Domingo de Soto: genio científico en la Iglesia del siglo XVI

(Por Jorge Mira Pérez) A veces la historia no es del todo justa con sus protagonistas, hasta el punto de que por diversas razones quedan en el olvido figuras que han contribuido de forma notable al conocimiento del mundo. Tal es el caso de Domingo de Soto, un gran personaje del siglo XVI cuyas ideas han contribuido al nacimiento de la ciencia moderna y que, sin embargo, ha pasado desapercibido a lo largo de los siglos.

Domingo de Soto (Segovia, 1494 – Salamanca, 1560), fraile dominico y profesor de teología en la Universidad de Salamanca, fue una de las grandes mentes de la historia de nuestro país y como tal fue reconocido en vida[1]. Seguramente por eso Carlos V lo envió al Concilio de Trento como teólogo imperial e incluso lo nombró su confesor. Como cabe suponer, su capacidad de influencia era alta, demostrada, por ejemplo, en la defensa de los indios, en la línea de Bartolomé de Las Casas.

Como culminación de ese prestigio le llegó el ofrecimiento del obispado de Segovia, que él rechazó. Lo suyo era el mundo académico, con notables incursiones en multitud de campos: teología, derecho (está considerado, con Francisco de Vitoria, cofundador del derecho internacional moderno), lógica, filosofía, economía… Y también en la física. Seguidor de la obra de santo Tomás de Aquino, su vía de contacto con ella le llegó, cómo no, a través de la física y la lógica aristotélica.

Pero su rol en la historia de la ciencia quedó completamente oscurecido con el paso del tiempo, algo increíble para un científico de hoy en día, cuando el deseo de marcar la prioridad en un descubrimiento científico y ser reconocido públicamente como un pionero son principios motores claves de su actividad.

Galileo Galilei (1564-1642), padre de la ciencia moderna, lo fue también de esa actitud de avidez en el marcado del territorio de los méritos propios y la condición de primero en pisar tierra incógnita en la ciencia. Antes de él, nada de esto ocurría, y por eso el panorama de la historia de la ciencia aparece difuminado del siglo XVI hacia atrás, al menos fuera del ámbito de los expertos.

Solo así se entiende que en España no sea de conocimiento público que Domingo de Soto haya sido uno de los principales precursores de la mecánica moderna[2] (parte de la física que estudia el movimiento de los cuerpos) con una idea capital: «cuando un grave cae a través de un medio homogéneo desde una altura, se mueve con mayor velocidad al final que al principio […], pero además [su velocidad] se incrementa de un modo uniformemente disforme»[3]. Y no solo eso, sino que además llegó a la conclusión de que la Tierra es quien mueve los cuerpos en caída libre, incluso sin estar en contacto con ellos.

Ambas ideas pueden parecer simples desde la arrogancia de un lector del siglo XXI, pues para nosotros es trivial que los cuerpos caigan al suelo por causa de la fuerza de gravedad que ejerce la Tierra sobre ellos, una fuerza que tira a distancia de cualquier masa hacia abajo, proporcionándole una aceleración constante.

Pero debemos recordar que estas dos ideas, de la cuales es deudora la sociedad en la que vivimos, no llegaron al conocimiento de la humanidad hasta el siglo XVII. Por un lado, Galileo fue en 1609 la primera persona en comprobar que un cuerpo en caída libre se mueve con aceleración constante. Por otra, Newton (1642-1727) tuvo el gran privilegio de ser el primero en atisbar, en 1666, la «ley de la gravitación universal»[4], asentada en la idea de una fuerza a distancia que tiene en la masa de los cuerpos su único origen. El adjetivo «universal» implicaba también que la mecánica que regía los movimientos del mundo terreno era la misma que regía los movimientos del mundo celeste.

Es posible que el lector que llegue hasta aquí empiece a estar invadido de un cierto estupor: «¿estamos diciendo que Domingo de Soto intuyó las ideas centrales de Galileo y Newton?».

Pues efectivamente sí, tal y como este egregio fraile segoviano escribió en sus Quaestiones (1545) sobre los ocho libros de física de Aristóteles[5]. Allí desveló que la distancia cubierta por un cuerpo en caída libre podía ser obtenida con el llamado teorema de la velocidad media para el movimiento constante acelerado (uniformiter disformis), que fuera formulado en el siglo XIV por los Calculatores de Merton College (germen de la Universidad de Oxford)[6]. El teorema venia que si, por ejemplo, dejamos caer un cuerpo (velocidad inicial igual a 0) y al llegar al suelo lleva una velocidad final de 10, la distancia recorrida será la misma que si va con una velocidad constante igual a la media de esos dos extremos (la velocidad media entre 0 y 10 es 5). Evidente, pues, el adelanto del futuro resultado de Galileo.

¿Y qué sucede con la idea newtoniana? De Soto definió el concepto de Resistencia Interna como algo diferente tanto de la resistencia al movimiento de Aristóteles como de la usada por Thomas Bradwardine (c. 1290-1349), Arzobispo de Canterbury y uno de los principales estudiosos de la dinámica de los cuerpos en la Edad Media. Estos dos recogían básicamente la idea intuitiva de que un cuerpo, al moverse, sufre la resistencia del aire, que tiende a frenarlo.

De Soto dio el gran paso cualitativo y concibió esta resistencia interna como a) algo intrínseco al cuerpo (en contraposición a la extrínseca de Aristóteles, que era debida al aire), b) proporcional a su peso y c) de una naturaleza que implicaba que, a mayor resistencia interna, mayor capacidad de recibir ímpetu de una fuerza.

Estas ideas, todas acertadas, son claramente un preludio del concepto central newtoniano de la masa inercial, tal y como señalan Pérez-Camacho y Sols-Lucía[7]. Estos autores destacan que De Soto afirmó que, en el movimiento de un cuerpo en el vacío (donde no hay resistencia extrínseca al movimiento), la velocidad se incrementa de un modo proporcional al tiempo, inversamente proporcional solo a la resistencia interna, y proporcional a la fuerza externa que actúa sobre él. Es decir, De Soto estableció que los cuerpos en caída libre caen al vacío con la misma velocidad en movimiento uniformemente acelerado, independientemente de su resistencia interna.

De todos modos, un análisis más profundo de los textos de De Soto en este tema nos lleva a considerar que en realidad él no postuló una relación de proporcionalidad directa, sino una relación logarítmica, en la idea de Bradwardine[8]. Pero posiblemente intuyó que, en ausencia de aire, dos cuerpos caerían igual de rápido independientemente de su peso; toda una hazaña, dado que, ¿a quién le podía caber eso en la cabeza en aquel momento? Por entonces parecía evidente que los cuerpos más pesados tenían que caer más rápido (eso es lo que nos dicta la experiencia diaria, con movimientos hechos siempre en rozamiento con el aire).

Tales ideas son un adelanto de la revolución galileana, un paso cualitativo en la línea que comienza en la física de Aristóteles y culmina en la newtoniana, y debieron tener influencia en científicos posteriores. Parece obvio el influjo de esta Resistencia Interna en la Resistanza Interna de Galileo, preludio del concepto de masa que cerraría Newton. De hecho, Galileo estaba al tanto del trabajo de De Soto, a quien menciona en su Tractatus de Elementis[9]. El nexo posiblemente venía a través de los discípulos del segundo, que enseñaron en el Colegio Romano (hoy Pontificia Universidad Gregoriana de Roma) al que asistió el alumno Galileo Galilei, quien probablemente debió quedar asombrado la primera vez que percibió la profundidad de la inteligencia de aquel fraile dominico segoviano a quien la historia de la ciencia acabaría olvidando injustamente.

Artículo elaborado por Jorge Mira Pérez, Físico, Catedrático de electromagnetismo en la Facultad de Física de la Universidad de Santiago de Compostela, miembro de la Real Academia Gallega y director del programa ConCiencia.

 

Notas

[1] Una primera versión de esta contribución ha sido publicada en Encrucillada 164 (2009) 37-41.

[2] P. Duhem, «Dominique de Soto et la escolastique parisienne»: Bulletin Hispanique 12 (1910); 13 (1911); 14 (1912). A. Koyré, History of Science, Basic Books (ed. R. Taton, trad. J. Pomerans), New York 1964.

[3] W. A. Wallace, «The Enigma of Domingo de Soto: Uniformiter Disformis and Falling Bodies in Late Medieval Physics»: ISIS (1968) 384-401.

[4] I. Newton, Philosophiae Naturalis Principia Mathematica (1987).

[5] D. de Soto, Quaestiones Super Octo Libros Physicorum Aristotelis, 1545 y 1551 (1º edición), 1572 (3º edición).

[6] E. D. Sylla, «Medieval dynamics»: Physics Today 61 (2008) 51-56.

[7] J. J. Pérez Camacho – I. Sols-Lucía, «Domingo de Soto en el origen de la ciencia moderna»: Revista de Filosofía (Univ. Complutense) 12 (1994) 455-476.

[8] W. A. Wallace, a.c., 384-401. J. Mira, «Domingo De Soto, early dynamics theorist»: Physics Today 62 (2009) 9-10.

[9] W. A. Wallace, Domingo De Soto and the Early Galileo: Essays on Intellectual History, Ashgate, Aldeshot 2004.

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