(Por Antonio Sánchez Orantos) Alicia Villar Ezcurra en su edición del libro de escritos de Unamuno titulado Miguel de Unamuno. Escritos sobre la ciencia y el cientificismo, que da acceso a dos bellos inéditos –Ciencia y Literatura[1] y La vida y la ciencia[2]–, no sólo permite reflexionar sobre la compleja relación de Unamuno con la ciencia[3], sino que también posibilita recuperar esa posibilidad de la filosofía moderna, muchas veces olvidada, que iniciándose en Descartes, y pasando por Pascal, llega hasta Kierkegaard; alternativa a la que se suele subrayar con más frecuencia e intensidad, aquella que iniciándose también en Descartes, y pasando por Kant, los idealismos y la izquierda hegeliana, culmina en Nietzsche.
VIDA: CIENCIA Y FILOSOFÍA
La íntima biografía de los filósofos nos explica muchas cosas. Porque ser filósofo, no ideólogo defensor de una posición asumida, obliga, si se busca la verdad, a prestar atención a los inesperados acontecimientos de la vida, sobre todo si éstos desnudan la vida personal, quiebran las seguridades adquiridas. Y Unamuno recibe la visita, en 1897, de uno de esos acontecimientos: su tercer hijo, Raimundo, contrae una grave meningitis que deriva en hidrocefalia. Y la Ciencia, tan querida y admirada, sabe y explica con precisión qué es la meningitis y la hidrocefalia; sabe explicar, incluso, la causa de la muerte del hijo querido; pero no ofrece esa sabiduría, cargada de esperanza, que posibilita seguir viviendo sin apartarse del camino de la verdad; seguir viviendo sin caer en la tristeza escéptica, que terminará siempre en el nihilismo. El mismo Unamuno, con bellas palabras, nos ofrece el significado vital de su dolorosa experiencia:
«Yo, que he repetido tanto la blasfemia de que la verdad no se hizo para consolar al hombre, voy entrando en que el consuelo tiene que ser verdad, y después de haberlo hecho todo polvo con mi razón pura, siento que la razón práctica se me despierta»[1].
La vida, el acontecimiento vital afectando al hombre de carne y hueso, no la reflexión epistemológica, que tendrá que venir después como reflexión de segundo orden, abre la posibilidad de prestar atención a los límites de la razón pura y, por eso, a los límites de la Ciencia. Porque de eso se trata. No de rechazar la razón y, por eso, el conocimiento científico, sino de prestar suma atención a sus límites. Porque no es Ciencia sino cientificismo «la disposición de espíritu creciente, que consiste en tener una fe ciega en la ciencia. Ciega porque esta fe es tanto mayor, cuanto menor es la ciencia de los que la poseen.»[2] El cientifismo prevalece allí donde la Ciencia lleva una vida lánguida.
Límites de la Ciencia que desvelan las dos valiosas funciones que cumple en la vida humana. La primera de ellas es bellamente definida por Unamuno:
«El objeto de la ciencia es la vida, y el objeto de la sabiduría es la muerte. La ciencia dice “hay que vivir”, y busca los medios de prolongar, acrecentar, facilitar, ensanchar y hacer llevadera y grata la vida; la sabiduría dice “hay que morir”, y busca los medios para prepararnos a bien hacerlo»[3].
La segunda función de la Ciencia en la vida humana, que exige la matización de la consideración tópica de irracionalismo -¡qué inventen, pues ellos![4]– para la propuesta unamuniana, es la exigencia de ajuste a la realidad: acoger con justeza lo real para que la vida del hombre de carne y hueso no caiga ni en la fantasmagoría ni en la diletante novelería. Dejemos nuevamente hablar a Unamuno:
«Ir a la rebusca de un hecho nuevo. De un pobrecito hecho, de un hechillo pequeñín y humilde es doblar la cerviz a la gran maestra: la Verdad. La ciencia suele ser la más abonada escuela de humildad, de sencillez, de desprendimiento; la investigación científica es el más provechoso ejercicio espiritual, la ascesis que más purifica el espíritu. “No como yo quiero, Realidad, si no como tú quieres”»[5].
«Son las alturas serenas del estoicismo científico», así lo llama Don Miguel[6], que exigen una profunda renovación de los métodos de enseñanza, sobre todo en la Universidad. Porque esta presencia vivificante de la Ciencia queda distorsionada cuando es reducida a pura «industria», a pura tecnología.
«… Y siglos más tarde que Platón, otro espíritu excelso, aunque de un temple bien distinto al de aquél, el canciller Bacon, escribió que “no se han de estimar inútiles aquellas ciencias que no tienen uso, siempre que agucen y disciplinen el ingenio”. Este es un sermón que hay que estarlo predicando a diario -y por mí no quedará- en aquellos países y entre aquellas gentes donde florece la sobre estimación por la ingeniería…Un mero ingeniero -es decir, un ingeniero sin verdadero espíritu científico, porque los hay que le tienen- puede ser útil para trazar una vía férrea, como un mero abogado para defender un pleito; pero ni aquél hará avanzar a la ciencia un paso, ni a éste le confiaría yo la reforma de la Constitución de un pueblo»[7].
CIENCIA Y CIENTIFISMO
«Porque aquellos que no se atreven a buscar la vida de las que dicen profesar como verdades, jamás viven con verdad en la vida.»[8] Y queda así definida la vocación científica, que obliga a un doble reconocimiento: «que poca ciencia lleva al cientificismo y mucha nos aparta de él»[9]; y que «hay obras de exposición científica en cuya trama se descubre algo misterioso que las hace duraderas, son obras que proceden del secreto de la vida, tienen su raíz en algún misterio de tribulación. Los grandes pensamientos, hasta los que parecen más ajenos, provienen del corazón.»[10] Y la deseada reforma de la enseñanza descubre, así, una clave preciosa, un sólido fundamento. Un modelo pedagógico que genera un ser humano sin pasiones, sin afectos, sin cuerpo, sin emociones… Un modelo sólo mental y solo calculador (intelectualismo)… será siempre un modelo humano deshumanizador. Y esta mala educación se originará por esa ceguera para dimensiones de la experiencia humana que, sin justicia, por falta de verdadero saber, se llegan a considerar secundarias, derivadas, incluso irrelevantes.
«Cuantos esperan que la ciencia haga la felicidad del género humano, no creen en ella y menos en su enseñanza. Al menor desengaño la declaran en bancarrota. Todo progresista lleva dentro un reaccionario, porque todo optimismo cándido cela la desconfianza. Fe, verdadera fe en la ciencia, conciencia clara del poder de ésta, lo cual equivale a conciencia de sus límites, apenas la he encontrado más que en esos a quienes se moteja de escépticos, en los que aman más el ejercicio de la caza que el engullirse la pieza cazada»[11].
El objetivo de la educación, pues, no puede quedar reducido a ofrecer verdades para que sean engullidas. Este (anti)método educativo favorecerá siempre una especie de idolatría científica penetrada de dogmatismo e intolerancia: fe ciega en el progreso, intelectualismo vacuo, desierto. O, también, lo extremos siempre se tocan, un espíritu fosilizado en la más vacua escolástica. La Ciencia es hambre de saber, hambre nunca satisfecha, hambre insaciable que provoca una búsqueda interminable. La Ciencia, un saber que siempre debe ser buscado. Por eso, subraya Unamuno en el inédito La vida y la ciencia:
«La pasión, sí, la pasión es uno de los más poderosos factores de progreso. Y entre las pasiones se cuenta la pasión por conocer, el impulso pasional nos lleva a echar mano de los frutos del árbol de la ciencia. ¿Es que no existe acaso, aunque por desgracia sea muy rara, la pasión científica? ¿No es ella, o más bien la pasión filosófica la que anima los excelsos diálogos de Platón, aquellos pequeños dramas en que la razón, el logos, personificado a cada paso, es el protagonista? Sin alguna pasión difícil es que la ciencia ilumine; toda luz supone algún fuego, por pequeño que sea. Cierto es que hay luz fría como también calor oscuro pero lo acabado es alumbrar y arder como San Bernardo dijo al decir: lucere et ardere perfectum est y si alguna vez al pie del árbol de la ciencia luce la luz fría es lo ordinario que al pie del árbol de la vida se mantengan calores oscuros… ¿Cuándo juntarán sus copas y sus raíces sus dos árboles?»[12].
Por eso, dicha reforma educativa exige enfrentar El mal del siglo, es decir, encontrar «un refugio de calma y serenidad entre las turbulencias provocadas por las pasiones prácticas.»[13] Se trata de defender una imaginación creadora de sentido, motivada por la búsqueda de la verdad, para que las «industrias» que se deriven de dicha búsqueda no impidan la realización de todas las dimensiones de la vida humana. El relato Mecanópolis[14], irónica profecía del mundo que nos espera si la reforma educativa no posibilita el verdadero sentido del quehacer científico, expresa con gran plasticidad la profunda preocupación de nuestro autor. Porque si se lograse esta ansiada reforma educativa, la que procura mantener la pasión por la verdad, entonces, la Ciencia, consciente de sus límites, se convertirá en verdadera puerta de sabiduría, ya que
«Por ella (por la Ciencia) nos hacemos un concepto del universo y de nuestro lugar y valor en él. La ciencia es el pórtico de la filosofía»[15].
Pero este pórtico de la filosofía sólo se descubre «después de que uno se ha lavado bien los ojos con lágrimas que suben a ellos desde el fondo del corazón» derrotando la tentación de convertir el saber científico en narcótico para la vida. Porque todas las obras de sabiduría han sido «hijas de amor verdadero, es decir, doloroso». Es la distinción entre Intelectualidad y espiritualidad expuesta con suma claridad y ternura en Carta a Ortega de 30 de mayo de 1906[16].
ILUSTRACIÓN, PROGRESO, REGENERACIONISMO
Y, progresivamente, se va abriendo camino la crítica a las propuestas «regeneracionistas», a la ambigüedad de la idea de «progreso», al proyecto «moderno». Camino crítico que recoge los resultados de la confrontación entre la Ilustración y el movimiento romántico[17]. Describamos, brevemente, para terminar, esta confrontación, pues ella nos posibilitará recuperar, como anunciamos en el primer párrafo de esta reflexión, esa posibilidad, muchas veces olvidada, abierta por la filosofía moderna: la que iniciándose en Descartes, y pasando por Pascal, culmina en Kierkegaard vislumbrando, en esperanza, un fin transcendente para la vida humana.
Las notas esenciales del romanticismo, brevemente presentadas, ahorrando los necesarios matices, pueden ser expuestas a través de un claro y progresivo esquema, que en Unamuno, como ya ha sido insinuado, se encarna en el paso del intelectualismo al cordialismo[18]: espíritu de finura exigiendo ordo amoris[19]. La Ilustración había despojado al «misterio» y a las narraciones que lo encarnan, esas narraciones que presentan los anhelos más profundos de la vida humana, de todo valor veritativo: el misterio y su narración mítica era sencillamente una fábula. En el sentir romántico se lo requiere como acceso y presentación de la verdad que la razón moderna impide. Es el nuevo reconocimiento de los límites de la razón, que exige la apertura al símbolo y a la metáfora: al arte y a la poesía que procuran la verdad que sólo puede ser descubierta «con los oídos del corazón»[20]. Porque siempre será necesario distinguir las causas eficientes que la inteligencia descubre, de las causas finales que el espíritu y la voluntad exigen[21].
Es la posibilidad y la necesidad de formular una nueva «narrativa» para esta nueva sensibilidad deseosa de verdad fundamental, de Trascendencia. Saber del misterio, por tanto, para una nueva forma de dar razón, que, reconociendo los límites de la razón moderna, se arraigue en las posibilidades de la imaginación para abrir un camino (método) hacia la Trascendencia añorada. Una «narrativa», pues, que entrega a la nueva forma de dar razón su objeto: el deseo de Trascendencia de la vida humana. Sólo así la razón podrá cumplir su más alta función: superar la escisión generada por el pensar de la modernidad, superación que se revela, así, como principio de un nuevo saber. Exigencia de unidad entre Amor y pedagogía[22].
Es la radicalización de la libertad moderna: la necesidad de inteligir el mundo (imaginación/estética) sin la restricción del método. Es el yo como ser absolutamente libre, raíz de la verdad de todo lo existente, porque la interioridad es el ámbito de búsqueda y encuentro con el fundamento de toda posible verdad. Y por eso, también, la necesidad de cuidado/promoción de esta libertad que exige la creación de un espacio político, diferente del mecanicismo estatal, en el cual la persona no sea medio, sino fin en sí: ser auténticamente moral, pero no por su universalidad, sino, precisamente, por su singularidad, por ser hombre de carne y hueso.
«La ascesis y el monacato son paganos, hijos del hartazgo de la decadencia (las resonancias de Kierkegaard son evidentes). Lo evangélico, lo primitivo, lo genuinamente cristiano… es activo, alegre, sencillo, revolucionario… Obra como si el Universo tuviese un fin. La inteligencia no ve sino causas eficientes; la voluntad crea causas finales… El que tiene experiencia de Dios, y tener experiencia de Dios es crearse por fe una finalidad humana trascendente, no necesita que se lo demuestren; la lógica está de más…»[23].
Por eso, aparece la necesidad de reconocer el «espíritu del pueblo», la intrahistoria, la verdad presente en la tradición popular. Frente al individualismo de la Ilustración y frente a su concepción del Estado como una gran maquinaria para el logro de fines pragmáticos, se subraya la fundamentalidad de un vínculo comunitario que aboque a una concepción orgánica del Estado, en la que el individuo devenga miembro de una comunidad de vida, de una comunidad compasiva y, por eso, reconciliada. Comunidad humana cuyas señas de identidad, por ser no sólo políticas, sino, ante todo, espirituales, expresan esa conciencia común del pueblo que puede evitar la arbitrariedad de la individualidad.
«La verdadera y honda europeización de España, es decir, nuestra digestión de aquella parte de espíritu europeo que pueda hacerse espíritu nuestro, no empezará hasta que tratemos de imponernos en el orden espiritual de Europa, de hacerles tragar lo nuestro, a cambio de lo suyo, hasta que no tratemos de españolizar Europa»[24].
Porque es evidente que la filosofía moderna, en su culmen, no ha sabido procurar, la situación histórica muestra esta terrible verdad, una sabiduría adecuada que posibilitase la convivencia moral humana: la aceptación del otro como distinto, próximo; la aceptación de la compasión como valor fundante, exigiendo el diálogo con lo diferente, exigiendo hospedar la alteridad, derrotando toda posible exclusión. Y quizá sea el «peculiar y heterodoxo» conocimiento español, que nunca fue alterado por el racionalismo/idealismo moderno, el que pueda ofrecer una alternativa a tanta barbarie.
Se atisba pues, que el acto supremo del dar razón, el que abarca todas las ideas, es un acto de voluntad, porque sólo por ella, por su apuesta (Pascal), por su capacidad de mostrar más que demostrar la verdad (Kierkegaard), por su decisión (Unamuno) se hermanarán el bien y la verdad. Por eso, el filósofo debe poseer tanta fuerza estética como el poeta. Los hombres sin sentido estético son almas perdidas que el filósofo-poeta debe orientar. Es el ansia de más vida, el ansia de sobrevivirse como resorte del vivir.
CONCLUSIÓN: EL FIN HUMANISTA DEL PROGRESO
Y la conclusión se impone. El fin del progreso tendría que ser siempre acrecentar la vida y, para ello, debemos avivar nuestra ciencia y nuestras conciencias.
«Concibiendo las cosas con una concepción teleológica que acaso muchos de vosotros rechacéis, yo me he imaginado siempre… que la materia se me aparece como un medio para la vida, la vida un medio para la conciencia y la conciencia un medio para Dios, conciencia universal»[25].
Y, por eso, la propuesta de Unamuno querrá encarnar, en los problemas de su siglo, el estilo de Don Quijote: llevar los valores de la búsqueda espiritual y de la creación a un continente desolado por la «ortodoxia inquisitorial científica»[26]. Y algunos, ojalá sean muchos, gracias al gran y fino trabajo de Alicia Villar Ezcurra, intentaremos seguir, a nuestro modo, los pasos de nuestro gran Unamuno. Porque:
«El progreso es un mal necesario. Acepto en toda su fuerza el símbolo del Génesis. Adán perdió su inocencia, probó de la fruta del árbol de la ciencia y se vio sujeto al trabajo y al progreso. Es inevitable el progreso. El que no le sigue perece. Pero ¿he de proclamarle bien por eso? ¡No, sino que suspiro por el paraíso terrenal perdido e irrevocable!»[27].
Y si éste paraíso nunca existió, como dirán algunos sabiondos cientificistas, hagamos caso a nuestro corazón y asumamos el compromiso histórico de crearlo. ¡Seamos buenos Quijotes! Gracias, Alicia.
Notas
[1] Carta a Rafael Altamira de 21 de octubre de 1897, Epistolario inédito I, pp. 51-52. Cfr. Villar Ezcurra, A, Miguel de Unamuno. Escritos sobre la ciencia y el cientificismo, Tecnos, Madrid, p. XXXI.
[2] Villar Ezcurra, A, o.c., LVII-LVIII. Cf. Unamuno, Cientificismo, 9 de junio, 1907.
[3] Ibíd., pp. 205. Cf. Unamuno, Sobre la Europeización, mayo-diciembre 1906.
[4] Ibíd., p. LIII. Cfr. Unamuno, El pórtico del Templo, julio 1906.
[5] Ibíd., p. 344. Cfr. Unamuno, Ciencia y Literatura (inédito). La idea aparece repetida en el Tratado del Amor de Dios y en Mi confesión. Una convicción, pues, que obliga a matizar con sumo cuidado la consideración de la Ciencia en la propuesta unamuniana.
[6] Ibíd., p. 347. Cfr. Unamuno, Ciencia y Literatura (inédito).
[7] Ibíd., pp. 243-244. Cf. Unamuno, Verdad y vida, febrero 1908.
[8] Ibíd., p. 247.
[9] Ibíd., p. LXII. Cf. Unamuno, Cientificismo, 9 de junio, 1907.
[10] Ibíd., p. LIII.
[11] Ibíd., p. 12. Cf. Unamuno, De la Enseñanza Superior en España, agosto/octubre 1899.
[12] Ibíd., p. 355. Cf. Unamuno, La vida y la ciencia (inédito).
[13] Unamuno, Sobre el cultivo del vascuence, OC IV, pp. 189.
[14] Cf. Villar Ezcurra, A, o.c., p. 337ss. Cf. Unamuno, Mecanópolis, 11 agosto 1913.
[15] Ibíd., p. 176. Cf. Unamuno, El pórtico del templo, julio 1906.
[16] Ibíd., p. 403 ss.
[17] Ibíd., p. 201. Cf. Unamuno, Sobre la Europeización, mayo-diciembre 1906. Cf. Cerezo, P, El mal del siglo. El conflicto entre Ilustración y Romanticismo en la crisis finisecular del s. XIX, Biblioteca Nueva, Edit. Universidad de Granada, 2003.
[18] Ibíd., p. XL. Cf. Unamuno, Intelectualidad y espiritualidad, marzo 1904.
[19] Ibíd., p. XXXIX.
[20] Cf. Ibíd., nota 60, p. XL.
[21] Ibíd., p. XLVII.
[22] Ibíd., p. XL. Cf. Unamuno, Amor y pedagogía, 1902.
[23] Ibíd., p. XLVII. Cf. Unamuno, Carta a Luis de Zulueta, 27 de noviembre de 1903.
[24] Ibíd., p. LV.
[25] Ibíd., p. LXV. Cf. Unamuno, Discurso pronunciado en el paraninfo de la universidad de Valencia, 22 febrero 1909, con ocasión del I centenario del nacimiento de Darwin.
[26] Ibíd., p. LXVIII.
[27] Ibíd., p. XLIV. Cf. Unamuno, Carta a Pedro Jiménez Ilundain, 1902.
[1] Cfr. Villar Ezcurra, A, Miguel de Unamuno. Escritos sobre la ciencia y el cientificismo, Tecnos, Madrid, pp. 343-347.
[2] Ibíd., pp. 348-356.
[3] «El conjunto de los escritos seleccionados, sin ánimo de exhaustividad, ofrece una triple perspectiva: la autonomía y los límites de la ciencia, su situación en España y en Europa, y la necesidad de demarcar los terrenos propios de la ciencia y la religión… y su ordenación cronológica permitirá enmarcar el contenido de los escritos y la evolución de su postura… la selección de correspondencia permitirá seguir la evolución de su pensamiento y su apasionamiento al respecto» Cf. Villar Ezcurra, A, ibíd., p. XIV. «El objetivo de la edición es facilitar la lectura de textos dispersos en los nueve volúmenes de sus obras completas (Ed. Escelicer). Por este motivo, no se han incluido textos sobre la ciencia que pertenecen a obras más accesibles y extensas como En torno al casticismo, Amor y pedagogía y Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos…» ibíd., p. XV.
Artículo elaborado por Antonio Sánchez Orantos, profesor de la Universidad P. Comillas de Madrid y colaborador de FronterasCTR.
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