El Espíritu, persona sin voz ni rostro

(Por Ángel CordovillaEs difícil reflexionar expresamente sobre el Espíritu Santo. Si hay algún momento en la historia de la tradición eclesial que la reflexión sobre él ha sido decisiva es en la segunda mitad del siglo IV en torno al Concilio de Constantinopla I (381) donde se declarará su divinidad. Todavía hoy, cuando confesamos el Credo dentro de la celebración de la eucaristía, con el Símbolo Nicenoconstantinopolitano, lo hacemos con esas palabras que fueron introducidas en el segundo concilio ecuménico de la Iglesia. Este artículo trata de comprender estas afirmaciones en su contexto histórico y en su significación perenne.

 

La reflexión teológica sobre el Espíritu Santo ha estado vinculada al desarrollo dogmático de la fe trinitaria y casi nunca ha sido objeto aislado de reflexión. Pensar en el Espíritu Santo en la tradición eclesial ha significado, entre otras cosas, profundizar en la comprensión trinitaria de Dios (trinidad); afirmar la especial adecuación del espíritu del hombre a recibir el Espíritu de Dios (antropología); asegurar la verdad de la encarnación del Hijo de Dios y su singular humanidad (cristología); discernir el significado de la verdadera profecía y la auténtica reforma dentro de la Iglesia (eclesiología); comprender la acción salvífica de Dios en cada corazón y cada conciencia humana (soteriología); auscultar los signos de la presencia de Dios en el mundo (misionología); esperar con fe viva y amor ardiente el triunfo definitivo de Dios mientras conduce la historia de los hombres hasta que él llegue a ser definitivamente todo en todos (escatología). No hay, por lo tanto, una reflexión sobre la teología de la tercera persona que no esté vinculada a las realidades fundamentales del credo cristiano.

 

Primeras preguntas en torno al Espíritu Santo

El Símbolo de la fe o los Credos de la Iglesia se hacen. No surgen por generación espontánea o vienen caídos del cielo. En este sentido podemos decir que son construidos[1]. En la Sagrada Escritura nos encontramos ya con fórmulas de fe incipientes que se centran en el hecho salvífico del misterio pascual (cfr. Rom 4,25) y en la confesión de Jesús como Señor (cfr. 1Cor 12,3), que, por cierto, dice Pablo que solo puede ser dicha en el Espíritu Santo. Los Credos tienen su germen en la liturgia bautismal realizada en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En forma interrogativa se preguntaba al catecúmeno por su fe en Dios Padre, en el Señor Jesucristo y en el Espíritu Santo. Cada una de estas preguntas pasa a ser un artículo que configura la forma trinitaria de las reglas de la fe en torno al siglo II y III, siendo ya prácticamente el antecedente más próximo de los Símbolos de fe de la segunda mitad del siglo III y especialmente los ya desarrollados en el siglo IV.

 

El desarrollo de los Símbolos de fe

La primera reflexión teológica se sitúa en torno al primer artículo referido a la fe en un único Dios Padre creador. El desafío del gnosticismo y de cualquier tipo de dualismo impelió a la tradición cristiana a mantenerse firme en la fe en un único Dios (monoteísmo), vinculado a la persona del Padre (ser personal), de quien se dice inmediatamente que es creador omnipotente (relación). No hay un Dios incomprensible, absconditus, trascendente, invisible, eterno que no sea a su vez el creador de toda la realidad.

El segundo gran impulso en el desarrollo del credo eclesial viene de finales del siglo III y el primer tercio del siglo IV para aclarar la naturaleza de la relación entre Dios Padre y su Hijo, Jesucristo y por consiguiente cómo tenemos que entender esta filiación. Aquí se encuentra la respuesta de la Iglesia al riesgo del subordinacionismo (arrianismo). El Hijo es de la misma realidad que el Padre. Su divinidad no es participada, como cualquiera de las criaturas divinizadas, sino que es ontológica o esencial. Se le puede llamar con propiedad Dios, Dios verdadero de Dios verdadero. De esta manera podemos decir con verdad que quien ve al Hijo, ve al Padre; que en Jesucristo Dios realmente se hace carne, no de una forma simbólica o metafórica, sino real.

Revista Sal Terrae

 

Finalmente, el tercer momento se centra en el origen y la naturaleza del Espíritu Santo afirmando frente al subordinacionismo de los pneumatómacos su plena divinidad en igualdad al Padre y al Hijo, no por la vía ontológica de la consustancialidad (homoousios), sino por la soteriológica y doxológica de co-adoración (homotimia). Solamente si el Espíritu es de la misma realidad de Dios Padre, entonces puede realmente santificarnos, hacernos partícipes de la vida divina, cuando es recibido dentro de los corazones. Pero, para llegar hasta aquí, la reflexión teológica realizará un camino progresivo haciéndose diversas preguntas en torno a la tercera persona de la Santa Trinidad.

 

La acción específica del Espíritu en la historia de la salvación

Antes de llegar a esta reflexión del último tercio del siglo IV las primeras preguntas en torno a la persona del Espíritu estuvieron centradas en aclarar su actividad específica en la historia de la salvación, pensada fundamentalmente en la preparación del acontecimiento de la encarnación con la unción de la naturaleza humana del Verbo y el movimiento perfectivo y consumador de la creación en su camino hacia el Padre. Un verbo habitual que utilizan los padres prenicenos para referirse a esta acción del Espíritu es kosmeinque podríamos entender como ordenar la obra creadora otorgando belleza, finalidad y perfección. Así, el Espíritu da forma, embelleciendo y perfeccionando, la obra plasmada por el Hijo y creada por la voluntad libre y gratuita del Padre. Al Padrele corresponde la decisión y la voluntad de crear; al Verbole corresponde la ejecución o la formación y es el fundamento, la forma y el modelo de las cosas creadas; al Espírituo la Sabiduría le corresponde el perfeccionamiento, la disposición y el ordenamiento de las cosas creadas. Como dice Ireneo: «El Verbo es quien pone la base… y el Espíritu es quien procura la forma y la belleza»[2].

 

Continuidad y novedad

Pero al contemplar al Espíritu en su actuación en la historia el lugar por excelencia es su actividad después de la resurrección de Cristo. El Espíritu es el don de Cristo resucitado por antonomasia dado a su Iglesia para extender y universalizar la obra de la salvación. Entonces vendrá una cuestión que tiene que ver con la continuidad y la novedadde la comunicación de este Espíritu de Cristo con la manifestación en la Antigua Alianza. ¿Son dos economías distintas? ¿Son dos Espíritus diferentes, el de Dios y el Cristo? Y si es el mismo Espíritu, ¿qué novedad supone recibir el Espíritu en Pentecostés? La fuerte lucha del cristianismo frente a toda tentación dualista o marcionita hará que la teología y el credo eclesial afirme sin ambigüedad que el Espíritu de la Antigua Alianza que inspiró a los profetas es el mismo Espíritu que es comunicado por Cristo a los apóstoles. En esta misma perspectiva, y asumiendo la expresión del símbolo de Jerusalén reseñado por Cirilo (348), el Credo Niceno-constantinoplitano (381) afirmará que el Espíritu «habló por los profetas». Si no hay un Dios creador (justo) y un Dios salvador (bueno), sino un único Dios Padre creador, tampoco puede haber dos espíritus, sino «un único Espíritu revelador de los misterios divinos»[3].

Ahora bien, en el desarrollo de la economía de la salvación la recepción del Espíritu en Pentecostés supone una novedad respecto a su presencia o manifestación anterior. Así se expresa Ireneo de Lyon al comentar el tercer artículo de su Regla de fe: «El Espíritu santo por cuyo poder los profetas han profetizado y los Padres han sido instruidos en lo que concierne a Dios, y los Justos han sido guiados por el camino de la justicia, y que al fin de los tiempos ha sido difundido de un modo nuevo sobre la humanidad, por toda la tierra, renovando al hombre para Dios»[4]. Algunos han querido ver esa novedad en la dimensión universal de la comunicación del Espíritu en Pentecostés, pero esta dimensión cuantitativa no parece dar razón suficiente. La novedad está vinculada a la dimensión cualitativa de la persona de Jesucristo. Si como dijo Ireneo de Lyon Cristo en persona representa la novedad de Dios, lo que es otorgado a través de él tiene también necesariamente ese marchamo de novedad. Esta novedad proviene de que a partir de ahora la comunicación de la gracia y el don del Espíritu es otorgado a través de la humanidad glorificada de Jesucristo, que el mismo ungió ya desde la encarnación. Hasta ahora era conocido como Espíritu de Dios, Espíritu del Padre, pero a partir de la economía de Jesucristo es revelado como Espíritu del Hijo.

 

Origen del Espíritu y naturaleza específica

Finalmente, en la teología cristiana irá abriéndose paso la pregunta por el origen y la naturalezaespecífica del Espíritu. Orígenes de Alejandría será el teólogo antes del siglo IV que de una forma más explícita y profunda se pregunte por esta cuestión que afrontará después la teología del siglo IV y termine clarificando el Concilio de Constantinopla I. Examinado las diferentes posturas de su tiempo Orígenes se da cuenta de que el Espíritu «habiendo sido puesto en igualdad de honor con el Padre y el Hijo»[5], no puede ser ingenerado (propiedad de la persona del Padre), ni engendrado (propiedad personal del Hijo); tampoco puede ser criatura. Así dice que viene deDios Padre (origen sin origen) pormedio del Hijo. Su origen es divino (del Padre), pero para no hacer del Espíritu un segundo hijo, algo que iría contra la afirmación de la Sagrada Escritura de que el Hijo es Unigénito del Padre (cfr. Jn 1,18), Orígenes afirma que procede a través de la mediación del Hijo[6]. Será el Concilio de Constantinopla quien gracias a la aportación de Gregorio Nacianceno llame a esta relación de procedencia con el nombre técnico de ekporeúesis (cfr. Jn 15,28), dejando el término generación exclusivamente para hablar de la relación Padre e Hijo.

Aquí ya se arrastrará un problema para la teología posterior. Porque si la relación Padre e Hijo expresada con el término generación tiene posibles analogías para poder comprenderla e intentar conocer la naturaleza característica de cada uno de ellos, el término ekporeúesis no nos ayuda a entender más que el Espíritu procede del Padre. Pero ¿cómo es esta procedencia?; ¿qué imágenes podemos utilizar?; ¿qué es lo singular y específico de esta relación que nos ayude a entender la naturaleza específica del Espíritu Santo? Aquí la teología oriental preferirá mantener una teología apofática y dejar en el ámbito de la incomprensibilidad esta “procedencia”. Gregorio Nacianceno, autor del siglo IV, expone perfectamente esta actitud: «El Espíritu Santo, el que procede del Padre; en cuanto que ciertamente procede de allí no es creatura; en cuanto no es engendrado, tampoco es Hijo; y en cuanto está en medio del que engendra y del engendrado es Dios… “Así pues, ¿qué es la procesión?” Di tú lo que es la no generación (agenesia) del Padre, y yo te explicaré la generación del Hijo y la procesión del Espíritu, y así ambos enloqueceremos al asomarnos para ver los misterios de Dios. Y ¿quiénes somos nosotros para hacer esto?»[7].La teología occidental, por el contario, buscará analogías en el ámbito del dinamismo del conocimiento humano (Agustín de Hipona) o del amor interpersonal (Ricardo de San Víctor) reservando al Espíritu el ámbito del amor (cfr. Rom 5,5). Desde Orígenes a Agustín, por mencionar dos de los grandes teólogos que se han preguntado por esta cuestión, la naturaleza específica del Espíritu ha sido vinculado a su carácter de Don y de Amor, dificultando, en algún sentido, la comprensión de su carácter personal.

 

La teología de Basilio de Cesarea

El siglo IV supone un momento fundamental en la profundización de la comprensión del Espíritu Santo. Atanasio de Alejandría y sus Epístolas a Serapión; Dídimo el ciego y su tratadito sobre el Espíritu santo; Basilio de Cesarea y su reflexión sobre el Espíritu Santo que preparará en gran medida la respuesta de la Iglesia en el Concilio de Constantinopla a la crisis de los pneumatómacos o macedonianos (en referencia a Macedonio, patriarca de Constantinopla, que negaba la divinidad del Espíritu Santo considerándolo una criatura subordinada al Padre y al Hijo) que proseguirá su hermano Gregorio de Nisa. Parece que, con motivo de un percance litúrgico, Basilio se decide escribir una obra sobre el Espíritu Santo desde la afirmación central de la Escritura de que «nadie puede decir Jesús es Señor, si no en el Espíritu Santo» (1Cor 12,3). Para evitar la comprensión subordinacionista de la doxología clásica: Gloria al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, Basilio crea una nueva: Gloria al Padre con el Hijo con el Espíritu Santo. Así se explica el obispo capadocio, ofreciendo las verdaderas razones de la discusión, no tanto litúrgicas o disciplinares, sino teológicas:

 

«Estando yo orando recientemente con el pueblo, porque efectuaba la doxología a Dios Padre en ambas formas: unas veces con el Hijo y con el Espíritu Santo, y otras por medio del Hijo en el Espíritu Santo, algunos de los presentes nos denunciaron, diciendo que habíamos utilizado vocablos extraños y a la vez contradictorios entre sí» […].

Ellos son los que de una manera evidente se irritan contra nosotros porque glorificamos al Unigénito con el Padre, y no separamos del Hijo al Espíritu Santo. De ahí que nos llamen revolucionarios, innovadores e inventores de palabras… Ahora bien, lo que a ellos les irrita es lo siguiente: el Hijo –dicen- no está con el Padre, sino después del Padre. Por eso lo lógico es glorificar al Padre por medio de él, pero no con él, porque con él muestra la igualdad de honor (homotimia), mientras que por medio de él hace pensar en un servicio auxiliar. Tampoco –siguen diciendo- hay que situar al Espíritu con el Padre y el Hijo sino bajo el Padre y el Hijo: no como coordinado, sino como subordinado y no connumerado, sino subnumerado»[8].

 

La pneumatología de Basilio está construida desde una perspectiva doxológica-litúrgica (homotimía) y una perspectiva soteriológica. Para el obispo de Cesarea la afirmación de la divinidad del Espíritu en plena igualdad con el Padre y el Hijo, y no subordinado a ellos, puede justificarse no tanto recurriendo a la afirmación de la consubstancialidad de las tres personas (hypostasis) divinas, por ejemplo, recurriendo al argumento fundamental que Nicea realizó para defender la plena divinidad del Hijo (homoousios), sino constatando que en la liturgia recibe una «misma adoración y gloria» que el resto de las personas divinas (Caps. 1-8; 23-30), por lo que no puede ser desemejante en su naturaleza, y afirmando que su obra santificadora solo tiene sentido si está del lado de quien es Santo por naturaleza y no de los santificados (Caps. 9-15). Así, en la comprensión trinitaria de la historia de la salvación el Espíritu sea con-numerado junto al Padre y al Hijo (Caps. 16-22)[9]. Es interesante constatar la importancia que tiene la preposición con en la teología basiliana para afirmar la igualdad y plena divinidad del Espíritu, una preposición que será central en la confesión de fe en el Concilio de Constantinopla I en el 381.

 

El Concilio de Constantinopla I

El Concilio de Constantinopla I significa, en primer lugar, la plena recepción del Concilio de Nicea, que lejos de resolver la crisis arriana, en un principio, la había agudizado más. Constantinopla I consolida la respuesta cristiana frente al subordinacionismo y pone un límite claro a la interpretación modalista de la fe trinitaria. Con la afirmación de la divinidad el Espíritu, no solo se defiende la plena igualdad de la tercera persona, sino que a su vez se evita que lo conseguido en Nicea (plena igualdad el Padre y el Hijo) vuelva a ser entendido de una forma subordinacionista,  que no dé razón suficiente de la Trinidad. Con la expresión «su reino no tendrá fin» referida a la persona de Cristo en el segundo artículo, se condenarán las tesis modalistas de Marcelo de Ancira y de Fotino. Con lo afirmado en este Concilio podemos decir que se verifica la expresión de Basilio de que «la divinidad se cumple en la Trinidad»[10]. La pneumatología aquí se pone al servicio del desarrollo pleno de la fe trinitaria, de la comprensión última de la realidad divina. Dios no es un ser solitario y aislado, ni solo alteridad o relación constitutivas, sino que su esencia última es la comunión. La donación (Padre), la alteridad (Hijo) y la comunión (Espíritu) son la realidad última de la esencia divina.

Este Concilio desarrollará especialmente el tercer artículo del Símbolo, que en Nicea había quedado sin explicitar. Entonces, centrados en la relación Padre e Hijo, a los padres les bastó con afirmar que creían «en el Espíritu Santo». Implícitamente significaba poner en el mismo plano a las tres “hipostasis divinas”, pero a partir del 360 la controversia arriana o la teología subordinacionista se centró en la discusión entorno a la divinidad del Espíritu por lo que este Concilio tuvo que referirse a esta cuestión de ya de forma explícita.

Con las dificultades que había tenido la expresión consustancial (homoousios) para expresar la relación entre Padre e Hijo, los padres conciliares decidieron seguir un camino diferente, siguiendo las intuiciones de la teología de Basilio. Constantinopla no dirá explícitamente que el Espíritu es consustancial al Hijo y al Padre; ni tampoco de forma directa que el Espíritu Santo es Dios. Buscan un lenguaje más cercano a la Escritura y a la praxis litúrgica que sea más fácil de recibir y acoger por los que muestran una reticencia al lenguaje más filosófico o prosaico. En vez de afirmar la divinidad del Espíritu por la vía ontológica del homoousios, se realizará por la vía doxológica de la homotimía. La Escritura, a diferencia del Padre y del Hijo, no dice expresamente que el Espíritu Santo es Dios. Basilio, primero, y Constantinopla, después, son conscientes de este “silencio”, que Gregorio Nacianceno explica en forma de revelación progresiva del Dios trinitario[11]. Pero esto no significa que no lo afirme de forma indirecta. Y esta será la vía que adopte Constantinopla I[12].

El Espíritu es el Santo, es decir, el que está del lado del tres veces santo, es decir, de Dios. Porque si no es así, no podría santificarnos, divinizarnos (argumento soteriológico). Él es el de la categoría de Señor (cfr. 2Cor 3,17), no de los siervos o las criaturas; el Creador y Vivificador (cfr. Jn 6,63; Rom 8,11; 1Cor 15,45), propiedades que la Escritura reserva para la acción específica de Dios. A partir de aquí, habiendo afirmado así su divinidad, el Símbolo se refiere a su origen con la expresión «el que procede del Padre». Es una cita de Jn 15,26, con un pequeño cambio de la preposición para por la preposición ek, subrayando así el origen divino del Espíritu. El participio ekporeumenonconferirá el término técnico para hablar de la procedencia del Espíritu: ekporeúesis, como ya vimos anteriormente en un texto de Gregorio Nacianceno. Finalmente, viene el argumento doxológico-litúrgico de la igualdad de gloria y honor (homotimia),con un claro protagonismo de la preposición conpara referirse a la relación entre el Padre, el Hijo y el Espíritu: El Espíritu es adorado en un mismo acto de adoración junto con el Padre y el Hijo. De esta manera se afirma indirectamente su consustancialidad, pues no podemos adorar en un mismo acto a quienes son de naturaleza desemejante. Los santos, María, que están del orden de las criaturas, pueden ser venerados, nunca adorados. La adoración solo puede realizarse a Dios y a las personas divinas. Si el Espíritu es adorado junto con el Hijo y el Padre es porque esdivino o Dios como ellos. La última expresión del Credo referido al Espíritu «y que habló por los profetas» (cfr. 2Pe 1,21), es para afirmar la unidad de la economía de la salvación, como ya dijimos más arriba.

Dos ultimas cuestiones que hay que tener en cuenta, aunque no podemos desarrollar. Hay que notar que la referencia al Espíritu Santo en el Credo no es solo en el tercer artículo, sino también en el segundo. La encarnación del Hijo acontece «por obra del Espíritu Santo». Se pone de relieve lo que la teología ha llamado cristología del Espíritu o cristología pneumatológica, es decir, la importancia que tiene la acción de Espíritu respecto de la constitución personal del Verbo encarnado, y así dar todo el relieve a la verdad de la encarnación, en su dinamismo histórico y su singular realidad[13]. Además, en el tercer artículo se explicita la acción del Espíritu desplegada y extendida hacia la vida de la Iglesia, obrando el milagro de la comunión eclesial y asistiendo el peregrinaje del pueblo de Dios hacia la vida eterna, con la gracia del perdón y la esperanza en la resurrección.

 

El problema del Filioque

En el Símbolo de Constantinopla I se afirma que el Espíritu «procede del Padre». Ya hemos explicado más arriba de dónde se toma esta expresión y qué significa, especialmente desde la aclaración que encontramos en Gregorio Nacianceno. Con esta expresión se pone de relieve el origen divino del Espíritu, afirmando que la persona que es origen de las otras dos personas divinas es el Padre. Esta fontalidad paterna a la hora de pensar la trinidad es un dato tradicional que proviene de los padres pre-nicenos y será sancionado por el Concilio de Nicea. Hasta la segunda mitad del siglo XX, ha sido una afirmación constante, tanto de la tradición oriental como la occidental. La teología, además, para distinguir la forma de procedencia del Hijo y del Espíritu, comprendía que el Hijo participa de alguna forma en la “procesión” del Espíritu. Orígenes, por ejemplo, utilizaba la expresión “por” para explicar esta participación del Hijo en la procedencia del Espíritu. La fontalidad del Padre es intocable, pero la propia tradición oriental ha pensado que el Hijo participa de la precesión del Espíritu. Será Agustín de Hipona en su tratado sobre la trinidad quien utilice por primera vez la expresión “filioque” para explicar la participación del Hijo en la procesión del Espíritu. Con ella no quiere afirmar que en la Trinidad haya dos principios distintos: Padre e Hijo, sino que el único principio es el Padre, quien da al Hijo la capacidad de que juntos espiren al Espíritu Santo. Por eso, dirá inmediatamente a esta expresión que el Espíritu que procede del Padre y del Hijo, principalmente del Padre[14]. Esta expresión de Agustín será recogida en las tradiciones hispanas y galicanas de los Sínodos y Símbolos propios de estas iglesias, en un momento en el que el occidente cristiano tiene que enfrentarse al arrianismo. De esta manera se quería asegurar la afirmación de la plena divinidad de Jesucristo.

Esta diversa tradición teológica de interpretar las relaciones de origen en el seno de la Trinidad perduró hasta el siglo IX. Máximo el Confesor, Juan Damasceno, Escoto Eriúgena[15]son testigos de la connivencia de estas dos tradiciones, no tan separadas como tantas veces se afirma. El problema vendrá con la inclusión de esta expresión en el Símbolo Nicenoconstantinopolitano por presiones del emperador, primero Carlomagno y después Enrique II. El patriarca de Constantinopla Focio (820-897) acusará de herejía a Roma porque ve en la expresión una manera de poner en peligro la monarquía del Padre, aunque no rechaza la comunión eclesial con los latinos. Será Miguel Celulario en 1054 quien lleve a cabo el cisma con la Iglesia latina poniendo como motivo legitimador el Filioque, aunque las razones últimas parecen más políticas y culturales que doctrinales. Posteriormente en los Concilios de Lyon (1274) y de Florencia (1438-9) se discutió sobre la justificación teológica del Filioquey se intentó una fórmula de unión con la Iglesia griega. Es evidente que desde un punto de vista formal nadie puede introducir cláusulas nuevas en un Símbolo que expresa la fe de la Iglesia reunida en su máxima expresión en un Concilio Ecuménico. En este sentido podemos decir que hay un comportamiento excesivo por parte de la Iglesia de occidente. Pero desde el punto de vista teológico, la expresión filioqueno rompe con la doctrina tradicional de la monarquía del Padre, es decir, su comprensión como fuente y origen sin origen de la Trinidad. Se salvaguarda así la comprensión personal de Dios y su unidad esencial. En este sentido, hay una acusación excesiva por parte de la tradición de la Iglesia oriental hacia la teología occidental.

Detrás de la controversia en torno al filioquenos encontramos con una cuestión teológica de mayor alcance y que determina una forma diferente de entender la relación entre Cristo y el Espíritu o la dimensión histórica, visible e institucional del cristianismo fundada en la cristología; y la dimensión trascendental, espiritual y carismática del cristianismo fundada en la pneumatología. Históricamente, la tradición oriental ha dado una mayor importancia a la persona y acción del Espíritu en la economía de la salvación y en la Iglesia. Como consecuencia ha privilegiado aspectos más carismáticos (carismas, gracia, presencia interior del Espíritu, Resurrección, etc.) en la manera de entender el cristianismo y la vida de la Iglesia. La Iglesia de occidente ha sido muy cristocéntrica, privilegiando aspectos más institucionales (autoridad, palabra, obediencia a Cristo y sus representantes, Cruz, etc.). Realmente no hay por parte de la teología occidental una subordinación del Espíritu a Cristo, o un olvido del Espíritu, como se ha acusado algunas veces a esta tradición teológica, aunque la forma de entender la relación entre ambos sí ha podido condicionar una historia particular en cada uno de los dos pulmones de la Iglesia. Hoy el filioque no es causa de división dogmática entre la Ortodoxia y la Iglesia católica, como dice el Catecismo de la Iglesia en el número 248: «Esta legítima complementariedad, si no se desorbita, no afecta a la identidad de la fe en la realidad del mismo misterio confesado».

 

Conclusión

Hay una inherente dificultad de la teología del Espíritu, debido a su propia naturaleza y a su forma de manifestación. El Espíritu es quien nos hace ser cristianos, nos ayuda a comprender la revelación de Cristo y nos otorga el acceso al Padre; sin él no hay confesión de fe, Iglesia, sacramentos, vida cristiana… Pero, por otro lado, el Espíritu es la persona sin voz y sin rostro (Bernard Sesboüé). El Espíritu es persona, pero su revelación no aparece bajo una forma concreta o una figura determinada. Él no habla, sino que hace hablar; él no aparece, sino que hace aparecer; él no se manifiesta directamente, sino que es quien hace que otros se manifiesten. Sin embargo, esto no significa que haya que negar su carácter personal. El concepto persona es un término que incluso dentro de la Trinidad hay que aplicarlo en un sentido análogo y no unívoco. El Espíritu no es persona como lo es el Padre, ni como lo es el Hijo. No podríamos pensarlo como otro tú del Padre o del Hijo, sino más bien como el nosotrosen Dios (trinidad), que se abre al nosotros eclesial (iglesia) y al nosotros de la comunión de Dios con todos los hombres (reino). De aquí nace la absoluta necesidad de pensar en él y de su inherente dificultad.

[1]F. Young, The Making of the Creeds, Philadelphia 1991.

[2]Ireneo de Lyon, Ep.5; Cfr. Ad Haer III,24,2;Ad Haer IV,38,3.

[3]I. Ortiz de Urbina, «El Espíritu Santo en la teología del siglo IV desde Nicea a Constantinopla», en N. Silanes (ed.), El Concilio de Constantinopla I y el Espíritu Santo, Salamanca 1983, 75-91; aquí 90.

[4]Ireneo de Lyon, Ep. 6.

[5]Orígenes de Alejandría, De PrinI, Prefacio, 4: «Finalmente, [los apóstoles] asociaron el Espíritu Santo en honor y dignidad al Padre y al Hijo. A propósito de esto no está claramente precisado si es engendrado o inengendrado; si también él tenga que ser considerado hijo de Dios o no: tales cuestiones deben profundizarse, en cuanto sea posible, según la Sagrada Escritura y con un agudo examen. Por otro lado, en la Iglesia se profesa con la máxima claridad que el Espíritu Santo ha inspirado a todos los santos profetas y apóstoles, y que no ha habido un Espíritu en los antiguos y otro distinto en aquellos que han sido inspirados con la venida de Cristo».

[6]Orígenes de Alejandría, De Prin II, 7, 3: «En cuanto a nosotros, estamos persuadidos de que hay realmente tres hypóstasis Padre, Hijo, Espíritu Santo; y creemos que solo el Padre es sin origen, y proponemos como proposición más verdadera y piadosa que todas las cosas vinieron a la existencia a través del Verbo, y que de todas ellas el Espíritu Santo es la de dignidad máxima, siendo la primera de todas las cosas que han recibido la existencia de (hypo) Dios a través (dia) de Jesucristo».

[7]Gregorio Nacianceno, Discurso XXXI, 8, 3-4 (Textos Patrísticos, Discursos XXVII-XXXVI,Edición Bilingüe de Marcelo Merino, Madrid 2019, 225).

[8]Basilio de Cesarea, Sobre el Espíritu Santo, I,3; VI,13.

[9]Cfr. Ph. Henne, Basile Le Grand, Paris 2012, 251-258.

[10]Basilio de Casarea, Contra EunomioIII, 5, 36-37.

[11]Cfr. Gregorio Nacianceno, Discurso XXXI, 26, 2-3.

[12]Cfr. I. Ortiz de Urbina, Nicea y Constantinopla, Vitoria 1969.

[13]Cfr. G. Uríbarri Bilbao, La singular humanidad de Jesucristo, Madrid 2008.

[14]Agustín de Hipona, De Trinitate, IV, 20, 29-30.

[15]Cfr. Sobre las naturalezas,Libro II (ed. L. Velázquez, Pamplona 2007, 295-299).

 

Artículo elaborado por Ángel Cordovilla Pérez, doctor en Teología y Profesor de Teología Dogmática en la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia Comillas. El artículo es una adaptación de uno publicado en la Revista Sal Terrae, nº 108 (2020) 403-416, con el título El Espíritu Santo en la Tradición Eclesial.