El mundo: sentido y sinsentido. Armonía “fratrialcal” de opuestos

(Por Andrés Ortiz-Osés) Planteo en este artículo el sentido y el sinsentido del mundo, del mundo en general y del mundo contemporáneo en particular. A tal fin, replanteo la hipótesis de un mundo regido simbólica e irónicamente por un Dios duende o daimon, un dios implicado en el esplendor y la miseria del mundo que cohabitamos. En consecuencia, aduzco una teología laica, capaz de dar cuenta y razón de un mundo secular o secularizado, preocupado por la verdad y la posverdad, el sentido y el sinsentido de la realidad. Finalmente desemboco en una filosofía fratriarcal, que defiende la fratria o hermandad de los contrarios y opuestos en una filosofía de la coimplicación (dualéctica), capaz de asumir críticamente el bien y el mal.

A lo largo del presente escrito desarrollaremos los siguientes puntos:

  1. Hipótesis del Dios-duende o daimon
  2. Filosofía del cristianismo
  3. Teología laica
  4. Posverdad o pseudoverdad
  5. Filosofía fratriarcal

Hipótesis del dios-duende

El hombre contemporáneo, como decía, más o menos ilustrado tiene una concepción del mundo presidida no tanto por un Dios omnipotente y trascendente, sino por un Dios-duende o daimon, el cual encarnaría la ambivalencia de la vida y de la muerte, de lo positivo y lo negativo, de lo divino y lo diablesco. Este Dios-duende simboliza la necesidad y el azar, lo racional e irracional, el determinismo y el indeterminismo de la realidad omnímoda. El Tao oriental o del dios gnóstico Abraxas son figuras adecuadas a este pensamiento dual del hombre contemporáneo, acorralado entre el destino y la libertad. Pero el propio Dios cristiano reflejaría nuestra dualidad, ya que nos creó a su imagen y semejanza.

Se trata de la última Gnosis o filosofía religiosa, la cual intenta conjugar paganismo y cristianismo en una religiosidad secular o secularizada. La clave de esta Gnosis contemporánea es la síntesis entre la trascendencia cristiana y la inmanencia pagana, entre lo divino y lo humano o mundano, entre Dios y el duende o daimon.

El viejo duende es el habitante doble de la casa, el fantasma que nos ronda ambiguamente, el trasunto de nuestra buena y mala suerte. El auténtico duende cohabita los ámbitos limítrofes, presentándose sutilmente como benévolo y malévolo, de un humor ambiguo, hasta el punto de no pertenecer a lo humano ni a lo divino y, por lo tanto, de pertenecer a ambos equívocamente.

El duende refleja así la realidad subyacente del daimon como espíritu indeterminado que alberga los contrarios: el destino y la suerte, el hado benéfico y maléfico, el medio o médium entre la vida y la muerte. Este es el tema seleccionado por García Lorca para redefinir el duende como transracional: el duende lorquiano coaliga el principio y el fin, el origen y la muerte, el tiempo de la necesidad y el espacio de la apertura mortal.

Así que el hombre contemporáneo realiza una síntesis irónica e irénica entre lo divino y lo demónico -el duende-, entre lo celeste y lo humanoide. Por eso el Dios de nuestra modernidad posilustrada es un dios bifronte como la vida misma, a la vez fascinante y terrible, como adujera R.Otto. Este Dios posmoderno no juega y juega a los dados, ya que según la física actual el universo está atravesado por la necesidad de las leyes cuasi divinas y la innecesidad del azar cuasi demónico.

Se aduna así no solo la versión pagana del mundo, sino también la cristiana representada por el Dios necesario del Antiguo Testamento y por el Dios gratuito del Nuevo Testamento, así como por la pasión mortal de Jesús y su resurrección o trascendencia. El resultado cultural de semejante cosmovisión contemporánea sería la proyección de un pensamiento tragicómico, traspasado de seriedad y humor corrosivo.

Nos confrontamos así a una visión duendística o demónica del mundo, una visión desde el duende y el daimon como figuras indeterminadas, y solo determinadas por su ambigüedad o ambivalencia. Duende o daimon dice fatum o hado, y el hado es tanto fatal como fortuna. El hombre cohabita esa indeterminación entre lo racional y lo irracional, entre la armonía y la disarmonía, y que la Gnosis contemporánea trata de articular en una religiosidad ilustrada de carácter secular o secularizado. A tal fin proyecta una filosofía cristiana y pagana, cuya clave es un Dios-duende o divinidad demónica, cruce paradójico del bien y el mal, de lo bueno y de lo malo, de Dios y el diablo.

Como dice C.S.Lewis, el duende no es ni de Dios ni del diablo, lo cual empero viene a significar que es de ambos coímplicemente: esperemos que tratando de remediar nuestro viejo dualismo o maniqueísmo cultural, sin confusiones nefastas entre el bien o lo bueno y el mal o lo malo. En el fondo el Dios-duende significaría para el hombre actual la “autocreatividad” personificada del universo y su ambivalencia humana. Se trataría de implicarnos activamente en ese trasfondo de “autocreatividad” vital y mortal, asumiendo críticamente nuestra situación existencial.

Filosofía del cristianismo

Desde un estricto punto de vista filosófico, la religión aparece como una superestructura, cuyo sentido resulta flotante o imaginario. Por eso Borges la adscribe al ámbito de la literatura fantástica o de ficción existencial. Sin embargo, en el caso del cristianismo la clásica superestructura religiosa queda vulnerada por el principio de la Encarnación de lo divino en lo humano, aportando así una revisión infrastructural. La clave de la religión cristiana es que Dios es humano y Jesús es divino. Lo cual funda un Humanismo trascendental.

La esencia del cristianismo es pues Jesucristo, el Dios-Hombre y el Hombre-Dios, filosóficamente la síntesis de lo divino y lo humano, de trascendencia e inmanencia. La trascendencia está significada por el Dios de Jesús que es la personificación del Bien socrático, judío y, por supuesto, cristiano: el Bien supremo y radical. Pero lo intrigante es que, en el cristianismo, este Dios-Bien comparece realmente asediado y finalmente crucificado por el mal, simbolizado no solo por los malos o malvados sino también por démones o demonios, es decir, por el espíritu del mal opuesto al espíritu del bien.

La originalidad filosófico-teológica del cristianismo radicaría entonces en el Dios crucificado como síntesis del bien y el mal, es decir, de lo bueno y de lo malo, de la vida y de la muerte. El Dios crucificado es la vida mortalmente herida, el bien acribillado, la bondad asaeteada y la trascendencia inmanentizada. El Dios crucificado es el Dios vulnerable y vulnerado por el hombre y las potencias malignas, el Dios destronado y destrozado, el Dios sin Dios por cuanto vaciado y abandonado de sí mismo, como exclama Jesús en la cruz, así pues, aniquilado, como dice san Pablo. Es un Dios muerto, pero no un Dios-muerte, ya que será resucitado/resuscitado por la fe.

La fe es querencia de amor, apertura trascendental, asunción proyectiva. Pero la apertura de la fe auténtica no tiene nada que ver con los extremos de un realismo literal o de un idealismo supersticioso. Superstición significa estar por encima o sobrevolar, sobre-estar abstractamente, así como superestar fantásticamente. La superstición es pues un espiritualismo como espiritismo, un sobrepasar la dura realidad de modo iluso o ilusionístico. Pero como ya apuntamos, el cristianismo no es una religión suprastructural sino infrastructural, a raíz precisamente de la Encarnación. La cual significa asumir no solo el bien sino también el mal, siquiera críticamente, no solo la vida sino la muerte, no solo la trascendencia sino también la inmanencia.

Teología laica

Cultura cristiana y pagana

La esencia del hombre consiste 

en estar abierto por una brecha

 que no se puede cerrar (L.M.Chauvet).

En la reunión anual del Instituto teológico para seglares “Berit” de Zaragoza, su director Francisco Martínez recomendó un libro desapercibido de Luis María Chauvet, profesor del Instituto católico de París: “Símbolo y sacramento: dimensiones constitutivas de la existencia cristiana”, publicado hace unos años por Herder de Barcelona.

Se trata de un libro importante, una especie de Teología laica o laical, ya que presenta la cosmovisión cristiana en diálogo con la filosofía y las ciencias humanas, concitando al existencialismo y el estructuralismo, al psicoanálisis y el marxismo, la hermenéutica y la posmodernidad. Esta obra de conjunto sintetiza bien el diálogo contemporáneo de la religión con la secularidad, de lo sagrado con lo profano, de la cultura cristiana con la cultura pagana.

Repasaremos aquí diacríticamente esta obra intrigante de Teología secular, desde nuestra propia filosofía hermenéutica, reinterpretando su problemática simbólica en pro de una Teología fratriarcal.

Teología simbólica

El autor asume la tradición teológica críticamente, transitando de una visión entitativa y esencialista a una revisión simbólica y existencial. De acuerdo con M.Heidegger, el hombre no es el dueño del ente sino el pastor del ser, el cual dice apertura radical. Frente a la vieja “ontoteología” que se define por su fijación a la realidad objetual, la nueva teología simbólica trasmuta la fijación en figuración, pasando del mundo cósico de los objetos al mundo humano de la significación dialógica y del sentido intersubjetivo.

El hombre dice “ex-sistencia”, y se constituye no en cerrazón con el ente, sino en la apertura del ser, es decir, como abrimiento existencial a la otredad. Esta alteridad altera y rompe el armazón de lo entitativo (lo que Heidegger llama Gestell), desarmando su cosificación en nombre de la fluidificación lingüístico-simbólica que nos caracteriza como animales simbólicos.

El hombre no se sitúa en medio del ente, los entes o las cosas, sino en su mediación lingüístico-simbólica, la cual está significada por el ser y su trasfondo de sentido implícito o implicado, compartido. La realidad bruta del ente y de los entes queda atravesada por el lenguaje del ser, el cual rompe y rasga esa presencia ruda de la realidad dada como dato inmediato, mediante su revisión simbólica. El símbolo no dice lo real sino lo surreal, no lo dado o datación sino su dación o dotación. Frente a la presencia tosca del ente, el ser dice presencia surreal, relación trascendental, horizonte de sentido.

El sujeto simbólico

El mundo de los objetos dados es un mundo clausurado y reificado, el cual resulta rasgado por el sentido del ser como trascendencia inmanente. Pero el ser no es un ser o ente, sino la relación trascendental de los seres, tal y como se articula en el lenguaje cultural prototípicamente simbólico. La retracción del ente al ser es la retracción de lo real insignificante a su significación o significancia simbólica, es decir, a su sentido humano. Esta retracción de lo insignificante a lo significante se realiza mediante el lenguaje como mediación significativa, lenguaje que tiene al hombre como “de-nominador” común de cosas y realidades.

El sujeto humano no se deja sujetar ni reducir por el objeto inmediato, sino que se yergue en el lenguaje, el cual mediatiza los objetos significativamente. En este contexto cultural el sujeto sufre un “diferimiento”, como dice L.M.Chauvet, un rodeo que evita su regresión cuasi incestuosa a la realidad-madre (natural), en el nombre del padre y su simbólica proyectiva (cultural). El sujeto pierde así el paraíso original imaginario, sufriendo una castración simbólica bajo la ley paterna de la prohibición del incesto.

De esta guisa, el sujeto mortifica su omnipotencia infantil, muriendo al pasado narcisista en aras del futuro. Es el nombre y la figura del padre quien, según J.Lacan, saca al sujeto de su encerrona matriarcal, proyectando un orden simbólico que supera la naturaleza animal en cultura humana.

El simbolismo sublimador

En esta tesis lacaniana compartida por el (pos)estructuralismo, el simbolismo rompe la inmediatez de lo natural por la mediación cultural. Como dice E. Ortigues, el simbolismo introduce en la vida animal el lenguaje cultural a modo de pacto intersubjetivo entre yo, tú y él.

El simbolismo representa así la ley del otro, la alteridad, que en el lacanismo se interpreta lacónicamente como el paso o tránsito del ámbito matriarcal al patriarcal, mediante la prohibición de la regresión incestuosa. Ahora bien, en esta visión (pos)estructuralista se supera la regresión matriarcal en nombre de la proyección patriarcal, reafirmando así subrepticiamente nuestra cultura patriarcal de signo antimatriarcal.

Sin embargo, frente a esta superación patriarcal del estadio matriarcal, nuestra hermenéutica simbólica se sitúa a favor de una “supuración” tanto del estadio matriarcal como del estadio patriarcal, ahora en el nombre democrático de un nuevo estadio “fratriarcal”. Matriarcado y patriarcado quedan así remediados simbólicamente en el fratriarcado.

Pues bien, en el fratriarcado la tradicional prohibición patriarcal del incesto (matriarcal) se reconvierte en “inter-dicción” del incesto mediante el lenguaje, es decir, en articulación lingüístico-simbólica del incesto a través de su sublimación y trasfiguración en la figura o figuración del hermano, ya no consanguíneo o particular sino simbólico o cultural, universal. El amor natural de carácter cerrado (endogamia) se abre así al amor cultural de carácter abierto (exogamia), precisamente a través del lenguaje y la relación simbólica abierta (frente a la clausura literal o entitativa, natural o consanguínea).

El lenguaje simbólico de la cultura humana, esencialmente abierto, articula así el caos y la confusión originaria (incestuosa) en el logos y su difusión universal. Pero el simbolismo fratriarcal no solo critica el incesto o la cerrazón con la madre, sino también con el padre, en nombre de una hermandad diferida, basada ya no en la filiación natural sino en la afiliación simbólica o cultural.

Cristianismo y fratriarcado

Si la regresión matriarcal resulta típica del trasfondo preindoeuropeo (protomediterráneo), la proyección e identificación patriarcal resulta típica de la cultura indoeuropea (y semita). En el medio o mediación simbólica de ambas culturas comparece históricamente el cristianismo, con su concepción medial de un fratriarcado abierto de carácter universal y universalista (de Jesús a Pablo).

Mientras que el antiguo matriarcalismo era un naturalismo, el moderno patriarcalismo es un racionalismo abstractoide. En su remedio o mediación el cristianismo afirma la figura simbólica de la persona como esencialmente fratriarcal: a la vez mediadora del ánima matriarcal y del ánimus patriarcal, síntesis encarnatoria de la naturaleza y la cultura. En la teología cristiana esta correlación de los contrarios está simbolizada por el Espíritu Santo como nexo entre el Padre y el Hijo, una figura que personifica el amor del Padre y del Hijo, la hermandad o afiliación de los contrarios, el alma relacional del mundo.

De aquí que el Dios cristiano ya no sea el viejo Dios todopoderoso sino todoamoroso, el cual se encarna en la cruz del hombre y en la encrucijada del mundo. El Dios cristiano es el Dios crucificado, lo que lo convierte en un Dios vacío de la prepotencia divina, un Dios-hombre cuyo cuerpo desaparece del sepulcro vacío y sólo cabe redescubrirlo simbólicamente en su Iglesia como el resucitado o resuscitado. Pero entonces la Iglesia, como dice lúcidamente L.M.Chauvet, se convierte en la presencia de la ausencia del Dios.

En efecto, la presencia del Dios en la Iglesia es esencialmente sacramental, y por lo tanto simbólica, mientras que la propia Biblia no deja de representarlo simbólicamente a través del lenguaje espiritual de la Escritura. Incluso en la praxis o práctica pastoral, el Dios cristiano solo es visible en el rostro del otro como persona, en la hermandad interhumana, en la “liturgia del prójimo”. En definitiva, es el amor el que resuscita a Dios en el hombre, así como al hombre en Dios.

La brecha existencial

Como dice sutilmente Luis María Chauvet, la esencia del hombre consiste precisamente en estar abierto por una brecha que no puede cerrar. Que no se puede cerrar ni se debe obturar, pero tampoco superar con mitos matriarcales (regresivos) ni razones patriarcales (abstractoides). Esa brecha existencial solo se puede supurar a través de la relación fratriarcal o de hermandad simbólica, así pues, a través de una civilización de la fraternidad universal que supere toda clausura de la razón y toda cerrazón del corazón, toda particularidad o particularismo en pro de una humanidad transfronteriza, pero que asuma su contingencia.

La brecha del hombre es la brecha de la ex-sistencia humana abocada a la muerte y, por tanto, a la ausencia. La presencia en el mundo acaba siendo la presencia de una ausencia. El hombre muere, pero queda su huella simbólica en la cultura humana. El propio Dios cristiano muere, pero queda su Espíritu de amor, así como su Iglesia, la cual es la presencia de su ausencia.

Así que la brecha existencial del hombre es la “herida trágica”, la fisura real que solo puede suturarse simbólicamente, pero ello dice abiertamente. En la comunión totémica de la eucaristía cristiana el propio hombre experiencia esta apertura como un comer y ser comido, comulgar y ser comulgado, asimilar o transustanciar y ser asimilado o transustanciado, trascender y ser trascendido. Aquí radica la brecha radical que constituye nuestra existencia en apertura: apertura trascendental simbolizada por el ser que nos traspasa como un rayo o relámpago simbólico y, por tanto, de doble signo: luminoso y opaco, vital y mortal, límite e implicación, presencia y ausencia.

Posverdad o pseudoverdad

Si tienen la verdad,

guárdensela (F. Pessoa)

La vieja verdad tradicional ha sido una verdad dogmática y fundamentalista, incólume, que se ha erigido en verdad inaccesible para todos excepto para los guardianes de su ortodoxia. Por eso pudo espetar F. Pessoa a los guardianes de la verdad absoluta: “si tienen la verdad, guárdensela”. Pues la verdad absoluta supera la humana contingencia, convirtiéndose en absolutismo mentiroso.

Guardémonos pues de la verdad absoluta y vayamos a buscarla recorriendo el camino en compañía. El amigo José Bada me habla de la verdad-camino, que es la búsqueda de la verdad sin su posesión, la apertura dialógica o intersubjetiva, lo que yo llamo la verdad-sentido o sentida, la verdad consentida. La verdad-sentido es la verdad humana o encarnada, la verdad relacional y no absoluta, pero tampoco relativista.

En efecto, tenemos en un extremo la encarquecida verdad absoluta de carácter tradicional, mientras que en el otro extremo se predica y practica la verdad relativa o relativista, exenta, de signo posmoderno. Hemos pasado así de un extremo al otro, de la verdad pura a la posverdad o pseudoverdad de signo posmoderno. Sin embargo, entre la verdad absoluta y la verdad relativa o relativista, afirmamos la verdad relacional o correlacional, la cual no es puramente objetiva ni impuramente subjetiva, sino medial o mediadora, objetivo-subjetiva, humana y no extrahumana ni suprahumana.

Así que el ojo humano es ojo porque lo vemos y nos ve, correlacionalmente, de modo que la auténtica verdad comparte tu visión y la mía en una cosmovisión de carácter interperspectivístico. Se trata de la articulación de la verdad-sentido, la cual incluye tanto tu verdad como la mía polifónicamente, en una especie de coimplicación de opuestos compuestos sinfónicamente. De esta guisa, porque de una guisa o guiso se trata, la auténtica verdad dice “interverdad”, verdad plural y contingente, puesto que desde Aristóteles sabemos que toda sustancia está ya accidentada por sus accidentes, al modo como todo sustantivo está ya adjetivado implícitamente. Por eso la verdad es lo que es y no es, es la realidad y su contrapunto, es la luz y su sombra.

Digamos que la auténtica verdad es la síntesis de lo uno y lo otro, el amor de los contrarios contractos, el amor contrariado. El cual encarna la ambivalencia humana, pues como aduce P.Neruda: “sabrás que no te amo y que te amo, puesto que de dos modos es la vida: amor, te amo por clara y por oscura”. El propio Dios, presunta verdad pura, es cómplice del ser y, por tanto, cómplice de la realidad. Arturo Sosa, prepósito jesuita, acaba de hablar del Dios multicolor, multicultural y multivariado; y de un modo radical, Nicolás de Cusa lo define como la coincidencia de los opuestos. Por ello amar a Dios es amarlo todo, siquiera de un modo sublime o sublimatorio.

En consecuencia, pienso que deberíamos hablar si acaso de la verdad póstuma, asumiendo en este mundo la verdad-sentido o simplemente el sentido como baremo de nuestra condición humana. Pues la auténtica verdad es el sentido que asume el sinsentido, mientras que el auténtico sentido es la verdad que asume su doblez o ficción. Dejemos pues la pura verdad para los antiguos dioses y la verdad relativa o relativista para los nuevos posmodernos, mientras asumimos sensatamente la verdad-sentido en una perspectiva intramoderna.

Filosofía fratriarcal

“¿Tu verdad? Sí, tu verdad,

a compartir con la mía

que no la pienso guardar.

Ambas forman la verdad” (AOO)

En mi filosofía hermenéutica se ofrece una revisión de signo coimplicativo basada en la dialéctica de los contrarios, interpretada como “dualéctica” de los opuestos compuestos. En lugar del raciocinio clásico comparece allí el “relaciocinio” como método de mediación de los contrastes, a través de un lenguaje hermenéutico de carácter dialógico y simbólico.

La conclusión de semejante coimplicacionismo simbólico es una filosofía del sentido y del sinsentido, de la vida y de la muerte, de Dios y el diablo, de la positividad y la negatividad existencial entreveradas o coimplicadas. Todo ello conlleva un pensamiento ambivalente o de doble valencia, atravesado por la contra-dicción que obtiene su articulación en un logos diacrítico de carácter aferente o asuntivo, sintético y re-mediador.

Junto a ello, la aforística sería mi ironía socrática, el ámbito en el que problematizo saberes y cuestiono sabores, donde dilucido mi oscuridad y aclaro mis sombras, ya que la aforística es el foro de lo que carece de fuero, el ágora de lo que carece de aforo, la comunicación de lo incomunicado por excomunicado.

Desde mi propia filosofía relacionista, la aforística se concibe como un relaciocinio relativizador de absolutos, como un relacionismo correlativizador de contrarios y como una red lingüística de urdimbre tramada y de signo dramático. En efecto, el aforismo que cultivo no es trágico o traumático, pero sí tragicómico o tramático, ya que coimplicar los opuestos es afrontar la contradicción real y resolverla en contra-dicción simbólica o surreal.

El ejemplo paradigmático que suelo proponer es que la vida es amor y muerte, coexistencia de eclosión y oclusión, de expansión e impansión: “amor”, amor y desamor, afirmación y negación. Esta misma simbólica la encontramos en Dios, a la vez la luz (dieus) ensombrecida por el diablo, símbolo del símbolo y su síntesis corroída por la analítica diabólica del diablo.

Culturalmente esta reunión de los contrarios comparece tradicionalmente en el mito del héroe y el dragón, en donde el presunto buen héroe resulta aguerrido y dracontiano, armado hasta los dientes, pero amado por la princesa cautiva, mientras se enfrenta a un dragón desnudo, desarmado y desamado cruelmente por la propia princesa. Una lucha desigual que hoy consideramos injusta, ya que el viejo héroe del bien resulta agresivo frente al viejo dragón del mal agredido por aquél.

Nuestra propia propuesta alternativa a semejante contradicción de los contrarios es reconvertirlos en contra-dicción, cuya solución no es la violencia sino la paz, empazamiento o empatamiento de dichos opuestos. La coimplicación de los opuestos se expresa románticamente como el amor de los contrarios de que está hecha la vida, así como ilustradamente como el hermanamiento de los opuestos compuestos por su propia (co)existencia.

La coimplantación de los contrarios fue avisada por la filosofía oriental de Laotsé y por la filosofía occidental de Heráclito, se filtra en la filosofía platónica arribando a Nicolás de Cusa, y se recicla en la dialéctica que arriba a Hegel. Actualmente es la física cuántica la que trabaja con semejante dialéctica o dualéctica de los contrarios, al tiempo que el Círculo de Eranos ha ofrecido una aportación hermenéutica ya insustituible.

Una nueva perspectiva se abre con esta revisión del dualismo clásico y la crítica a su maniqueísmo tradicional. Es una perspectiva perspectivística y no aislada, como anunciaba Ortega, una cosmovisión ecuménica y medial, una concepción transversal de la realidad en su articulación o Logos, traducido por Heidegger como reunión: bajo el símbolo de un ser que no se reduce a ente, cosa o entidad, sino que atraviesa los seres o entes como su junción o conjunción (copula entis).

De este modo la aforística se convierte en una proliferación o diseminación, para decirlo con Derrida, pero que vuelve siempre a la junción o juntura del ser, el cual se define como lo mismo diferenciado, la identidad diferida y herida (didentidad), la cópula energética o surreal del ser y ya no la cúpula eidética o irreal de la idea (abstracta). Inspirados por el Nietzsche menos loco y más lúcido, llamamos a esta cópula del ser “sentido” (consentido o convivido), y ya no la cúpula de la verdad dogmática.

Ahora el mundo es más incierto pero más cierto, más ambiguo pero más vívido, más convaleciente pero más sano. La coexistencia no es ya esto contra aquello, sino esto con aquello, no solo sino también, mediación radical de extremos, curación de opuestos compuestos. Ahora la medicina cultural no trata de salvar la parte frente al todo o viceversa, sino de encajar la parte en el todo y recalar el todo en la parte. Se trata de afirmar la vida y asumir la muerte, de proyectar a Dios contrapunteado por el diablo, de promover al héroe para salvar al dragón.

El relato bíblico de la hermandad de Caín y Abel puede servirnos de arquetipo de lo que estamos diciendo. En el principio era la hermandad, pero es una hermandad fratricida. Caín mata a Abel, y Dios pide explicaciones al asesino –el malo de la película- sobre el asesinato de su hermano el bueno. Es una reacción justiciera propia del Dios antiguotestamentario, que desde el principio apoya al bien frente al mal, a Abel contra Caín, al héroe religioso versus el antihéroe irreligioso.

Pero curiosamente esta mentalidad justiciera queda abolida y transgredida en el Nuevo Testamento, en el que Jesús predica y practica no la justicia sino la misericordia y el perdón, el amor, hasta el punto de colocar en primer término evangélico al pecado frente al bueno, al malo versus el bueno, a la oveja perdida y al enfermo frente al sano. El Dios de Jesús se preocupa por Caín y ya no por Abel, por el hijo pródigo y no por su hermano mayor, por la salvación o redención de lo irredento y no por el justo o santo.

La vieja pregunta del viejo Dios justo a Caín es por Abel –dónde está tu hermano. La nueva pregunta del Dios amor lo es a Abel por Caín: dónde está tu hermano. Porque en efecto, el problema es Caín y no Abel, Caín es el que necesita ayuda, representa el paria en toda sociedad, es el antihéroe dracontiano o monstruoso frente al héroe moral entronizado.

En definitiva, es la hermandad de Caín y Abel lo que hay que reconstruir, el hermanamiento de los contrarios, el apoyo no sólo al bueno de Abel sino al malo de Caín, la apertura de Abel a Caín para que este se abra a aquél, la fratría o fraternidad, el fratriarcado o fratriarcalismo no en su sentido idealista o idílico, sino en su sentido radical de hermanamiento de los opuestos compuestos.

Pus lo que aquí se compone es lo humano, y lo humano dista tanto de lo suprahumano o divino como de la infrahumano, animal o diablesco. El hombre es la mediación de lo divino y lo demónico, el punto de encuentro entre la trascendencia y la inmanencia, la síntesis de lo celeste y lo infraterrestre. El hombre es la encarnación y personificación de la cópula del ser, en cuanto reunión de contrastes y cosnciencia de lo inconsciente, en cuanto síntesis de arriba y abajo, derecha e izquierda, exterior e interior. El hombre es la encrucijada de Hermes entre Dioniso y Apolo, el alma interior del universo, la conciencia de la inconsciencia.

BIBLIOGRAFÍA MÍNIMA

– Luis María Chauvet: Símbolo y sacramento: dimensión constitutiva de la existencia cristiana.

– F.Nietzsche: Humano, demasiado humano.

– M.Heidegger: Carta sobre el humanismo.

– C.Lévi-Strauss: Antropología estructural.

– Jacques Lacan: Escritos.

– S. Breton: El Verbo y la Cruz.

– E.Ortigues: El discurso y el símbolo.

– E.Levinas: Totalidad e infinito.

– J. Moltmann: El Dios crucificado.

– E.Trias: La aventura filosófica.

– P.Lanceros: La herida trágica.

– L.Garagalza: El sentido de la hermenéutica.

– A.Ortiz-Osés: El Dios heterodoxo.

Artículo elaborado por Andrés Ortiz-Osés, Catedrático de Antropología en la Universidad de Deusto y colaborador de FronterasCTR.

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