Stephen Hawking: aportaciones de un físico mediático

(Por Mario Castro) El pasado 14 de marzo de 2018 fallecía a los 76 años Stephen W. Hawking, uno de los científicos más admirados de los últimos tiempos, tanto por sus aportaciones académicas a la física como por su capacidad para divulgar entre el gran público cuestiones de una gran complejidad teórica. Tanto es así que su obra Breve historia del tiempo se ha convertido en un bestseller mundial. Detrás de la imagen más extendida de una figura mediática a la que con 21 años le diagnosticaron ELA y que desde hace bastante tiempo le tenía prácticamente inmovilizado, se encuentra un gran investigador y divulgador científico, lo que le ha valido ser merecedor de importantes reconocimientos en todo el mundo. Pero, ¿cuáles son sus aportaciones más relevantes a la ciencia y, de manera especial, a la física? Este es el objetivo del presente escrito.

 

Stephen Hawking tenía el aura de una estrella del Rock. Amado y odiado, idealizado por unos y denostado por otros, la realidad es que Hawking era un físico, y de los buenos. Su enfermedad o sus opiniones acerca de la Filosofía y la Religión forjaron una imagen que nubla al científico. En esta era de la pos-verdad, resulta cada vez más difícil separar el mito de la realidad. Es por esta razón (y porque me lo ha pedido un amigo), que escribo estas palabras en las que intentaré aportar una visión, desde el ámbito puramente científico, de sus aportaciones a la Física y de su impacto real en nuestra forma de ver el mundo. Sirvan pues de reivindicación del Hawking científico y espero que disipen la nube de ignorancia creada por aquellos a los que gusta despreciar el talento ajeno.

Todo lo que escribo se puede resumir en una frase sencilla: desde el mundo de la Física teórica se reconoce que Hawking ha sido el científico que más ha contribuido a nuestra visión de la Gravedad desde Einstein. En una época en la que la Física sólo tenía ojos para la mecánica cuántica y las partículas elementales, Hawking supo mirar en otra dirección y aportó respuestas a problemas concretos pero fundamentales (la relación entre la Gravedad y la Física Cuántica), y universales como el Big Bang.

Para entender la magnitud de sus contribuciones, es importante destacar tres “edades” científicas en su carrera. En sus primeros años se convirtió en el experto de referencia en los agujeros negros, que son singularidades (“infinitos”) debidos a la gravedad. Después llegó su gran contribución acerca de la radiación de los agujeros negros. Finalmente, por sus aportaciones a la visión cuántica del origen del Universo, con las que consiguió convertir el propio Universo en objeto de estudio científico. En cada una de estas tres etapas sus aportaciones cambiaron el rumbo de la Física y, en muchos casos, tomaron a la comunidad científica por sorpresa.

El interés de Stephen Hawking por la Astronomía le llevó a contactar, como estudiante, con Fred Hoyle (el padre de la teoría del universo estacionario y que, jocosamente, acuñó el término Big Bang para ridiculizar la hipótesis de un universo con un origen temporal). La negativa de Hoyle a dirigir la tesis doctoral a Hawking supuso un varapalo para el joven de Oxford, pero le condujo hacia Dennis Sciama, desconocido para Hawking en aquel momento, que demostró tener la valiosa habilidad de saber qué se cocinaba en todas las áreas de la Física teórica. Con ayuda de Sciama (mentor de otros físicos reputados) Hawking se centró en el estudio de los agujeros negros. El propio Sciama le puso en contacto con el entonces joven matemático de Oxford Roger Penrose. Éste, había sido capaz de probar ciertos teoremas que demostraban que una estrella muy masiva podría llegar a colapsar en una singularidad espacio-temporal que hoy en día conocemos como agujero negro.

Un agujero negro es un punto en el que la densidad y la curvatura del espacio-tiempo se hacen infinitas, lo cual, probablemente, será incómodo para un lector sensato, pero no para los físicos, acostumbrados a lidiar con este tipo de «problemillas» matemáticos. A pesar de que estas estructuras fueron conjeturadas por Oppenheimer (el supervisor del proyecto Manhattan), en realidad las estructuras de las que hablaba Oppenheimer emergían en un mar de suposiciones acerca de la simetría del espacio que no tenían mucho que ver con la realidad.

La genialidad de Hawking, y lo que le catapultó instantáneamente al reconocimiento de su trabajo (ya durante su época de estudiante de doctorado), fue la idea de extrapolar los resultados de Penrose no a una estrella que colapsa sino al propio Big Bang. En su visión, el instante primigenio del universo era una singularidad espacio-temporal como las que estudiaba Penrose. Más aún, y en un terreno más técnico, Hawking fue capaz de relajar algunas de las restricciones de Penrose acerca de las condiciones de simetría del espacio-tiempo a situaciones asimétricas como el propio Universo (que, como percibimos cuando miramos al cielo, no es homogéneo, sino que está lleno de «irregularidades»). No quiero que en la metáfora se pierda el valor de su aportación; esos resultados no eran simplemente fruto de trasladar una idea de un contexto a otro (que ya en sí mismo habría sido genial), sino que Hawking se vio forzado a generalizar las herramientas matemáticas tradicionales para acomodar sus nuevos resultados, realizando a su vez aportaciones a una rama de las matemáticas llamada topología diferencial. En esta línea Hawking y Penrose publicaron en 1970 un artículo que generalizaba todos los resultados anteriores, y por tanto extendía aún más la generalidad de la propia teoría. Dicho trabajo le granjeó la distinción de fellow de uno de los colleges de Cambridge, algo inusual a los 28 años de edad. En ese mismo año, fue elegido como uno de los miembros más jóvenes de la Royal Society. Desde entonces, la Física sigue atascada intentando explicar (o incluso evitar) esa singularidad primigenia. Por todo esto, como decía antes, el impacto de Hawking en la Cosmología y en nuestra visión del universo sólo es superada por el propio Einstein.

Desde un punto de vista humano, estas contribuciones resultan más abrumadoras teniendo en cuenta que padecía desde hacía años de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA) y, ya desde 1974, no podía alimentarse solo ni levantarse de la cama. Prácticamente, desde aquel año su voz era tan débil y su discurso tan entrecortado que sólo unos pocos allegados podían entenderle.

Poco después de sus trabajos sobre el origen del Universo, Hawking centró su interés en los propios agujeros negros, y ahí se cierra lo que algunos biógrafos han denominado la “edad clásica” de Hawking. En su segunda edad centró el interés en otro problema, estimulado una vez más por los trabajos de Penrose sobre agujeros negros giratorios. Penrose había demostrado que sería posible extraer energía de un agujero negro dotado de un movimiento de rotación, lo cual fascinó a escritores de ciencia ficción como Arthur Clarke o Charles Sheffield. Si bien la teoría resultaba fascinante, seguía enmarcada en el ámbito de la Física clásica (no cuántica). Por su parte Hawking, en colaboración con James Bardeen y Brandon Carter, desarrolló una “mecánica” general del agujero negro que, además de incluir el efecto descrito por Penrose, tenía un asombroso parecido matemático con la termodinámica, en la que el llamado horizonte de eventos (algo así como el área de influencia del agujero negro) jugaba el papel de la entropía de un sistema termodinámico. Este tipo de analogías son frecuentes en Física y, generalmente, no son más que casualidades o el fruto de aproximaciones o simetrías en la teoría. No obstante, un joven estudiante de doctorado de Princeton llamado Jacob Bekenstein sugirió que se trataba de algo más que de una metáfora. En principio Hawking se mostró escéptico, ya que si fuese así el agujero negro tendría una temperatura y por tanto perdería energía en forma de radiación. El consenso general en ese momento era que no es posible que el agujero pierda energía si hasta la luz se ve atrapada en su horizonte de eventos (¡por eso es negro!).

Aquí llega la segunda genialidad de Hawking, y probablemente su contribución más relevante a la Física teórica: invoquemos a la mecánica cuántica. En aquellos años, la visión predominante (que sigue siendo la actual, especialmente después del escepticismo creciente hacia la teoría de supercuerdas) es que la mecánica cuántica dota de un carácter errático y probabilístico a la dinámica a escalas microscópicas. Una de las consecuencias del carácter aleatorio de la naturaleza (abanderada por el físico Richard Feynman) es que el espacio no está completamente vacío, sino que es un mar caótico de partículas y antipartículas que, durante un brevísimo lapso de tiempo se crean, separan, reencuentran y aniquilan entre sí (llamadas virtuales por su corto tiempo de vida). En este contexto, Hawking intuyó que si uno de esos pares de partículas se crease en la frontera de un agujero negro, de tal manera que una de ellas se crease dentro del horizonte de eventos y la otra fuera, la primera sería “engullida” por el agujero, pero la segunda podría liberarse y alejarse de él. Éste sería el origen de la radiación del agujero negro. Dicho de otra manera, los agujeros irradian materia, y en consecuencia podemos hablar de su temperatura (llamada, acertadamente, de Bekenstein-Hawking). Finalmente, esto implica que los agujeros no son negros sino grises; esto es un tecnicismo, pero es una frase estupenda para impresionar a los amigos tomando una cerveza.

El trabajo de Hawking (publicado en 1973) es todavía considerado el trabajo más relevante de su carrera, probablemente por ser el primer caso en el que las dos grandes teorías de la Física teórica (la cuántica y la relatividad general) se dieron la mano. Más allá de las implicaciones obvias acerca de los agujeros negros, este trabajo abrió nuevos interrogantes que aún no se han podido responder: ¿si el agujero negro se evapora, cuánto tarda en extinguirse?, cuando está a punto de extinguirse y tiene tamaño “cuántico”, ¿qué pasa con las fluctuaciones cuánticas en su interior?, y una un poco más filosófica, ¿adónde va la información que se pierde debida a la partícula que cae en el interior del agujero? Como digo, estas preguntas aún no tienen respuesta, e incluso algunas conjeturas propuestas por el propio Hawking han demostrado ser falsas (y él se ha retractado modestamente). Una de estas conjeturas dio lugar en 1993 a una de las apuestas más famosas de la Física, entre Hawking y los físicos Kip Thorne y John Preskill. Resulta curioso que a pesar de que el propio Hawking la dio por perdida en 2007, son ahora los otros dos los que no están tan convencidos de su postura, en un bonito ejemplo de anti-dogmatismo.

No contento con haber aplicado la relatividad general a la compresión del Big Bang, o de haber fundado una nueva rama de la Física (la termodinámica de los agujeros negros), Hawking se embarcó en su tercer gran proyecto científico. Quizá motivado por su éxito de unir la física cuántica y la relatividad general para entender los agujeros negros, Hawking dedicó el resto de su carrera a la llamada cosmología cuántica, aunque con escarceos frecuentes en otros problemas particulares. Si bien en sus famosos trabajos sobre la radiación de los agujeros negros esa combinación se había mostrado exitosa, no era más que una teoría semi-clásica: trataba de manera desigual los objetos cuánticos (las partículas) y clásicos (el espacio-tiempo y el agujero negro). Así que esta vez Hawking planteó una agenda a la comunidad científica que consistía en estudiar el Big Bang mediante una teoría unificada que bautizó como cosmología cuántica. Esta agenda era, si cabe, más ambiciosa que la búsqueda de una teoría unificada de las interacciones fundamentales, porque no sólo aspiraba a entender las interacciones sino a aplicarlas al estudio del Universo en su conjunto.

Durante los años 80, y aliado con el físico James Hartle, Hawking persiguió el problema de la cosmología cuántica desde un punto de vista algo distinto al convencional. Mientras que la visión predominante era la de encontrar una manera consistente de cuantificar la gravedad, Hawking y Hartle se centraron en dos problemas complementarios.

Por un lado, en 1983, publicaron un trabajo titulado “La función de onda del Universo” en clara referencia al objeto central de estudio de la mecánica cuántica: la función de onda, que describe la probabilidad de un estado físico. La novedad de este trabajo es que proponían un procedimiento con el que el estado de todo el universo podría ser calculado. En entrecomillado la palabra “podría” porque, al igual que en algunos resultados de Alan Turing sobre las máquinas de estados finitos, el diablo está en los detalles y aún no sabemos cómo realizar ese cálculo.

No obstante, la relevancia de ese trabajo está en que, al igual que con sus primeros trabajos sobre la singularidad del Big Bang, cambió la forma en que la ciencia aborda el problema del origen del Universo. El Universo ya no era algo metafísico, un «contenedor» donde habitamos, un objeto de especulación. Ahora estaba sujeto a preguntas antes relegadas al laboratorio: de qué está hecho, cuál es su edad, cómo surgió, cómo evolucionó…

Su segundo objetivo durante aquellos años se centró en la idea de tratar el tiempo como una dimensión (al igual que la altura, la anchura y la profundidad) mediante un truco, algo ingenuo, llamado el tiempo imaginario. Para los que tengan algún conocimiento de matemáticas, se trata de medir el tiempo en una variable que es proporcional al número “i”, que se define como la raíz cuadrada de -1. Este artificio permite estudiar las singularidades espacio-temporales de tal manera que en lugar de tener infinitos, que no resistirían un análisis cuántico, tenemos un origen del universo “suave”. Roger Penrose suele explicar este resultado con una analogía: aunque no tiene sentido hablar de latitud en el polo norte, podemos caminar sobre él. Del mismo modo, aunque la noción de tiempo no tiene sentido en el Big Bang, puede existir perfectamente dicho Big Bang.

A pesar de la originalidad de estos desarrollos, no tuvieron tanto calado en la comunidad científica como sus trabajos previos, por lo que en parte han quedado relegados a algo exótico. Pero su provocativa agenda de crear una cosmología cuántica ha sido uno de las decisiones más influyentes de los últimos 40 años, que él mismo acuñó con el atractivo nombre de “la teoría del todo”. Curiosamente, el énfasis que el propio Hawking hizo sobre este tema en su libro «Una breve historia del tiempo» ha popularizado esa idea del tiempo como un espacio imaginario -en el sentido matemático de número complejo.

A finales de los 80 y en los 90 Hawking realizó otras aportaciones puntuales a la teoría del Universo inflacionario de Alan Guth, la producción de helio en universos anisotrópicos del Big Bang, la llamada cosmología “N grande”, el cálculo de la matriz de densidad del Universo, la topología y estructura del Universo, los llamados universos bebés, los instantones de Yang-Mills, las espumas espacio-temporales, algunas ideas sobre la supergravedad, o algunas más populares entre el gran público como la flecha del tiempo o los agujeros de gusano.

Pero Hawking no volvió a ser un líder o un pionero como en décadas anteriores. Esto coincidió, en parte con sus crecientes problemas físicos. En 1985, se contagió de neumonía y tuvo que someterse a una traqueotomía, lo que le impidió hablar irreversiblemente, y desde entonces se limitó a escribir en una computadora con pequeños movimientos de su cuerpo, y reproducirlo con un sintetizador de voz. La otra razón por la que sus contribuciones científicas fueron perdiendo calado se debió, probablemente, a su dedicación a la divulgación científica. Su primer libro, “Una breve historia del tiempo” (1988) se convirtió instantáneamente en un superventas mundial; estuvo entre los más vendidos durante 237 semanas en la lista de The Sunday Times entrando en el libro de los récords. Ha vendido casi 10 millones de copias y ya va por su cuadragésima edición. Posteriormente ha escrito otros libros, como una versión condensada y actualizada en colaboración con Leonard Mlodinow (“Una brevísima historia del tiempo”) o el algo errático “El gran diseño”, que han ido perdiendo relevancia con los años, al igual que sus últimos trabajos científicos.

A título personal, quiero enfatizar el impacto de “Una breve historia del tiempo”. Aquellos que crecimos viendo el Cosmos de Carl Sagan y leyendo a Stephen Hawking fuimos atraídos hacia la Física con un pasión similar a la atracción de un adolescente por el Rock, casi como esas partículas virtuales en la proximidad de un agujero negro. Como decía al principio, Hawking siempre tuvo el aura de super-estrella. Como los mitos de la música (John Lennon, Jimi Hendrix o Keith Moon) su vida personal alimentó su leyenda, pero -parafraseando a Vito Corleone- pregunten por ahí y les dirán que SÍ, que Stephen Hawking ha sido y siempre será un científico genial, y ningún científico serio alberga dudas acerca de su talento y su impacto en la Física contemporánea.

 

Artículo elaborado por Mario Castro Ponce, doctor en Física por la Universidad Complutense de Madrid, profesor del ICAI (Universidad P. Comillas) y miembro del consejo asesor de la Cátedra Francisco José Ayala de Ciencia, Tecnología y Religión.

Los comentarios están cerrados.