Emoción mística desde las «inquietudes del corazón»: intelectualidad y espiritualidad en Unamuno

(Por Alicia Villar) Miguel de Unamuno, uno de los intelectuales más relevantes de la España de fin del siglo XIX y primer tercio del XX, desde su crisis de 1897 también se preocupó por alertar sobre los límites del intelectualismo. En su artículo Intelectualidad y espiritualidad (marzo de 1904) reflexionó sobre la dimensión corporal, intelectual y espiritual del ser humano, a la luz de la primera epístola de San Pablo a los Corintios. Distinguió tres tipos de personas: los carnales (los absolutamente incultos), los intelectuales (hombres de lógica y sentido común) y los espirituales (soñadores y poetas). Sin menoscabo de la intelectualidad y frente al reduccionismo de cualquier signo, como Pascal Unamuno destacó la importancia y significación de la espiritualidad por entender que orienta a la creación de sentido y a la conquista del ideal, posibilitando una vida más plena.

 

Miguel de Unamuno atendió a la multiplicidad de facetas del ser humano desde unas perspectivas que aún hoy nos puede dar que pensar. Su atención por el “hombre de carne y hueso” y su insistencia por rescatar al individuo concreto explica que la expresión: “naturaleza humana” no sea frecuente en sus escritos. Sin embargo, ahondó como pocos en las dimensiones del ser humano que posibilitan una vida más plena, y exhortó a sus lectores a “hacerse un alma”. La extensión y variedad de su obra explica la diversidad de interpretaciones sobre su figura; y los estudios y biografías más recientes[1] destacan su papel como intelectual[2] y como vasco universal, en diálogo con los grandes autores modernos y contemporáneos (Kant, Hegel, Marx, Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche).

Sin duda, Unamuno fue un intelectual comprometido con su propio tiempo y circunstancia, un espíritu independiente, un espíritu en movimiento como decía de sí mismo, que siempre reivindicó la libertad hasta la de contradecirse a sí mismo. Sin menoscabo de su dimensión de intelectual, me gustaría destacar su atención preferente a la dimensión espiritual del hombre, y su orientación a la creación y conquista del ideal por entender que posibilita una vida más plena. Ello le valió que unos le tuvieran por reaccionario y por místico, y otros le consideraran una especie de anarquista espiritual[3]. Me centraré en algunos de los escritos del periodo 1897-1906, en una época en la que Unamuno se confrontó con el intelectualismo y el cientificismo, por considerar que hay que ser dueño y no esclavo de la ciencia.

Su misión como escritor: despertar y desasosegar

Sensible a la crisis finisecular y al debate entre Ilustración y Romanticismo[4], desde su crisis de 1897 la relación Ciencia Religión fue cobrando protagonismo en su pensamiento, en un momento en el que se enfrentaban dos posturas antagónicas, una ciencia convertida en cientificismo que despreciaba a la religión y una religión que sospechaba de algunos avances científico técnicos, en especial del darwinismo. Durante la primera década del siglo XX, el intelectual Unamuno se esforzó por distinguir la intelectualidad de la espiritualidad, y criticó a aquellos que por pereza mental, cientificismo, o superficialidad se apartan de las “inquietudes del corazón”.

Sus escritos de aquellos años (1902-1906) defienden la autonomía de la ciencia, pero también se orientan a abrir un espacio para los valores propios de la espiritualidad, con la convicción de que posibilita una vida más plena. En su artículo Renovación[5], de enero de 1897, por tanto poco antes de su crisis de marzo de aquél mismo año, Unamuno exhortaba a vivir con fe en el ideal, pero siempre con sinceridad, con tolerancia y con misericordia[6]. ¿Qué entiende por obra de misericordia?: inquietar al prójimo, despertar al dormido y sacudir al parado[7]. Así es como quería romper esas capas de aluvión que el mundo deposita en torno a nuestro núcleo eterno, ahogan nuestro interior y nos hacen crecer de fuera a dentro, en vez de dentro a fuera[8].

En los años que seguirán a su crisis de marzo de 1897, se comprueba su preocupación por las cuestiones morales, pedagógicas, religiosas e incluidas en ella las sociales (Carta a Leopoldo Gutiérrez Abascal de 18 de mayo de 1898[9]). Un año después de su crisis, había escrito la primera serie de sus Meditaciones Evangélicas en las que ponía lo mejor de su alma[10], su inteligencia y sobre todo su corazón. Quería pensar integralmente, no sólo con la mente, sino con el alma, el cuerpo y la sangre[11]. Incluía en esa primera serie tres escritos: El mal del siglo, Jesús y la samaritana y Nicodemo el Fariseo en los que reflejaba su búsqueda del fondo común cristiano a todas las Iglesias[12]. Ahí cristalizaban sus meditaciones cordiales, más que sus disquisiciones racionales.

En su escrito El mal del siglo[13], de octubre de 1897 y de un cierto tono autobiográfico, Don Miguel realizó una síntesis de las principales tendencias del siglo XIX, acompañada de una valoración de algunas de las posiciones que él mismo había mantenido, pues la crisis de ese año supuso una distancia con respecto a su etapa positivista. El ocaso del siglo XIX, nos dice en este texto, el siglo del positivismo y del nihilismo, experimenta la fatiga del racionalismo. Advierte que lo que más entristece a muchos autores modernos es la obsesión de la muerte total, pues la energía espiritual se paraliza ante “el espectro de la venidera nada eterna, que envuelve a todo en vaciedad abrumadora”[14]. Entonces, se desploma la idolatría progresista, y como repetirá en Del sentimiento trágico de la vida, también el progreso se desvela como “vanidad de vanidades”[15]. Así, comprueba que a fines del siglo XIX resurgen los dos problemas radicales: el de la vida temporal y el de la vida eterna, el problema económico y el religioso, los dos goznes de la historia humana. Como Pilatos, el intelectualista se pregunta: ¿qué es la verdad?, sin saber que para relacionarnos con la realidad “eterna y viva”, no contamos sólo con la pura inteligencia. Unamuno reclama la fe, que es amor, y el amor que es justicia. Afirma: “aunque la razón se haya hecho atea, el corazón sigue siendo cristiano y del corazón rebrota la fe”.[16] A su juicio, el superhombre en el que soñaba Nietzsche no era más que el cristiano, que “no está hecho, sino que se está haciendo”. Pensaba que aún no se había vivido el cristianismo hasta la médula, y que mientras la verdad evangélica no se hiciera “sustancia de nuestra alma”, no habría verdadera paz[17]. Veía preciso no sólo purificar la inteligencia, sino también el corazón, pues son los limpios de corazón y no los sabios los que verán a Dios.

La misma convicción se expresa en Nicodemo el fariseo: la íntima bondad es una luz más clara y penetrante que la razón. Así se comprueba un cambio de dirección en su trayectoria: del intelectualismo al cordialismo, pues el intelectual Unamuno, en ciertos temas, sigue el ordo amoris y el espíritu de finura. Como Pascal, considera que las ciencias “no consuelan en tiempos de aflicción” y distingue la ciencia de la sabiduría, lo que se ve de aquello que se descubre con los ojos y “oídos del corazón” [18]. Entiende que verdad es también aquello que puede dar una razón para vivir y precisa los dominios de la intelectualidad y de la espiritualidad.

En sus Tres Ensayos de 1900 criticará el intelectualismo y la tiranía de las ideas (Ideocracia) asumiendo el papel de “predicador laico” que veía necesario. Anima a pensar con todo el ser, con el cuerpo y con los sentimientos, pues la verdad es amor y vida en la realidad de los espíritus. La fe consiste en buscar con todo el corazón lo absoluto, lo infinito y eterno, y defiende la esperanza que es fe en el ideal (La fe). A lo largo de esos años, Unamuno buscará un espacio para la difusión del ideal y experimentará que el sentimiento religioso, motor de la vida íntima social, se ahogaba por una ciencia convertida en religión (Carta a Leopoldo Gutiérrez Abascal, 19 diciembre de 1901)[19].

Próximo a los cuarenta años, antes de 1904, Unamuno redacta un escrito que titula Mi confesión[20], dirigido a la juventud espiritual hispana, donde la formulación del “inmortal anhelo de inmortalidad” tomará cuerpo como el eje de sus meditaciones. Con ello se orienta a inquietar a sus lectores y sacudir sus entrañas, clavando los ojos en el misterio de la Esfinge y en la visión del fluir de las olas de la vida[21]. Comienza por advertir que la raíz de todo decaimiento procede de la “avaricia espiritual” que evita darse, prodigarse. Por este motivo, confiesa que le espanta la sordidez de los intelectuales que disputan quien ha dicho algo primero y cuya lucha por la firma les “destronca el alma”. Unamuno piensa que todo ello se reduce a lo que llama erostratismo, la búsqueda de la fama a cualquier precio, un mal que afecta a la mayoría de los intelectuales modernos y que consume a todo escritor que trata de perpetuar su nombre, porque en el fondo duda de perpetuar su alma”[22]. Por tanto, la confesión de Unamuno se dirige a delatar esa afán de perpetuar el nombre que afectan a los escritores, artistas o intelectuales modernos, lo reconozcan o no, y se incluye entre en ellos, conjugando los verbos en primera persona del plural[23].

Advierte que a medida que la creencia en la inmortalidad del alma se debilita más se tiende a salvar la propia memoria de la nada, y denunciará los males- egoísmo, soberbia, vanidad- y los sacrificios de los mayores bienes que acarrea la vanagloria. Entre los males, destaca la envidia que lleva a menospreciar a todo aquel que pueda restar fama, y que fue el origen del crimen de Caín. Así, en su exceso, la búsqueda de la fama se convierte en destructora, como ilustra la leyenda de Eróstrato[24]que prendió fuego al templo de Éfeso para inmortalizar su nombre. De ahí que Unamuno considere a la vanagloria como el mal del siglo, en una nota inédita en la que apunta: “Brillar, brillar, brillar. Y apagarse al cabo”[25].

Varias páginas del primer apartado de Mi confesión se dedicarán a evocar la figura de Don Quijote, en quien descubre el mismo resorte del que murió arrepentido Alonso el Bueno. Esta apelación a la bondad también se recupera al final del primer apartado, pues si bien comenzaba por denunciar los males que acarrea el erostratismo, finalmente admite una cierta ambivalencia, pues el que trata de vivir en la memoria de otros, al menos vive para los demás. Así, aspira a encender la sed de inmortalidad de los jóvenes hispanos y frente al erostratismo destructor denunciado, les anima a obrar “como si en cada acto se ventilara el destino final del Universo todo”[26], apelando a su compromiso moral y su lucha por el ideal, ideas que desarrollará el capítulo XI Del sentimiento trágico de la vida. Así, frente al inicial “vanidad de vanidades y todo vanidad”, incitará al “plenitud de plenitudes”, título de su ensayo de 1904[27].

Con ello se comprueba el avance en la formulación de la preocupación central de Unamuno, que había registrado desde los comienzos de su Diario Íntimo. De hecho, muchos pasajes del texto de Mi confesión serán transcritos en el Tratado del amor de Dios y posteriormente en el capítulo tres Del sentimiento trágico de la vida. Piensa que tanto en el creyente como en el incrédulo siempre queda un residuo de duda, y que ahondar en ella supone reconocer la lucha entre la razón y el sentimiento. La razón muerde el cogollo del corazón, y el corazón defiende su necesidad de consuelo, pero la verdad se siente más que se conoce y la vivimos aún sin comprenderla. Ante la expectativa de una aniquilación definitiva, no le vale ni la joie de vivre, ni el monismo, ni el remedio estético, ni el intelectualismo que califica de mal terrible, pues lo vivo y lo absolutamente individual es impensable[28].

Intelectualidad y espiritualidad

En su artículo Intelectualidad y espiritualidad[29], de marzo de 1904, Unamuno reflexionó sobre la dimensión corporal, intelectual y espiritual del ser humano y su significación, a la luz de la primera epístola de San Pablo a los Corintios[30]. Distingue tres tipos de personas: los carnales, los intelectuales y los espirituales.

Los carnales son los brutos, nos dice, los absolutamente incultos y que se ven reducidos a una vida casi animal. Los intelectuales o psíquicos [31] son los hombres de sentido común y de lógica, que encadenan las ideas por las asociaciones que el mundo exterior y visible les sugiere, y que se presentan como hombres razonables que aprenden su oficio y lo ejercen. De ellos, se dice que tienen “un juicio recto y un criterio claro”. No creen “en supercherías que no estén consagradas por la tradición y el hábito…”[32].

Los intelectuales se interesan por temas de cultura y de ciencia. El “intelectual o psíquico español”, admira el teléfono y se queda extasiado al paso de la locomotora.   Enseña conocimientos que tiene almacenados en su intelecto, pero su ciencia, hasta en sus más elevadas hipótesis, es una doctrina fría, apostilla Unamuno.

Por último, están los espirituales: son “los soñadores, a los que se llama con desdén místicos, palabra que algunos escupen como un insulto o reproche. Los espirituales no toleran la tiranía e idolatría de la ciencia; creen que hay otro mundo dentro del nuestro, potencias misteriosas que están dormidas en el seno de nuestro espíritu. Ellos ven y discurren de otro modo: [33]con los ojos del corazón que ven la sabiduría (Pascal). Espirituales y no intelectuales han sido los más grandes poetas[34], dice Unamuno, que enseñan lo que son, su propia alma, su personalidad.

El intelectual es el hombre del término medio, que navega por la corriente central, a igual distancia de la enorme masa de la carnalidad y de la escasísima porción de la espiritualidad consciente, porque hay otra, dice Unamuno, la espiritualidad inconsciente y potencial, que dormita en todos, y que puede que sea más vivaz en los carnales que en los intelectuales. Es la espiritualidad que describirá en San Manuel Bueno, mártir.

Los intelectuales llaman locura a lo que no pueden entender, pero en realidad hay cosas que no entienden porque deben ser juzgadas espiritualmente. Unamuno encuentra divididos a los intelectuales modernos en dos grandes grupos, el de los creyentes y el de los incrédulos. Constata con pesar, que en España luchan en el mismo plano tanto los intelectuales católicos como los no católicos, que de hecho resultan anticatólicos. Unos buscan pruebas lógicas y otros rebaten estas pruebas. Por ello califican de bruto o de loco a aquél que les dirige la voz desde abajo, desde el suelo de la carnalidad, o bien desde arriba, desde el techo de la espiritualidad.

Don Miguel se pregunta: ¿con qué derecho juzgan de cosas de espíritu los que lo tienen enterrado bajo el intelecto? Su respuesta se expresa en clave poética. Concluye que “no cabe lucha entre un pez que no sale de las honduras del mar, y un ave que no baja de las alturas del cielo”[35]. En su escrito Los naturales y los espirituales, advierte que antes se entienden los espirituales con los naturales que no con los intelectuales, pues nada más cerca de la naturalidad que la espiritualidad[36].

Unamuno, coincide con Pascal en esta distinción entre los órdenes o ámbitos de realidad. Ambos constatan que al igual que hay quien no puede admirar más que las grandezas materiales, otros no admiran más que las intelectuales, e ignoran que las hay más elevadas en sabiduría. La grandeza de la sabiduría es invisible para los carnales y los psíquicos o intelectuales, de ahí que el heroísmo y la santidad sea una especie de locura para los que están en un orden distinto.

A los tres órdenes o ámbitos de realidad, corresponden las tres dimensiones del ser humano: el cuerpo, la inteligencia y el corazón, y tres niveles de conocimiento: el sensible, el inteligible y el sapiencial. Los tres órdenes son discontinuos e inconmensurables. Por ello, Pascal y Unamuno consideran que la tiranía consiste en un deseo de dominación universal, y fuera de todo orden (L. 58, B. 332). La falta consiste en querer que un solo orden reine o domine en todas partes, y su dominio sea absoluto. Cada uno de ellos tiene su propia autonomía. Los tres nos permiten descubrir la complejidad del mundo y de la vida.

Reflexiones finales

Unamuno invita a buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, con el fin de elevar nuestra vida espiritual. El ser humano se puede engañar creyendo lo falso, pero también se pueda engañar por no creer lo verdadero, como había observado Kierkegaard, a quien Don Miguel venía leyendo desde comienzos de siglo.

En una de las notas inéditas de su Tratado del amor de Dios observará: “Tened siempre a la vista el supremo anhelo, por inalcanzable que sea, y cuando la razón lógica os desaliente al mostraros la vanidad final de todo esfuerzo, contraponed a la razón que discurre y alumbra en frío, la verdad cordial que enciende en oscuro…”[37]. La causalidad eficiente y la causalidad final no tienen por qué oponerse, pues lo que se refiere a causas y a porqués, es estrictamente científico y responde a la necesidad de la inteligencia y de la lógica de la razón; mientras que lo que se refiere a los fines responde a las necesidades de un sentimiento de esperanza y de la lógica del corazón “[38]

En Del sentimiento trágico de la vida[39], Unamuno insistirá en que la ciencia podrá satisfacer nuestras necesidades mentales y lógicas, pero no nuestras necesidades afectivas y volitivas, nuestra hambre de inmortalidad, y nuestra necesidad de consuelo. La ciencia tiene un enorme valor cuando se constriñe a su objeto propio [40] y considera que es el pórtico de la religión[41]. En cambio, Unamuno cuestiona al hombre de ciencia que se cierra por completo a las esperanzas transcendentes y las califica de locura[42]. Los cientificistas no advierten que, en torno al islote de la ciencia, se abre un mar desconocido y su renuncia es una especie de renuncia espiritual. Ciencia y religión pueden corregirse mutuamente. La ciencia sirve de un lado para facilitar la vida con sus aplicaciones prácticas y de otro de puerta a la sabiduría, pero “¿y si hay otras puertas? ¿No tenemos nosotros otras?”, se preguntará (Carta a J. Ortega y Gasset, de 30 de mayo de 1906). Así, al igual que Pascal y Kierkegaard, Unamuno reaccionó ante una filosofía descarnada, y reflexionó sobre la naturaleza humana, sintiendo y pensando a un tiempo, y buscando sabiduría esencial. Y en aquellos años, Don Miguel, intelectual crítico con el intelectualismo, defensor de la ciencia que denunció el cientificismo, fue orientando lo que entendía que era su misión como escritor español en la cultura contemporánea: abrir la fuente de las hondas inquietudes íntimas[43], los valores de la espiritualidad que impulsan la creación de los ideales y el compromiso, y que posibilitan una vida más plena. En suma, defendió la libertad y la dimensión espiritual del ser humano frente al mecanicismo y reduccionismo de cualquier signo: monista, positivista, materialista, racionalista, intelectualista o cientificista. Sin renunciar a la verdad, buscó también el sentido[44] y el mundo del misterio. Llegó a identificar su misión con el heroísmo quijotesco, recurriendo al lenguaje y a la filosofía poética, aún a riesgos de clamar en el desierto. Quizá abrigaba la secreta esperanza de que un día el desierto oyera y se convirtiera en “selva sonora”[45].

 

Notas
[1] Juaristi, J., Miguel de Unamuno, Taurus, Madrid, 2012
[2] Roberts, S.G.G., Miguel de Unamuno o la creación del intelectual español moderno, Ediciones de la Universidad de Salamanca, Salamanca, 2007. S.G.H. Roberts señala que Unamuno buscó un papel público en la década de 1880 y anteriormente al Caso Dreyfus, el Manifiesto de Clemanceau y la protesta de Zola, (pp. 244- 245). A su juicio, Unamuno fue un pionero en la creación de la figura del intelectual moderno en España y que dedicó toda su vida a la búsqueda de un nuevo papel público para el escritor Joan Juaristi en su biografía sobre Unamuno, le considera como el primer intelectual verdaderamente moderno del país. También destaca su existencia agónica en permanente lucha con su entorno histórico, en un debate constante entre la razón desencantada y el ansia de eternidad. Por último, el reciente libro de Pedro Rivas nos presenta a Unamuno, como un vasco universal.
[3] Así se expresa en su escrito Mi religión:”De lo que huyo como de la peste, es de que me clasifiquen, y quiero morirme oyendo preguntar de mí a los holgazanes de espíritu que se paren alguna vez a oírme: “Y este señor, ¿qué es?”. Los liberales o progresistas tontos me tendrán por reaccionario y acaso por místico, sin saber por supuesto, lo que esto quiere decir, y los conservadores y reaccionarios tontos me tendrán por una especie de anarquista espiritual, y unos y otros, por un pobre señor afanoso de singularizarse y de pasar por original y cuya cabeza es una olla de grillos. Pero nadie debe cuidarse de lo que piensen de él los tontos, sean progresistas o conservadores, liberales o reaccionarios”. (Unamuno, M., Mi religión, La Nación, Buenos Aires, 9 de diciembre, 1907, en Unamuno, M., Obras Completas, III, Editorial Escelicer, Madrid, 1968, pp. 262-263)
[4] Para un desarrollo de este tema, véase el estudio de Cerezo, P., El mal del siglo, El conflicto entre Ilustración y Romanticismo en la crisis finisecular del siglo XIX, Biblioteca Nueva, Universidad de Granada, 2003
[5] O.C. III, Publicado en Revista Política Ibero Americana, Madrid 30 de enero, 1897, pp. 684-685.
[6]Sinceridad, su convicción de siempre más arraigada, que le llevaba a decir y a defender en todo tiempo y lugar lo que entendía que era verdad; también tolerancia dirigida a las diversas creencias que caben dentro de la esperanza común, y misericordia hacia las víctimas del pasado y del presente. Verdad y vida, O.C., III, febrero de 1908, La Nación, Buenos Aires, 22 de marzo de 1908, p. 264
[7] Cfr. Mi religión, O.C. III, p. 263
[8] Cfr. Nicodemo el Fariseo                       
[9] Epistolario entre Miguel de Unamuno y los hermanos Gutiérrez Abascal, Cartas íntimas, Eguzki, Bilbao, 1986, p. 94
[10] Carta a L. Gutiérrez Abascal de 3 de octubre de 1898. Cfr. Robles, L., El mal del siglo (Texto inédito de Unamuno), p. 113
[11] Carta a P. Jiménez Ilundáin de 16 de agosto de 1899, Epistolario americano (1890-1936), Edición de Laureano Robles, Ediciones de la Universidad de Salamanca, Salamanca, 1996, p. 69, Cfr. Robles, L., p. 115
[12] Carta a Leopoldo Gutiérrez Abascal de 18 de mayo de 1898. Cartas Íntimas, p. 93
[13] Unamuno, M., El mal del siglo (Texto inédito de Unamuno), edición de Laureano Robles, Cuadernos de la Universidad de Salamanca, 34, 1999, pp. 99-131
[14] El mal del siglo, p. 128
[15] Unamuno observa que en su época algunos se han hecho idólatras de la belleza, se embriagan en lo fenoménico y se acogen al esteticismo. No ve novedad en esa actitud, pues ya Homero había advertido que los dioses traman y cumplen la destrucción de los mortales para que los siglos venideros tengan algo que cantar.
[16] El mal del siglo, p. 124
[17] Carta a P. Jiménez Ilundáin de 25 de marzo de 1898, p. 111 Cfr. Robles, L., El mal del siglo (Texto inédito de Unamuno), en “Cuadernos de la Cátedra Miguel de Unamuno”, Universidad de Salamanca, 34, 1999, p. 111.
[18] En un escrito de 1921, Unamuno vuelve a incidir en esta idea: Por tanto corazón, aunque nada veas, escucha; abre los oídos, aunque cierres los ojos. Vale más que oigas a la Palabra con las tinieblas, que no el que veas el Sol en el silencio”. (Los oídos del corazón, O.C., VIII, 1921, p. 1483).
[19] Epistolario de Unamuno y los hermanos Gutiérrez Abascal, Cartas íntimas, Eguzki, Bilbao, p. 120
[20] Escrito inédito hasta el año 2011. Unamuno, M., Mi confesión, edición de Alicia Villar, Sígueme/Universidad Pontificia Comillas, Salamanca, 2011
[21] Mi confesión, p. 21
[22] Casa Museo Unamuno, 68/15, p. 14
[23] Escribe: “adolecemos con mayor a menor fuerza los más de los intelectuales modernos”. (Cfr. Mi confesión, p. 18
[24] El primer apartado de Mi confesión, dedicado al erostratismo, se encabeza con la cita de: “Valerio Máximo, libro 8, capítulo 14”.
[25] Casa Museo Unamuno, 68/15, p. 154
[26] Mi confesión, p. 52
[27] OC, VII, pp. 1202-1210
[28] Cfr. Mi confesión, p. 34
[29] Intelectualidad y espiritualidad, La España Moderna, año XVI, nº 183, Madrid, marzo, 1904, en O.C, I, pp. 1137- 1147
[30] Final del capítulo II y comienzo del III, y capítulo VII de la Epístola a los Romanos
[31] Unamuno precisa al respecto que en la psique vio la potencia intelectual ligada a las necesidades de la vida terrenal, la esclava de la lógica educada y adiestrada en las luchas por la vida, el conocimiento corriente necesario para poder vivir, conocimiento que se desarrolla en la ciencia.
[32] Intelectualidad y espiritualidad, o.c., p. 1143
[33] Intelectualidad y espiritualidad, O.C. I, p. 1143
[34] En Del sentimiento trágico de la vida, también aproximará la filosofía a la poesía más que a la ciencia (cap. 1).
[35] Intelectualidad y espiritualidad, O.C., I, p. 1146
[36] Unamuno, M., Los naturales y los espirituales, La España Moderna, año XVII, nº293, Madrid, enero, 1905, O.C., I, p. 1217
[37] Notas al Tratado del amor de Dios, CMU, 68/15, nota nº 141
[38] Unamuno, M., De la desesperación religiosa moderna, Trotta, 1907, 55
[39] El nuevo título de la obra, suponía ya un desplazamiento del centro de gravedad de la obra: su conflicto trágico entre la experiencia de caducidad y su ansia de inmortalidad. Cfr. Cerezo, p., Las máscaras de lo trágico, Trotta, p. 375
[40] Para Unamuno, la ciencia es en cada época la adaptación del pensamiento colectivo, heredado con el lenguaje, a la realidad exterior y un medio de obrar sobre el mundo. Nos da “el conocimiento de relaciones formales para la práctica de nuestra vida formal o exterior”. Tratado del amor de Dios, p. 620
[41] Tratado del amor de Dios, III, p. 546
[42] O.c., p. 619
[43] Carta de Miguel de Unamuno a Guillermo C. Morris, 29 de junio de 1904, Cfr., Unamuno, M., Epistolario americano, Edición de Laureano Robles, Ediciones de la Universidad de Salamanca, Salamanca, 1996, p. 2001
[44] Cfr. Arendt, H., “La necesidad de la razón no está inspirada por la búsqueda de la verdad, sino por la búsqueda del sentido. Y verdad y sentido no son una misma cosa. La falacia por excelencia, que prima sobre todos y cada una de las demás falacias metafísicas, reside en interpretar el sentido según el modelo de la verdad…”. La vida del espíritu, Centro de Estudios Constitucionales, 1984, p. 26
[45] Unamuno, M., Del sentimiento trágico de la vida, “Conclusión”.

 

Artículo elaborado por Alicia Villar Ezcurra, Universidad Pontificia Comillas, Madrid. Es una adaptación para FronterasCTR de un artículo publicado en la revista PENSAMIENTO, en el volumen 8 de la serie Ciencia, Filosofía y Religión.

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