Más allá de la naturalización y tecnologización de la vida humana

(Por Jesús Conill) Uno de los principales problemas a los que actualmente se enfrenta la filosofía reside en la concepción de la naturaleza humana, sobre la cual se están dando desde hace un tiempo dos posturas enfrentadas: o bien una postura que podríamos llamar naturalista en su sentido más tradicional, o bien una postura negacionista, defendida sobre todo desde algunos movimientos tecnofilosóficos. Sin embargo puede existir una alternativa desde una visión biohermenéutica de la naturaleza que además tome como punto de partida la experiencia de la intimidad corporal. Tal es la propuesta del reciente libro titulado Intimidad corporal y persona humana, y del que este artículo sirve como introducción a su lectura.

Desde hace años me preocupa la creciente naturalización de la filosofía, porque considero que constituye una de las vías de su falsificación. No de su superación. Porque si se tratara de una auténtica superación querría decir que los problemas filosóficos quedarían resueltos por esta vía, pero no es así. Pues una mera promesa de resolución ad calendas graecasno es ninguna solución, sino un engaño. 

Con cierto sentido paradójico, este movimiento naturalizador ha fomentado el estudio de la naturaleza humana, de modo que en el contexto actual nos encontramos ante dos posiciones antagónicas al respecto: la defensa a ultranza de la noción de naturaleza humana en la línea tradicional y su negación o presunta superación en un  transhumanismo y posthumanismo, bajo la imperante tecnologización de la vida humana. 

A mi juicio, sin embargo, cabe una alternativa, que consiste básicamente en seguir dos vectores. En primer lugar, proponer una noción biohermenéutica de la naturaleza humana, es decir, no un concepto objetivo sino interpretativo: una interpretación de la peculiar constitución biológica del ser humano, contando con el desarrollo de su cerebro. En segundo lugar, tomar como punto de partida la experiencia de la intimidad corporal para comprender mejor a la persona humana y su valor de dignidad, abriendo un camino que parte de Nietzsche y desemboca en la filosofía española de Ortega y Gasset, Zubiri y Laín[1].   

Esta mejor comprensión de la realidad humana requiere superar el imperante naturalismo, el propio de una “razón naturalista”[2], para lo cual es preciso revisar la noción tradicional de naturaleza humana (correlacionada con las nociones de substancia y esencia) y corregir el error más básico de Descartes, que consistió en no haber logrado reformar la noción del ser como res, en su doble versión de cogitansextensa, puesto que, al fin y al cabo, tanto en un caso como en el otro entiende el ser como res, es decir, lo interpreta reificándolo.

En efecto, si ampliamos la crítica orteguiana del naturalismo[3], podríamos comprender que, así como la naturaleza es sólo “una dimensión de la vida humana”, del mismo modo la técnica es sólo un uso de la razón, cuyo éxito en su nivel “no excluye su fracaso con respecto a la totalidad de nuestra existencia”. Pues el “parcial esplendor” de la razón naturalista y la parcial eficiencia de la razón instrumental no deben ocultar su resultado deficitario en relación con la totalidad del vivir humano. Igual que Ortega dijo con acierto que “lo que no ha fracasado de la física es la física”, en un sentido parecido cabe añadir hoy en día que lo que no ha fracasado de la técnica es la técnica, pero lo que sí constituye un auténtico fiasco es la “orla de petulancia” que provoca y su tendencial “utopismo”, que se está convirtiendo en un “opio entontecedor de la humanidad”. 

Hay que cambiar el modo  de acceder a la realidad de los fenómenos humanos, que tienen, a la vez, carácter natural e histórico, y revisar la conceptuación filosófica con la que, contando por supuesto con las ciencias, se conceptualiza y configura la realidad personal. Lo histórico comienza con lo natural, pero la pervivencia de lo natural se despliega históricamente. No hay una “consistencia fija” como sugería la noción del ser, caracterizada por la identidad y la invariabilidad, sino que la realidad está en devenir a través de sus correspondientes dinamismos y, en el caso de la realidad humana, en “progreso hacia sí misma”, como ya advirtió Aristóteles y recoge Ortega. Por eso, si la filosofía quiere describir la realidad radical y auténtica del hombre no puede basarse exclusivamente en los conceptos de las ciencias naturales, sino que tiene que prestar atención a las diversas formas de vivir, a la experiencia vital e histórica, y ofrecer una conceptuación interpretativa propia. Por ejemplo, es preciso empezar advirtiendo que la vida humana es un gerundio, un faciendum (no mero factum), un quehacer, un hacerse a sí mismo, dentro de ciertas posibilidades. Esas posibilidades pueden recibirse, o bien han de inventarse para llevar a cabo un proyecto vital, para lo cual se requiere imaginación. 

Es necesario, pues, tener en cuenta la riqueza que aportan la experiencia real y la imaginación (la fantasía), cuya capacidad creadora se manifiesta en la imparable innovación tecnológica. Con el poder de las nuevas tecnologías han aumentado las capacidades y posibilidades de intervenir en la vida humana, hasta el punto de que se hace inevitable plantear la cuestión de si los movimientos transhumanistas y posthumanistas constituyen efectivamente un proyecto de anti-humanismo tecnológico y, por tanto, “el final del humanismo”[4]. Ante la ilimitada búsqueda de biomejoramiento, debido al creciente proceso de tecnologización de la vida, ¿no hay ninguna naturaleza humana inmutable, ni límites al bio-tecno-mejoramiento? ¿No hay ninguna esencia ni dignidad que proteger?[5]

A mi juicio, la visión orteguiana de la naturaleza humana y de la técnica puede seguir iluminando la reflexión actual, y es una de las guías que orientarán este libro. Atendiendo a Ortega, hay que superar la naturalización del ser humano, porque es éste un ser cultural e histórico, un híbrido, al que cuadra perfectamente la figura del “centauro ontológico”, expresivo de su carácter natural-extranatural. Pero a la vez Ortega se percató tempranamente tanto del carácter radicalmente técnico del ser humano como de la potencial perversión de la razón técnica e instrumental, cuando dejando de ser un medio instrumental acaba por hacerse omnímoda y determinar los fines de la vida humana.  

Pero, ¿es que la técnica es fin? La técnica misma no es fin, es una forma de ejercer la razón, que no tiene todas las claves del ejercicio de la razón, porque se trata de uno de sus usos, pero no es “la” razón. La razón radica en la persona, cuya razón integral es sentiente y cordial, por tanto ha de contar con más elementos que los que funcionan en el uso técnico de la razón. Hay que descubrir los fines de la razón, si es que no se los puede descubrir o son problemáticos en el mero orden natural. Por eso, más que de “naturaleza humana” y de “naturaleza evolucionada”, habría que hablar en todo caso de “naturaleza humanizada”, o incluso “humanizanda”, en la que el lógos, la razón, sí que cuenta con fines. Es por la vía del lógospor la que somos capaces de descubrir los fines propios de la razón: teleologia rationis humanae (Kant). 

En la versión orteguiana de la transformación de la razón pura en impura, la razón vital cuenta con la fantasía para adaptar el medio al “sí mismo” humano, transformando el mundo conforme a los deseos, que no son sólo instintivos, sino “deseos fantásticos”, para cuya satisfacción se abre el ámbito de la acción en la historia y el potente medio de la técnica. Aquí no funciona la mera razón biológica, ni tampoco sólo la instrumental, sino la razón vital e histórica, que ha de hacer frente a las situaciones humanas. Entre las posibilidades que se le ofrecen al animal histórico y técnico en virtud de su capacidad fantástica el ser humano está obligado a elegir para proyectar su vida. La razón naturalista es insuficiente para comprender las situaciones humanas y se convierte en razón dramática en la tarea de llegar a ser sí mismo, porque la cuestión primordial no es la del ser, sino la de la vida, qué hacer de sí mismo, de la vida personal, que no tiene una consistencia cerrada, sino abierta. Encadenada a las cosas en su trato cotidiano con ellas, la persona hace su vida  con una “efectiva libertad de imaginar” e interpretar. El hombre es libre de interpretar las cosas en que fatalmente está inserto, a partir de sus sensaciones liberadas. Puede danzar encadenado. 

La cuestión fundamental radica entonces en la concepción del ser humano que subyace al desarrollo tecnológico, a cuyos imperativos estamos sometidos en la sociedad actual; en concreto, en saber si hace falta o no algún “concepto normativo y esencialista de la naturaleza humana”[6]. Sea como fuere, es imprescindible reconocer un orden teleológico, que, si no proviene por completo de la naturaleza y tiene que determinarse mediante la razón, tampoco lo puede proporcionar la tecnología, es decir, no es atribución de la omnímoda razón técnica e instrumental, sino de una razón ética, vital e histórica. 

Detrás de todo proyecto de naturalización de la filosofía y de la vida humana hay un compromiso epistemológico y un compromiso ontológico[7], a los que se añade un compromiso axiológico, es decir, un compromiso valorativo, que es necesario justificar debidamente, incluso en las actuales propuestas de “naturalismo moderado”,  en versiones como la pragmática de Eric Racine y como la ontológica de Alfredo Marcos y Moisés Pérez, que remite a Aristóteles[8].

La vida humana no es un “fenómeno natural” que sea explicable exclusivamente bajo leyes naturales. Por tanto, si se quiere evitar el dogmatismo, no basta con recurrir a algún tipo de naturalismo, ni es suficiente con calificarlo de “débil”, “moderado” o “crítico”. El criticismo filosófico no queda asegurado por la vía naturalista. Mejor camino para proseguir la filosofía crítica es la hermenéutica crítica, que entiende el naturalismo como una interpretación. 

De ahí que, en el contexto actual de omnímodo naturalismo, tampoco sea lo más adecuado proponer un naturalismo “moderado” recurriendo a la tradición aristotélica[9]. Esta concepción parte de una determinada noción de naturaleza humana, en la que se cree haber encontrado un criterio normativo de valor y una instancia para salvarse del presunto “naufragio de la modernidad”. No obstante, advierten los mismos naturalistas moderados que en Aristóteles hay supuestos y hasta prejuicios “inaceptables”[10]. Deberían preguntarse, entonces, por qué y desde dónde resultan inaceptables. ¿A qué otro criterio normativo y axiológico se está recurriendo para afirmar taxativamente que hay supuestos aristotélicos que son inaceptables? Queda claro que la instancia aristotélica es insuficiente, deficiente e incluso desacertada en algún aspecto importante. 

En efecto, en el mundo moderno y contemporáneo no es suficiente el concepto aristotélico de naturaleza humana. El presunto valor normativo de la naturaleza humana es muy problemático y no se pueden establecer como equivalentes las nociones de sustancia y de persona. No es aceptable seguir defendiendo una “ontología sustancialista” para comprender la realidad personal, porque la posible conexión entre naturaleza humana y persona a través de la noción de “realidad sustantiva”[11]no proviene de Aristóteles, sino de Zubiri y Laín. Y el recurso a la “diferencia constitutiva” del ser humano como “persona” tampoco se resuelve en una genérica “ontología de la diferencia”, en la que la personalización se lograría por una mera diferenciación entendida como forma física constitutiva de la individualidad[12], porque la persona no se constituye por la individualidad y ni siquiera por la mismidad, sino por el dinamismo de la suidad y la intimidad corporal (Zubiri)[13].

Por otra parte, hoy en día es preciso contar también con el creciente estudio del cerebro, aunque sin tratar de biologizar la vida personal desde una neurociencia que lo convierta en un nuevo mito. Por ejemplo, como se ha dicho con acierto, el cerebro moral no existe[14], sino que el cerebro es un órgano, que desde luego no se comporta de forma moral. Quien puede comportarse moralmente es la persona, dadas las virtualidades del cerebro humano, por eso no hay que neurologizar la moralidad, a pesar de la importancia del cerebro en la constitución y en el comportamiento de la persona. 

Es verdad que para comprender adecuadamente la constitución de la persona humana es preciso prestar atención a los rasgos diferenciales del cerebro humano, que ciertamente es distinto. Entre ellos, hay que destacar su peculiar proceso de maduración: se caracteriza por un nacimiento prematuro y un largo periodo de dependencia respecto del grupo, dado que el recién nacido no se puede valer por sí mismo[15]. En consecuencia, como el desarrollo del cerebro humano se produce en el seno de un grupo, su maduración se lleva a cabo mediante una combinación de factores genéticos y culturales.  Y sucede que en todos los grupos humanos y culturas hay constancia de la vigencia de valores morales, lo cual induce a pensar que el sentido moral forma parte de la naturaleza humana. Pero la comprensión de los procesos de la evolución cultural exige rebasar la relación causa-efecto e introducir otros modos de estudiarla[16], como la reconstrucción interpretativa de los procesos de reciprocidad, las alianzas, los éxitos y fracasos, la capacidad de ajustarse a reglas, la evaluación de consecuencias, etc. Si la evolución cultural no se basa exclusivamente en procesos naturales, sino que ha de contar con otros factores que no es posible comprender mediante la conexión causa-efecto, querrá decir que la naturalización de la naturaleza humana no es el mejor medio para comprenderla adecuadamente. 

Que seamos morales por naturaleza no implica, ni quiere decir, que sean naturales los valores morales. La diferencia entre “moral como estructura” y “moral como contenido”, que ya introdujo Xavier Zubiri y desarrolló José Luis Aranguren, puede ayudar a superar los intentos de naturalización de la vida humana[17]: no es lo mismo ser, por naturaleza, estructuralmente moral, es decir, tener capacidad y sentido moral, que convertir los contenidos morales en producto natural. 

Un ejemplo ilustrativo es el de los monos papiones, ya citado por Darwin y recogido por Cela y Ayala[18]: un acto de “rescate” llevado a cabo por un congénere puede considerarse altruista en términos objetivos, pero sólo se convierte en “heroico” en virtud del sentido moral. Sin la capacidad del sentido moral no habría conceptuación ni valoración de heroicidad. Cabe hablar de un cierto “continuismo”, pero también de una importante “diferencia”, que no es plenamente explicable en términos exclusivamente naturales, sino que es debida a un “desarrollo intelectual” que capacita para introducir la innovación de la perspectiva moral humana. Algo así ocurre en el caso de la interpretación del altruismo moral en los comportamientos biológicos (naturales); o bien cuando se ha querido ver un sentido de la justicia o aversión al trato desigual, pero lo que se puede estar produciendo es una frustración de expectativas[19].

Recordemos que Ortega ya introdujo términos que ayudaban a comprender los diferentes niveles que se dan en la realidad: por ejemplo, la causalidad en el orden físico (la relación causa-efecto), el estímulo, la incitación o el acicate en el orden biológico (el sugerente ejemplo de la espuela), o bien los incentivos en el orden económico y las motivaciones y preferencias en otros órdenes de la vida humana. 

Por consiguiente, hay que abandonar la perspectiva antropomórfica en la interpretación del comportamiento animal, tanto en sentido humano positivo (por ejemplo, asimilándolo a una acción basada en el sentido de la justicia) como en sentido humano negativo (asimilándolo a una conducta criminal y asesina)[20]. No hay que “biologizar” la ética, pues todos los indicios apuntan hacia una interacción de factores biológicos, sociales y culturales en la génesis del comportamiento moral. Bien entendida, la diferencia entre moral como estructura y moral como contenido puede ayudar a superar los intentos de naturalización de la vida humana, porque permite comprender, por un lado, la estructura real de la persona, por ejemplo, la estructura moral, en la que están insertos los componentes naturales; y, por otro, los contenidos de la vida personal que no cabe explicar a través de la mera naturalización. 

A la vista de los inconvenientes del proyecto naturalizador y de la posible carencia de sentido normativo cuando se recurre a la noción de naturaleza humana, en este libro se presenta una alternativa que toma como punto de partida una experiencia singular del ser humano, la intimidad corporal. 

El libro consta de tres partes: la primera trata de la noción de intimidad corporal a partir de las sugerentes aportaciones de Nietzsche que seguramente han inspirado a diversos pensadores españoles (Ortega, Zubiri y Laín); la segunda aborda el complicado asunto de la conexión entre la naturaleza humana en perspectiva biohermenéutica y la realidad personal, teniendo en cuenta el actual desarrollo de las neurociencias, pero sin ceder a su imperante tendencia naturalizadora; y la tercera ofrece algunos puntos de referencia para reflexionar sobre el sentido de la vida personal y educar realmente a las personas, como el carácter no utilitario sino lujoso (creativo) de la actividad deportiva, la actitud esperanzada, la orientación en virtud de la “voz de la conciencia” y la experiencia fundamental de la religación. 

Con este libro pretendo responder a varias cuestiones que considero intelectual y vitalmente candentes, aun cuando todas ellas provienen de preocupaciones de larga trayectoria histórica, pero que ahora se presentan con nuevas y atractivas formas en el mundo actual, como ocurre en los movimientos transhumanistas y posthumanistas. Especialmente debido a las promesas que -incluso a través de los medios de comunicación- ofrecen muchos (pseudo)científicos convertidos en profetas de la naturalización y tecnologización de la entera vida humana. 

En primer lugar, propongo una alternativa a la tendencia naturalizadora, porque ésta constituye una interpretación cientificista no plenamente adecuada a la experiencia humana y que, a su vez, es destructora de la específica conceptuación filosófica. 

En segundo lugar, propongo también una alternativa a la moderna filosofía de la conciencia y a la clásica filosofía substancialista, a partir de una innovadora concepción de la intimidad corporal. Primero, mostrando la decisiva importancia de la concepción nietzscheana de la subjetividad corporal, para transformar una noción tan básica de la filosofía moderna y contemporánea como es la subjetividad, dado que con ella se abre un nuevo horizonte filosófico que es capaz de superar el idealismo y el positivismo; y, segundo, aprovechando esta aportación de Nietzsche en conexión con gran parte del pensamiento español contemporáneo, a partir de Unamuno y Ortega y Gasset. En este sentido cumplo, aunque sólo parcialmente, uno de mis propósitos de hace tiempo: poner de relieve la fecunda vinculación entre el pensamiento nietzscheano y buena parte del pensamiento español (tanto de estilo más literario –poético- como más filosófico). 

Expongo de modo especial la idea orteguiana de la intimidad, destacando su carácter corporal, porque supone un nuevo punto de partida para repensar la naturaleza humana y la realidad personal. Seguramente no hace falta una teoría completa y cerrada de la naturaleza humana, pero sí necesitamos una concepción dinámica de la intimidad corporal, sobre todo ante el triunfo de la extimidad, tanto en la vida cotidiana de nuestra sociedad como en el enfoque cosista propio de las ciencias naturales, incluidas las neurociencias. Sólo mediante una noción corporal de la intimidad se puede prestar atención e incorporar el ámbito sentimental de la realidad superando el cosismo objetivista y el subjetivismo. Precisamente un nuevo modo de entender la realidad de la intimidad como ejecutividad constituye una alternativa al idealismo, al objetivismo de la conciencia y al subjetivismo de la introspección psicológica.

Este descubrimiento de la intimidad hace que tomemos la vida “en serio” y nos capacita para estar más allá de las farsas y acomodos de cada sociedad, sintiendo en profundidad (grávidamente) lo que uno es en sí mismo y como persona. De ahí su decisiva importancia en la vida humana y el reconocimiento que ha recibido la seriedad de la vida en diversas concepciones filosóficas contemporáneas, como la de Karl-Otto Apel y la de Ernst Tugendhat, y entre nosotros en Ortega y Gasset y Laín Entralgo[21].

Si nos atenemos a lo que nos aporta la experiencia corporal de la intimidad logramos una alternativa tanto al mentalismo como al computacionismo, que constituyen dos interpretaciones reductoras de la conciencia, que no dan cuenta de la realidad de la intimidad. En cambio, la experiencia de la intimidad corporal ofrece un firme punto de referencia para seguir repensando la naturaleza humana y la realidad personal.

Tanto la naturalización como la tecnologización contemporáneas son interpretaciones que ofrecen una nueva imagen del hombre e incluso pretenden crear una nueva mente transhumana a partir de un cerebro digital. Pero ante tales propuestas surge una cuestión decisiva: la de saber si en esta nueva visión transhumana y/o posthumana se mantiene el valor de dignidad de la persona, o bien el proyecto de mejora a través de la tecnología logra sustituir la dignidad humana y situarse más allá de la realidad personal. En esta ineludible reflexión conviene aprovechar no sólo el siempre fecundo pensamiento aristotélico[22], sino también el kantiano y nietzscheano, en versión hermenéutica, y su enlace con la tradición de la filosofía española de Ortega, Zubiri y Laín, porque creo que estas líneas filosóficas ofrecen una base adecuada para incorporar y articular los nuevos conocimientos neurocientíficos y las propuestas de intervención tecnocientíficas, pero sin prescindir por completo de lo que puede aportar el concepto de naturaleza humana, aunque en una nueva perspectiva que he denominado “biohermenéutica”; porque en dicho concepto hay que comprender unificadamente lo biológico y su significación, que necesariamente ha de interpretarse, dando como resultado un concepto interpretativo (ni objetivo ni subjetivo).  

Por tanto, ofrezco un nuevo concepto de naturaleza humana en perspectiva biohermenéutica, más allá de la metafísica tradicional y de la interpretación naturalista de las actuales neurociencias, superando así la unilateral apropiación cientificista del concepto de naturaleza humana y defendiendo una biohermenéutica, que cuenta con una pluralidad de perspectivas para comprender la realidad humana, como ocurre en el dualismo epistémico habermasiano. En concreto, se indaga si en el cerebro tiene arraigo la libertad en el sentido de “libre albedrío” y de “autonomía”, teniendo en cuenta las aportaciones de acreditados neurólogos y su posible conexión con las disposiciones naturales en la concepción kantiana de la autonomía moral. 

La superación biohermenéutica de la idea tradicional de la naturaleza humana conduce a una concepción en que la autonomía moral sigue estando en íntima relación con lo que se ha denominado “la voz de la conciencia”, con la conciencia moral y la libertad radical; es decir, con la capacidad que tienen las personas para juzgar la moralidad de las acciones propias y ajenas, y que se presenta como una cierta “voz interior”, que puede inspirar, juzgar y obligar. 

Pero, aunque es habitual considerar que el momento decisivo en la historia del concepto de autonomía moral ha sido el pensamiento kantiano, en el que el auténtico valor moral se sitúa más allá del orden natural y de todas las posibles heteronomías en las que vivimos, a mi juicio, el modo de entender lo que significa la autonomía moral depende del tipo de razón con el que esté conectada. Por consiguiente, si bien la autonomía moral, en su sentido más estricto, es la que posibilita el modelo kantiano de la razón pura, la transformación de la razón pura en impura complica y dificulta mucho la pretensión de la autonomía moral, aunque no necesariamente la anula, de tal manera que podría concebirse una especie de “coautonomía”, en la que quepa incorporar la intersubjetividad (practicada mediante la interacción y la deliberación) y la cordialidad (radicada en emociones y sentimientos como la compasión ante lo vulnerable). 

La concepción biohermenéutica de la naturaleza humana y de la razón impura con su capacidad de coautonomía puede sustentarse contando con el concepto de persona, de realidad personal, elaborado por Zubiri, que constituye una importante aportación filosófica en el actual contexto de predominio de las neurociencias, porque su filosofía de la persona está conectada con las ciencias biológicas y especialmente con una concepción del cerebro humano, que es entendido como órgano de hiperformalización y proporciona la base de su nuevo concepto de inteligencia sentiente, más allá de las tradicionales concepciones de la substancia, la conciencia y el sujeto. 

Esta concepción zubiriana es muy significativa en la actual situación intelectual, caracterizada por el auge de una neurofilosofía (basada en los nuevos datos de las neurociencias), que intenta sustituir los métodos tradicionales de la filosofía por el método de las ciencias naturales. Porque la filosofía de Zubiri, que también está conectada con las ciencias naturales, constituye una fecunda alternativa a la neurofilosofía cientificista y reduccionista, dado que su noología está estrechamente ligada a la neurobiología, especialmente a través de las nociones de formalidad y formalización, que constituyen la base de una nueva concepción de la inteligencia y de la realidad.

Así pues, no es preciso ni conveniente “naturalizar” la persona humana. Atenerse a lo que aportan las ciencias naturales y aprovecharlo para determinar lo que es la persona humana no conlleva necesariamente negar su realidad, ni disolver la moralidad, convirtiéndola en una ficción más o menos útil. De hecho ha habido y hay diversos tipos de naturalismo: naturalismos metafísicos (como el de Aristóteles), psicológicos (como el de Hume) y científicos (a partir del actual desarrollo de las ciencias naturales). Lo que ocurre es que ninguno de ellos, por muy “moderado” que se presente, es capaz de explicar adecuadamente la constitución de la realidad personal y su valor de dignidad. 

Por último, la transformación hermenéutica del pensamiento contemporáneo, a partir de la impronta nietzscheana y su filosofía del cuerpo, ofrece también una innovadora concepción del sentido de la vida personal, que Ortega y Gasset supo incorporar a su raciovitalismo a través de la interpretación deportiva de la vida humana. Sus reflexiones sobre el deporte sirven para comprender la vida humana, a partir de la reivindicación de una noción de cuerpo viviente (Leib) y de una nueva noción de la vida, porque el deporte forma parte de un horizonte vital no reducido por la estrecha perspectiva utilitaria, sino que anuncia la forma superior de la existencia humana, la apertura a un sentido festival y creativo de la vida, como en la concepción nietzscheana. 

Esta iluminación del sentido de la vida nos abre a la esperanza. Laín, en la línea de las “conciliables” metafísicas de Ortega y Zubiri[23]y como alternativa a Heidegger, aporta un modo de pensar nuestra vida desde la historia, en el que se inscribe un sentido vital esperanzado. Ahora bien, para arraigar el sentido vital en la realidad personal es provechosa la noción de la “voz de la conciencia” que encontramos en la filosofía de Zubiri. Sobre todo en sus obras de madurez, interpretadas desde la perspectiva de su analítica noológica de la facticidad, Zubiri analiza la experiencia fundamental en que arraiga el posible sentido de la vida personal y hasta la experiencia moral de obligación: la religación. Pero la vida personal requiere un proceso educativo bien orientado. Y más en la situación cultural que vivimos, híbrida de tendencias modernas y postmo­dernas[24], a la que se añade el creciente poder de las tecnociencias y por el que está surgiendo un nuevo horizonte utópico, marcado por las nuevas tecnologías, que llena la vida humana de nuevos símbolos, expectativas y esperanzas. De todos modos, persiste un viejo problema: el de si la naturale­za humana es realmente mejorable y perfecti­ble (sobre todo, moralmente), aunque con la novedad de que ahora tal aspiración utópica queda en manos del imparable desarrollo tecnológico, que es el que responde del modo más eficaz al impulso por satisfacer los propios deseos. Como éstos surgen desde lo más íntimo del ser humano, al que consideramos como persona y valoramos por su dignidad, si queremos acertar eligiendo lo mejor para vivir, tenemos que seguir planteando el sentido de la vida desde la experiencia más radical que nos constituye como realidad personal. 


[1]Jesús Conill, Intimidad corporal y persona humana. De Nietzsche a Ortega y Zubiri, Tecnos, Madrid, 2019.

[2]Ortega y Gasset, J., «Historia como sistema», Obras Completas, Taurus, Madrid, 2004-2010, VI, pp. 53-54.

[3]Vid. Conill, J., “La superación del naturalismo en Ortega y Gasset”, Isegoría, 46 (2012), 167-192.

[4]Antonio Diéguez, Transhumanismo, Herder, Barcelona, 2017, p. 46. 

[5]Ibidem, p. 15. Vid. J. Conill, El enigma del animal fantástico, Tecnos, Madrid, 1991.

[6]Diéguez, op. cit., p. 197; Marcos y Pérez, Meditación de la naturaleza humanapassim.

[7]María Jimena Clavel, “Naturalizando la ética”, Ética y neurociencias. La naturalización de la filosofía moral, UNAM, México, 2018, p. 273. 

[8]Ibidem, pp. 273 y ss.; Eric Racine, Pragmatic Neuroethics, Cambridge, MIT, 2010; Marcos y Pérez, Meditación de la naturaleza humana, p. 5 y passim

[9]Alfredo Marcos y Moisés Pérez, Meditación de la naturaleza humana, B.A.C., Madrid, 2018.

[10]Ibidem, p. 163.

[11]Ibidem, pp. 376, 385. 

[12]Ibidem, pp. 382, 385.

[13]Xavier Zubiri, Estructura dinámica de la realidad, Alianza, Madrid, 1989. 

[14]Camilo J. Cela y Francisco J. Ayala, El cerebro moral. Evolución del cerebro y valores humanos, EMSE, EDAPP, 2018. 

[15]Ibidem, p. 36.

[16]Ibidem, p. 43.

[17]Se trata de la famosa distinción entre “moral como estructura” y “moral como contenido”, que introdujo Aranguren a partir de Zubiri (Ética, Revista de Occidente, 1958, incluida en la Obras completas, Trotta) y que ahora utilizan (curiosamente sin referencia alguna a los citados autores) Cela y Ayala para distinguir entre la tendencia a adoptar valores morales y los valores morales concretos de una persona o grupo en un momento histórico (El cerebro moral, p.84).  

[18]Camilo J. Cela y Francisco J. Ayala, El cerebro moral, p. 53. 

[19]Ibidem, p. 66.

[20]Ibidem, pp. 68, 81; Pedro Enrique García Ruiz, “Neurociencia y la patologización de la responsabilidad moral”, Ética y neurociencias. La naturalización de la filosofía moral, UNAM, México, 2018, pp. 33-54 (especialmente pp. 34-38). 

[21]Karl-Otto Apel, La transformación de la filosofía, Madrid, Taurus, 1985; Ernst Tugendhat, “Retraktationen”, en Probleme der Ethik, Stuttgart, Reclam, 1984; José Ortega y Gasset, José Ortega y Gasset, Obras completas(= O.C.), Taurus, Madrid, 2004-2010, II, pp. 19-26; Pedro Laín Entralgo, Ser y conducta del hombre, Madrid: Espasa Calpe, 1996, pp. 495-498.  

[22]Vid. Alfredo Marcos y Moisés Pérez, Meditación de la naturaleza humana, B.A.C., Madrid, 2018.

[23]Pedro Laín, Alma, cuerpo, persona, p. 202.

[24]Jesús Conill, El enigma del animal fantástico, Madrid, Tecnos, 1991.

Artículo elaborado por Jesús Conill, Catedrático de filosofía moral y política de la Universidad de Valencia y miembro del Consejo Asesor de la Cátedra CTR. El artículo está entresacado de la Introducción a su libro Intimidad corporal y persona humana. De Nietzsche a Ortega y Zubiri (ed. Tecnos, Madrid 2019, pp. 11-27).

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