(Por Gianfranco Ravasi) Una de las principales críticas que hace el papa Francisco en su encíclica Laudato si’ a propósito de la cuestión medioambiental va dirijida contra el paradigma tecnocrático que afecta a los más variados ámbitos de la cultura, y que tiene que ver no tanto con el progreso de la ciencia, la técnica y la tecnología, cuanto con nuestra forma de asumirla en los más variados ámbitos de la vida. Con ese motivo acaba de salir publicada en la colección Ciencia y religión del Grupo de Comunicación Loyola una obra titulada precisamente La Tecnocracia, y cuyo prólogo está elaborado por el Cardenal Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo Pontificio de la Cultura y que, dado su interés, reproducimos en este nuevo artículo de FronterasCTR.
Steve Jobs, el aclamado fundador de Apple, estaba a las puertas de la muerte cuando, en el 2011, hizo una declaración que podría ser asumida en cierto sentido como su testamento ideal: «La tecnología por sí sola no basta. El matrimonio entre la tecnología y las artes liberales, entre la tecnología y las disciplinas humanísticas, es el que consigue el resultado que hace que nuestros corazones canten». Era en la práctica la síntesis simbólica de una intervención precedente en la Universidad de Harvard el 12 de junio del 2005, cuando exaltó la necesidad del regreso a la figura del «ingeniero» renacentista, es decir, de aquel que era capaz de connecting the dots, «unir los puntos», y concluyó: «No se pueden unir los distintos puntos mirando hacia delante; únicamente se pueden unir mirando hacia atrás».
Dejando la metáfora, para adentrarnos en el futuro es indispensable un puente entre presente y pasado, entre clasicismo y modernidad, entre patres y posteri, entre artes y ciencias, entre historia y técnica. Ya en el siglo I d.C. el pensador judeoalejandrino Filón definía en el De somniis (II, 234) al sabio como methórios, es decir, aquel que está en el límite del confín entre mundos diversos, «con la mirada dirigida contemporáneamente hacia delante y hacia atrás», como lo sugeriría siglos después una figura de la cultura occidental y anticipador del humanismo, el poeta Francesco Petrarca («simul ante retroque prospiciens»). Es, por tanto, necesario un maridaje entre humanities y science, y es sugestivo que el acrónimo últimamente dominante STEM (Science, Technology, Engineering, Mathematics) se haya ampliado a STEAM al añadirle el componente del Arts.
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Esta unión, sin embargo, no fue y no es tan obvia y pacífica. Es imposible reconstruir la historia secular de las relaciones entre estas dos realidades humanas fundamentales. Nos limitaremos solamente a evocar algún rasgo emblemático de este fondo complejo y móvil. Quedémonos en nuestros días y partamos de un texto, en cierto sentido, discriminante. Era 1959 cuando el escritor y científico inglés Charles Percy Snow (1905-1980) publicó el ensayo The Two Cultures, en el que denunciaba la ruptura entre la ciencia moderna y los valores humanistas. Por un lado, efectivamente, artistas y literatos miran con superioridad la obra de los científicos, y estos últimos consideran altaneramente las disciplinas humanistas como privadas del rigor epistemológico y de la verificabilidad que ofrecen, en cambio, las ciencias «exactas» y experimentales. Este doble aspecto dialéctico, en realidad, no fue siempre constante, porque nunca faltaron las invasiones entre los dos campos: baste pensar en una figura como Leonardo da Vinci. El mismo Snow era literato: relevante fue su trilogía de novelas centrada en dos hermanos, un abogado y un físico.
Precisamente por esto, en la segunda edición de su ensayo, en 1963, añadió un amplio capítulo en que se proponía una «tercera cultura», capaz de hacer respetarse y dialogar a los dos actores presentes en la escena: humanistas y científicos. Sucesivamente, en 1995, un conocido agente literario, el norteamericano John Brockman, propuso una amplia investigación entre los investigadores del mundo científico, titulándola precisamente The Third Culture. En ella se invitaba a los más destacados científicos a aceptar el desafío de responder no solamente a las cuestiones referentes a la «escena» de la realidad material, es decir, al fenómeno experimental, sino también al «fundamento», o sea, a las preguntas radicales inherentes al ser y al existir. Se traspasaban, así, los rígidos confines de las academias.
Cierto es que hay un riesgo: se cae en él cuando se abandonan la autonomía y el rigor metodológico propio de cada disciplina. Como subrayó el filósofo Schelling, es necesario que cada uno de los dos actores «custodie castamente la propia frontera». Esto, sin embargo, no significa –como decíamos– estar separados y alejados, ser incapaces de mirar lo que está más allá del territorio propio. Al contrario, es la ocasión para reconocer el polimorfismo de la conciencia humana, que no adopta un solo canal gnoseológico, sino que se mueve contemporáneamente a lo largo de múltiples líneas del saber, de la simbólico-estética a la técnico-científica, de la interrogación filosófica a la teológica, de la psicología a la experiencia amorosa o lúdica, etc. El famoso científico estadounidense Stephen J. Gould (1941-2002), como sabemos, elaboró la famosa fórmula del NOMA (Non-Overlapping Magisteria), es decir, de la no superponibilidad mutua de los itinerarios del conocimiento filosófico-teológico y del conocimiento empírico-científico. Estos encarnan dos niveles metodológicos, epistemológicos y lingüísticos que, perteneciendo a planos diferentes, no pueden entrecruzarse, son inconmensurables entre sí, resultan recíprocamente intraducibles y, por tanto, revelan no ser conflictuales. Si queremos quedarnos solamente en el binomio fe-ciencia, recordemos que ya en 1878 Nietzsche, en Humano, demasiado humano, escribía: «Entre religión y ciencia no existen ni parentesco ni amistad, pero tampoco enemistad: viven en esferas diversas».
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Tal distinción es positiva porque respeta la diversidad de las perspectivas, rechaza los fáciles concordismos sincréticos y asigna la misma dignidad a los diferentes recorridos de análisis de la realidad. Es necesario, sin embargo, oponer a tal criterio una reserva, evidente a partir de la misma experiencia histórica e incluso existencial. Ambas, ciencia y teología (o filosofía u otras disciplinas humanísticas), tienen en común el objeto de su investigación (el hombre, el ser, el cosmos), y –como observó agudamente el filósofo de la ciencia polaco Michał Heller, en su ensayo Nowa fizyka i nowa teologia (1992)– «probablemente existen diversos tipos de aserciones que pueden ser trasladadas del campo de las ciencias experimentales al filosófico sin confundir los niveles», más aún, con felices resultados (por ejemplo, la contribución que la filosofía ha ofrecido a la ciencia respecto a las categorías «tiempo» y «espacio»).
Además, continuaba el estudioso polaco, «la distinción de niveles no debería legitimar la exclusión a priori de la posibilidad de ninguna síntesis». Así es como ha adquirido fuerza, junto con la siempre válida (en el plano del método) «teoría de los dos niveles», una subsidiaria «teoría del diálogo», sostenida por el teólogo (también polaco) Józef Tischner, que considera que todo hombre está dotado de una conciencia unificadora y, por ende, toda búsqueda sobre la vida humana y sobre la relación con el universo exige una pluralidad armónica de itinerarios y de resultados que se unen entre sí en la unicidad de la persona. No es satisfactorio, entonces, para dar una respuesta más completa, disociar radicalmente los aportes científicos de los filosóficos y viceversa, so pena de una pérdida de la verdadera «concreción» de la realidad y de la autenticidad del mismo conocimiento humano, que –como ya decíamos– no es monódico, o sea, solo racional y formal o experimental, sino también simbólico-afectivo (las «razones del corazón» pascalianas).
La secuencia de los ensayos que se abren ante el lector en este libro titulado La tecnocracia tiene un sutil hilo conductor precisamente en la búsqueda de un diálogo que recomponga en una unidad no ficticia la fragmentación del saber a la que nos había conducido el telón de acero que separaba arte y ciencia, aunque también el exceso de especialización, «la barbarie del especialismo», como lo calificó el filósofo Ortega y Gasset. Se subraya así la necesidad de una «visión completa e íntegra de la razón humana». Ciertamente, no se quiere cancelar la necesidad del análisis, la autonomía de las diversas epistemologías, la autorreferencialidad de los lenguajes específicos, la sectorialidad de algunas investigaciones, ni reducir todo a una síntesis concordista genérica. Como lo precisa sugestivamente uno de los textos de esta colección, se debería elaborar una integración de la «interdisciplinariedad» con una «transdisciplinariedad», formulada, por lo demás, en un documento firmado por varios intelectuales en noviembre de 1994 en el convento de Arrábida.
Esta nota nuestra, puesta solo en el umbral del volumen, no pretende, sin embargo, entrar en el mérito del vasto y rico horizonte delineado por los estudios presentes en las páginas que siguen. No pretende tampoco abordar de manera más amplia uno de los temas más delicados, el ya mencionado del nexo entre ciencia y fe que Max Planck, en su conferencia Religion und Naturwissenschaft, de 1937, consideraba necesario «para completarse en la mente de un hombre que piensa seriamente». Einstein le hacía eco en su escrito autobiográfico Out of My Later Years (1950): «La ciencia sin la religión es coja, la religión sin la ciencia es ciega». Y el Nobel de Física 1978, Arno A. Penzias, señalaba que «fe y ciencia son complementarias y no opuestas e incompatibles». Más preciso aún fue Juan Pablo II en el discurso conclusivo ante la comisión del caso Galileo: «La distinción entre los dos campos del saber (ciencia y fe) no debe entenderse como una oposición. Los dos sectores no son extraños el uno al otro, sino que tienen puntos de encuentro. Las metodologías propias de cada uno permiten poner en evidencia aspectos diversos de la realidad».
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Nosotros, para concluir, querríamos recordar únicamente que este argumento, sin embargo, ha recibido en los últimos decenios una espina en el costado. Esta se «extrae» idealmente en las reflexiones de los seis estudiosos presentes en este libro. Tal espina se llama «tecnocracia», vocablo acuñado por primera vez en 1919. Ahora bien, es curioso notar que el griego téchnē significa «arte» y, por lo tanto, etimológicamente se quería subrayar el nexo arte-ciencia del que arriba hablábamos. A partir de la primera mitad del siglo XX, sobre todo en los Estados Unidos, la técnica, que de por sí es un instrumento necesario a la ciencia, adquirió una independencia y una autorreferencialidad tales que creó casi un nuevo fenotipo antropológico. La técnica, en efecto –y la confirmación la encontramos sobre todo en la actual civilización mediático-digital–, se convierte en una suerte de ambiente general, una atmósfera, una realidad omnicomprensiva, capaz de condicionar la política, la economía, la ecología, la comunicación, prácticamente la sociedad y la existencia personal.
En 1999 un filósofo italiano, Umberto Galimberti, publicó un denso estudio titulado Psiche e techne, en el que ofrecía el mapa de una evolución que, paradójicamente, podría ser el preanuncio de un «transhumanismo». Recalcando que la técnica no es neutra, sino que crea un mundo en el que estamos obligados a habitar, escribía: «La técnica [en el sentido “tecnocrático” arriba indicado] no tiende a una finalidad, no promueve un sentido, no abre escenarios de salvación, no redime, no revela la verdad: la técnica funciona, y, así como su funcionamiento deviene planetario, se deben revisar los conceptos de individuo, identidad, libertad, salvación, verdad, sentido, meta, pero también los de naturaleza, ética, política, religión, historia, de donde se nutría la edad pretecnológica y que ahora, en la edad de la técnica, deberán ser reconsiderados, abandonados o refundados desde las raíces».
Más que «técnica» –que, como hemos dicho, de por sí es indispensable–, esta concepción es «tecnológica», ciertamente no en el sentido de estudio de los procedimientos prácticos de aplicación de las ciencias, sino más bien como ideología exclusivista y condicionante. Es exactamente la «tecnocracia» la que se constituye en paradigma, como fue ampliamente afirmado críticamente por el papa Francisco, que en su encíclica Laudato si’ (2015) dedicó toda una sección del capítulo 3 a la «globalización del paradigma tecnocrático» (nn. 106-114), un modelo «homogéneo y unidimensional». Se trata de una concepción, impregnada de hýbris, que no implica solamente a la «casa común» de la Tierra en la que estamos colocados, sino también a la misma vida de la pólis, la economía, la democracia, la cultura. Ya en las décadas de 1960 y 1970, en diversas formas y cualidades, los riesgos de tal visión, entonces aún embrionaria, habían sido señalados por figuras como H. Marcuse, A. Touraine, N. Luhmann y otros.
Nos encontramos, pues, a menudo aplanados y aplastados en una única dimensión. Este particular uso de la técnica ha producido en nosotros un cambio que no es solo de superficie. Si se crean robots con cualidades humanas muy marcadas, si se desarrolla una inteligencia artificial, si se interviene de manera sustancial en el sistema nervioso, si se enfrían las relaciones interpersonales reduciéndolas a contactos solamente virtuales, no solo se está dando un gran paso tecnológico, en muchos casos precioso, por ejemplo, en el plano terapéutico médico. Se da también un verdadero y propio salto antropológico, que toca cuestiones como la libertad, la responsabilidad, la culpa, la conciencia y, si se quiere, también el alma.
Para mantenernos en el ámbito de la evolución informática, los nativos digitales son ya funcionalmente diversos respecto a la generación precedente. Subvierten frecuentemente la relación entre lo real y lo virtual, o el modo tradicional de considerar lo verdadero y lo falso. Es como si se encontrasen dentro de un videojuego. Además, el hombre, que siempre ha sido un observador y custodio de la naturaleza, se convierte en una especie de cocreador. La biología sintética, la creación de virus y bacterias que no existen en la naturaleza, son expresión de esta tendencia. Si mediante las células madre se logra manipular el proceso de envejecimiento, la muerte deviene de límite metafísico a límite físico solamente. Todas estas operaciones tienen implicaciones éticas y culturales que deben ser consideradas.
El arco multicolor de las páginas que ahora siguen, sin caer en la retórica del pesimismo nostálgico, pone sobre la mesa el gran abanico de las cuestiones suscitadas por este nuevo horizonte y busca identificar precisamente en el regreso al diálogo entre humanismo y ciencia, entre arte y técnica, el antídoto eficaz ante la deriva tecnocrática y sus efectos deshumanizantes. En una civilización como la que actualmente vivimos se puede verificar cuanto Paul Ricoeur señaló con agudeza: asistimos a una hipertrofia de medios tecnológicos y a una atrofia de fines. La persona humana no puede ser reducida a un mero fenómeno biotecnológico, sino que es un mikrós kósmos, como afirmaba Demócrito (fragmento 34): «El único animal para el cual su misma existencia sigue siendo un problema que debe resolver» (E. Fromm). Y si tomamos, además, la instancia religiosa, a través del testimonio del «gran código» de nuestra cultura, la Biblia, se nos exhorta a considerar al hombre incluso «poco menos que un dios» (Salmo 8,6).
Artículo elaborado por el Cardenal Gianfranco Ravasi, Presidente del Pontificio Consejo de la Cultura, para el prólogo del libro La tecnocracia.
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