Es ya un tópico decir que no corren buenos tiempos para la teología, al menos por las dificultades concretas y prácticas que tiene hoy dedicarse a esa disciplina que, sin embargo, ha sido en otro tiempo quizá la más sublime de las tareas humanas, algo que hace que dedicarse a ella no solo sea todo un reto y un atrevimiento, sino que incluso tenga un cierto carácter contracultural. Entre las dificultades que justifican esta afirmación quizá se podrían señalar al menos las siguientes[1]:
1) La complejidad de la idea de Dios y las transformaciones que afectan a las religiones.
2) La preeminencia del método científico y los reduccionismos provenientes de algunas corrientes como el naturalismo ateo.
3) La crisis del lenguaje simbólico que tanta importancia tiene en el saber teológico.
4) La secularización de muchos ámbitos de la vida humana.
5) El cambio de valores, que también incide en los valores religiosos.
6) La difícil presencia de la teología en la plaza pública y en el ámbito educativo.
7) Dificultades internas a la teología misma para articular de forma adecuada la herencia recibida con la creatividad necesaria para hacerse significativa y dialogar adecuadamente no solo con la cultura actual, sino también con las diferentes ciencias del conocimiento.
8) Y a todo esto se unen también las distorsiones que en ciertos casos se hacen de la idea de Dios para justificar determinados intereses de otro orden.
Seguramente existan otras, pero aún así las dificultades mencionadas no son pocas y constituyen una llamada a seguir avanzando en una mejor comprensión de la idea de Dios, a pesar de los vientos que puedan soplar en contra. Ahora bien, uno puede preguntarse: ¿por qué dedicarse a la teología? ¿Por qué dedicar tiempo, entre todas las cosas que nos ocupan, a pensar sobre el ser humano, sobre el fenómeno religioso, sobre Dios, sobre Jesús o sobre la Iglesia? ¿No es eso algo reservado para aquellos que van a acceder al ministerio ordenado? ¿Tiene sentido que, por ejemplo, un laico estudie Teología sabiendo de antemano la dificultad posterior para dedicarse a ella en exclusiva? Es posible que ya cada uno tenga su respuesta a estas cuestiones. Porque en el fondo la Teología es una vocación para la cual todos tenemos nuestras motivaciones últimas y nuestras razones personales. Pero tampoco podemos ser ingenuos, dado que, a la vista de la situación, no cabe duda de que para muchas personas la Teología no deja de ser un segundo amor o un romance al que atender en momentos concretos de especial disponibilidad temporal[2], de modo que en muchos casos queda reducida a una formación complementaria que se hace por gusto pero sin mayor interés académico, lo cual tampoco tiene porqué ser del todo negativo.
Pero es aquí precisamente en donde pienso que debemos defender y promover la formación teológica aún siendo conscientes de las dificultades «profesionales» de la misma. Porque además la Teología en el futuro tendrá que ser inevitablemente una «vocación eclesial compartida» por los creyentes, ordenados y no ordenados, mujeres y hombres, de modo que también la Iglesia necesitará laicos formados y preparados para asumir responsabilidades en el día a día de la Iglesia, también en el ámbito teológico.
Y en este sentido señalaré algunas de las razones o factores que hacen que formarse en Teología sea no solo algo necesario para quien tenga que desempeñar funciones eclesiales en el futuro, sino también algo imprescindible para el conjunto de los creyentes. Me limitaré a cuatro.
1. La teología es importante porque Dios es el gran tema de todos los tiempos
Existen una serie de cuestiones que o bien son coyunturales o bien se nos hacen más actuales en determinados momentos concretos. Sin embargo, la cuestión de Dios parece que siempre, de una u otra forma, aparece ante nuestros ojos. Es cierto que pueden existir motivos concretos que la hagan más o menos visible, pero aún así parece que la cuestión o la pregunta por Dios no es coyuntural, sino que acaba por imponerse al pensamiento humano en todo tiempo y lugar, aunque sea bajo la forma de su negación. Karl Rahner tiene un breve escrito titulado Dios, el problema de nuestro tiempo en el que dice que «los problemas más importantes son quizá aquellos que los hombres de la actualidad no consideran particularmente importantes». Y sin duda la cuestión de Dios es una de las cuestiones por excelencia de la historia del pensamiento. Y quizá lo sea porque detrás de esa magna cuestión está implícita también la pregunta por el sentido de todo cuanto existe. Por eso —parafraseando a Ortega— se puede decir que la cuestión de Dios es el gran tema de nuestro tiempo, pero del nuestro y quizá también de todos los tiempos.
Casi todo el mundo conoce el proceso de secularización que a lo largo de la Modernidad ha ido afectando, al menos en los contextos de occidente, a la relación de las personas, de las instituciones e incluso de las sociedades con respecto a las religiones y a las iglesias. De hecho este proceso, agudizado en el siglo XIX y XX, dio lugar a lo que se conoce como «tesis de la secularización», y cuyo núcleo central estaba en que el proceso de modernización de la sociedad traería consigo la diferenciación estructural de las esferas seculares —Estado, economía y ciencia— respecto de las esferas religiosas. Y además como resultado de esta diferenciación se producirían aún tanto la decadencia de la religión como su exclusión a la esfera de lo privado. Sin embargo, la sociología religiosa de las últimas décadas nos hizo ver ya que las tesis de la secularización se han equivocado en algunas de sus predicciones o al menos que no se han cumplido del todo, de manera que no existe una relación lineal entre modernidad y declive de la religión, algo muy estudiado, entre otros, por Peter Berger. Y esto lo vemos en varios hechos significativos que nos permiten hablar ya de una etapa de postsecularización. Basta ejemplificarlo con tres hechos.
En primer lugar en el hecho, quizá dramático, de que con el disgusto por la modernidad se ha producido, a partir de los años 70, una irrupción de distintos movimientos —al lado de los ya existentes— bajo el signo de lo que Gilles Kepel llamaría «revancha de Dios». Es decir, que no se trataba ya de intentos de aggiornamento de las Iglesias, sino que surgieron respuestas de reacción contra la pretensión de construir una modernidad sin Dios, o incluso de una razón sin valores. Por eso son movimientos de tipo fundamentalista y tradicionalista, que claman por un orden distinto y que conducen muchas veces al fanatismo con el consecuente rechazo no solo del laicismo, sino incluso de la laicidad y de la misma modernidad. Es decir, que parece que Dios ha vuelto a la escena pública, pero con un enorme ánimo de revancha contra los intentos secularizadores que pretendían su exclusión.
En segundo lugar también ha surgido un nuevo fenómeno —nuevo al menos en su alcance—, y se trata del nacimiento de formas de religión al margen de las religiones tradicionales o institucionalizas. Hace años lo expresaba muy bien el filósofo español José Luis Aranguren cuando decía que «parece indudable que asistimos al retroceso de las “iglesias” y al avance de las “religiones”». Este es un fenómeno interesante porque lo que nos hace ver es la aparición de un nuevo reencantamiento del mundo representado en eso que algunos han llamado «religiones de sustitución», y que tienen unas características que, en cierto sentido, se nutren de los elementos definitorios de lo que se ha dado en llamar «modernidad líquida», a saber: formas religiosas muy individualizadas, religiones sincréticas a la carta, religiones sin dogmas, religiones que disocian los elementos constitutivos de la fe (creencia, moral, pertenencia, práctica…), y religiones en donde lo emocional sustituye a lo reflexivo. Esto es lo que de alguna forma representaría el fenómeno del New Age, pero también otras formas religiosas o pseudorreligiosas que podemos ver a nuestro alrededor. ¿Quién no ha oído hablar de la Cienciología, de las nuevas espiritualidades, o de personas que dicen creer en algo (una especie de energía) que nos conecta con los demás y con el Universo como en la película de Avatar, pero sin la idea de un Dios personal? ¿Y quién no ha oído hablar también de todos los fenómenos sectarios que, más que seguidores, lo que buscan son adeptos? Sin duda son fenómenos que ponen la cuestión religiosa, la cuestión de Dios, en el centro de nuestras preocupaciones.
Y en tercer lugar no podemos olvidar la continuidad, e incluso la expansión, de las denominadas religiones tradicionales, como por ejemplo el Islam, el Hinduismo, el Budismo, el Judaísmo o el Cristianismo, que representan una parte considerable de la población mundial. Ciertamente estas religiones no son uniformes y han tenido transformaciones, tanto en su interior como en su presencia social. Incluso puede ocurrir que haya gente que sintiéndose parte de una de esas religiones e iglesias concretas, sin embargo no siempre esté en sintonía con todo lo que ellas afirman o con las iglesias en las que se encarnan. De hecho también aquí tenemos una crisis de pertenencia, algo que vemos, por un lado, en la práctica religiosa como puede ser la participación en los sacramentos, y, por otro lado, en ciertas ideas extendidas entre algunas personas que con frecuencia afirman creen en Dios o creer en Jesús, pero no en la Iglesia ni en los curas, lo cual no deja de ser curioso y algo que, probablemente, deriva de un déficit en la comprensión de lo que significa la misma Iglesia.
En definitiva, lo que podemos decir es que la cuestión de Dios sigue siendo muy importante, pero lo es en un momento caracterizado por un enorme «pluralismo religioso», algo que hace que la teología adquiera todavía mayor importancia, sencillamente porque en este contexto plural es necesario justificar razonablemente y con fundamento la propia opción religiosa, dado que mucha gente ya no es cristiana porque sí, sino como fruto de una elección personal quizá más auténtica y más madura. Esto es muy importante para la misión evangelizadora a la que somos llamados. Una misión que parte del diálogo, pero sabiendo que este diálogo solo es posible y auténtico desde la propia identidad, sencillamente para no diluir ni distorsionar a base de sincretismos lo esencial de nuestra fe. Y quizá por eso el mejor antídoto contra el fundamentalismo sea una teología auténtica, profunda y crítica, que hable de Dios con veneración y respeto, pero también de forma significativa para la vida. Y por lo mismo la mejor teología será aquella que sea capaz de ponernos en contacto directo con Dios, aquella que, en el caso del cristianismo, transparente de la manera más significativa posible la buena noticia de Jesús para la vida de las personas.
2. La teología es importante para dar razón de la fe en un contexto plural
Ya sabemos que la situación de la Teología en la sociedad no es fácil, especialmente en los ámbitos académicos, pero no solo. De aquí que quizá hoy, como decíamos más arriba, la Teología no deje de tener una gran vertiente contracultural. Ahora bien, ¿qué es la Teología para que tenga que ser relevante a pesar de los vientos que soplan en contra?
La Teología se puede definir de muchas formas, con definiciones que seguramente pueden tener sus ventajas y también sus límites. Pero, en el fondo, quizá tuviera razón el teólogo reformado calvinista Karl Barth cuando decía que la Teología no es sino una «alabanza del Creador»[3], dado que por su misma epistemología y estructura la Teología implica una disposición previa que viene determinada por la gracia y por la fe. Quizá por eso podamos decir incluso que la Teología empieza en el momento en el que alguien se pone en oración delante de Dios.
Ahora bien, la Teología, aunque pueda surgir desde una reacción ante la experiencia de la fe, no se identifica con ella (un creyente no es un Teólogo), sino que es la necesidad de dar razón de esa misma experiencia y de sus contenidos fundamentales. Y esto la Teología, en cuanto ciencia o disciplina, lo hace recurriendo a una metodología y a una epistemología específica, que además se nutre de una sabiduría desarrollada a lo largo de los siglos. Y por ello también existen muchas teologías e incluso diferentes perspectivas dentro de una misma teología, es decir, dentro de aquella Teología encarnada en una religión precisa y con una estructura eclesial o institucional concreta. Ahora bien, todas ellas remiten a un objeto formal que nosotros nombramos como «Dios». Y quizá incluso habría que introducir reservas si nos referimos a religiones sin Dios, con todo lo que eso significa.
Y aquí ya existe una dificultad: ¿cómo podemos decir algo de Dios? ¿Cómo hablar de esa realidad o Ser en el cual creemos pero que, sin embargo, no es objeto de análisis como puede ser cualquier otra realidad concreta o experimental? En cualquier caso caben pocas dudas acerca de que hablar de Dios no es fácil, de que siempre corremos el riesgo de la blasfemia, y de que en el fondo jamás podemos agotar el sentido de lo que decimos cuando pronunciamos la palabra Dios. Quizá por ello la Teología sea una ciencia humilde y los teólogos nunca deberían ser autocomplacientes. Hace poco el Papa, en su Constitución apostólica Veritatis gaudium sobre las Universidades y Facultades eclesiásticas decía que «el teólogo que se complace en su pensamiento completo y acabado es un mediocre. El buen teólogo y filósofo tiene un pensamiento abierto, es decir, incompleto, siempre abierto al maius de Dios y de la verdad». Podemos pensar y hablar de Dios, pero, como es obvio, lo hacemos de la forma en que podemos hacerlo, que no es sino a través de nuestro propio lenguaje humano y salvando la infinita distancia Creador-criatura. Y esto es lo que hace la Teología, intentar comprender el misterio de Dios y el significado de la fe para la propia vida humana. O dicho con palabras de la primera carta de Pedro: la teología busca dar razón de la esperanza, que es también razón de la fe (evitando tanto el racionalismo como el fideísmo).
Y además nosotros hacemos teología desde una situación concreta: desde unas fuentes, desde una tradición, desde una comunidad eclesial, etc., es decir, en referencia al Dios revelado en Jesús de Nazaret al que llamamos «el Cristo». Y si hay algo que es relevante en esta forma específica de hablar de Dios es el Credo. Y lo es porque en él se encuentran los pilares esenciales de aquello en lo que los cristianos creemos. Por eso, en el fondo, la teología cristiana y católica viene a ser una profundización, explicación y especulación sobre el conjunto de verdades sintetizadas en el Credo y sus implicaciones para la vida de aquellos que participan de la vida cristiana: ¿qué significa que Dios es creador? ¿Qué significa la Trinidad? ¿Qué significa la salvación o la resurrección de los muertos? ¿Qué es la Iglesia? A eso intenta responder la Teología cristiana y por eso es tan necesaria para la misión evangelizadora que tenemos todos los cristianos.
3. La teología es importante ante el avance del cientifismo
No hay duda de que la ciencia y la tecnología son algo fundamental para el desarrollo humano. Sin embargo la relación de la tecnociencia con la teología no está exenta de dificultades, algunas de las cuales descansan o bien sobre mitos o bien sobre distorsiones. Permítanme ilustrarlo con dos ejemplos:
1) Hace un tiempo salía publicado un estudio de un grupo de investigación de la Universidad alemana de Colonia (liderado por Olga Stavrova) en el que se decía que, en la mayor parte de países analizados, la fe en el progreso científico y tecnológico daba mayor felicidad que la fe religiosa. La noticia del suplemento Papeldel periódico El Mundoen la que se comentaba el estudio llevaba como título la siguiente pregunta: «¿Nos hace la tecnología más felices que Dios?». Es posible que la orientación del estudio pueda causar extrañeza, pero lo cierto es que también muestra la existencia de un malentendido de fondo tanto en la comprensión de la ciencia y la tecnología como, y quizá sobre todo, en el significado de la religión.
2) En segundo lugar creo que es relativamente fácil constatar la idea, bastante extendida, de que la religión, y en especial la Iglesia Católica, mantiene un conflicto permanente con la ciencia, algo comprobable en las visiones existentes sobre algunos casos como el de Servet, Bruno o Galileo, entre otros. Ideas, por otro lado, muy difundidas a través del cine o incluso de la literatura, en donde la mezcla de realidad y ficción hace que mucha gente confunda una cosa con la otra si no está suficientemente introducida en estas cuestiones. Basta mencionar la última novela de Dan Brown titulada Origen o, a mi modo de ver, la película Altamira. Podemos decir que a Galileo lo encerraron en una cárcel o que lo asesinaron algunos jerarcas eclesiales y todavía habrá gente que se lo toma en serio a pesar de que sabemos que ninguna de esas cosas ocurrió. Porque sin duda hay casos de conflicto, pero cuya razón última no está siempre en la relación entre ciencia y religión, sino que en prácticamente todos los casos se deben a otros motivos. De hecho, y más allá de la propaganda, son muchos los historiadores de la ciencia, y también de las religiones, que nos han hecho ver, con el rigor del análisis de los datos existentes, que existe mucho mito más allá de la realidad, de manera que la historia entre ciencia y religión es más compleja de lo que en principio parece. En este sentido existe un libro publicado hace unos años con el título de Galileo goes to jail (editado por R. L. Numbers)[4], y en el que un grupo de especialistas, tanto creyentes como no creyentes, pasan revista a veinticinco mitos sobre estas cuestiones. Hace poco incluso tuve ocasión de leer un párrafo de un libro de texto en el que se decía que hasta Magallanes todo el mundo pensaba que la tierra era plana (acompañado de una viñeta con los barcos precipitándose al vacío por el borde), una idea también muy extendida y que no es sino el fruto de un error histórico, a pesar de ciertas imágenes transmitidas en la historia del arte.
Seguramente los ejemplos e ideas podrían multiplicarse, pero creo que con esta muestra es suficiente para mostrar que aún existe, tanto en la cultura general como en algunos ámbitos académicos, esa idea —que pienso que muchos creíamos superada— de que entre la ciencia y la religión se da un conflicto irresoluble, lo cual no deja de plantear un reto interesante tanto para la ciencia como la religión, así como para nuestra manera de hablar de Dios en un contexto tan tecnificado como es el actual.
El caso es que la visión del conflicto ha tenido una gran incidencia en la cultura popular e incluso intelectual. Hay quien sigue pensando no solo que se trata de dos visiones de la realidad contradictorias entre sí, sino también quien piensa que la religión, y de manera particular la Iglesia Católica, supone un freno o un impedimento para el desarrollo de las ciencias, lo que implica la necesidad de buscar una adecuada visión de la ciencia, pero que también es un reto de cara a la formulación o expresión concreta de las verdades de fe y de nuestra manera de hablar de Dios, dado que es posible que no siempre lo hayamos hecho de la forma más adecuada. Tenemos que hablar de Dios, pero tenemos que hacerlo mejor.
Ahora bien, decir que la tesis del conflicto es un mito no implica no reconocer que no existieran dificultades, pero reconociendo que tales dificultades no fueron en su mayoría tanto por los descubrimientos científicos cuanto por la forma de articularlos con las verdades de fe. Dicho de manera más ilustrativa: tanto Giordano Bruno como Galileo Galilei (y más allá de la injusticia histórica cometida con ellos) no fueron condenados por sus descubrimientos o tesis científicas, sino por sus ideas religiosas heréticas. Esto es lo que nos están mostrando desde hace tiempo los grandes historiadores de la ciencia y de la religión. Porque la fe, aunque incida sobre la realidad, hace referencia a ámbitos de la persona y de esa misma realidad que, en último término, son inaccesibles para la ciencia y la tecnología. De hecho, dice el Papa en Laudato Si’ citando a Juan Pablo II que «la ciencia y la tecnología son un maravilloso producto de la creatividad humana donada por Dios». Pero si a esto añadimos la multitud de afirmaciones que se vienen vertiendo sobre la religión desde ámbitos como el del naturalismo ateo (R. Dawkins, por ejemplo[5]) o desde ciertos sectores del llamado trans y posthumanismo, así como también las visiones que sobre algunos descubrimientos científicos se propagan desde ambientes religiosos afortunadamente más bien minoritarios, vemos enseguida la necesidad de seguir profundizando en esta compleja relación entre ciencia y teología o religiones, tanto en su dimensión más general, como en algunas de las problemáticas que afectan a su interacción concreta.
En este sentido son muchos los retos que la teología tiene que afrontar en el futuro para evitar distorsiones, tanto de la ciencia como de la imagen de Dios transmitida por las diferentes tradiciones religiosas. Dicho de otra manera: la teología es esencial para una adecuada articulación entre los desarrollos de la ciencia y las aportaciones de las religiones. Porque además el positivismo ha impregnado, a veces inconscientemente, gran parte de la cultura durante los siglos XX y XXI, lo que unido a los progresos de la ciencia moderna y contemporánea ha ido generando nuevas formas de esperanza en las cuales el imperativo tecnológico y la propia tecnocracia filosófica derivada del positivismo, se están dejando sentir también en la concepción de la verdad y en su reducción a la dimensión objetivo-experimental. Por eso surge ya una ciencia sin referentes y, de alguna manera, al menos para muchas personas, parece que llegará el día en el que la ciencia lo pueda todo (Yuval Noah Harari habla en su obra Homo Deus de «tecnoreligiones» procedentes tanto de Oxford como de Sillicon Valley: Bostrom, Kurzweil, Diamandis…), algo que incluso ha generado eso que Miguel de Unamuno llamaba «superstición cientifista»[6], y que podemos verificar en la preeminencia actual del método científico experimental. Y aquí la teología tiene mucho que decir,al menos en la clarificación y transmisión de temas de tanta densidad como la creación, la salvación, el mal y, en el fondo,sobre la cuestión de la verdad. Repito:
¡tenemos que hablar más y mejor de Dios!
4. La teología es importante para la búsqueda de la verdad ante la reducción y la fragmentación del saber
La teología habla de verdad, una palabra bastante compleja.«La verdad es molesta»[7], decía Jean Daniélou: «cuando se habla de la verdad, algo se crispa en el alma de muchos hombres de nuestro tiempo». ¿A qué se debe tal molestia, irritación y crispación ante la afirmación de la verdad? Entre los motivos para tales reacciones Daniélou señalaba la evolución del espíritu científico, por el cual la comprensión de la verdad sometida a las hipótesis en revisión continua deja poco espacio a la metafísica y a la fe, de manera que «a la noción de certeza sustituye la de aproximación; al sentido de la verdad, el de la búsqueda». De hecho, también en el año 2009 el filósofo italiano Gianni Vattimo publicaba un ensayo titulado Adiós a la verdad, un título que a su juicio expresa «de manera más o menos paradójica, la situación de nuestra cultura actual, ya sea en sus aspectos teóricos y filosóficos, ya sea en la experiencia común».
Ahora bien, que la verdad se haya convertido en problemática no implica necesariamente su desaparición ni que en algún momento no vuelva revestida de nuevos ropajes, como ocurre con la palabra Dios. Pues por más que la evitemos o rechacemos parece que de alguna forma siempre acaba por imponer su fuerza en nuestro pensamiento y en nuestra vida. A pesar de todo la verdad no deja de ser un escándalo que siempre asombra e incomoda, algo todavía más patente con la gran preeminencia del espíritu científico que rodea el mundo actual.
Llama un poco la atención, pero existen algunos representantes del ateísmo científico que sostienen que se debe creer solo lo que es evidente, es decir, que la evidencia sería el único criterio de verdad, lo cual no deja de ser una enorme simplificación. ¿Por qué? Pues simplemente porque en las evidencias no es necesario creer. Las evidencias se perciben, se captan, se observan y, por tanto, se imponen ante nosotros. Sin embargo creer es algo un poco distinto, dado que se cree en algo que no se puede probar con las técnicas que usamos en los laboratorios. Y en este sentido la verdad de muchas afirmaciones teológicas, sin ser incompatibles con las evidencias, sin embargo las trascienden. Y lo hacen porque la verdad empírica y demostrable no es la única verdad posible.
Aún más, podemos preguntarnos lo siguiente: ¿se puede explicar toda la realidad únicamente sobre la base de los hechos positivos? ¿Es la evidencia el auténtico criterio de verdad capaz de evitar la superstición y el error? Porque seguramente a muchos les vienen a la mente experiencias humanas, quizá las más importantes, que no se ajustan al criterio de la evidencia y que sin embargo nos parecen no solo fundamentales, sino absolutamente verdaderas. Pensemos en toda la amplitud del mundo de los valores, de la interioridad, o en esas experiencias tan originarias y difíciles de conceptualizar como el amor. ¿Es el amor una evidencia? Dawkins sostiene que incluso en esta experiencia se da algo más que una sensación interna y que, por lo tanto, también en la experiencia del amor se dan una serie de datos externos que convierten al amor en una auténtica evidencia. Ahora bien, quizá todos esos datos verifican en la realidad externa y expresan realmente el hecho de que alguien pueda amar (también sucede con la fe), pero el amor como tal se escapa de todos esos límites con los cuales queremos enclaustrarlo. Quizá por ello el arte o la literatura, con toda su riqueza de lenguaje expresivo y metafórico hayan sido siempre los medios más privilegiados para hablar de esa experiencia tan compleja. El amor no es un dato objetivo sometido a las técnicas de experimentación, pero sin embargo constituye una de las experiencias más importantes en la vida del ser humano, esa sin la cual quizá nada tendría sentido. Reducir el amor a la evidencia es una forma de desvirtuar o destruir su sentido más profundo y radical. Quizá podamos decir que las cosas más importantes de la vida son directamente proporcionales a su dificultad de verificación empírica.
En el mismo sentido podemos pensar también en las creencias religiosas o en las experiencias de fe, en donde ciertamente la tradición, la revelación y la autoridad pueden suponer distorsiones o derivar hacia el fideísmo, pero en ningún caso tienen porqué eliminar la posibilidad de su realidad o verdad para la vida de las personas. La fe es una experiencia personal cuyo origen nos desborda pero que, sin embargo, es tremendamente real y dota de sentido la vida. De hecho también la fe incide sobre la realidad. Recordemos aquellas palabras de la Carta de Santiago: «también los demonios creen, y tiemblan».
Ciertamente el mundo de la verdad es complejo, porque incluso reviste formas distintas. La ciencia busca su verdad, pero ni es la única ni quizá tampoco la más importante. En este sentido la verdad es la razón de ser también de la filosofía, de la teología y de la ética, porque si por un lado es aquello en lo que vivimos instalados, por el otro remite siempre hacia ese futuro que no podemos dejar de anhelar. En su dialogo con Poncio Pilato, le dice Jesús que tiene por misión ser testigo de la verdad, que para eso nació y vino al mundo, de modo que todo el que está por la verdad le escucha, ante lo cual Pilato, aunque de forma capciosa, pregunta: «¿qué es eso de la verdad?». (Jn 18, 38). Y ciertamente la respuesta no es fácil, pero aún así no se puede vivir sin verdad, sencillamente porque es una necesidad constitutiva del ser humano. Decía Ortega en El tema de nuestro tiempo que el hombre es un «ser verdávoro»[8], de modo que «preocuparse por descubrir la verdad no es una curiosidad de unos señores que se llaman “hombres de ciencia”, ni de otros, más importantes aún, que se llaman “intelectuales”, sino que es la verdad algo que el hombre inexorablemente necesita, porque necesita acertar para no perder el poco tiempo que tiene».
Por eso también las ciencias, en todas sus expresiones, no son sino formas parciales de verdad. La ciencia busca su verdad, pero ni es la única ni quizá tampoco la más importante. Y por eso es tan necesario el diálogo entre las ciencias y la teología, porque en último término el ser humano, por más que lo estudiemos fragmentado, jamás se puede fragmentar. De hecho, también el Papa en Veritatis gaudium nos llama a cumplir el criterio de la «inter» y la «transdisciplinariedad» con sabiduría y creatividad a la luz de la revelación: «Este principio teológico y antropológico, existencial y epistémico, tiene un significado especial y está llamado a mostrar toda su eficacia no sólo dentro del sistema de los estudios eclesiásticos, garantizándole cohesión y flexibilidad, organicidad y dinamismo, sino también en relación con el panorama actual, fragmentado y no pocas veces desintegrado, de los estudios universitarios y con el pluralismo ambiguo, conflictivo o relativista de las convicciones y de las opciones culturales».
Y es aquí en donde la teología es una gran ayuda para la superación de la fragmentación de saberes y de lo que también Ortega calificaba como «barbarie del especialismo» en la búsqueda de una unidad siempre superior representada en esa Verdad última, inobjetiva, pero representable y fundamental, sobre la cual se asienta toda la realidad.
Conclusión: la teología en el siglo XXI, una vocación compartida
Estamos viviendo un momento eclesial muy importante y apasionante, en el cual la Iglesia Católica, pero también todas las religiones, se juegan mucho en su credibilidad, en su forma de hacerse presente y en su misión evangelizadora y transformadora. No son pocos los retos que tenemos que afrontar de cara al futuro. Y pienso que los afrontaremos mejor cuanto mayor profundicemos en ese magno misterio del Dios revelado en Jesús de Nazaret. Sin duda que afortunadamente se puede ser muy buen creyente sin ser teólogo. Es más, una cosa no garantiza la otra. Pero seguramente avanzaremos mejor, serviremos mejor a la Iglesia y la sociedad, y seremos más creativos, si la teología se convierte en una misión compartida, cada uno desde su lugar, dado que la teología ya no es solo una cosa reservada a los ministerios ordenados, sino también de mujeres y hombres laicos que quieren profundizar en el conocimiento del misterio de Dios que da sentido a sus vidas. Juan Pablo II decía que la Iglesia necesitaba ministros-puente, entendiéndolos como científicos-teólogos. Yo creo que hoy la Iglesia necesita que todos los creyentes seamos ministros-puente con la sociedad para ser testigos del evangelio, de modo que podamos dar testimonio pero también razón de la fe que nos mueve.
Pero en este sentido, como recordaba en otro escrito publicado también en FronterasCTR, el Papa Francisco nos invita también a no limitarnos a una teología de escritorio, sino a estar en estado permanente de misión, a salir a las fronteras de la vida, a reformar lo que haya que reformar en la comunión eclesial para hacer más visible la buena noticia de Jesús. Y hoy, en un mundo muy plural en donde quizá lo que prima sea lo accesorio, lo relativo, la utilidad, etc., la teología no deja de tener ese carácter revulsivo o contracultural que rompe con la lógica imperante pero que, en el fondo, nos orienta hacia las cuestiones más importantes de la vida, hacia una visión más integral de las personas y del mundo y, en definitiva, también es una forma de trascender aquello que no puede agotar el sentido último de lo que somos y la esperanza que sustenta todo cuanto hacemos. Por todo ello la teología nos ayudará tanto a dar razón de nuestra esperanza como a evitar el naufragio vital que siempre acecha a nuestra existencia. Probablemente hoy el contexto que tenemos por delante no es fácil, de modo que serán muchas las dificultades para la teología. Pero con todo, pienso que tanto la cuestión por el sentido de la vida, como la pregunta por Dios seguirá gozando de actualidad. Y en que además de actual la palabra Dios siga siendo significativa tenemos todos los creyentes una misión irrenunciable en la que la teología nos puede ofrecer herramientas para llevarla hacia delante.
[1]Cf. O. González de Cardedal, El lugar de la teología, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Madrid 1986, 100ss.
[2]Cf. P. Castelao, «Os leigos e a teología. Pensamentos, vivencias e ficcións»: Encrucillada 173 (2011) 39-53.
[3]K. Barth, Introducción a la teología evangélica, Sígueme, Salamanca 2006, 35.
[4]R. L. Numbers (ed.), Galileo goes to jail, Harvard University Press, Cambridge 2009.
[5]C. Cañón, “El nuevo ateísmo”: Pensamiento 261 (2013) 1057-1068.
[6]M. de Unamuno, Mi confesión, Sígueme, Salamanca 2011, 56.
[7]J. Daniélou, El escándalo de la verdad, Guadarrama, Madrid 1962, 19.
[8]J. Ortega y Gasset, El tema de nuestro tiempo. Prólogo para alemanes, Tecnos, Madrid 2002, 239.
Artículo elaborado por José Manuel Caamaño López, profesor de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia Comillas y director de la Cátedra Francisco José Ayala de Ciencia, Tecnología y Religión. El artículo es una adaptación de uno publicado en la revista Razón y Fe.
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