¿Cómo presentar una imagen de Dios congruente con una cosmovisión científica y evolutiva del mundo? Es una tarea abordada por John Polkinghorne desde hace años. Y nuevamente, autores como John Haught emprenden esa ingente tarea. Y los caminos abiertos por él y otros autores nos convocan a continuarlos. Uno de esos caminos señalados por Haught es la humildad de Dios o su Kénosis divina. John Haught advierte que concebir a Dios desde esas características puede llevarnos a articular correctamente la fe en el Dios creador del universo con la concepción moderna de la cosmología. Otros autores hacen planteamientos que corroborarían esa tesis al hablar de «la creación como Kénosis«.
Por eso, la revista Franciscanum. Revista de las Ciencias del Espíritu [Franciscanum vol.54 no.157 Bogotá Jan./June 2012] publica “Del Dios omnipotente a «la humildad de Dios». Una reflexión sobre la evolución en perspectiva kenótica”, cuya autora es la teóloga brasileña Olga Consuelo Vélez Caro. La expresión “la humildad de Dios”, está tomada del libro de John F. Haught, Cristianismo e ciência. Para uma teologia da natureza (São Paulo: Paulinas, 2010), 69. Hemos renunciado a las notas para facilitar la lectura.
Emergencia de nuevos paradigmas científicos
La ciencia moderna nos está sorprendiendo con una concepción del universo que desestabiliza las nociones adquiridas. Más aún, para los creyentes, las conclusiones científicas cuestionan profundamente la fe en el Dios omnipotente artífice de esta creación y garante de su sustentabilidad y nos invitan a preguntarnos si todavía se puede creer en el Dios bíblico que hizo el mundo en siete días como relata el libro del Génesis (1,1-2,3).
Pero esa invitación es más que eso. Es un imperativo que se impone para poder mantener la significatividad del mensaje revelado en el momento actual y validar su pertinencia para los varones y mujeres de hoy.
En este artículo la autora pretende desarrollar esa argumentación, valiéndose de los aportes de algunos de estos autores con el objetivo de explicitar esta realidad divina que, sin ser desconocida, posiblemente no ha sido suficientemente asumida, en la reflexión y en la experiencia cristiana. Nadie dudaría del valor de la humildad, como actitud humana, capaz de introducirnos en la dinámica del Reino, pero a muchos les cuesta concebir a Dios desde esa perspectiva. Afirmar un Dios humilde, kenótico, sin poder, es privarlo de sus atributos filosóficos de omnipotencia u omnisciencia y quedarnos con un Dios débil y frágil, demasiado humano, encarnado -se podría decir irónicamente-, que no nos atrae seguir, máxime si tenemos en cuenta tantas debilidades personales y sociales que a diario constatamos y de las que buscamos liberarnos desde un poder mayor que lo haga posible.
Diálogo fe-ciencia y kénosis divina
En este texto nos referimos, en primer lugar, a las dificultades para el diálogo fe-ciencia que implican la imagen de Dios creador que tenemos en nuestra cosmovisión religiosa. En un segundo momento, valiéndonos de los aportes de distintos autores, mostraremos cómo al recuperar la kénosis divina, nos introducimos en un diálogo posible entre fe y ciencia. Haremos una referencia a la perspectiva de género por ser ésta una instancia de análisis que se ha confrontado con la categoría kénosis por la realidad problemática que supone esta última, frente al empoderamiento de las mujeres.
Finalmente esbozaremos algunas conclusiones que nos permitan seguir abriendo caminos al diálogo entre la autonomía del mundo y la fe en el Dios creador de cielo y tierra.
Dificultades para el diálogo fe-ciencia
La ciencia moderna afirma que el universo es «una narrativa en proceso». No era ese, ni aún lo es, el pensamiento de la mayoría de los cristianos quienes al acercarse a leer los pasajes del Génesis donde se narra la creación del mundo, creen que ese acontecimiento maravilloso tuvo un tiempo determinado -siete días- los cuales, al finalizar, concluyeron con la creación.
A partir de entonces, solo cabe esperar el devenir de la historia de salvación en la cual cada ser humano se juega su futuro definitivo dependiendo de la capacidad de responder que tenga frente al Creador. Más aún, considerado el planeta tierra como centro y sentido de toda la creación, costó «sangre» la aceptación de un cosmos donde la tierra no fuera el centro de la creación sino que girara alrededor del sol junto con otros planetas situados en ese mismo sistema solar. Y, más aún, que éste no fuera el único sistema solar sino que existiera un multiverso que nuestras mentes, posiblemente, no alcanzan a imaginarlo en su concreción y magnitud.
Pero antes de indagar por las dificultades entre ciencia y fe hemos de tomar conciencia de un hecho decisivo. La ciencia nos puede decir el qué, cómo y cuándo de los acontecimientos naturales. Pero no puede aportarnos el sentido último de la realidad ni su origen como «obra del amor». La fe, por el contrario, solo puede hablarnos del para qué, del sentido último, de la razón de ser de la vida humana y de toda la creación. ¿Cómo entonces pretender que dos tipos de preguntas distintas entren en diálogo? De aquí surgen las diferentes posturas en boga actualmente.
Por una parte, tenemos aquellos que solo admiten una de esas preguntas -bien sean las preguntas científicas o las preguntas religiosas- y no se interesan por las otras. Aunque esta postura evita el conflicto, no soluciona el problema frente al cual la mente humana exige un mínimo de respuestas y/o de articulación de los dos ámbitos. Por otra parte, encontramos los que también se colocan en uno de los dos horizontes pero no ignoran el contrario sino que, precisamente, se dedican a negarlo, con base en la postura que asumen.
Esta postura provoca conflicto porque se ataca de frente la posición contraria. La teoría creacionista o el ateísmo científico responden a esta posibilidad. Aquí naturalmente se encuentran los orígenes de los enfrentamientos irreconciliables que solo llevan a la violencia, a la intolerancia y al rechazo de unos frente a otros. Finalmente están los que buscando «un punto de vista superior» posibilitan el diálogo y, sin pretender unificar, aspiran a ofrecer una respuesta más amplia, integradora, que contribuya decisivamente al bien y a la verdad humana.
John Haught se refiere a esta postura como una «explicación escalonada» que consiste en dar espacio a diferentes comprensiones de un mismo fenómeno. Así es posible dar una explicación desde la ciencia y otra desde la teología, reconociendo sus diferencias pero buscando sus puntos de articulación y complementación. Puede que algunos se resistan a admitir esa explicación escalonada pero estaría muy bien que, como personas creyentes, nos mostremos abiertos y receptivos a buscar caminos de respuesta, sabiendo que la explicación científica aporta elementos que pueden ser integrados por la fe y que es responsabilidad nuestra asumirlos y promoverlos.
Pero ¿qué es lo que en realidad se opone a la fe desde los descubrimientos modernos? Cabe anotar que no son los descubrimientos en sí, sino las consecuencias que se derivan de ellos. Fenómenos nuevos como la teoría del Big Bang, la evolución, el código genético, el campo profundo de Hubble o los aspectos químicos de la mente no deberían inhabilitar la dimensión trascendente del ser humano sino, por el contrario, profundizar en ellos y ver la iluminación que ofrecen a las preguntas sobre el origen y sentido del cosmos y de la vida, reconociendo que esos descubrimientos exigen más inteligencia y razonabilidad frente a todo lo creado. Sin embargo, muchos pretenden responder a estos interrogantes desde lo material, lo físico, lo natural. Es decir, no admiten otra realidad más que la naturaleza sin dejar ningún espacio a lo divino. A eso se le llama naturalismo científico. De aquí podemos afirmar con Haught: «no es la ciencia, sino un tipo de naturalismo materialista frecuentemente confundido con ciencia, lo que entra en conflicto con las creencias del cristianismo y de otras religiones».
Pero precisamente aquí está la parcialidad de este planteamiento científico, porque al no admitir otras causas más que las naturales para explicar la realidad se deja de lado el mundo psíquico y afectivo de los seres humanos y, más aún, la pregunta religiosa que, como pregunta legítima, está inserta en el cuestionar humano. Por eso una «teología de la naturaleza» propone que hay más cosas en el mundo que lo que aparentemente se ve y la ciencia no puede abarcarlas todas.
Este espacio es el que bien puede ocupar una teología, no porque se vayan a revelar cosas extraordinarias, sino porque en ese devenir natural, Dios se manifiesta y es la fe la que puede descubrir esa presencia en los mismos elementos en los que la ciencia descubre una causalidad y una transformación natural. En otras palabras, la fe en el Dios creador no crece y madura negando los aportes de la ciencia sino descubriéndolo en el desarrollo y progreso científico.
La problemática que está en juego en esta dificultad de conciliar fe y ciencia radica en la imagen de Dios que tenemos. El relato bíblico entendido literalmente, ha presentado un Dios todopoderoso capaz de separar las aguas y crear los cielos y los océanos, de hacer surgir la luz de la oscuridad, crear las estrellas y el firmamento y hacer brotar la vida en las diferentes especies.
La imagen de un Dios todopoderoso ha sido la tentación constante del pueblo elegido y solo la conversión hacia el verdadero Dios de Israel le ha permitido continuar su historia hasta nuestros días. Veámoslo brevemente. La imagen del Dios que salvó al pueblo de Israel del poder de los egipcios entró en crisis con la experiencia del exilio. ¿Dónde está ese Dios fiel y bondadoso? ¿Qué pasó con sus promesas y su poder? Paradójicamente, es en el desierto donde el pueblo encuentra que el Dios que camina con ellos es el que acompaña su historia y se hace nuevamente presente en la experiencia del exilio. Desde ahí se puede suspirar por la tierra prometida y se encuentran las fuerzas para continuar caminando hacia ella.
Los desafíos que hoy lanza la ciencia moderna a la fe nos invitan a instalarnos en esa dinámica para salir bien librados de esta dificultad. Pero no es de extrañar que nos sintamos en profunda crisis. ¿Cómo compaginar la fe en el Dios creador todopoderoso con la certeza de un cosmos y un desarrollo de la vida que está pudiendo ser develada y entendida? Las preguntas sobre el cómo y cuándo parecen responderse. Pero no coinciden con los datos bíblicos. No coinciden con la imagen de Dios que hizo el mundo de la nada y ahora simplemente acompaña su devenir. La crisis es legítima y es urgente encontrar el camino para responder de manera creíble y en sintonía con el mundo actual.
La kénosis como camino de encuentro entre fe y ciencia
Según describimos en el apartado anterior, los descubrimientos de la ciencia tropiezan con la imagen de Dios todopoderoso creador del cielo y de la tierra que profesamos en el credo. A este Dios no le cabe la posibilidad de un universo inacabado, de una evolución que supone «el accidente, la selección natural y un tiempo profundo» como condiciones de desarrollo, ni una providencia divina que no puede intervenir directamente en su creación para arreglar las imperfecciones humanas. Pero acaso, ¿no es ese mismo Dios bíblico el Dios encarnado, histórico, capaz de salir de sí mismo, abajarse, vaciarse, de no retener su condición divina (Flp 2,5)? Esta es la argumentación que pretendemos seguir aquí apoyándonos en algunos autores que ven este camino como una manera posible de establecer dicho diálogo. Una breve presentación de estos planteamientos, nos permitirá realizar esta reflexión.
Teología de la kénosis de Cristo
No pretendemos aquí presentar esta teología de manera exhaustiva. Basta introducirnos en el tema siguiendo los planteamientos de Jürgen Moltmann referidos directamente a plantear una relación adecuada entre fe y ciencia. El texto bíblico para referirnos a la kénosis es Flp 2, 5-11 en el que se habla de la condición divina del Hijo de Dios en el cielo de la que se despojó llegando a ser esclavo, crucificado en el Gólgota. No nos detendremos en los problemas exegéticos del texto sino en las reflexiones teológicas sobre el mismo.
En primer lugar, algunas escuelas de teología protestante entendieron el texto referido a las dos naturalezas de Cristo. La kénosis significa en ese contexto que Cristo al hacerse hombre renuncia a sus atributos divinos -omnipotencia, omnipresencia, omnisciencia-haciéndose como cualquier ser humano, pero dejando claro que esa renuncia solo afectaba a su naturaleza humana, no a la divina.
Posteriormente, otras escuelas entendieron el texto referido a la misma condición divina, es decir, al Cristo en su hacerse humano, sustituyendo su naturaleza divina por la humana. Podemos imaginar la cantidad de problemas que estos planteamientos trajeron. Si el Hijo de Dios se hace humano ¿cómo reconocerlo como Hijo de Dios?
Hans Urs von Balthasar entendió la kénosis no en el marco de la doctrina de las dos naturalezas sino en el contexto de la doctrina trinitaria. La naturaleza esencial del Hijo eterno es la del ser obediente al Padre, actitud que mantiene en su encarnación al permanecer obediente hasta la cruz. Por tanto, en su condición de esclavo no oculta ni renuncia a su condición divina sino que la está revelando. La kénosis «no es una autolimitación ni una autorrenuncia por parte de Dios sino que es la autorrealización de la autoentrega del Hijo al Padre en la vida trinitaria de Dios. En virtud del amor sin límites, la vida íntima de la Trinidad está marcada por la kénosis recíproca de las personas divinas en su mutuo relacionarse». Aunque esta interpretación trinitaria de la Kénosis supera las interpretaciones de los kenotistas, no soluciona el problema de los atributos divinos con relación al mundo -entendidos metafísicamente- porque se queda en las relaciones intratrinitarias.
La kénosis vinculada a la creación también se interpreta como acto de autohumillación divina que culmina con el sometimiento de Cristo a la muerte en Cruz: «La kénosis que alcanza su clímax paradójico en la cruz de Cristo, empezó ya con la creación del mundo».
La consecuencia lógica de vincular la creación a la kénosis de Dios, es comprender que esa misma kénosis sigue presente en toda la evolución del mundo hasta su consumación. Por eso no es incompatible pensar en un Dios omnipotente en su paciencia sufriente, es decir, en su amor. Esa paciencia de Dios es su poder y de esa manera es que sostiene el mundo con sus dificultades, contradicciones, conflictos, desarrollos.
Kénosis como humildad de Dios
La kénosis divina, a la que hicimos referencia anteriormente, se puede entender no solamente referida a las personas y a la historia humana sino también a toda la creación, posibilitando así el diálogo con ese universo en desarrollo que hoy la ciencia nos revela.
El primer tema que nos interesa frente a la creación es el tema del poder. La creación parece implicar un Dios todopoderoso. Sin embargo, la kénosis divina nos muestra otra forma de poder: la del servicio y donación, la de la humildad de Dios. Basta aquí recordar la vida histórica de Jesús en servicio y entrega, de la que el himno a los Filipenses (2,5-11) hace mención.
En segundo lugar hemos de abordar el misterio y preguntarnos: si la ciencia va mostrando el cómo de la creación ¿es posible mantener el sentido del misterio que implica la presencia divina? La perspectiva kenótica nos invita a ese autovaciamiento para distinguir entre lo que no conocemos -objeto de la ciencia- de lo que es experiencia de misterio -objeto de la fe-. Es así como el desarrollo de la ciencia va mostrando progresivamente la constitución y origen del universo.
La evolución y la Providencia divina también son aspectos que interesan en esta reflexión. ¿Cómo compaginar la Providencia de Dios con la evolución darwiniana que implica accidentes, selección natural y tiempo profundo? El abajamiento de Dios permite también dar una respuesta: «una teología evolutiva debe retratar el abajamiento de Dios como la inserción en las camadas más profundas del proceso evolutivo, abrazando y sufriendo con toda la narrativa cósmica, no solo en los últimos capítulos humanos».
Una creación originalmente acabada es teológicamente inconcebible porque si Dios desde el inicio hubiera hecho un mundo perfecto, ese mundo sería igual a Dios y, por tanto, no sería una creación. El mensaje radicalmente nuevo del evangelio es que el poder no significa capacidad de manipular sino amor que se dona y es ese amor el que hace posible una creación de la que surge la libertad humana como respuesta a ese amor. La perfección consiste, entonces, no en retornar a un estado ideal que se perdió por el mal humano, sino en un deseo de alcanzar una perfección que se espera encontrar en un futuro posible.
Kénosis como autolimitación de Dios
Si realmente pretendemos ser coherentes con un mundo que se desarrolla autónomamente, según los descubrimientos de la ciencia, hemos de postular un ser divino capaz de mantener la integridad de la naturaleza. Esto es lo que intenta Ian Barbour al plantear un Dios que se autolimita, interviniendo en su creación no desde fuera como se pensaba antes del desarrollo científico, sino a partir de las estructuras y energías existentes en la misma creación. Es decir, Dios actúa sutilmente en cooperación con las fuerzas y estructuras de la naturaleza más que interviniendo unilateralmente.
Pero no solo el desarrollo de la creación interpela la imagen del Dios que proclamamos. El mayor desafío es explicar la existencia del mal y del sufrimiento presente no solo en los seres humanos sino en toda la realidad de los seres no humanos y, más aún, cuando lo constatamos como inherente al proceso evolutivo: «La historia evolutiva ha requerido lucha y competición, en la que una gran mayoría de especies han llegado a extinguirse».
Kénosis como asunción definitiva del sufrimiento implicado en la evolución
Como acabamos de señalar, la cuestión del sufrimiento es una de las realidades que más golpean la imagen de Dios. Pero si, de alguna manera, el sufrimiento causado por el género humano preserva la omnipotencia divina ya que es fruto de la libertad humana, el sufrimiento que implica la evolución no parece tener la misma explicación. Más aún, ese sufrimiento es inherente al proceso evolutivo y no puede evitarse. ¿Cómo explicar entonces dicho sufrimiento? La autolimitación divina, señalada en el apartado anterior no resuelve el problema. Es necesario asumir que Dios acompaña ese proceso evolutivo que tiene como constitutivo el sufrimiento.
Arthur Peacocke muestra cómo el sufrimiento es inherente a la creación en proceso, al señalar los cuatro rasgos más importantes del proceso evolutivo de la evolución biológica descubiertos por la ciencia actual: (1) continuidad y emergencia; (2) carácter natural y científico; (3) complejidad, información, dolor, conciencia refleja; (4) carácter costoso.
En primer lugar, la evolución biológica es continua y pone de manifiesto la emergencia de nuevas formas de vida. Esto no solo fue afirmado por Darwin y Wallace sino que hoy la biología molecular lo reafirma con el descubrimiento de la universalidad para todos los organismos vivos del ADN, que ha permitido mostrar la lenta pero real continuidad de los procesos de la evolución biológica a lo largo de los casi tres mil millones de años a los que se remontan complejos macromoleculares de los que comenzó a surgir algún tipo de vida. Esos procesos pueden describirse también como manifestaciones de la emergencia, pues a lo largo del tiempo van apareciendo nuevas formas de materia y una jerarquía en la organización de esas mismas formas. Por tanto, esta imagen dinámica de estructuras vivas implicadas en un cambio continuo y sin fin, «excluyen toda concepción estática del modo en que Dios da existencia a todas las cosas existentes y sigue sosteniéndolas y manteniéndolas en el ser (…). Toda noción de Dios como Creador deberá ya afirmar que Dios está creando continuamente, dando de continuo la existencia a lo que es nuevo; que Dios es Semper Creator, que el mundo es una creatio continua«.
En segundo lugar, la evolución biológica procede naturalmente, es decir, con procesos accesibles e inteligibles gracias a la biología y a otras ciencias naturales. Esto significa que no hay necesidad de recurrir a Dios como una especie de factor adicional no accesible científicamente que complemente los procesos creativos del mundo a los que Dios da ciertamente existencia, sino que esos mismos procesos son Dios mismo actuando como Creador. En esos procesos interviene el azar y las leyes naturales permitiendo que emerjan y evolucionen formas nuevas. Si todo estuviera regido por una ley estricta, prevalecería un orden repetitivo y no creativo pero, por el contrario, es esa combinación la que hace posible que exista un universo ordenado capaz de desarrollar en su interior nuevas formas de existencia. Las consecuencias derivadas de estos planteamientos son que Dios es el creador tanto de las leyes como del azar y Él mismo corre el riesgo implicado en el azar, al crear de esa manera.
En tercer lugar, la ciencia se pregunta si se pueden encontrar algunas tendencias significativas en la evolución. Cada vez se piensa menos en la evolución como un árbol en el que el ser humano está en la cúspide para pensarla como «un arbusto que se ramifica copiosamente y que es continuamente podado por el torvo podador que es la extinción, no una escala de progreso predecible». Más aún, se habla cada vez más de una creación cuya finalidad no es el ser humano: «Si la humanidad surgió solo ayer como una pequeña ramita de una rama de un árbol floreciente, entonces la vida no puede, en ningún sentido genuino, existir para nosotros o debido a nosotros. Quizás únicamente somos una idea tardía, una especie de accidente cósmico, solo una fruslería en el árbol de Navidad de la evolución».
En cuarto lugar, «la evolución biológica es costosa, pues implica dolor, sufrimiento, depredación y muerte». El surgimiento de nuevos organismos precisa la muerte de otros: las plantas se alimentan de materiales inorgánicos y los animales de las plantas y de otros animales. La cadena alimenticia y la necesidad de que desaparezcan modelos viejos para que surja lo nuevo es la lógica de la evolución, porque la vida nueva por la muerte antigua es inevitable en un mundo finito compuesto de sillares básicos comunes (átomos, moléculas, macromoléculas) que tienen propiedades fijas.
La descripción de estos cuatro procesos que se pueden constatar en el desarrollo evolutivo, afectan la imagen de Dios que tenemos. Si el dolor, el sufrimiento y la muerte son inherentes a ella ¿no podía el Creador idearse otra manera de crear que no implicara todas esas realidades negativas? Los datos biológicos nos permiten entender que no hay otra manera para que surja la vida y se mantenga la creación continua. Si eso es así, hay que afirmar respecto de Dios que está sufriendo en, con y bajo los procesos creativos del mundo con su costoso despliegue temporal.
Pero en todo esto lo que se juega no es un sufrimiento destructivo sino un sufrimiento propio de quien ama. La afirmación de que Dios es amor, se hace real en esta concepción de Dios a la luz de los datos de la evolución, porque la creación existe por el sufrimiento que resulta como fruto del poder creativo del amor. Y, en definitiva, esta conclusión no solo proviene de los datos de la ciencia sino que desde la misma fe en Jesucristo se corroboran: «Pues mientras él vivió en la tierra fue muy vulnerable a los poderes que se agitaban a su alrededor, bajo los cuales acabó sucumbiendo con terrible sufrimiento y, desde su punto de vista humano, en el abandono de una muerte trágica».
Kénosis como acción creadora
Ya hablamos en el apartado sobre la humildad de Dios de la necesidad de abordar el tema del poder porque la creación parece implicar un Dios todopoderoso. En ese apartado afirmábamos que ese poder es en entrega y servicio, es decir, en actitud humilde testimoniada en la vida histórica de Jesucristo. Aquí queremos seguir profundizando ese tópico afirmando que el poder divino no puede separarse del amor ya que, por una parte, la creación es obra de un poder que excede el poder de todas las creaturas, pero, por otra parte, eso no es suficiente porque es necesario hacerse la pregunta: ¿cuál es el sentido de esta creación? ¿Para qué Dios la creó?
La respuesta no puede ser otra que su amor infinito que excede las relaciones de las tres personas divinas y se proyecta sobre todo lo creado. Por tanto el poder y el amor están íntimamente relacionados porque «un amor sin poder sería propio de un dios que fuese compasivo pero impotente espectador de la historia del mundo. El poder sin el amor correspondería a un dios que fuese el tirano cósmico dominador y controlador implacable de toda la historia».
Tenemos que partir de la afirmación ya repetida a lo largo de este escrito, de la evolución del universo, de su ser una creación en proceso: «nosotros vivimos en un planeta de segunda generación que gira alrededor de una estrella de segunda generación, efectos uno y otra de la condensación de nubes de gas y de los detritos de las explosiones de supernovas de la primera generación».
Esta convicción de una creación «haciéndose» corrobora la idea de un Creador que le permite a su creación «hacerse a sí misma (…) el curso del despliegue de la creación lo comparte Dios con sus creaturas, las cuales tienen, otorgados pero no dictados por Él, papeles que representar en su fecunda realización». En otras palabras, lo que la teología actual intenta postular para responder al proceso evolutivo de la creación es que junto a la creación ex nihilo existe la creación continua. La primera preserva la trascendencia de Dios la cual no puede ser puesta en cuestión si esperamos un destino final de la creación distinto de la ruina total. La segunda nos permite poner en diálogo la ciencia y la fe, exigencia actual de la teología.
La acción creadora de Dios abierta a la novedad
Algunos autores proponen que la acción creadora de Dios está abierta a la novedad. Es decir, que el desarrollo evolutivo de la creación puede traer realidades nuevas que ni el mismo Dios ha pensado de antemano. Para estos autores, «Dios no ha de estar siempre aburridamente restringido a no hacer nada nuevo». Sea como sea, lo que podemos afirmar en este apartado es que la acción de Dios se ejerce en este proceso evolutivo de la creación de manera kenótica pero no por eso menos real.
Todas estas afirmaciones, como ya dijimos, son búsquedas y posturas teológicas que están en debate y que no podemos concebir como plenamente aceptadas y, menos aún, incorporadas a la reflexión teológica sobre Dios como hechos ya dados. Responden a los planteamientos de los autores citados, con las propias reflexiones que ellos nos suscitan y, en ese sentido, las presentamos aquí, con el ánimo de suscitar el debate y avanzar en la tarea que convoca a los teólogos y teólogas cuando se preguntan por el sentido de la creación y la imagen de Dios que de ella se deriva.
Conclusión
El recorrido que hemos hecho ha respondido al deseo de comenzar a incursionar por estos nuevos caminos que hoy desafían a la teología. Son muchas y profundas las reflexiones que ya se están elaborando a este propósito, pero no son fáciles de integrar y menos de tener un criterio claro sobre la validez y veracidad de las mismas. Pero son pistas de reflexión que invitan a seguir buscando articulación entre los desarrollos científicos y la experiencia de fe y por tanto, es una tarea que no puede esquivarse.
Definitivamente una visión científica del mundo ha de acompañarnos en estos tiempos actuales para poder responder mejor a las exigencias de su devenir. En momentos en que estamos tomando conciencia sobre el deterioro del planeta, de la responsabilidad enorme que nos cobija de preservar la creación para las generaciones futuras y de seguir avanzando en los descubrimientos para afrontar problemas tan reales como enfermedades y todo lo que impide el desarrollo pleno para favorecer la vida, la fe ha de prestar su servicio imprescindible en el compromiso con un futuro que creemos está en manos de Dios y de su providencia pero que reconocemos hoy como puesto también en nuestras manos para llevarlo a feliz término.
Todas las explicaciones hechas a lo largo de este escrito sobre las posibilidades que ofrece la kénosis divina para entender una creación en proceso, iluminan de manera importante por dónde ha de ir nuestra responsabilidad en esta empresa. Sin una actitud kenótica como la del mismo Dios no podremos colaborar en esta creación que también es nuestra, porque el ansia de poder, el rechazo a todo dolor y sufrimiento y la incapacidad de establecer relaciones de equidad con los seres animados e inanimados, serán impedimentos con los que tropezaremos irremediablemente. Sin embargo, precisamente en el cultivo de esa misma actitud y la petición confiada de la gracia divina para conseguirla, vislumbramos la esperanza de un futuro donde no solo Dios esté creando continuamente, sino que los seres humanos nos dejemos crear y, al mismo tiempo, seamos colaboradores incondicionales de esa misma obra de amor.
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Artículo elaborado por Carmen de San Román Castro, Asociación Interdisciplinar José de Acosta (ASINJA) y colaboradora de la Cátedra Francisco J. Ayala de Ciencia, Tecnología y Religión.
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