¿Qué funda la suficiencia del Universo?

(Por Manuel Béjar) Que nuestro universo no sea eterno nos impele a preguntarnos por el fundamento que lo pone en marcha en el big bang. Y aquí, como vemos, caben distintas alternativas. Es posible hablar de una existencia mundana, puramente material, aunque metafísica, como la idea de los múltiples universos. Pero también es posible y al mismo nivel lógico, suponer que lo mundano se fundamente en una realidad que identificamos como Dios. La ciencia del siglo XXI no se posiciona. No necesita de Dios. Pero no puede negar a Dios. La ciencia abre el camino, pero no lo culmina. Son los científicos, hombres y mujeres de nuestro siglo, quienes personalmente deciden adherirse existencialmente a lo divino o permanecer centrado en lo mundano. Esto es así, porque en ciencia no hay patencia de verdad de que el universo sea autosuficiente o más bien, precise de un fundamente divino.

¿Quién es el hombre? ¿Qué debe hacer con su vida? Preguntas tan perentorias y otras similares, y que todo hombre lleva insertas en el fondo de su conciencia moral, no pueden responderse sin responder la primera de las preguntas: ¿cuál es la verdad humana? Es decir, en definitiva, ¿quién es el hombre? Pero resulta que conocer la verdad humana, para vivir en autenticidad en conformidad con esa verdad, supone conocer qué es el universo. El hombre forma parte del universo y la verdad humana depende de la verdad del universo; entendiendo por universo el conjunto de la realidad que nos contiene, que nos ha producido y en la que debemos vivir nuestra vida. Pero la clásica pregunta filosófica por la realidad, y la verdad metafísica, va hoy necesariamente unida a la pregunta científica sobre la verdad del universo.

 Sorpresa ante la existencia del universo

El universo es sorprendente. Basta alzar la vista al cielo durante una noche estrellada para contemplar las innumerables estrellas que abarrotan la bóveda celeste. Cada una de las estrellas son bolas de fuego como nuestro sol en un delicado equilibrio de fuerzas nucleares y gravitatorias, suficiente para transformar el hidrógeno primigenio en helio y otros elementos más pesados durante miles de millones de años, antes de convertirse en remanentes de elevada densidad. La alargada vida de las estrellas nos evoca ya la realidad de que el universo es viejo.

La mayor parte del tiempo de este vetusto existir en desbordante actividad física nuestro cosmos ha sido un universo puramente físico, sin vida. Es más, mayoritariamente el tiempo cosmológico ha sido testigo de un universo hostil también con la posibilidad de que surgiera siquiera la vida más elemental. La radiación y los cuerpos masivos han ido modelando ciegamente el cosmos a golpe del ímpetu gravitatorio consiguiendo que emergieran las estructuras cosmológicas inertes que lo definen a gran escala. Nos referimos a los colosos celestes que detectan nuestros mejores telescopios.

Al analizar la estructura cosmológica de este universo observable registramos la presencia de vastas reuniones estelares en galaxias, cúmulos de galaxias y supercúmulos. Existen billones de estrellas reunidas en torno a millones de centros galácticos ordenados en estructuras más descomunales denominados cúmulos y supercúmulos. A gran escala cósmica estos cúmulos son los ladrillos que conforman el extraordinario dinamismo de la estructura cósmica. Es decir, son las piezas que interfieren mínimamente en el devenir cósmico.

El universo es viejo y generosamente inmenso. Tan inmenso que aún hoy recibimos en nuestro planeta la luz de galaxias ya extintas, pero que por su lejanía se nos manifiestan hoy en plena actividad estelar. Lo viejo está muy distante. Así, la luz de los objetos más distantes tardará más en alcanzarnos y al hacerlo hoy podemos ver cómo fue ese objeto cuando emitió esa luz en el pasado. Los cuásares son los objetos más lejanos. Se tratan de fuentes poderosas de luz tan potentes como centros galácticos activos, pero mucho más lejanos. Tan lejanos que la luz tarda varios miles de millones de años hasta llegar a la Tierra. El cuásar más lejano se halla a unos 13.000 millones de años-luz. Por tanto, nuestro universo ha de tener más de 13.000 millones de años. El universo es realmente viejo.

El origen del universo

La cuestión que resulta lógica preguntarse es qué hay más allá de los cuásares. La respuesta es simple: nada ha sido observado. Parece que llegamos al confín del universo observable. Lo más sorprendente es que hoy observamos por todas las direcciones un tipo especial de radiación muy diluida originada en un pasado remoto. La presencia debilitada de esta radiación de fondo junto con la ausencia de objetos más lejanos que los cuásares son fundamentos científicos para afirmar que nuestro universo es viejo, pero no eterno; y que es inmenso pero finito. Los científicos están de acuerdo en que el universo observable es finito. Las diferentes opiniones emergen al debatir si el universo en su conjunto –más allá del universo observable– es o no infinito.

Hablar de un universo fuera de los límites de lo observable es legítimo, intelectualmente retador y muy enriquecedor para atender lo metafísico, pero no es ciencia. No puede hablarse en nombre de la ciencia de algo que no puede o no ha sido observado y experimentado en algún laboratorio, con instrumentos de medida que permitan la cuantificación de determinados parámetros de la actividad física que despliega el fenómeno. Más llanamente, nada puede integrarse en el canon del conocimiento científico sin base empírica alguna. El más allá del universo observable queda por tanto sin el menor rigor científico. Así pues, desde la cosmología se habla de un universo muy viejo, finito en el tiempo y en el espacio, aunque sin límites.

La finitud espacial y temporal de nuestro universo sugieren la necesidad de una puesta en marcha de la actividad física que dinamiza el cosmos desde hace unos 13700 millones de años. Este primer fogonazo se conoce actualmente como big bang y es un concepto clave para entender nuestro cosmos, su finitud, así como para poder especular con distintas propuestas metafísicas que ofrezcan razón suficiente de su existencia. Entre ellas, la posibilidad de una inmensa colección de múltiples universos, que reduciría la inmensidad de nuestro universo observable a una piececilla de algo mayor. Quizás algunos también puedan servirse de esta meta-realidad para dar razón de su fe en el fundamento divino de nuestro existir.

En resumen, que nuestro universo no sea eterno nos impele a preguntarnos por el fundamento que lo pone en marcha en el big bang. Y aquí, como vemos, caben distintas alternativas. Es posible hablar de una existencia mundana, puramente material, aunque metafísica, como la idea de los múltiples universos. Pero también es posible y al mismo nivel lógico, suponer que lo mundano se fundamente en una realidad que identificamos como Dios. La ciencia del siglo XXI no se posiciona. No necesita de Dios. Pero no puede negar a Dios. La ciencia abre el camino, pero no lo culmina. Son los científicos, hombres y mujeres de nuestro siglo, quienes personalmente deciden adherirse existencialmente a lo divino o permanecer centrado en lo mundano. Esto es así, porque en ciencia no hay patencia de verdad de que el universo sea autosuficiente o más bien, precise de un fundamente divino.

La metafísica de la realidad no ha quedado esclarecida por la cosmología. El modelo cosmológico del big bang no agota todo el pensamiento. Al contrario que en los modelos cosmológicos de corte clásico-newtoniano, donde todo el universo se concebía como un gran reloj cósmico autosuficiente[1] e infinitamente viejo, la ciencia actual no se cierra en banda a la idea de Dios como anteriormente hicieran otros pensadores de la modernidad. En la actualidad nos toca vivir en un marco cultural que critica estas ideas puramente mundanas asumidas por la modernidad. Vivimos un momento donde la cultura científica ofrece un modelo cosmológico de un universo finito que no permite conocer claramente su fundamento metafísico. Y, por tanto, tan razonable es pensar en un fundamento divino de la creación o en una metafísica que sirva de soporte mayor al universo observable.

Finitud del universo

Hemos explicado ya que el universo accesible por observación es finito. Este universo finito descubierto por la ciencia carece de rincones peculiares o direcciones privilegiadas. Decimos en ciencia que se trata de un universo homogéneo a largas distancias, porque no hay un lugar distinguido del resto. Es también un universo isótropo porque también a grandes distancias se muestra igual independientemente de la dirección de observación. ¿Cómo es esto posible? ¿Acaso no ocupa la Tierra un lugar privilegiado? ¿No es distinto tal vez mirar en una dirección desde el hemisferio norte que hacerlo en otra dirección desde el hemisferio sur?

El carácter isótropo y homogéneo del universo es una realidad científica recogida en el denominado principio cosmológico. El universo es homogéneo e isótropo a distancias muy superiores a las típicas en planetas, sistemas solares y galaxias. El principio cosmológico sostiene que el mapa del universo es muy similar si comparamos regiones inmensas de unos mil millones de años luz de longitud típica. Es decir, sin fijarnos en el detalle (planetas, estrellas y galaxias), en su conjunto el universo es isótropo y homogéneo. Y en consecuencia carece de bordes. Es ilimitado.

El principio cosmológico garantiza que las observaciones cosmológicas realizadas desde una posición cualquiera del universo –las observaciones realizadas cerca de la Tierra o desde el lugar que fuere– son representativas del universo en su conjunto. A gran escala el universo es homogéneo y en esta escala de representación el inmenso universo tiene una densidad bajísima: apenas hay la masa del átomo más ligero por cada metro cúbico.

Hemos descubierto un universo viejísimo, vastísimo, sin bordes y prácticamente vacío. Si hipotéticamente nos planteáramos que el universo observable fuera infinito manteniendo la densidad finita por el principio cosmológico, concluiríamos –en contra de la experiencia– que habría infinidad de estrellas capaces de crear una bóveda celeste tan brillante como la superficie del Sol. La hipótesis de la infinitud del universo observable nos conduce a un absurdo que se conoce como la paradoja de Olbers. Por tanto, el universo observado debe ser finito –aunque sin límites– y habremos de construir modelos cosmológicos acordes con su finitud, tanto espacial como temporal.

El modelo cosmológico del big bang

En la década de los años veinte del siglo pasado Edwin Hubble descubrió experimentalmente que las galaxias se alejan unas de otras con una velocidad de recesión proporcional a su separación. Tanto más lejanas más aprisa se distancian las galaxias. Este hecho sugiere que el universo es dinámico. Las galaxias son motas de polvo en el gran tejido cósmico que se expande sin cesar. Si esto es así, como se comprueba científicamente, entonces es razonable suponer que en el pasado toda la materia se concentrara en un estado de mayor densidad que el actual. Nos referimos al estado más primitivo del universo que puso la materia en actividad física. Este gran dinamizador se conoce como big bang y, a partir de los datos de Hubble puede deducirse que aconteció hace unos 13700 millones de años. Como sabemos es un resultado muy razonable y acorde con las observaciones.

E. Hubble (Wikipedia)

El modelo cosmológico del big bang no explica por qué existe el universo, ni siquiera ofrece una razón suficiente de su existencia. La idea del big bang sugiere que en el pasado más remoto el universo tenía unas condiciones tan extremas en densidad y temperatura que se hace imposible científicamente hablar con propiedad de qué había más allá de esta situación inicial de singularidad sin par. Lo que sí puede hacerse científicamente es analizar las consecuencias de este gran fogonazo primigenio. Y sorprendentemente lo que se deduce teóricamente ha sido observado experimentalmente.

En 1965 Penzias y Wilson descubrieron casualmente una radiación remanente de microondas que permea el universo observable casi por igual en todas las direcciones. Si el universo fuera infinito esta radiación hubiera desaparecido por completo. Hoy contamos con unos mil millones de fotones por cada metro cúbico procedentes de esta radiación de fondo. Este resultado es coherente con la idea expuesta de un universo finito. Pero, ¿por qué no se ven a simple vista? Porque son de una frecuencia invisible en el rango de microondas. ¿Y por qué no calientan? Porque la intensidad de la radiación está muy debilitada debido a la expansión del universo. Sin embargo, ahí están, millones de fotones que forman aún hoy el mapa del universo primitivo.

¿Otros universos?

La cosmología ha avanzado con éxito en el conocimiento del origen del universo. Ahora bien, la pregunta clásica acerca de por qué existe algo en vez de nada, no ha sido aún resulta. Todo lo que carece de razón suficiente para existir debe recibir de otro su existencia. Racionalmente, es tanto posible basar la contingencia del universo en un agente divino sin origen físico, como afirmar la existencia de una pluralidad infinita de universos autosuficiente. Ambas propuestas no son científicas. Dios no forma parte de la ciencia, ni lo infinito es aceptado de mejor manera. A Dios no se la ha visto, ni tampoco a uno solo de todos esos infinitos universos adicionales. Los “otros universos” callan al modo del silencio divino. Quizás por ser algo personal y no científico el premio Nobel de física Steven Weinberg escribió un excelente ensayo sobre el origen del universo sin mencionar a Dios ni a otros universos[2]. Eso sí, concede mucha importancia al principio cosmológico, aunque plantea la posibilidad metafísica de que el universo observable sea solo un grumo dentro de una realidad mayor. En lo personal es claro. Se declara ateo y finaliza su ensayo de un modo desolador: Cuanto más comprensible parece el Universo, tanto más sin sentido parece también.

Conclusión

Si el universo permitiera conocer con seguridad cuál es su verdad última, entonces el hombre podría saber con seguridad a qué atenerse. El hombre podría vivir moralmente su vida ateniéndose a esa verdad última, conocida por la ciencia y por la filosofía. Pero la verdad última del universo (y de la realidad metafísica como tal) es incierta, se nos escapa. No podemos conocerla con seguridad por el ejercicio de la razón natural. Por ello, el hombre debe afinar su capacidad valorativa, personal y libre, para hallar un sentido para su vida. Creer que se posee una verdad incontrovertible, bien en el sentido teísta o ateo, es falso engreimiento, más emocional que racional.

Notas
[1] A diferencia de los desarrolladores de la mecánica celeste a partir de los principios newtonianos, el mismo Newton defendía la necesidad de postular un campo de divinidad que ajustara los sutiles desequilibrios de la maquinaria del gran reloj cósmico para evitar consumarse en su infinito existir. Pequeñas desviaciones sostenidas durante muchísimo tiempo pudieran dar al traste con la maquinaria cósmica. Dios actuaría discretamente sobre su creación para que perseverara en su consistencia y estabilidad. Otros físicos de la Ilustración pensaron que el gran reloj cósmico era consistente por sí mismo y en consecuencia lo más razonable era prescindir de la idea de Dios. Hoy la ciencia no aclara la cuestión de la autosuficiencia cósmica.
[2] Cfr. S. WEINBERG, Los tres primeros minutos del universo. (Alianza, Madrid, 1999).

 

Artículo elaborado por Manuel Béjar, Físico, Doctor en Filosofía y colaborador de FronterasCTR.

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