La estrategia geopolítica de la Iglesia Católica

(Por Javier Monserrat) Manlio Graziano, de nacionalidad italiana, es profesor de geopolítica de las religiones en la Universidad de Paris IV de la Sorbona. Su obra titulada El siglo católico. La estrategia geopolítica de la iglesia, publicada primero en italiano en 2006 y traducida al español en 2012 (aparecida en la editorial RBA), ha sido para mí interesante porque muestra cómo un profesor universitario presenta su visión de la iglesia católica. Graziano quiere describir lo que de hecho constituye la geopolítica de la iglesia católica (una geopolítica que viene de lejos y en la actualidad se mantiene). Quiere hacer constataciones objetivas: lo que de hecho sucede. Pero, además, lo valora críticamente en forma positiva. No cabe duda de que, ante todo, Graziano pretende presentar la geopolítica católica en forma objetiva. Quiere describir lo que ha pasado y sigue pasando. Pensamos que probablemente es así en parte. Pero debe tenerse en cuenta que hacer historia involucra siempre inevitables factores subjetivos que nos inducen a considerar que en la presentación de Graziano pudiera haber sesgos subjetivos, de uno u otro tipo. Por ello, siempre cabe preguntarse: la geopolítica católica, ¿ha sido y sigue siendo como Graziano la describe?

OBJETIVIDAD Y SUBJETIVIDAD VALORATIVA

En todo caso no cabe la menor duda de que la presentación “objetiva” de Graziano tiene interés evidente. Por otra parte, la interpretación valorativa que de ella hace es ya totalmente subjetiva: es decir, la valoración presentada del acierto, o desacierto, de esa geopolítica, para el pasado, el presente y el futuro de la iglesia católica, no tiene más valor que representar la opinión de Graziano. Su opinión es sin duda valiosa, pero no más allá del valor que le confiere su mera subjetividad. Es lo que podemos decir siempre de las opiniones, incluida la mía, que expondré en este artículo. Pero lo que en todo caso cuenta son los argumentos, formulados objetivamente, que muestran el apoyo racio-emocional que soporta las propias opiniones. El hecho de presentar los argumentos en una exposición objetiva es lo que hace que otros puedan valorar las opiniones, para asumirlas o distanciarse de ellas, siempre de una forma racional y crítica, aunque incluya aspectos emocionales.

Concuerdo globalmente con los grandes perfiles de la descripción, “objetiva” en la intención, que Graziano hace de la geopolítica católica. Creo que en gran parte, prescindiendo de detalles, lo que Graziano constata ha sido y sigue siendo efectivamente así. Por esto precisamente nos ha interesado su obra: porque confirma lo que nosotros hemos expuesto en otros lugares (principalmente en Hacia el Nuevo Concilio y en El gran enigma) sobre la situación de la iglesia actual dentro de lo que he llamado el paradigma greco-romano. No obstante, debemos manifestar también nuestra disconformidad con sus valoraciones globales sobre el acierto o desacierto de la geopolítica descrita, o sea, con la interpretación personal, o subjetiva, que nos ofrece. Expondré aquí esta disconformidad, así como las razones que sustentan mis puntos de vista (obviamente también subjetivos, como digo, pero ofrecidos a la valoración de los demás, como legítimamente hace Graziano, en el marco de lo que constituye una exposición argumentada).

Quiero observar también que sólo conozco del autor de El siglo católico, de Manlio Graziano, su identificación universitaria y la trayectoria de sus libros. La visión muy positiva, optimista, sobre el futuro católico no permite conocer si es un creyente católico o si tiene algún tipo de adscripción a alguna organización religiosa católica. Pero en todo caso, puesto que soy creyente, y miembro de la iglesia católica desde una persuasión personal, no puedo dejar de mirar con simpatía el interés por lo católico y las actitudes valorativas de Graziano, aunque discrepe seriamente de ellas.

LA TESIS DE MANLIO GRAZIANO

¿Cuál es, pues, la tesis del libro de Graziano? La obra comienza con un Prólogo escrito por Lucio Caracciolo, conocido experto en geopolítica, periodista, escritor y profesor universitario, muy influyente en Italia. En muy pocas palabras Caracciolo recoge la tesis de Graziano con toda corrección. ¿Podemos considerar el siglo XX como el siglo católico? Muchos piensan que no, incluso que representa el siglo en que el catolicismo ha entrado en una marcada crisis y en un retroceso histórico significativo. Frente a esta tesis Graziano defiende que el siglo XX es el siglo católico porque en él está prosperando la estrategia ideada por la iglesia romana universal, desde hace siglos, para fortalecer y ampliar su difusión en el mundo. En el siglo católico, piensa Graziano, la iglesia no sólo ha resistido su “adaptación” a la modernidad, sino que comienza a conseguir que la modernidad deba adaptarse a la iglesia de siempre.

En este “siglo católico” la iglesia estaría superando la crisis de los últimos años, que indudablemente se produjo, estaría entrando en un período de estabilidad y asentamiento interno, de crecimiento en relación al exterior, y de aumento considerable de un prestigio que la constituiría en el futuro como eje en torno al cual se produciría una convergencia de las religiones. En definitiva, ya en una perspectiva global, como único punto de referencia fiable para dar respuesta a las preguntas de un mundo secular cada vez más perdido, y a la deriva de la historia.

¿Cómo podrá llegarse a todo esto? Para Graziano será una consecuencia de la estrategia geopolítica de la iglesia (que no es nueva, sino que responde a cuanto se ha mantenido y se ha venido haciendo en los últimos siglos). Ahora bien, ¿en qué consiste la estrategia católica? Básicamente respondería Graziano: en una fidelidad a sus antiguos e innegociables principios fundacionales. Es la única estrategia de mantener con firmeza el recto timón de su barco y no sucumbir a halagos temporales, a seducciones ni modas. No debe pretender adaptarse al mundo, sino adaptar el mundo al evangelio, sin ni siquiera diluir los principios tradicionales católicos, ni en lo doctrinal ni en lo moral.

La estrategia, por tanto, es la de hacerse fuerte en una seguridad absoluta en los propios principios. No hay que darles vueltas, discutirlos o problematizarlos porque están ahí en la tradición de la iglesia. No hay más que adherirse a estos principios. La actitud creyente que se promueve es la de aceptar con entrega y sencillez “lo que de hecho la iglesia ha sido y sigue siendo”, renunciando incluso a plantear preguntas críticas que solo causarían desestabilización e inquietud innecesaria. Ser católico es, pues, entregarse “ciegamente” con confianza total a la fe tradicional de la iglesia. Esta oferta de seguridad incondicionada y absoluta hecha por la iglesia acabará atrayendo a un mundo inseguro y en crisis. El hombre angustiado busca seguridad y acabará adhiriéndose a la única institución que se la ofrece de forma incondicionada.

Que esta es, en efecto, la tesis fundamental de Graziano se muestra al considerar las tres citas iniciales con que se encabeza su estudio. Una es de Peter L. Berger en su obra The Desecularization of the World. Nos dice:

“En realidad, lo que ocurrió fue que las comunidades religiosas sobrevivieron e incluso prosperaron, pues no intentaron adaptarse a las supuestas necesidades de un mundo secularizado. La modernidad, por razones totalmente comprensibles, mina las viejas certezas, y la incertidumbre es una condición difícil de soportar para muchos. Por eso, los movimientos (no solo religiosos) que prometen aportar o renovar certezas tienen ante sí un mercado abierto”.

La segunda cita es del Cardenal Vincenzo Vannutelli, en marzo de 1917: “La historia nos enseña que la providencia se sirve de los grandes desórdenes sociales para favorecer a su iglesia”. Es obvio que Graziano aduce esta cita para avalar su tesis de que un mundo sin orden ni sentido acabará favoreciendo la vuelta de los ciudadanos hacia la única institución que ofrece seguridad. Por último, en el mismo sentido, recuerda la conocida cita del arzobispo de París en la Semana Santa de 1976: “Debemos adaptar nuestras sociedades al Evangelio, no adaptar el Evangelio a los usos del tiempo”.

Este cerrar filas, aceptar incondicionalmente la fe, tal como la expone la iglesia según su tradición, sin cuestionamiento ninguno que la debilitaría en su posición social, no deja de recordar las estrategias de otros grupos seculares. En concreto, recordemos la estrategia comunista de reprimir todo tipo de “revisionismos” que, en el fondo, acabarían debilitando la posición social del partido. Lo recordamos para advertir que la estrategia de “cerrar filas” responde a principios de sociología política ordinaria.

Seguidamente, voy a presentar un conjunto de textos de Graziano en El siglo católico. La estrategia geopolítica de la iglesia. Es la forma de ver en directo la forma y nitidez, el radicalismo, con que presenta sus ideas. Sin ninguna clase de represión. Haremos alguna anotación para encuadrar los textos y, por último, una valoración final en que expondremos nuestra posición personal ante las importantes cuestiones planteadas por Manlio Graziano.

Hacer frente a la crisis con la religiosidad popular

A lo largo de toda su obra, Graziano insiste lo que, en su opinión, ha sido el error de ciertas tendencias dentro de la iglesia católica: hacer un esfuerzo por alcanzar una adaptación “intelectual” a la modernidad. Tomarse en serio la tarea de repensar el cristianismo en los nuevos tiempos ha sido el gran error de los intelectuales católicos. Se produjo este error en el siglo XVI y se reprodujo en el siglo XX. Pero la iglesia supo atajar a tiempo estas tentativas erróneas por medio de la insistencia en la religiosidad popular, ajena a las cuestiones intelectuales.

“Delio Cantimori recuerda que, en el siglo XVI, cuando el declive de la estructura institucional católica parecía irreversible, la vida religiosa popular en Italia era “ardiente e intensa” y se manifestaba sobre todo a través de prácticas rituales supersticiosas y propiciatorias. Frente a la Reforma, la Iglesia se dividió entre quienes pretendían eliminar la superstición de la fe, dejando así sin justificación el movimiento de Lutero, y quienes deseaban apoyarse en la religiosidad popular para frenar la erosión de la autoridad de Roma. Se impuso la segunda tendencia, y la Contrarreforma condenó la soberbia intelectual y se apresuró a ayudar a la sancta simplicitas, que se oponía a las “discordias, cismas y herejías pestilentes” procedentes de los hombres letrados” (144).

“Al encauzar y alentar la proliferación de cultos, milagros y revelaciones, la creación espontánea de nuevos santos, el florecimiento de imágenes prodigiosas y de reliquias, la Iglesia afianzaba su vínculo con el pueblo y, al mismo tiempo, se alejaba de la pureza gélida y aséptica de la Reforma. Estatuas, frescos, brocados, ornamentos, terciopelos, incienso y música siempre han representado las formas externas de la religiosidad católica, y su objetivo principal es hacer vibrar las cuerdas íntimas y emotivas de los fieles” (144).

Graziano compara la situación en el siglo XVI con tendencias del siglo XX.

En la iglesia católica, “a lo largo del siglo XX, se fue extendiendo una tendencia a abandonar esa identidad específica, tendencia que, no sin razón, se ha definido como una protestantización solapada del catolicismo. El primero que intentó oponerse a la misma fue Pablo VI, que ensalzó las virtudes de la piedad popular en Evangeli Nuntiandi y creó con espectacular rapidez nuevos santos, 84 en total, todos los que habían proclamado sus antecesores en el siglo XX. Por su parte, Juan Pablo II, para quien la religiosidad popular era el “verdadero tesoro del pueblo de Dios”, creó 482 santos, sin contar los 1.340 beatos, más que todos sus predecesores juntos” (145).

“La Iglesia de Pio XI consideraba al padre Pío un charlatán y le prohibió decir misa en público. En cambio, la Iglesia de Pablo VI lo rehabilitó en 1964 y promovió su proceso de beatificación en 1969. Juan Pablo II, que hizo santo al padre Pío en 16 de junio de 2002 en una retransmisión mundial, jamás ocultó su inclinación por todas las muestras y formas de religiosidad popular, sobre todo si formaban parte de imponentes manifestaciones de masas. Como escribe Alberto Melloni, con Juan Pablo II el magisterio verbal del papado del siglo XX llevó hasta el extremo un proceso que había comenzado cuando el papado, despojado de la soberanía temporal, experimentó antes que otras instituciones la transformación del poder en imágenes, siguiendo axiomas comunicativos cuyas gramáticas descubrió el sociólogo (católico por más señas) Marshall McLuhan” (145).

La actitud de entrega popular, firme y segura, a la fe de la iglesia, sin problemas intelectuales ficticios, es caracterizada por Graziano como “santa simplicidad”.

El antídoto de la “sancta simplicitas”

“Dos reacciones semejantes (nos dice Graziano), aunque con tiempos distintos, provocadas por dos traumas profundos y potencialmente letales: la Reforma y el caos que siguió al concilio Vaticano II. Podríamos afirmar que recurrir a la sancta simplicitas es uno de los antídotos más eficaces en la crisis del catolicismo” (145).

“Así -prosigue Graziano-, los partidarios de una religiosidad abierta, razonable, problemática, tolerante y aceptable para todo el mundo –que culturalmente son el origen del mencionado caos– deben replegarse, perseguidos por las armas más deplorables. A finales de la década de 1990, Peter L. Berger constató que “en el escenario religioso internacional, los movimientos conservadores, ortodoxos y tradicionalistas están creciendo por doquier”, mientras que “los movimientos religiosos que han hecho grandes esfuerzos para adaptarse a lo que se percibía como modernidad están decayendo por doquier”(145).

“Diez años más tarde, Micklethwait y Wooldridge repiten la misma idea: “las que prosperan son las religiones “malas”. En los años sesenta, muchos estudiosos imaginaban que, si la religión sobrevivía, sería en sus formas más razonables y ecoménicas. En realidad, las religiones de las certezas son las que han encontrado un mercado más propicio” (146).

“La parábola del anglicanismo es un ejemplo muy elocuente. Su tentativa de reciclarse abrazando las tendencias culturales más liberales tuvo como consecuencia la secesión de la comunión oficial de una parte de los fieles estadounidenses y una ruptura con parte de la comunidad africana, además de la vuelta al rebaño católico de un grupo de eclesiásticos y fieles británicos. Según estadísticas recientes, en Inglaterra, el número de practicantes católicos supera el número de practicantes anglicanos. Por otra parte, los países luteranos del norte de Europa son aquellos en los que la religión tiene menor importancia” (146).

Un concepto importante uesado por Graziano es el de “religión mala” (bed religion) o “religión fallida” (wrong religion). Por tal, en general, puede entenderse todo tipo de religión que se asienta solo en la fe ciega de sus fieles que administra y potencia, al margen de la razón y de la cultura. Puede darse una interpretación más peyorativa de las “wrong religions” si se entiende que sus líderes explotan y manipulan la fe ciega de sus fieles. En el conjunto, aunque parezca sorprendente, da la impresión de que Graziano defiende que la mejor forma de prosperar para la iglesia católica sea la de convertirse en una religión ciega, en una “bed religión”.

Apuesta por las “wrong religions”: el pentecostalismo

“Para subrayar la victoria de las “wrong sorts of religions”, Micklethwait y Wooldridge añaden una consideración que merece ser desarrollada. “El éxito religioso más notable del siglo pasado lo obtuvo la religión que más apela a las emociones: el pentecostalismo”. En realidad, históricamente, la religión que más apela a las emociones es el catolicismo, solo que, con el tiempo, dicha característica se ha ido atenuando. Un estudioso del Pentecostalismo, André Corten, señala que la relativa pérdida de influencia de la Iglesia de Roma en beneficio de las tendencias carismáticas en Latinoamérica tiene que ver con el hecho de que, en los últimos siglos, el catolicismo y el protestantismo clásicos “se han visto arrastrados a una creciente racionalización, a un desencanto … y ya no ofrecen calor ni consuelo” (146).

“Además, debemos recordar que, al hablar de pentecostalismo no nos referimos a una iglesia en particular (existen cientos de ellas), sino a un sentimiento común de los fieles de las religiones organizadas, incluidos los católicos. Según una encuesta de Pew Forum on Religion, en Brasil se sienten próximos a dicha tendencia 8 de cada 10 protestantes y 1 de cada 2 católicos” (147).

Recordemos las fechas en que se escribe el libro de Graziano, y la anterioridad de sus citas.

Pentecostalismo y teología de la liberación

“Ahora bien, el crecimiento del movimiento evangélico pentecostal no se debe únicamente a su carácter emocional”. “El libro de Micklethwait y Wooldridge comienza por un encuentro entre los autores y los miembros de una comunidad de hombres de negocios cristianos de Shanghái: “Los países con muchos cristianos –afirmaban los chinos– son más poderosos. Estados Unidos se hizo fuerte porque era cristiano. Cuanto más cristiana sea China, más fuerte será”. Si cambiamos de continente y de testimonios, el resultado es el mismo. Para Filippo Santoro, obispo de Petrópolis (Brasil), la difusión del Pentecostalismo “supone un gran golpe para la teología de la liberación. Los pobres con los que contaban para un cambio revolucionario han elegido el rescate capitalista y han preferido abrazar la teología de la prosperidad”. De hecho, poco tiene que ver aquí la teología de la liberación, ya que –como sostienen entre otros Paul Freston y Sandro Magister– su impacto en la realidad religiosa y social ha sido mínimo. En realidad, la discriminación se produce entre quienes han obstaculizado las tendencias al desarrollo y quienes las han favorecido, es decir, tiene lugar dentro de la iglesia católica entre quienes están bajo la órbita de los jesuitas y las que están bajo la órbita del Opus Dei” (147).

Jesuitas y Opus Dei: razón y “simplicitas”

A lo largo de su obra insiste también Graziano en identificar a los jesuitas con la pretensión de que la iglesia se adapte a la modernidad, emprendiendo esfuerzos racionales fallidos que han concluido en el fracaso y en la crisis de la orden fundada por Ignacio de Loyola. En cambio, considera que el Opus Dei es el representante de la opción institucional por la “sancta simplicitas”, en los términos que hemos venido exponiendo. Por esto ha triunfado y prosperado.

Esta identificación de bloques y la asignación de posiciones cerradas a cada uno es proseguida por Graziano al identificar a los jesuitas con la teología de la liberación y al Opus Dei con una propuesta de progreso social basada en los principios económicos liberales.

A mi modo de ver, se trata de una agrupación impropia e injusta, ya que los jesuitas nunca han defendido posiciones institucionales cerradas y únicas. Han estado abiertos a la opinión, muy diversificada de sus miembros, que, en direcciones distintas, en lo teológico y en lo socio-político, siempre se han sido respetadas. Por su parte, dentro del Opus Dei puedo decir, por mi experiencia personal, que no todos piensan lo mismo y hay quienes coincidirían con puntos de vista propios de ciertos jesuitas (como individuos). Creo, sin embargo, que el Opus Dei como institución ejerce realmente una mayor presión sobre sus miembros (hoy decreciente) para que respondan a una posición que, sin fisuras, responde más o menos a lo que ha entendido Graziano y expone en su obra.

A principios de la década de 1980, nos dice Manlio Graziano, José Casanova escribió que:

“si se hubiera impuesto el modelo del Opus Dei, el catolicismo habría podido contribuir a la modernización de las sociedades latinoamericanas en dirección tecnocrático-capitalista”. Para conseguirlo, se habrían tenido que romper las tradicionales resistencias anticapitalistas católicas, representadas esencialmente por los jesuitas. Esta interpretación ayuda a comprender mejor las conocidas simpatías de Karol Wojtyla hacia el movimiento fundado por Josemaria Escribá de Balaguer (fallecido en 1975 y canonizado en 2002) y los frecuentes encontronazos entre el papa y la orden fundada por Ignacio de Loyola. Según Casanova, el modelo del Opus Dei es una combinación entre un “ethos económico moderno y laico” y el respeto escrupuloso de “dogmas, moral y estructuras eclesiásticas tradicionales” [notemos que aquí se apunta la “sancta simplictas”]. No se podía ofrecer nada mejor a un papa restaurador de dogmas, moral y estructuras eclesiásticas tradicionales que, al mismo tiempo, apoyaba el desarrollo (148).

“De Lee Kuan Yew a Micklethwait y Wooldridge, pasando por Peter Berger y Samuel Huntington, cada vez se difunde más la idea de que el cristianismo es la mayor contribución de Occidente a las sociedades en rápido crecimiento económico. Probablemente, tal convicción puso fin a las dudas de las jerarquías eclesiásticas entre la modernización del catolicismo y la catolización de la modernidad, impulsándolas a abrazar sin reservas la segunda opción” (148).

VALORACIÓN DE LA TESIS DE GRAZIANO

Por lo que llevamos dicho y por lo que passim se va recogiendo en la lectura de la obra, destaca la estrategia de que la iglesia no debe plantearse ningún problema intelectual, ya que tiene cerrada su doctrina y está absolutamente segura de lo que debe defender. Ponerse a pensar y a revisar las posiciones sólo conduciría a debilitar la posición de la iglesia, mucho más si la revisión llevara implícita la pretensión de adaptar la iglesia a un mundo secularizado. No me atrevo a decir que Graziano defienda un anti-intelectualismo, pero es contrario a toda revisión o replanteamiento de las posiciones intelectuales tradicionales de la iglesia. No hay que razonar nada, no se debe buscar ninguna novedad racional porque la razón católica ya está dada en la doctrina y en la moral, en que la iglesia se instala con toda seguridad desde siempre. Esta doctrina tradicional es la que hay que apoyar y argumentar racionalmente.

“En opinión del sociólogo Enzo Pace -nos dice Graziano-, para que una religión pueda “afianzarse socialmente” son necesarias tres condiciones: esta debe ser convincente desde el punto de vista emotivo, debe serlo también desde el punto de vista racional y debe “producir efectos socialmente útiles en términos colectivos e individuales”. Al recuperar la dimensión carismática la iglesia cumple la primera condición. Imputando las debilidades y las catástrofes colectivas al abandono de Dios (sic) la iglesia ofrece una dimensión racional a la desorientación contemporánea. Con sus campañas a favor de la natalidad y su extensa red de estructuras sociales (guarderías, escuelas, dispensarios, hospitales, centros de acogida y de rehabilitación, sanatorios y hospicios), produce efectos socialmente útiles y también políticamente indispensables” (151).

Emoción, razón y utilidad social son, pues, para Graziano, los ejes que pueden hacer que la iglesia recupere su papel en la sociedad y lo logre por una estrategia de mantenimiento y fidelidad a sí misma. La racionalidad que asume también Graziano no es diálogo con la modernidad (búsqueda, digamos, de una nueva o más profunda racionalidad), sino argumentar los principios tradicionales y ofrecer seguridad frente a un mundo en caos.

Manlio Graziano

En todo caso, da la impresión de que lo propio de Graziano es la geopolítica, la sociología, los compromisos sociales, las decisiones de gobierno, la estrategia, los programas de acción explícitos e implícitos, el pragmatismo. Las ideas, la ciencia, la cultura, la filosofía y la teología, le interesan poco. Es una cuestión zanjada. Las ideas son las que siempre ha tenido la iglesia, ya están formuladas, son seguras y no cabe sino esperar que los hombres deseosos de seguridad se acerquen a la iglesia para aceptarlas.

Pero la impresión es también que Graziano ignora no sólo muchos principios de la psicología y de la antropología humana, sino incluso la misma estructura lógica interna del discurso filosófico-teológico cristiano que, desde siempre, explica y da sentido a la geopolítica católica. Si la iglesia fuera la que Graziano describe, estaría envilecida por un pragmatismo de vuelo bajo que no respondería a la esencia moral de la iglesia católica. Incluso, si la iglesia se apoyara en la pura fe emocional, la manipulara sin un respaldo apropiado de la razón y buscara el puro apoyo de su utilidad social, entonces se estaría muy cerca de poder encuadrar a la iglesia dentro de lo que antes hemos llamado, siguiendo a Graziano, una “wrong religión”, una religión fallida. Esto sería, a mi entender, muy penoso, puesto que la iglesia no puede ser reducida a ese nivel y diría muy poco a favor de los dirigentes que, conscientemente y sabiendo lo que hacen, aceptaran este planteamiento. Lo iremos viendo en las consideraciones que siguen.

La geoestrategia de hecho, en el pasado y en el presente

Estamos de acuerdo con Manlio Graziano en que la estrategia de la iglesia, en el pasado y en la actualidad, responde a la descripción que nos ofrece. Es decir, no moverse un ápice de las posiciones mantenidas durante siglos en lo doctrinal y en lo moral (las transformaciones habidas, el “aggiornamento”, se han dado en zonas colaterales). Los textos, citas y referencias, mencionados por Graziano a lo largo de su obra muestran este inmovilismo de la iglesia oficial. Graziano describe y concuerda con lo que ya sabíamos (y nosotros hemos mencionado en otros contextos). En este sentido, las constataciones de Graziano contribuyen a dejar sentado que es un hecho (que él ve positivamente) el inmovilismo cerrado de la iglesia católica.

Esto supone obviamente hacer algunas salvedades y matizaciones. No negamos que muchos pensadores, científicos, filósofos y teólogos, cristianos se hayan esforzado en plantearse formas nuevas de entender la armonía del cristianismo con el mundo moderno, con mayor o menor acierto; pero se ha intentado. Yo mismo creo haber contribuido a esta tarea. Pero la posición y el mensaje comunicado oficialmente por la iglesia ha ignorado, y sigue ignorando, con persistencia, totalmente, los intentos de búsqueda que se han emprendido. Se ha mantenido en “lo de siempre” y ha buscado apoyarse en la gran fe residual todavía presente en los creyentes. Graziano diría se ha apoyado en la necesidad de religión y en las emociones de la gente (bed religion). La estrategia de buscar la “sancta simplicitas” y el cultivo de las emociones en la gente tradicionalmente creyente no ha sido sólo propia del Opus Dei (donde, según Graziano, se daría una forma radical de establecerla como forma de comportamiento cristiano y de espiritualidad), sino que, al margen del Opus, ha sido promovida por sectores conservadores mucho más amplios de la iglesia, en la política vaticana, en los obispados, en las parroquias y en el clero conservador en general. Puede decirse que la estrategia conservadora de “mantenella y no enmendalla” está extendida en toda la iglesia católica.

Aunque, como acabo de decir, hay teólogos que se han preocupado por hallar el logos, la racionalidad, del cristianismo en el mundo moderno, sin embargo, el hecho es que hoy, en mi opinión, la inmensa mayor parte de la teología se limita a enunciar y estudiar, en su perspectiva bíblica y patrística, con referencias a los grandes teólogos que trabajaron también en la órbita clásica, el puro kerigma cristiano. Por ello, en otros sitios, he descrito este tipo de teología como teología kerigmática (un ejemplo sobresaliente de ella sería la forma de teología de Benedicto XVI).

El actual pontífice, Francisco, sigue comunicándonos un mensaje kerigmático en términos teológicos similares a lo que se hacía hasta el momento. No hay asomo de interés por una búsqueda en profundidad de la razón del cristianismo en el mundo moderno. La diferencia con anteriores magisterios es su cercanía al sufrimiento humano, a los problemas sociales y a los contextos sociales. Es su gran sentido de la oportunidad para decir cosas (pequeñas cosas) que impacten y produzcan titulares periodísticos. En su magisterio ordinario se vislumbra un humanismo y un sentido común nuevo que ha atraído a muchas personas antes alejadas de la iglesia; aunque también es verdad que este proceder no ha sido visto bien por quienes exigirían una “sancta simplicitas” más radical. En todo caso, si este pontificado sigue así, y no aparecen nuevos factores, pasará pronto y, probablemente, tras otro pontífice de orientación más conservadora, será recordado como un anecdotario singular.

Las razones de esta geoestrategia fáctica

Ahora bien, ¿por qué la iglesia, durante siglos pasados y en el presente, ha mantenido esta estrategia del inmovilismo doctrinal y moral? El inmovilismo es un hecho, como hemos dicho, aunque en ocasiones la iglesia oficial se ponga de perfil, e incluso trate de disimularlo. La obra de Graziano nos ayuda a establecer este inmovilismo. ¿Por qué ha sido así?

La tesis de Manlio Graziano es que el hecho constatable ha respondido a un “deber ser”. La iglesia, en el mundo moderno, no tiene ninguna necesidad de repensar su doctrina y su moral. Es más, no debe hacerlo. Por tanto, ha hecho lo que debía hacer y no tenía sentido hacer otra cosa. Es más, la iglesia no podría nunca replantearse su propia doctrina porque es depositaria de una revelación, que ha sido dada en Cristo y que está cerrada. La tradición está identificada con esta revelación y la iglesia no puede sino continuarla. Así presenta las cosas Graziano. La iglesia, como repite, no puede “adaptarse” a la modernidad.

Sin embargo, es probable que la iglesia haya adoptado hasta ahora la estrategia de la “sancta simplicitas” porque no ha tenido otra alternativa. Cuando apareció el mundo moderno, y con los siglos fue consolidándose, la iglesia llevaba siglos en el paradigma antiguo (el paradigma greco-romano, en lo filosófico-teológico y en lo socio-político). El mundo moderno hizo intuir a la iglesia que algo había pasado y que era necesaria una conciliación con la modernidad. Sin embargo, ¿cómo hacerla? ¿En qué debía consistir la armonización con el mundo moderno? Nótese que no decimos “adaptación” (que es el término sesgado que usa Graziano). Sin alternativa objetiva que pudiera satisfacerla, la iglesia no ha podido hacer otra cosa que replegarse en el mantenimiento de lo que hasta entonces se había tenido.

Por tanto, es incorrecto decir, con Graziano, que la “sancta simplicitas” responde a un “deber ser” cristiano. Muy al contrario, no responde a la esencia de la fe cristiana, ni a los principios tradicionales de la teología católica. Es decir, proceder como propone Graziano no es simplemente cristiano. Es traicionar la esencia del cristianismo. Para denunciar, pues, los argumentos de Graziano debemos hacer algunas observaciones que exponemos seguidamente.

Kerigma y hermenéutica

Estamos de acuerdo con Graziano en que la iglesia tiene una doctrina que es innegociable. Pero no lo entendemos (ni nosotros ni la teología católica más tradicional) como Graziano parece entenderlo. Lo que es innegociable no es “en bloque”, sin matices, todo el cristianismo, toda la teología y la moral cristiana. No es innegociable, sin más, lo que hasta ahora se ha hecho. Graziano parece hablar del catolicismo como un sistema de enunciados y principios, en bloque, donde todo es unívoco y debe aceptarse con la misma seguridad. Esto no es lo que dice la teología cristiana. Lo que en la iglesia es innegociable es el kerigma: la doctrina, las palabras y los hechos de Jesús, que son lo que son y no pueden sino proclamarse en el kerigma del que es depositaria la iglesia.

Pero en la teología, y en la doctrina de la iglesia a lo largo de los siglos, hay otro elemento que no debe mezclarse con el puro kerigma: me refiero a la dimensión hermenéutica que depende de la cultura de cada época y que, en la historia del pensamiento cristiano, ha ido evolucionando desde la patrística, por san Agustín hasta santo Tomás, y en otros muchos sistemas hermenéuticos posteriores, aunque todos ellos hasta el momento deban enmarcarse en lo que he llamado el paradigma greco-romano. La teología de la inspiración y de la asistencia del Espíritu permiten a la iglesia tener la seguridad de no errar en la transmisión del kerigma. Pero no puede decirse lo mismo de lo hermenéutico que depende de la historia y está condicionado por sus contingencias.

Estamos de acuerdo en que la estrategia actual de la iglesia sigue consistiendo de hecho en mantenerse en “lo de siempre”, a la espera de que la sociedad, necesitada de seguridad, se entregue a la “seguridad innegociable” que ofrece la iglesia. Creemos que la iglesia debe “mantenerse en lo de siempre”, a saber, en el kerigma de Jesús que la iglesia custodia. Por tanto, ese “mantenerse en lo de siempre” no puede entenderse como hace Graziano: como el mantenimiento en bloque de todo, sin matices, y con una seguridad global sin fisuras que afecta a “todo por igual”. Tanto al kerigma como a lo hermenéutico. La situación real de la iglesia en la actualidad es de una gran inseguridad que tiene por consecuencia que su posición intelectual sea imprecisa, indefinida, oscura y, en último término, incompleta y desorientadora. La falta de una nueva hermenéutica apropiada al mundo moderno (que no “adaptación”) hace que la estrategia de la iglesia se repliegue al conservadurismo que describe Graziano. Me explico.

Crisis hermenéutica y debilidad de la iglesia

La iglesia está segura del kerigma y se mantiene en él con firmeza (así debe ser). Pero la iglesia no está segura de la hermenéutica que ha mantenido durante siglos. Esta inseguridad hermenéutica tiene diversas manifestaciones. Por una parte, se tiene conciencia, o al menos se intuye, que la hermenéutica antigua (paradigma greco-romano) no sirve, no puede ser mantenida en el contexto moderno: por ello se tiende a ocultarla y mantenerla en un discreto segundo plano (por ejemplo: hoy no se puede seguir defendiendo el aristotelismo). Esta desconfianza hermenéutica se manifiesta en que la iglesia tiende a limitarse a la pura proclamación del kerigma y, cuando se necesita algo de hermenéutica, se recurre al paradigma antiguo, aunque con la mayor discreción. Por tanto, esta inseguridad hermenéutica, ¿significa que la iglesia ha renunciado de forma explícita a la hermenéutica antigua? No puede hacerlo porque necesita una hermenéutica y no tiene alternativa, de momento; o, al menos, ninguna de las alternativas propuestas por los teólogos ha sido asumida por la iglesia oficial.

La iglesia, además, tiene un temor ancestral a reconocer errores propios, aunque sean en lo hermenéutico. Prefiere echar tierra encima, para que todo cambie discretamente, sin que se note. Pero el paradigma antiguo, aunque se quiera disimularlo, revive con fuerza constantemente cuando lo exigen las coyunturas concretas y las circunstancias. Es decir, cuando se necesitan referencias hermenéuticas y no hay otra cosa a la mano. Todo esto tiene por consecuencia lo que antes apuntábamos: la sensación de imprecisión y de indefinición, de oscuridad, ya que en realidad es difícil saber dónde está la iglesia; es decir, en qué perspectiva hermenéutica se mueve. En ella se toleran quienes se mueven en posiciones “radicalmente antiguas” (que nunca son apercibidos y parecen suscitar el contento oficial) y quienes se mueven en posiciones “reformistas” en busca de una nueva racionalidad armónica con el mundo moderno (que parecen crear inquietud y con frecuencia suscitan llamadas al orden). Pero esta final indefinición de fondo es el hecho.

Obligación moral cristiana de buscar una nueva hermenéutica

Esta inseguridad, por tanto, que es la verdadera causa de la indefinición, tiene un resultado muy negativo: la iglesia queda en el penoso estado de indefensión hermenéutica. No posee un instrumento hermenéutico fuerte para explicar y proclamar el kerigma (esta es su misión) a la altura intelectual del logos de nuestro tiempo, a saber, de la cultura de la modernidad. En otros tiempos la iglesia, incluso en el lenguaje de los concilios, asumió la hermenéutica del paradigma antiguo (no para elevarla a condición de kerigma, sino para exponer la inteligibilidad de éste en la cultura de tiempos pasados).

En la modernidad, la iglesia debiera haber hecho algo parecido: asumir un liderazgo intelectual auténtico para decirnos cómo y por qué el kerigma cristiano alumbra desde dentro del logos hermenéutico de la modernidad. Pero no lo ha hecho y se ha replegado insegura a la pura proclamación del kerigma. Manlio Graziano observa la geopolítica de la iglesia católica y el resultado de su observación confirma lo que aquí decimos: el hecho de que la iglesia está “en lo de siempre”, en bloque, sin emprender transformación alguna que Graziano vería como un “vergonzante someterse a la modernidad”.

Queremos decir algo que es muy serio, y que tiene el respaldo de la teología tradicional: que la misión de la iglesia, conferida por Cristo, es la de proclamar el kerigma cristiano (que siempre permanece, del que la iglesia es depositaria y custodia) en cada tiempo, en cada momento de la historia y de la cultura. El kerigma debe ser inteligible y es misión de la iglesia hacerlo inteligible en cada tiempo histórico. Para ello la iglesia debe perfeccionar su hermenéutica al ritmo del avance del pensamiento humano en la cultura. El kerigma permanece; las hermenéuticas son coyunturales y cambian. Esto no se puede negar en teología, pero Graziano parece ignorarlo.

El universo y el hombre no han sido creados por Dios como decía la filosofía del paradigma antiguo. Dios ha creado el universo como nos describe hoy la ciencia y es pensado por la filosofía moderna. El Dios de la creación no es como se pensaba en la antigüedad. Por tanto, ¿no es necesaria hoy la nueva hermenéutica que muestre la armonía entre la Voz del Dios de la Creación (tal como hoy entendemos) con la Voz del Dios de la Revelación dada en Jesús? Afrontar esta nueva hermenéutica es una obligación moral del cristianismo. No hay otra alternativa. No hacerlo quiere decir que no se está a la altura de la misión conferida por Cristo a la iglesia. Es más: montar una estrategia para impedir que la iglesia se plantee su armonización con la modernidad, siendo esta necesaria para la proclamación del evangelio en nuestro tiempo, es ir directamente en contra de lo que exige la misión de la iglesia.

Por tanto, como hemos dicho, puede admitirse con una promoción de la “sancta simplicitas” como una estrategia de emergencia en una situación en que, para la iglesia, no existe alternativa. Se hace siempre lo posible en cada momento histórico. De acuerdo. No hay vuelta de hoja. Pero elevar lo que es una situación coyuntural a un “deber ser” y darle un respaldo “de derecho”, como hace Manlio Graziano (y quienes, según él, también lo hacen) no es admisible para la lógica de la fe cristiana. Mucho más, si esta estrategia se radicaliza criticando a quienes buscan una “razón moderna” como equivocados e inductores del fracaso de la iglesia. En definitiva, desprestigiándolos con todos los medios (como hace Graziano con los jesuitas). Entonces, la estrategia de la “sancta simplicitas” deja de ser neutra y se hace beligerante contra el único camino que tiene sentido para la lógica dela fe: buscar la armonía con el mundo moderno.

Se promueve entonces una iglesia antinatural, cerrada a la única posible evolución exigida por su propia teología y por la historia. Esta evolución es la que intuyó Juan XXIII al convocar el Concilio bajo el lema de estudiar la forma en que debía exponerse la fe en el mundo moderno.

Razón y emoción

Una constante presente en el libro de Manlio Graziano es considerar que quienes tratan de “adaptar” la iglesia a la modernidad (el término “adaptar” ya es de por sí sesgado y muestra la línea tendenciosa de Graziano) lo hacen por una racionalización de la fe que acaba ahogando la emotividad que necesita una teología popular. Lo hemos visto anteriormente. Esta interpretación de Graziano es completamente falsa y tendenciosa. Las cosas suceden muy al contrario.

En primer lugar, la razón y la emoción no tienen por qué oponerse, contradecirse o ir por vías paralelas. Muy al contrario, como hoy dicen la psicología y la antropología, el hombre es una entidad racio-emocional. Una emoción que no conviva armónicamente con la razón no puede sostenerse a medio plazo. Irá decayendo. Por ello, si el cristianismo se armonizara con el mundo moderno por una nueva hermenéutica, y esa hermenéutica llegara a la gente, entonces se reforzaría el mundo emocional de la fe cristiana. La nueva racionalidad no sólo lo reforzaría, sino que le daría nueva proyección que estabilizaría la conciencia de la armonía de ser creyente en Dios y cristiano en la modernidad.

Por otra parte, lo que hemos visto en las últimas décadas con especial fuerza (y esto no son especulaciones sino constatación de hechos sociológicos) es que una iglesia sin logos, sin un fundamento racional explícito armónico con la cultura del tiempo, difícilmente puede retener a sus fieles. Muchas personas con una experiencia religiosa profunda acaban por abandonar la práctica religiosa en la iglesia católica, y se encierran en la religiosidad de su mundo interior. Lo que se dice de la iglesia católica puede decirse de otras muchas confesiones cristianas y de otras religiones. Más y más personas han abandonado hoy la “religión”, las religiones sociales (en nuestro caso, católica), que no entienden, para vivir una religión natural interior en que sus emociones religiosas anidan. Hoy la crisis ha sido preferentemente de la “religión”, mucho más que de la “religiosidad interior” que sigue presente en la mayor parte de las personas. El abandono de la iglesia en tantos sitios es un resultado de la falta de una hermenéutica que muestre la armonía de la fe con la modernidad.

El cristianismo es una religión universal cuya aspiración es iluminar a todos los hombres, haciendo inteligible el mensaje de Jesús. La vocación católica (universal) es precisamente proclamar el kerigma cristiano de tal manera que la inmensa mayoría de los hombres pueda entenderlo y dar salida en él a sus emociones religiosas. ¿Es que Graziano no entiende que reducir la iglesia a grupos minoritarios de poder fáctico, orientados por la espiritualidad de la “sancta simplicitas”, es rebajar la aspiración esencial del cristianismo como religión universal? ¿No entiende que propone una estrategia que no es apta para una iglesia universal que quedaría reducida lamentablemente a una bed church?

CONCLUSIÓN

La obra de Manlio Graziano aporta algo muy importante. Pretende hacer una descripción objetiva de lo que pasa en la iglesia. Lo que, a mi entender, sería objeto de preocupación es que las cosas fueran efectivamente así, es decir, como Graziano describe. Y lo peor es que creo son efectivamente así. Que Manlio Graziano tiene razón. Hoy la iglesia oficial (dejamos aparte a científicos, filósofos y teólogos cristianos, en sus actuaciones individuales respetables) está siguiendo la estrategia que describe Manlio Graziano y que, con sus mismas palabras, se caracterizaría como la estrategia de la “sancta simplicitas”.

Esta estrategia, elevada erróneamente a condición “de derecho”, está frenando la evolución lógica que debería afrontar la iglesia en nuestros tiempos y la sumirá en una crisis creciente, agostada a la pervivencia de grupos minoritarios. Aunque siguiera creciendo en el tercer mundo por razones demográficas obvias, en el mundo occidental desarrollado seguiría apagándose, al tiempo en que más y más gente se refugiaría en una religiosidad natural interior con “religión”.

Pero es inevitable, así pensamos los creyentes, que el Espíritu de Dios acabará orientando a la iglesia por donde debería ir. Cuando la iglesia como tal afronte la tarea pendiente de instalarse armónicamente en el logos de la modernidad, y esto sucederá inevitablemente, entonces quienes estuvieron frenando la apertura a ese logos por todos los medios cambiaran de posición y dirán que su actitud fue siempre la de “seguir a la iglesia”. De acuerdo. Pero nadie podrá quitarles la responsabilidad de haber estado frenando durante décadas el único camino que podía llevar a la iglesia a cumplir su misión en la historia.

 

Artículo elaborado por Javier Monserrat, Universidad Autónoma de Madrid, co-editor de FronterasCTR.

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