El cambio de una razón dogmática a una razón conjetural

(Por Javier Monserrat) Dios ha creado el universo, es el Dios de la Creación. La Revelación cristiana, es decir, el Dios de la Revelación, es resultado de la acción de un mismo Dios: el Dios que crea y el Dios que se revela anunciando el proceso de salvación de los hombres en la historia son el mismo Dios. La creación ilumina la revelación y esta ilumina la forma en que debe entenderse la forma de la creación. Es una iluminación bidireccional. El cristianismo, desde antiguo, entendió desde el mundo griego la forma en que Dios había creado al hombre y al universo. Sin embargo, el pensamiento moderno, y en especial la ciencia moderna, han cambiado nuestra imagen del hombre y del universo, hasta el punto de que nos hacen entender que la creación obrada por Dios es distinta a como se había pensado durante siglos. En la valoración de esta nueva imagen moderna del hombre y del universo, para entender que es distinta de la antigua, ha jugado un papel importante la evolución de la idea que la modernidad ha tenido del conocimiento humano y de la ciencia. Esta nueva epistemología moderna ha permitido pasar de una epistemología antigua de naturaleza racionalista que instalaba al hombre ante una patencia absoluta de la verdad a una epistemología conjetural que instala al hombre ante el enigma del universo y ante la incertidumbre. 

En este artículo de FronterasCTR reconstruimos el curso de la evolución epistemológica que ha contribuido decisivamente a que los resultados de la ciencia moderna sean valorados de una forma que lleva al cambio en la imagen del universo que conduce a una nueva hermenéutica del cristianismo, es decir, de la Voz del Dios de la Revelación en armonía con la imagen moderna de la Voz del Dios de la Creación. En este artículo, por tanto, nos centramos en la epistemología: la epistemología de la modernidad que lleva a la imagen moderna del hombre y del universo que exigen una nueva hermenéutica del cristianismo. El cambio epistemológico que ha permitido que ha permitido el paso de una imagen dogmática del universo a la imagen conjetural del enigma del universo y de la incertidumbre humana. 

1. LA EVOLUCIÓN DE LA RAZÓN EN LA MODERNIDAD

La modernidad y su impulso hacia el cambio de paradigma. El supuesto que aquí consideramos inevitable contempla, pues, con toda radicalidad, que se llegara a un momento en que fuera patente la necesidad objetiva de abandonar el paradigma interpretativo que durante siglos ha constituido la lectura oficial del cristianismo. Es evidente que tal situación podría producir vértigo a sinceros defensores del paradigma en cuestión. Si el mundo platónico-aristotélico dejara de ser una construcción racional viable, ¿podría entonces decirse que la iglesia ha estado “enseñando el error” durante siglos y siglos? 

Es comprensible que la imprecisa sentencia teológica “la iglesia no puede haber enseñado el error”, que en el pasado frenó numerosos cambios, surja de nuevo y produzca un vértigo angustioso sobre las decisiones que la iglesia deba prudentemente tomar. Esta angustia, sin embargo, se plantea desde una mala teología: la teología católica sólo afirma la “inspiración” de la Escritura y la “asistencia” a la iglesia para hacer presente en la historia el kerigma proclamado por Jesús. Pero la fidelidad al kerigma, al patrimonium fidei, tutelada por la Providencia divina no garantiza la verdad de los diversos sistemas explicativos surgidos en la historia. Por consiguiente, no hay en principio objeción teológica alguna al hecho de que la iglesia hubiera enseñado “errores hermenéuticos”, en concreto un eventual “error filosófico platónico-aristotélico” (más ampliamente el error hermenéutico del paradigma greco-romano del cristianismo). Sin embargo, al mismo tiempo, bajo la Providencia divina, la iglesia hubiera hecho presente sin error la Verdad del contenido esencial del kerigma cristiano.  

Es evidente, por una parte, que la necesidad de abandonar el paradigma se contemplaría sólo en el caso de que el desarrollo de la racionalidad moderna ofreciera una alternativa clara: mejor construida, socialmente impuesta y con la posibilidad de permitir una nueva interpretación (o hermenéutica) más rica del kerigma cristiano. Esta alternativa consistiría obviamente en un conocimiento nuevo de las propiedades ontológicas y antropológicas del universo creado por Dios. Por consiguiente, es evidente también, por otra parte, que el conocimiento nuevo de estas propiedades del mundo creado permitiría reconstruir una nueva lectura del diseño creador de Dios, es decir, de la ley natural que el cristiano debe entender como ley divina. La forma en que Dios ha creado el mundo es la clave para entender qué ley ha pretendido imponer Dios en la creación y cuál es su plan o designio eterno para la salvación de la especie humana. 

Pues bien, la tesis que sostenemos en este artículo es que la modernidad ha supuesto el nacimiento de una segunda gran navegación del pensamiento (la primera fue la navegación griega), siendo la ciencia el elemento esencial que configura la nueva visión del universo, de la vida y del hombre. Esta nueva visión del mundo afecta en lo más esencial a la imagen de lo real propuesta hace siglos en el paradigma greco-romano. 

No se trata de algo trivial que pueda ser integrado en el paradigma anterior (en un proceso que Kuhn llamaría de ciencia normal). Es una imagen sustancialmente nueva del universo que se nos impone irremediablemente, que nos obliga a reconstruir desde sus fundamentos nuestra visión de la realidad, que ofrece una imagen nueva del mundo realmente creado por Dios y que abre una interpretación nueva, más rica del kerigma cristiano, manteniendo íntegramente los principios del patrimonium fidei. Es claro que hasta aquí sólo hemos hecho una declaración de los principios y de las creencias personales. 

La expectativa eclesial del nuevo paradigma. Aunque la iglesia permanezca de hecho todavía en el paradigma greco-romano, la expectativa de un nuevo paradigma que se fundara sobre la imagen moderna del mundo en la ciencia es una firme posibilidad abierta en la iglesia. Recogemos ahora algunas palabras de Juan Pablo II en carta dirigida al jesuita científico John Coyne, entonces director del Observatorio Vaticano, sobre las relaciones de la ciencia con la teología. Juan Pablo II, por otra parte tan sumergido en lo más clásico del paradigma greco-romano, es consciente de que Aristóteles fue sólo una lectura impuesta por la cultura de entonces, pero no una verdad absoluta, y de que la teología debería emprender en relación a la ciencia moderna algo parecido a lo que en su tiempo hizo Santo Tomás de Aquino con el aristotelismo.

“Se ha definido la teología, nos dice Juan Pablo II, como un esfuerzo de la fe por alcanzar comprensión, como fides quaerens intellectum. Como tal, debe estar hoy en intercambio vital con la ciencia, del mismo modo que lo ha estado siempre con la filosofía y otros saberes. La teología tendrá que recurrir a los descubrimientos de la ciencia en uno u otro grado, mientras siga siendo principal incumbencia suya el ser humano, los logros de la libertad, las posibilidades de la comunidad cristiana, la naturaleza de la fe y la inteligibilidad de la naturaleza y de la historia. La vitalidad y trascendencia de la teología para la humanidad se reflejarán profundamente en su capacidad de incorporar estos descubrimientos”.

“Ahora viene una cuestión de delicada importancia, que hemos de matizar con cuidado. No es propio de la teología incorporar indiferentemente cada nueva teoría filosófica o científica. Sin embargo, cuando estos descubrimientos llegan a formar parte de la cultura intelectual de la época, los teólogos deben entenderlos y contrastar su valor en orden a extraer del pensamiento cristiano algunas de las posibilidades aún no realizadas. El hilemorfismo natural de Aristóteles, por ejemplo, fue adoptado por los teólogos medievales para servirse de él en el examen de la naturaleza de los sacramentos y la unión hipostática. Esto no significaba que la Iglesia juzgara la verdad o falsedad de la concepción aristotélica, ya que eso no es incumbencia suya. Significaba que ésta era una de las grandes concepciones ofrecidas por la cultura griega, que necesitaba ser comprendida, tomada en serio y contrastada en cuanto a su valor para iluminar diversas áreas de la teología. Los teólogos podrían preguntarse hoy si, con respecto a la ciencia, la filosofía y otras áreas del conocimiento humano contemporáneas, han llevado ellos a cabo este proceso extraordinariamente difícil, con la perfección con que lo hicieron estos maestros medievales”.

“El asunto es urgente. Los avances contemporáneos de la ciencia constituyen un desafío a la teología mucho más profundo que el que constituyó la introducción de Aristóteles en la Europa Occidental del siglo XIII. Y estos avances ofrecen también recursos de potencial trascendencia para la teología. Del mismo modo que la filosofía aristotélica, por el ministerio de estudiosos de la magnitud de Santo Tomás de Aquino, acabó configurando algunas de las más profundas expresiones de la doctrina teológica, ¿acaso no podemos esperar que las ciencias de hoy, junto con todas las formas de conocimiento humano, puedan vigorizar e informar las partes de la empresa teológica que se relacionan con la naturaleza, la humanidad y Dios?”.  

Juan Pablo II, en esta carta, es consciente de que debería pasarse a un nuevo paradigma. Nosotros lo llamamos “paradigma de la modernidad. Pero Juan Pablo II ve en este mismo texto citado que la alternativa por la que suspira no ha sido producida. Es lo que decíamos en el capítulo anterior: estamos en el paradigma greco-romano, tenemos conciencia de que ya ha pasado su tiempo, pero no tenemos alternativa. Por ello, Juan Pablo II permaneció en lo que había: la tradición del paradigma vigente, añadiendo aquellos cambios ad hoc concretos, impuestos por la necesidad (vg. la valoración del evolucionismo darwiniano). 

2. EVOLUCIÓN MODERNA DE LA EPISTEMOLOGÍA Y DE LA FILOSOFÍA DE LA CIENCIA

La visión greco-romana de la realidad estaba avalada por presentarse como resultado del ejercicio de la razón humana ejercida sobre el mundo objetivo de los hechos patentes en la experiencia. La llamada segunda gran navegación del pensamiento occidental comenzó cuando en el renacimiento se emprendió un gran ensayo –en el que muchos participaron– de reconstrucción de la imagen del mundo a que conducía el ejercicio de la razón. En esta nueva empresa jugó un papel decisivo la producción de conocimiento que llamamos “ciencia”. La filosofía que siguió construyéndose en la modernidad tuvo siempre la ciencia como referente esencial. Así trató de hacerlo también el paradigma greco-romano que siguió cultivándose en círculos eclesiásticos, pues trató de asimilar los resultados científicos de su tiempo. Lo ha seguido haciendo hasta la actualidad. 

La reflexión sobre la epistemología de la ciencia es esencial para describir la nueva imagen del universo, de la vida y del hombre en la ciencia para contrastarla con el paradigma antiguo. En este paradigma todo se fundaba en la creencia segura y firme en el acceso a la Verdad objetiva. La ciencia moderna fue también tentada por el racionalismo. Pero, si seguimos la evolución de sus ideas epistemológicas, veremos que la ciencia ha contribuido a la conciencia moderna de que vivimos inmersos en un gran enigma cósmico. 

El conocimiento científico no es entendido como un conocimiento absoluto de la Verdad, sino sólo como trama de hipótesis revisables y sometibles a crítica, organizadas en teorías de diverso orden, que se construyen con precariedad dentro un universo “borroso”. La ciencia ha contribuido a que la sociedad moderna sea una sociedad abierta, crítica e ilustrada que tolera y respeta el derecho a la diversidad de hipótesis para responder a unas mismas preguntas. Este hecho tiene hoy unas consecuencias de largo alcance para la teología y para la explicación moderna del kerigma propio del cristianismo.  

2.1) Ciencia renacentista: el método científico

Aunque es verdad que la ciencia no nace en el renacimiento, también lo es que en este tiempo se produce el nacimiento de la segunda gran navegación que lleva sin solución de continuidad a la ciencia moderna. El guión básico que nos relata este renacimiento de la ciencia nos permite una primera aproximación a la metodología de la ciencia, su naturaleza y su conexión con la filosofía. 

Nominalismo, fenomenismo frente a esencialismo abstractivo. El punto de vista medieval, dominado por la escolástica, confería seguridad al conocimiento por medio de la teoría abstractiva: la facultad humana de conocer “abstrae” la esencia del ser de las cosas reales. Llega, pues, a su verdad ontológica y conoce el universal (el ser de las ideas platónicas o de las formas aristotélicas). Pero el nominalismo consideró (como también hizo después Suárez) que el conocimiento es poner nombres a experiencias sensibles. El “fenómeno” (to phainein, aparecer, manifestarse), o sea, la experiencia sensible dada en la experiencia (empiría) es el único fundamento del conocimiento y de la ciencia. Conocer es así describir los hechos (darles “nombres”, definirlos) y ponerlos en relación, según las conexiones entre ellos dadas en la experiencia. Al mismo tiempo, estos principios hicieron que no sólo se prestara atención a la descripción cualitativa de los hechos, sino también a su “definición operativa”, a su medida y a su matematización. Así nació la doctrina inicial del método científico moderno: variables, medidas, experimentación y matematización.

El método científico: las formas matemáticas. La ciencia moderna nació de la persuasión de que para conocer el mundo era necesaria la precisión y de que era necesario poseer un método que permitiera comprobar que lo dicho por la ciencia se adecuaba al contenido de los hechos. La precisión se alcanzaba por la definición operativa de los hechos (variables), su medida y cuantificación por instrumentos precisos de medición normalizados y por la matematización. La comprobación, asequible a todos, se fundaba en el método experimental, ya que éste permitía repetir sus condiciones para obtener los mismos resultados. La ciencia, pues, se fundaba en los hechos: pero no se reducía a ellos. La ciencia quería producir conocimiento sobre el mundo y, para ello, necesitaba construir una imagen o representación de cómo era el mundo real que los hechos permitían inferir. La ciencia vio que necesitaba teorizar, formular hipótesis, enunciar leyes y, en general, inferir la naturaleza real del mundo, más allá de lo que pudiera ser constatado por la experimentación. 

Sin embargo, las inferencias especulativas de la ciencia sólo estaban justificadas cuando en alguna manera pudieran estar sugeridas por el contenido de los hechos, o cuando dieran pie a que en algún momento futuro pudieran llegar a comprobarse. La ciencia era consciente de que no estaba exenta del error: podía describir mal los hechos, sacar de ellos consecuencias erróneas, las teorías podían estar también mal inferidas, etc. Sin embargo, la ciencia era consciente de que representaba la forma más seria y rigurosa de producción de conocimiento sobre el mundo. La reflexión de la ciencia sobre sí misma dio pie al nacimiento posterior (siglo XIX y XX) de la epistemología que conducirá al positivismo y racionalismo crítico popperiano que después mencionaremos. 

Ciencia, filosofía y metafísica. La ciencia no limitaba la amplitud de sus pretensiones de conocimiento, siempre que pudieran producirse por el método científico (no excluía, pues, por principio las cuestiones últimas). Sin embargo, estaba limitada sólo por lo que podía llegarse a decir como consecuencia estricta de los hechos aplicando el método científico. La razón humana en la ciencia, por tanto, estaba legitimada para especular sobre lo último, sobre la verdad final del universo. Lo que la ciencia no podía hacer por limitaciones metodológicas, podía (e incluso debía) hacerlo la filosofía. La filosofía era argumentativa y se fundaba en los hechos, pero su forma de proceder era más flexible, teniendo más libertad para especular al margen de lo que se pudiera llegar, o no, a comprobar experimentalmente. Pero, en todo caso, la ciencia y la filosofía postrenacentistas entendieron perfectamente que ya nunca se podría especular sobre la naturaleza última del universo, sin tener en cuenta los conocimientos producidos por la ciencia. 

La ciencia renacentista e ilustrada. El proyecto de conocimiento propuesto por la ciencia renacentista va unido a una serie de nombres y escuelas. Quizá el diseño más característico se halle en Francis Bacon (1561-1626) y su primera aproximación al método experimental. Debemos recordar a Leonardo da Vinci (1452-1519), Nicolás Copérnico (1473-1543), Johannes Kepler (1571-1630), pero sobre todo a Galileo Galilei (1564-1642). Isaac Newton (1642-1727) es ya la madurez que recapitula los esfuerzos de autores anteriores, fundando la época de la mecánica clásica. La ciencia gozó también del apoyo externo del humanismo renacentista representado, entre otros muchos, por Lorenzo Valla (1407-1459), Erasmo de Rotterdam (1467-1536) y Luis Vives (1492-1540). Aunque por una vía mística, especulativa y esotérica, la “filosofía natural” renacentista contribuyó también a crear ambiente en aquel proceso de búsqueda de una nueva aproximación a la naturaleza. No podemos tampoco olvidar a Teofrasto Paracelso (1493-1541), Bernardino Telesio (1508-1588), Francisco Patrizzi (1529-1577) y Tomás Campanella (1568-1639). En esta línea el autor más conocido es, sin embargo, Giordano Bruno (1548-1600). 

2.2) Filosofía de la ciencia: empirismo, racionalismo y Kant

La ciencia, pues, a partir del renacimiento-ilustración, comienza a jugar un papel decisivo en las doctrinas antropológicas, filosóficas y metafísicas. En la filosofía empirista y racionalista, estrechamente relacionada con Kant, se nos presenta en toda su amplitud la influencia de la ciencia en la filosofía moderna. 

El empirismo y la teoría inductiva de la ciencia. La tendencia naturalista del renacimiento (entender al hombre como ser natural) se manifestó primero en el sensismorenacentista (XVI) y después en el empirismoilustrado (XVII). Se trataba de una teoría del conocimiento que establecía que éste tenía una sola causa: la sensación dada en la experiencia (empiría). El hombre, pues, su mente, “estaba llena de naturaleza”, por así decir; no estaba construido por un diseño hecho “desde fuera”, sino que todo él se había hecho por la naturaleza “sentida” y “vivida” desde dentro del mundo. Esta manera de pensar llevó a concebir el conocimiento como un proceso aposteriori (dependiente de la experiencia) en que las sensaciones se combinaban entre sí para formar tanto las ideas como el pensamiento (es lo que vemos en Locke, pero sobre todo en Hume). Esta teoría del conocimiento derivó lógicamente en una consecuente “teoría inductiva de la ciencia”. La ciencia era sólo constatar los hechos y generalizar las constancias y regularidades advertidas por la repetición y la costumbre. A la pregunta ¿cuál es entonces el fundamento de la ciencia? se respondía: la expectativa, la costumbre o creencia en que la naturaleza seguirá funcionando como hasta ahora. Pero, en este supuesto, ni la ciencia, ni la filosofía, ni la moral, ni la religión, podía responder con una seguridad suficiente, y menos absoluta. Todo era inseguro. El empirismo acabó así creando angustia en quienes estaban acostumbrados a la seguridad y a la certeza.

La ciencia de Newton: universalidad y necesidad. A fines del siglo XVII, la ciencia de Newton supuso una de las grandes conmociones culturales. La ley de la gravitación y la mecánica newtoniana describían universalmente todos los fenómenos (ninguno se escapaba a la regla) y, además, con necesidad (no se podía concebir que no cumplieran las leyes de la física, en el sentido de que no era concebible que un planeta se escapara de su órbita). La ciencia newtoniana era un conocimiento absolutamente cierto, universal y necesario. Pero, ¿dónde se fundamentaba esta universalidad y necesidad? La teoría empirista, por la pura inducción, no era capaz de ofrecer una justificación de la universalidad y de la necesidad del conocimiento en la física. Este sólo era una expectativa. 

El racionalismo y la seguridad del conocimiento. La edad media, según el paradigma greco-romano, había impuesto la Verdad del orden racional. En la época en que el empirismo comenzó la siembra de inseguridad (Montaigne, Rabellais, Charron, los sensistas italianos…) la sociedad no estaba preparada para abandonar la seguridad proporcionada por un conocimiento firme de la Verdad, ytal como se había ecibido en la herencia de la edad media. El nacimiento del racionalismo en el XVII responde a esta búsqueda de seguridad cognitiva frente al escepticismo sensista. El primer gran racionalista, Descartes, muestra en su peripecia biográfica su angustia ante la inseguridad y su búsqueda de un método seguro para llegar a la Verdad. En general, la teoría racionalista del conocimiento (en Descartes, Leibniz, Wolff…) reconocía que una fuente del conocimiento era la experiencia a posteriori (verdades de hecho), pero, al mismo tiempo, el conocimiento se producía complementariamente por la aportación a priori de la pura razón (verdades de razón). La razón era a priori porque no había surgido de la experiencia: tenía, por así decirlo, un contenido y unos principios que le venían “de fábrica”. Pero los racionalistas tuvieron una forma muy especial de concebir el papel de la razón a priori: la razón pura por sí misma (al margen de las sensaciones) podía producir conocimiento (vg. la idea de Dios en Descartes); además, los contenidos y principios de la razón apriori se identifican con la realidad (lo racional era siempre real por necesidad). 

Desde esta perspectiva los racionalistas explicaron la seguridad del conocimiento y de las ciencias: la universidad y necesidad del conocimiento no se fundaba en los hechos (empirismo) sino que era aportada por la razón a priori (racionalismo). 

Kant y la idea de la ciencia. La epistemología de Kant se movió entre el empirismo y el racionalismo. Por una parte creyó que no se podía admitir que hubiera conocimiento a priori; por tanto para conocer eran siempre necesarias las sensaciones (a posteriori). Pero las sensaciones solas no podían justificar la universalidad y la necesidad de la ciencia newtoniana. Como los racionalistas admitió por ello las aportaciones a priori de la razón. La razón a priori estaba constituida por un conjunto de principios que se aplicaban a formalizar (organizar) las sensaciones. Estos dos elementos actuando conjuntamente (razón a priori y sensaciones a posteriori) producían el conocimiento. La sóla razón (en contra del racionalismo) no producía conocimiento. Además, los principios a priori formalizaban las sensaciones; pero no podía afirmarse que coincidieran con la naturaleza de la realidad (en contra del racionalismo). Por consiguiente, la ciencia se producía por los principios a priori (universales y necesarios para toda la especie humana, del pasado, presente y futuro). La ciencia produciría siempre un conocimiento universal y necesario en las matemáticas y en la física (los hombres verían siempre el mundo de la misma manera). Pero no podríamos saber si la realidad en sí misma (nouménicamente) coincidía con la forma en que nos la hacían ver nuestros principios a priori

Conclusión. La disputa empirista-racionalista en la ilustración terminó en la propuesta kantiana; ésta, en último término, sólo tuvo una cierta influencia en el ámbito filosófico posterior. No en la ciencia. La ciencia evolucionó bajo la influencia del positivismo; éste era una nueva formulación en el siglo XIX del sensismo-empirismo anterior. La ciencia es un producto creado por la razón, pero siempre en dependencia de los hechos, sin admitir la existencia de factores a priori al estilo racionalista o kantiano. En el siglo XX, el positivismo dio paso a la teoría crítico-racionalista de Popper que tampoco creyó en lo a priori, aunque sí en la capacidad especulativa y creativa de la razón. Todo ello alejó la epistemología de la ciencia de la confianza en la posesión cierta de la verdad, propia del racionalismo y de Kant. 

2.3) Positivismo y racionalismo crítico

La idea actual de la ciencia se ha alcanzado a lo largo de tres estadios que van unidos a los nombres de positivismo (neopositivismo), racionalismo crítico popperiano y las escuelas de autores postpopperianos. Se han superado las ideas racionalistas y kantianas de la ciencia, concluyéndose en que la ciencia es un “constructo de la razón” fundado en el análisis crítico de los hechos empíricos.

Positivismo y neopositivismo. El positivismo fue la forma que tomó en el siglo XIX la corriente sensista (XVI), empirista (XVII-XVIII) y asociacionista (XVIII). Mantuvo la creencia básica en que el conocimiento se producía por los hechos y por la negación de principios a priori. Sin embargo, el positivismo del XIX nació en un tiempo en que el prestigio racionalista (y su pretensión de una verdad absoluta) gozaban de un amplio respaldo social. Por ello el positivismo quiso también, aun siendo “empirista” (recordemos que para el empirismo era muy difícil justificar la universalidad y necesidad del conocimiento, y sólo consideraba la ciencia como una creencia), justificar en algún sentido la certeza absoluta de la ciencia. Lo consiguió con dos estrategias. La primera diciendo que los puros hechos eran “lo dado en el mundo” y si esto se constataba no podía ser falso. Era la patencia absoluta de lo real en los hechos. Lo real, los hechos, no podían ser falsos. La segunda estrategia fue postular la existencia en la naturaleza de unas leyes universales y necesarias: por tanto, el conocimiento al constatar las constancias y regularidades producidas por estas leyes, aunque fuera en una inducción sólo realizada en un número finito de casos, estaba legitimado a generalizar la validez universal y necesaria de la ciencia. En la ciencia los hechos se representaban correctamente en la mente humana (en los conceptos) y estos se expresaban adecuadamente en los enunciados protocolarios (que, en el fondo, era un puro “protocolo” o “acta” de “lo dado”, das Gegebene, en el mundo). A su vez, de los “enunciados protocolarios” (Protocolsätze) combinados entre sí, la ciencia podía extraer complejos sistemas deductivos fundados en la verdad de los hechos que se sometían a examen por la experimentación que suscitaban.  

Estas ideas, enriquecidas con las aportaciones de Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein (en relación al papel de la lógica en la argumentación de la matemática y de las ciencias reales o física), dieron lugar al nacimiento del neopositivismo lógico, o Wienerkreis, en los años veinte. Esta fue la última gran escuela de positivismo en el siglo XX. La ciencia debía tener seguridad para ser una guía fiable para la sociedad (también en las ciencias humanas). Para que la ciencia fuera segura el neopositivismo debía establecer dos metodologías: una metodología empírica para describir bien los hechos (si hubiera error en esto, la ciencia fallaría por la base); pero además una metodología lógica para asegurar que las consecuencias lógicas (sistemas deductivos) fundados en los hechos fueran correctas (el error lógico invalidaría también la ciencia). Por esto, tal como ya había hecho Wittgenstein en el Tractatus, muchos neopositivistas (como Rudolf Carnap) trataron de investigar sistemas lógicos que pudieran ser aplicados a las diferentes ramas de la ciencia. Así, la verdad de la ciencia debía ser “verificable” por el análisis lógico: es decir, reduciendo los enunciados a sus fundamentos de experiencia (enunciados protocolarios) por medio del análisis lógico del discurso científico.

Racionalismo crítico y postpopperianismo. La posición del positivismo en la historia de la teoría de la ciencia mostró, por tanto, una ambigüedad entre el puro empirismo (que limitaba el alcance del conocimiento) y el racionalismo (que pretendía fundar un conocimiento seguro y cierto). Esta ambigüedad fue cortada de raíz por la epistemología del racionalismo crítico de Popper (a partir de 1934). Según la explicación de Popper propuesta por su discípulo ortodoxo Hans Albert, la epistemología se debatía entre dos escuelas que respondían al “modelo revelación” (el conocimiento se funda porque tiene acceso a un punto de apoyo o fundamento que le permite una seguridad absoluta, similar a la fuente de seguridad que la “revelación” representa para las religiones). Primero el racionalismo que fundaba la seguridad en la razón; segundo el positivismo que la fundaba en los “puros hechos”. Ambas epistemologías tenían, pues, un punto en común: el “fundamentalismo” (un punto de apoyo incuestionable para acceder a la Verdad). 

Frente a todos los fundamentalismos Popper propone la epistemología crítico-racionalista: la razón, apoyándose siempre en los hechos, crea conceptos para representar el mundo que no son sino tentativas que deben ser revisadas y criticadas continuamente para sustituirlas por otras. La ciencia, por tanto, ya desde los hechos (nivel sensitivo), los conceptos (nivel representativo) y los enunciados (nivel lingüístico) no es un reflejo objetivo del mundo, sino un sistema de hipótesis e interpretaciones (teoría), en parte especulativo (creativo), que debe ser continuamente sometido a crítica y discusión en un proceso social abierto de revisión continua. Popper aplicó sus ideas preferentemente a las ciencias de la naturaleza. Las cosas son un enigma que puede suscitar diversas hipótesis que deben ser respetadas y discutidas socialmente hasta crear ámbitos de consenso, siempre provisorios y revisables. Las ideas científicas, por tanto, no se “verifican” (se comprueba su verdad, en sentido positivista), sino que muestran su validez provisoria cuando pueden ser “falsadas” o “falsificadas” (sometibles a pruebas empíricas que podrían demostrar que son falsas), cuando resisten estas pruebas y se muestran eficaces para actuar sobre el mundo. La forma en que la ciencia propone hipótesis y las somete a pruebas de falsación es lo que Popper llama “la lógica de la contrastación deductiva”. 

El pensamiento postpopperiano corresponde a discípulos de Popper que han aportado intuiciones y análisis complementarios. Thomas S. Kuhn, en efecto, muestra cómo la ciencia construye ciertos paradigmas (sistemas coherentes de interpretación) que de tanto en tanto deben ser revisados y sustituidos por otros (revoluciones de la ciencia). Hemos aplicado este concepto para hablar del paradigma greco-romano y de su eventual tránsito renovador hacia un nuevo paradigma de la modernidad en el cristianismo. Paul Feyerabend ha aportado su teoría anarquista del conocimiento para insistir en que la ciencia será más rica en tanto en cuanto sea capaz de pensar “contrainductivamente” (siendo capaz de proponer nuevas hipótesis para salirse del modo habitual de ver las cosas). La “proliferación de teorías”, para discutirlas socialmente, es la mejor manera de realizar la sociedad popperiana de un pensamiento abierto y crítico. 

La aplicación de las ideas popperianas a la naturaleza del conocimiento en las ciencias humanas –realizada por el mismo Popper– dio también lugar a su filosofía de la historia. De la misma manera que Popper denunció y superó las pretensiones racionalistas en el positivismo, así igualmente denunció y superó las pretensiones de racionalismo residuales en la filosofía política (marxismo). 

EL FUNDAMENTO EPISTEMOLÓGICO DE LA IDEA ACTUAL DE LA CIENCIA Y DEL CAMBIO HERMENÉUTICO RELIGIOSO

La epistemología popperiana y postpoppperiana se ha impuesto hoy en día en la segunda parte del siglo XX, tanto en la idea de las ciencias naturales como en las ciencias humanas (filosofía de la historia). Esto significa que la evolución de la idea de la ciencia sobre sí misma ha sido capaz de superar el racionalismo, la persuasión de que el conocimiento o la ciencia nos sitúan en la Verdad, para sustituirla por una idea moderada del conocimiento: no como una posesión de la Verdad, sino como una búsqueda abierta y continua de la verdad donde los hombres y grupos humanos pueden plantear hipótesis que producen diversos consensos revisables. El universo de Popper es un “universo abierto” en que la sociedad ha emprendido una “búsqueda sin término”. 

En este sentido debe ser valorada hoy la imagen de la materia, del universo, de la vida y del hombre que hoy nos proporciona la ciencia. La ciencia ha hecho posible una sociedad crítica e ilustrada, no dogmática, donde la verdad no tanto se posee cuanto se busca. Esta imagen epistemológica de la ciencia es esencial para impulsar también a la religión cristiana a entenderse a sí misma de una forma crítica, abierta e ilustrada (muy distinta de la idea del paradigma greco-romano, construido sobre la persuasión de la posesión racional de la Verdad). El cambio de paradigma exigirá ante todo un cambio del paradigma epistemológico, esencial para ver en qué sentido el hombre moderno se sabe inmerso en un universo enigmático y en un ámbito de incertidumbre metafísica frente a las seguridades racionalista de siglos anteriores. 

Artículo elaborado por Javier Monserrat, Universidad Autónoma de Madrid, miembro de la Cátedra Francisco José Ayala de Ciencia, Tecnología y Religión, en la UPComillas, Madrid. 

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