un aristotelismo postmoderno. Puede verse al respecto: Marcos, A., Postmodern Aristotle, CSP, Newcastle, 2012.
[12]MacIntyre, A., Animales racionales y dependientes, Paidós, Barcelona, 2001, p. 10 [título original: Dependent Rational Animals, Carus Publishing Company, 1999]; Marcos, A., “Antropología de la dependencia”, en Muñoz, A.(ed.), El cuidado de las personas dependientes ante la crisis del estado de bienestar, Tirant Lo Blanch, Valencia, 2013, pp. 21-34; Marcos, A., “Dependientes y racionales: la familia humana”, en: Cuadernos de Bioética, XXIII, 2012 / 1º, pp. 83-95.
[13]Zubiri, X., Sobre la esencia, Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1980 [primera ed. 1962], p. 22.
Artículo elaborado por Alfredo Marcos, Catedrático en la Universidad de Valladolid. Hacemos aquí una adaptación, en dos artículos, para FronterasCTR, de su artículo publicado en la revista PENSAMIENTO, vol. 73 (2017).
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