(Por Samuel Garván) Uno de los grandes misterios del ser humano es el sentido del dolor, del sufrimiento, de la injusticia. El padecimiento de los inocentes fue la experiencia radical para el nacimiento de la Teodicea: ¿cómo puede existir un Dios bueno y todopoderoso que a la vez sea tan insensible al sufrimiento humano? Este tema ha sido tratado en otras ocasiones en la revista Tendencias21, pues es uno de los argumentos en contra de las religiones y divinidades. En este artículo se plantea este asunto desde la óptica filosófica de Schopenhauer. En realidad, para los seres humanos lo que se impone es el instinto por la vida, la transmisión de la vida de padres a hijos, La vida es sufriente, pero la vida tiende a superar el dolor. Pero en el trasfondo de la lucha por la vida, los hombres, inmersos en la duda y en las grandes incógnitas sobre el sentido de todo, han quedado abiertos a multitud de metafísicas que representan para ellos un último posible horizonte de esperanza.
Rastreando el enigma del dolor desde el pensamiento de Teilhard de Chardin
En un artículo publicado en Tendencias de las religiones el 2 de octubre de 2012 titulado “Teilhard de Chardin ante la prueba del sufrimiento humano” (y que aquí reproducimos en parte con algunos añadidos), los autores Leandro Sequeiros y Manuel Medina Casado remiten a una conferencia sobre el dolor pronunciada por Monseñor André Dupleix en noviembre de 2011 en París en un coloquio sobre «La esperanza puesta a prueba por el mal». Su ponencia llevaba por título «¿El final del mal?», y afirmaba, desde la perspectiva del religioso, paleontólogo y filósofo francés Theilhard, que el problema del mal supone un reto sin respuesta racional para las creencias religiosas. ¿Cómo compaginar entonces un Dios misericordioso y sabio con la existencia del dolor, la violencia, la muerte o el sufrimiento de los inocentes?
El problema del mal supone un reto sin respuesta racional para las creencias religiosas. ¿Cómo compaginar un Dios misericordioso y sabio con la existencia del dolor, la violencia, la muerte, el sufrimiento de los inocentes? El teólogo Andrés Torres-Queiruga ha escrito que si Dios es tal como lo describe la teología tradicional, habría que denunciarlo al Tribunal de la Haya.
Las respuestas al sentido del mal están presentes en todas las religiones. Es más: algunos antropólogos postulan que las religiones aparecen como un lenitivo amortiguador del peso insoportable del dolor, del mal y de la muerte.
En el Coloquio “La esperanza puesta a prueba por el mal”, que fue organizado por la Asociación de Amigos de Pierre Teilhard de Chardin y la Cátedra Teilhard de Chardin de las Facultades jesuitas de París, se abordó el tema del dolor y el sufrimiento humano desde la perspectiva del paleontólogo jesuita.
Las intervenciones se organizaron en torno a seis grandes problemas que aborda Teilhard de Chardin en sus cartas y ensayos: las experiencias del mal o mal metafísico; guerra mundial y violencia: una experiencia fundante; la divinización de las pasividades; libertad, pecado y vaciedad; el Cristo salvador y la recapitulación; el final del mal.
Estas ponencias fueron seguidas por unas conclusiones. Todo ello fue publicado en un número especial de la revista Teilhard aujourd´hui de la Asociación francesa de amigos de Teilhard de Chardin, con el título L’Esperance à l´épreuve du mal (Saint-Léger éditions, marzo de 2012, número 41).
André Dupleix y Teilhard de Chardin
El autor de esta ponencia, monseñor André Dupleix, nacido en 1944 en Pau (Francia) ha sido Secretario General adjunto de la Conferencia de obispos de Francia desde 2005. Realizó sus estudios eclesiásticos en el Seminario Mayor de Dax y de Bayona (1962 – 1968) y posteriormente en el Instituto Católico de Toulouse (1968 – 1970). Más tarde, realizó la tesis doctoral en Teología en la Universidad Gregoriana de Roma (1970 – 1973).
Entre 1973 y 1981 fue profesor en el Seminario Mayor de Bayona, Directeur du Centre de culture religieuse de Bayonne (1973 – 1981), Délégué diocésain à l’œcuménisme, Délégué régional – Sud-ouest – à l’œcuménisme (1973 – 1981). Entre 1981 y 2000, profesor del Institut catholique de Toulouse, Professeur à la faculté de Théologie (1981 – 1987), Doyen de la faculté de théologie (1987 – 1993), Recteur de l’Institut catholique (1993 – 2000), Directeur du Service national du catéchuménat (desde 2000), Secrétaire de la Commission épiscopale de la catéchèse et du catéchuménat (desde 2000). Entre otros libros, destacamos Prier 15 jours avec Pierre Teilhard de Chardin (Nouvelle Cité, 1994), del que se han editado 5 ediciones con 11.000 ejemplares. Fue traducido al castellano en 2013 con el título Orar con Teilhard de Chardin. Sirva esta presentación para mostrar la solvencia del autor.
¿Tiene explicación el mal?
“Es comprometedor, tras el conjunto de debates en los que hemos participado, aventurarse con una intervención concluyente sobre el “fin del mal”. Afortunadamente se me ha propuesto este tema con una interrogación, ello hace más creible el contenido, cualquiera que sea el enfoque desde el que sea abordado. Pues, si este tema es una constante que relaciona tanto la tradición bíblica y cristiana, como la relación con Teilhard, y una gran parte del pensamiento contemporáneo, es porque la experiencia del mal es reiterativa, como también lo es la resistencia al mal por todos los medios posibles” – explica Dupleix.
Y prosigue: “Donde la singularidad cristiana aparece es en la siguiente afirmación: que si el mal bajo todas las formas físicas y morales, no tiene un fin visible en la existencia humana y en la historia, no solamente no puede tener la última palabra en cualquier momento en que se encuentre la humanidad, sino que está definitivamente aniquilado por la Resurrección de Cristo”.
¿Qué lugar ocupa el mal en su cosmovisión optimista? Para Teilhard, el mal forma parte integrante de la evolución de una humanidad en génesis permanente hasta su término; pero el término es el cumplimiento en Dios, por la Resurrección de Cristo. Teilhard encuentra en las palabras del capítulo ocho de la Carta de Pablo de Tarso a los Romanos una clave importante. Pablo nos dice:
«Estimo pues, que los sufrimientos del tiempo presente no son proporcionados con la gloria que debe revelarse en nosotros. Pues la creación espera con impaciencia la revelación de los hijos de Dios: liberado del poder de la vanidad, no por su decisión, sino por la autoridad de aquel que le ha liberado, ella guarda la esperanza, pues ella también será liberada de la esclavitud de la corrupción, por tener parte en la libertad y en la gloria de los hijos de Dios. Nosotros lo sabemos ciertamente: la creación entera gime aún hoy con dolores de parto» (Rom. 8, 18-22).
Para los exegetas, el parto definitivo, el nacimiento de lo alto, por Cristo en el Espíritu, harán también decir a Pablo, desde ahora, desde esta vida, hablando de la muerte, la forma más dolorosa del mal: la muerte ha sido destruida por la victoria. Muerte, ¿dónde está tu victoria? (1 Cor. 15, 54-55).
André Dupleix propone cinco puntos que considera se encuentran en relación continua con el pensamiento de Teilhard: una perspectiva general; de lo múltiple a la Unión; las sombras de la fe; un debate teológico abierto; y el término “último”.
Teilhard de Chardin intenta justificar el dolor: perspectiva general
Para entender el sentido del mal en Teilhard conviene recordar este texto de “La Energía Espiritual del Sufrimiento”: Sí, cuanto más hombre se hace el hombre, más se incrusta y se agrava –en su carne, en sus nervios, en su espíritu, el problema del Mal: del Mal por comprender y del Mal por sufrir».
Según Dupleix, Teilhard va a experimentar, desde un extremo a otro de su vida, la experiencia existencial del fracaso humano. «Nada se parece tanto como la epopeya humana a un camino de cruz…», escribe Teilhard en el apéndice de El Fenómeno Humano.
Y esto no será solamente el fruto de su lúcida observación del mundo, sino una experiencia personal ininterrumpida. Pero la prueba y los zarpazos del mal serán siempre soportados como un umbral de peligro y una victoria, con Cristo, bajo las fuerzas de la resignación y de la capitulación.
Pero hay un error grave que debemos evitar al hablar de Teilhard. Es el de quedarnos solamente con la dimensión estadística del mal. Es el caso, ciertamente, desde un cierto punto de vista de su análisis. Pero nosotros no podemos quedarnos con la perspectiva de un mal –inherente a la estructura incluso del universo y del hombre-, lo que sería su finitud fundamental. Si el mal puede tener un fin [temporal], es porque no tiene ni finalidad ni finitud… Escribe su comentarista Rideau (El pensamiento de Teilhard de Chardin): “Independientemente pues de la solución sobrenatural, la solución del problema del mal, no es otra que la inmortalidad de las personas y de la colectividad humana, al término de una historia que converge hacia un Fin trascendente”. Pero la solución última es sobrenatural. La muerte no es el umbral de cualquier inmortalidad. Teilhard escribe en El Medio Divino:
“El gran triunfo del Creador y del Redentor, en nuestras perspectivas cristianas, es haber transformado en factor esencial de vivificación aquello que, en sí, es una potencia universal de disminución y de desaparición… Y así, [el nefasto poder de la muerte] de descomponer y de disolver se encontrará atrapado por la más sublime de las operaciones de la vida. Aquella que, por naturaleza, estaba vacía, hueca, vuelve a la pluralidad, puede llegar a ser, en cada existencia humana, plenitud y unidad en Dios”.
Para Dupleix, en esta lucha permanente entre las agresiones del mal y las fuerzas de la vida que Dios despliega en nosotros, se plantea evidentemente la cuestión del origen del pecado, indisociable para Teilhard del origen del mal. También si se habla de pecado original, se podrá igualmente hablar de mal original. Siendo correlativo el fin del pecado con el fin del mal. La oposición al pecado es una manera de resistencia al mal, del cual no es más que uno de los aspectos, aunque no de los menores, para Teilhard.
Ahora bien, para Teilhard, el fin del pecado –definitivo o anticipado en cada instante de la existencia por la resurrección- es Cristo. El Cristo salvador y redentor. Si el pecado afecta al conjunto de la Humanidad, las fuerzas de la Evolución no pueden en cualquier circunstancia cambiar o disminuir los contornos y los efectos. Sólo Dios se levanta contra el pecado y el mal y sus dramáticas consecuencias. Escribe en “Cristología y Evolución” (Lo que yo creo): La idea de caída no es en efecto, en el fondo, más que un intento de explicación del Mal en un universo fijo. He aquí por qué nos oprime. En consecuencia, es el problema del Mal en sus relaciones con el Cristo lo que necesitamos respirar, retomar y repensar, con un estilo adecuado a nuestras visiones cósmicas actuales. El pecado original es una solución estática del problema del Mal.
El problema del pecado original
Para Teilhard, si hay un dogma del pecado original, ¿no habría que hacer una transposición de la imagen clásica de la caída –pues la palabra no alimenta nuestro espíritu ni nuestros corazones- poniendo atención a la teología de la Redención? Continúa el mismo texto: «Una transposición del tipo que sugiero, deja subsistir totalmente, e incluso salva, en su esencia, esta realidad en concreto y esta urgencia de la Redención que los concilios han tratado de definir».
A pesar de esta precaución del anuncio, Teilhard está llevando a reconsiderar, al mismo tiempo que la formulación del dogma tradicional del pecado original, el contenido mismo de una parte de la afirmación dogmática. Esto, dentro de la lógica de su concepción de la Revelación. El replanteamiento no tanto sobre el pecado mismo cuanto sobre su origen y su relación con la muerte: la muerte precede al pecado. La consciencia de drama fundamental, ligado a la muerte, está intensificada por el pecado. Debe hacerse una nueva lectura del papel personal del hombre en el origen del mal y de la relación entre el mal y la salud.
La preocupación de Teilhard es comprender mejor, teniendo en cuenta sus convicciones personales, la afirmación de San Pablo en la primera carta a los Corintios: «ya que la muerte vino por un hombre, por un hombre también viene la Resurrección de los muertos. Como todos mueren en Adán, en Cristo todos recibirán la vida» (I Cor 15, 21-22).
Finalmente, ¿el pecado original no será algo demasiado ‘poca cosa’ para Cristo? Todo el mal por el que es confrontada la humanidad no puede provenir de un solo hombre. Él [Teilhard] interpreta en este sentido las palabras de Pablo: “por el pecado vino la muerte”, per peccatum mors (Rom 5, 12): El pecado original no explica por sí solo todo el dolor y toda la muerte humana. Por san Pablo, explica todo el sufrimiento. Ésta es la solución general del problema del mal.
En el universo tal como nosotros lo conocemos hoy y del cual nuestro Mundo no es más que un elemento, «el pecado original simboliza simplemente la inevitable suerte del Mal… atado a la existencia de todo ser participado… El pecado original es la esencial reacción de lo finito por el acto creador. Inevitablemente, con el favor de toda la creación, él se desliza por la existencia. Él es el revés de toda la creación», escribe en Caída, Redención y Geocentría.
Nuestra perspectiva geocéntrica conduce a un distanciamiento considerable entre un origen puntual del mal, ligado a un solo acto del primer Adán, y la acción universal del segundo Adán: La Humanidad, muy probablemente… es “una entre mil”. ¿Cómo puede ser que, entonces, que ella haya sido elegida contra toda probabilidad, para ser Centro de la Redención? ¿Y cómo, a partir de ella, la Redención puede propagarse de astro en astro?
Teilhard no niega que un cierto número de cuestiones quedan aún sin respuesta para él. Prosigue el texto anterior: Es uno de los momentos en que uno se desespera por despejar los dogmas católicos del geocentrismo en el seno en que han emergido. Y así, una cosa es más segura que ninguna otra, en el Credo católico: esto es, que hay un Cristo “por el cual todo se mantiene” (Col. 1,17) Todas las ciencias secundarias deberán ceder, si es necesario, ante este artículo fundamental. Cristo es todo o nada.
En Cristología y Evolución, Teilhard precisa su búsqueda. Pecado y muerte están ligados en san Pablo, lo dice expresamente: El pecado se paga con la muerte. (Rom. 6,23) Pues la muerte es el mal absoluto, es precisamente sobre este punto sobre el que Teilhard reacciona en “Cristología y Evolución”: De hecho, a pesar de distinciones sutiles de la teología, el Cristianismo se ha desarrollado bajo la impresión dominante de que el Mal en torno nuestro había surgido de una culpa inicial.
Para Dupleix, si ello se analiza desde una perspectiva de un mundo en evolución se dibuja un cambio importante, con consecuencias nada desdeñables para la teología: Puesto que sin perder nada de su gravedad ni de sus horrores, el Mal deja, en este nuevo contexto, de ser un elemento incomprensible para hacerse un rasgo natural de la estructura del Mundo.
El mal en el mundo creado
Se trata ahora, pues, de situar el mal en el orden de un mundo creado. Para Teilhard el mal es la otra vertiente de lo múltiple en la que ha sido creado necesariamente el mundo. La hipótesis de un Dios perfecto que no puede crear más que un ser participado perfecto es una hipótesis gratuita. No es posible considerar el mal – prosigue Dupleix- como un accidente imprevisto del universo. El mal es un enemigo, una sombra suscitada por el mero hecho de la creación. En el momento en que Dios crea, una terrible tensión se realiza, de la cual su amor toma inmediatamente parte.
Este combate de Dios contra el mal es un tema que se encontrará en diversos escritos patrísticos. San Ireneo, en un texto importante de su obra Adversus Haereses, considera al hombre del Paraíso no como un ser perfecto, sino como un ser inacabado y por tanto frágil: es “imposible, en efecto, que sean increados, seres nuevamente producidos. Si bien, por el hecho de no ser increados, son inferiores a lo que es perfecto: porque por el hecho de que ellos han venido nuevamente a la existencia, son niños pequeños, y por el hecho de que son niños pequeños, no están acostumbrados ni ejercitados en la conducta perfecta”. San Agustín, por el contrario, se opondría a ello, prefiriendo considerar a Adán como un superhombre. Se puede atisbar en la afirmación de Ireneo una hipótesis que introduce la idea de una evolución en la creación del hombre, y consecuentemente el rechazo de un esquema que hace depender el pecado de la caída incomprensible de un hombre creado en un instante adulto y enteramente bueno.
Comprendemos entonces cómo el esquema teológico tradicional ha vuelto: la muerte no es una consecuencia del pecado, sino el primer descubrimiento trágico de la conciencia libre en el momento en que recibe la Revelación de la vida… El hombre, creado enteramente libre por Dios, se encuentra inmediatamente comprometido en una lucha contra las fuerzas de desagregación, una subida hacia la más grande comunión, una vía trazada hacia la culminación. En este sentido, el Hombre es creado a imagen del Dios de la vida, incluso en un mundo donde la muerte es un hecho estadístico.
El pecado interviene en el momento en que el hombre se cierra a la Revelación de Dios y al amor. Suprime la tensión inevitable que constituye el ascenso hacia la cumbre, se repliega sobre sí mismo, se aísla, se erige en poder, se hace superhombre o se hace Dios. Entonces, en situación de pecado, el hombre no es ya en apariencia la imagen de Dios, quedando todo en él misteriosamente unido por la única fuerza de la fidelidad divina, llegando a ser imagen de la muerte, puesto que el pecado en sí, es imagen de la muerte.
Para Dupleix, el pecado como expresión del mal, es pues un hecho tan constatable como la muerte. Teilhard no lo niega. Pero lo asocia tanto más, pues, a su antítesis redentora victoriosa: el Cristo, cuyo papel único le sitúa en cierto modo “en el corazón del pecado”. “Dios lo ha hecho pecado por nosotros” (2 Cor. 5,21). Pecado, pero no pecador. El Cristo está en el centro del misterio del mal, pues el distanciamiento de la Cruz será al mismo tiempo el reconocimiento y la provocación. Pero él sigue siendo la vida, en el instante mismo en que la iniquidad triunfa. El hombre-Dios es glorificado desde que el grano cae en tierra. El Cristo es en este sentido el modelo absoluto de combate contra el mal y el pecado. En “El Cristo evolucionador” (En: Lo que yo creo), escribe: Cualquiera que sea el paso hacia delante que se decida a dar el pensamiento cristiano, se puede afirmar que se dará en el sentido de una conjunción más estrecha entre las fuerzas de la Muerte y las fuerzas de la Vida en el interior de un Universo en movimiento, es decir, finalmente entre la Redención y a la Evolución.
La divinidad se oculta
Teilhard se opone a la solución, que sería insoportable, de un Dios que prueba el amor de sus criaturas ocultándose voluntariamente a sus ojos o a su corazón: Habría que estar incurablemente perdido por los ojos del espíritu si no hubiéramos encontrado jamás en uno mismo o en los otros el sufrimiento de la duda, para no sentir lo que esta situación tiene de detestable.
Una sola explicación es posible de cara a esta oscuridad de la fe, que no es más que un caso particular del problema del mal: Reconocer que si Dios nos deja sufrir, pecar, dudar, es que el no puede, ahora y de golpe, curarnos y mostrarse. Y si él no puede, es únicamente porque nosotros somos todavía incapaces, a causa del estadío en que se encuentra el Universo, en cuanto a organización y en cuanto a luminosidad, escribe en Como yo Creo.
Estas proposiciones tienen a primera vista, un aspecto provocador desvelado entre otros por Bruno de Solages: “por bello que sea este texto y misterioso el problema del mal, yo no acepto la idea de que Dios no haya podido operar de otro modo al crear la dolorosa condición humana tal como ella es, y haya sido que haya sido, en cierto modo un prisionero. Yo le escribí mis impresiones. Él me respondió”.
La respuesta de Teilhard – según Dupleix -se apoya en la necesidad de reconocer la creación como un proceso evolutivo. Y sólo es en este contexto en el que puede ser percibida la acción salvadora de Dios. Ello supone igualmente la participación de la libertad humana, que no ha sido creada de un golpe sino que se despliega progresivamente: Para nuestro espíritu, una creación se expresa necesariamente bajo la forma de una evolución. Si Dios ha creado, él no puede hacerlo más que por proceso evolutivo, y ello, no por limitación de su potencia creadora, sino porque tal es la ley ontológica de lo Real participado. (Entre paréntesis, no veo más que esta forma de solucionar el problema del mal). Una creación instantánea (como la creación de un objeto aislado) me parece un absurdo filosófico.
Una alternativa vital ante el dolor: asumir el impulso a la vida, abiertos a la esperanza
“El arte de la vida es el arte de evitar el dolor” (Thomas Jefferson)
Pero ¿es suficiente esta justificación teológica y espiritual de Teilhard de Chardin? Posiblemente sea necesario explorar otros territorios. Y es lo que, desde otras perspectivas, vamos ahora a intentar. Thomas Jefferson escribió que “el arte de la vida es el arte de evitar el dolor”. A partir de este frase, he intentado una salida racional y emocional al problema de la aceptación del dolor. Lo que la mayor parte de la gente quiere, por no decir la totalidad es dejarse llevar por el impulso a la vida. En ese impulso asumimos todos los condicionamientos físicos y biológicos, evolutivos, del impulso emocionalmente a dejarnos llevar simplemente por la vida. Esto se vislumbra en el trasfondo de la filosofía de Schopenhauer. Nuestra tesis es que el dolor se asume en el impulso a la vida y que la vida impulsa a metafísicas – como pueda ser la cristiana, la de Teilhard – que, en último término, sitúan la vida, aunque desde la duda e incertidumbre, en un último horizonte de esperanza. A las complejas metafísicas religiosas ante el dolor, entre ellas la de Teilhard, puede haber una alternativa inmediata: la simple asunción instintiva, no racional, del impulso a la vida y la apertura al impulso final a la esperanza.
No hace mucho, en otro lugar, me referí a algunos aforismos. Uno de ellos pretendía ser parte de una especie de diálogo entre un hijo y su madre, y venía a decir así:
– ¡Come, hija mía! estudia, aprende, y crece sana. Consigue un buen trabajo, forma una familia y ¡dame nietos!
– Pero, ¿para qué quieres que haga todo eso mamá?
– ….
¿Para qué? Dos simples palabras que engloban y participan en cada pregunta filosófica fundamental imaginable. Desde luego, todos los progenitores vivimos en mayor o menor medida con un ansia natural porque nuestra progenie crezca sana, alcance la edad fértil, y acabe ella misma formando su propia familia. Esto es algo natural. Cualquier perjuicio que pueda sufrir uno de nuestros hijos nos duele tanto como si nos ocurriera a nosotros, y toda nuestra conducta termina casi por completo orientada en conseguir precisamente que estos hijos nuestros sigan con éxito el ciclo de la vida.
Necesitamos que nuestra descendencia coma bien y que crezca sin problemas, que se adapten al mundo aprendiendo alguna profesión de manera que puedan conseguir el día de mañana los recursos necesarios con los que puedan hacer frente por ellos mismos al coste vital. Deseamos desde lo más profundo de nuestro instintivo ser que los niños se hagan adultos y que continúen el mismo ciclo en el que nosotros ya participamos.
Todo esto es así; es algo natural e instintivo, y no es necesario siquiera reflexionar sobre el para qué de dicha conducta, es algo que simplemente sentimos. Tampoco el niño suele preguntarse sobre el porqué de todos esos actos «amorosos» del progenitor en su favor, los da instintivamente por algo necesario. Porque el niño conoce también las «reglas» naturales del juego, y actúa en consecuencia continuando el ciclo vital sin ni siquiera cuestionarlo por un segundo.
La vida es lucha y sufrimiento
Por tanto, en el mundo natural, ese en el que todos nos movemos a diario; ni progenitor ni progenie se preguntan por esa velada lucha vital en la que ambos participan siguiendo una especie de simbiosis de sentimientos y emociones que finalmente se traducen en una colaboración mutua que deben obedecer: el primero se convierte en un apasionado maestro y mentor que ya no puede hacer otra cosa más que desvivirse por el segundo, un apasionado nuevo ser que no puede hacer otra cosa más que aprovecharse del esfuerzo paterno para lograr la madurez requerida con la que poder continuar este engranaje vital humano.
Pero como, nos guste o no, jamás podremos poner en duda seriamente el sentido de esta histórica sucesión vital (limitándonos por siempre como especie a actuar pragmáticamente hacia donde la naturaleza nos dirija en cada momento), nos debemos contentar con poder al menos filosofar sobre el sentido de nuestra lucha; pretender comprender la verdadera naturaleza esencial oculta tras nuestros sentimientos.
Y nos debemos limitar a filosofar sobre el tema, porque es un hecho que casi todos sentimos (y obedecemos) de manera innata estas emociones que nos hacen ser primero hijo, y más tarde padre, empujándonos con vehemencia a representar el ciclo de la vida. Ciertamente ninguna reflexión ni razón va a poder cambiar nunca nuestro instinto vital. La evolución ha grabado a fuego nuestras necesidades, y por mucho que reflexionemos sobre tales necesidades, no lograremos modificar nunca qué es lo que queremos ni lo que sentimos. Los sentimientos y las emociones son más fuertes que la razón, y es precisamente esa fortaleza la que blinda los «fines» evolución, los cuales no pueden ser por tanto contradichos de ninguna manera por argumentos llegados desde la reflexión.
La respuesta de Shopenhauer
Como el maestro Schopenhauer escribió una vez: «El hombre puede, acaso, hacer lo que quiere; pero lo que no puede es querer lo que quiere». Y la causa de esta imposibilidad práctica se origina en nuestra programación cerebral evolutiva. El ser humano es una especie sentimental por naturaleza, y debe siempre actuar de modo que se satisfagan esas innatas necesidades emocionales por mucho que razone sobre el mundo. De hecho, la mayor fuente de dolor que puede padecer un hombre proviene de la frustración aparejada a cualquier pretendida obstinación por ir desde la razón en contra de los instintos naturales evolutivos. Es esa una pelea interna llena de sufrimiento y condenada además desde el principio al fracaso.
En resumen: que ni hijo ni padre saben (ni necesitan saber) para qué nacen y viven del modo en que lo hacen. No conocen ni quieren conocer por qué quieren lo que quieren, sino que les basta con satisfacer aquello que sienten que quieren. Y en realidad, en esto nos movemos todos de una manera u otra: somos peleles, marionetas autónomas obligadas a cumplir una función natural siguiendo una guía emocional.
Es evidente para todo aquel que se molesta en reflexionar, que sólo somos complejas máquinas térmicas persiguiendo una única finalidad y necesidad esencial velada detrás de todo lo demás: una necesidad forjada en el caso humano por trillones de conexiones neuronales en el cerebro. Una conexión cerebral que se limita a generar tras su procesado eléctrico una salida enfocada en última instancia siempre en un único «fin»: continuar sin interrupción con el eficiente ciclo de consumo y destrucción que la propia complejidad de la vida lleva implícita. Eso es todo.
El cerebro en su conjunto es un instrumento natural más, y como tal, debe su ser al proceso evolutivo lo que implica que debe su persistencia también en saber aportar a los «objetivos» evolutivos que le dieron forma. Realmente el padre quiere al hijo y el hijo quiere al padre únicamente porque forman parte de un medio por el que la naturaleza satisface su propia esencia.
La madre filósofa responde
Por tanto, la madre del aforismo debería haber seguido el diálogo de la siguiente manera:
– ¡Come, hija mía! estudia, aprende, y crece sana. Consigue un buen trabajo, forma una familia y ¡dame nietos!
– Pero, ¿para qué quieres que haga todo eso mamá?
– Para que logremos así entre las dos satisfacer una necesidad natural esencial básica: intentar contribuir apasionadamente durante nuestra temporal existencia, y con todas nuestras fuerzas en que el consumo y la destrucción de la energía libre disponible en el mundo se acelere en lo posible. Y lo mejor que puedes hacer por «ayudar» a la naturaleza a saciar su acuciante necesidad de consumo es simplemente continuar el ciclo vital de la manera más «provechosa» posible. Así que come, estudia, crece, trabaja, forma una familia y dame nietos. Y de esa manera ambas nos sentiremos felices, puesto que con esta conducta seremos gratificadas por la propia naturaleza.
No se me ocurre respuesta más honesta que esa. Y nadie sabe realmente si esta tendencia básica natural por «buscar» y «explorar» estructuras y caminos con los que acelerar el consumo de energía libre (i.e., maximizar la generación de entropía) obedece a algún designio o deseo trascendente. No sabemos (ni por desgracia podremos saber nunca) si nuestra existencia, que ahora entendemos como un simple medio con el que lograr de manera eficiente esta satisfacción termodinámica, tiene detrás (más allá del fenómeno) algo así como un Ente (o entes) que de alguna manera saquen provecho de esta «muerte» térmica acelerada de nuestro Universo inmanente. Es posible que sea así, y es posible que no lo sea. E incluso si Alguien o Algo se aprovecha finalmente de esta necesidad natural de destrucción acelerada, todavía tenemos una infinidad de tesis imaginables que podrían explicar cuál podría ser la Necesidad trascendental saciada con un mundo como el nuestro.
Es decir; que incluso dejando de lado la casualidad y el principio antrópico, todavía hay una infinidad de metafísicas posibles que podrían sustentar (o no) esta tendencia ontológica natural en favor del consumo acelerado de la energía libre.
Evidentemente no es la única posibilidad metafísica imaginable, aunque sí es una cosmovisión completa (no deja preguntas abiertas), y muy acorde con los hechos empíricos observados (es bastante explicativa y sencilla en el sentido de Occam). Pero siendo justos, el diálogo anterior debería acabar de la siguiente manera:
– ¡Come, hija mía! estudia, aprende, y crece sana. Consigue un buen trabajo, forma una familia y ¡dame nietos!
– Pero, ¿para qué quieres que haga todo eso mamá?
– Para que logremos así entre las dos satisfacer una necesidad natural esencial básica: intentar contribuir apasionadamente durante nuestra temporal existencia, y con todas nuestras fuerzas en que el consumo y la destrucción de la energía libre disponible en el mundo se acelere en lo posible. Y lo mejor que puedes hacer por «ayudar» a la naturaleza a saciar su acuciante necesidad de consumo es simplemente continuar el ciclo vital de la manera más «provechosa» posible. Así que come, estudia, crece, trabaja, forma una familia y dame nietos. Y de esa manera ambas nos sentiremos felices, puesto que con esta conducta seremos gratificadas por la propia naturaleza.
– Lo entiendo mamá, pero esa gratificación de la que hablas viene acompañada también de mucho castigo y frustración, de una amarga lucha diaria simplemente por saciar esa necesidad natural termodinámica que comentas. ¿Realmente merece la pena padecer para «ayudar» en semejante fin completamente indiferente a nuestro destino como individuos? ¿Te parece lógico obedecer sólo porque somos chantajeados con un poco de emoción positiva cada vez que actuamos en favor de este fin, y para evitar la emoción negativa que inmediatamente sentimos en cuantos nos salimos del redil? ¿Debemos rendirnos ante esta tiranía natural?
– Hija mía, eso no lo sé. No sé si debemos rendirnos o no ante esta esencia natural que nos engatusa y nos empuja en lo que parece ser su «interés personal», porque no sé qué se puede esconder detrás del fenómeno natural. No puedo comprender si este papelucho que llamamos vida y que nos vemos obligados a escenificar sirve o no para algún fin trascendente. No puedo estar segura de que dejarse llevar no sea la opción correcta porque no sé si alguien o algo hallará después de todo fruto de toda nuestra lucha. Y del mismo modo tampoco puedo valorar, llegado el caso, sobre si dicha utilidad trascendente puede merecer o no la pena. Nuestro conocimiento sobre la Verdadera esencia del mundo es muy parcial, sensible, sesgada y se encuentra velada tras el modo en que nuestro cerebro evolutivo funciona. Valorar si la vida merece o no objetivamente la pena es tanto como pretender adivinar si el mundo natural posee un trasfondo pragmático más allá del mero fenómeno. Todo acaba siempre en una suposición infundada, una pura especulación sobre la esencia y el origen de la propia realidad inmanente: en una creencia y un prejuicio subjetivo y personal de cada hombre que vive y piensa. Ha habido de hecho en la historia tantas metafísicas distintas como personas han poblado el planeta; y la vida tendrá o no tendrá un sentido objetivo (externo), pero es ese un conocimiento que jamás nadie podrá abarcar fuera de toda duda. Por lo tanto, yo no puedo más que aconsejarte que simplemente te dejes llevar, hija mía. Que no sufras más de lo necesario luchando contra algo que no puedes comprender si merece o no la pena. Déjate llevar y realiza el trabajo que naturalmente se te ha asignado, aprovecha la más nimia gratificación que se te ofrezca, y evita siempre el dolor que supone contrariar los fines de nuestro «diseñador» evolutivo. Y aunque nunca sabremos si nuestra lucha finalmente irá a servir para algo importante o digno del dolor padecido, al menos podemos mantener la esperanza de que así sea. De todas formas, nuestra existencia es breve y de algún modo siempre soportable; y por supuesto, también es confortable saber que cada segundo vivido supone siempre un irreversible paso adelante en favor de terminar con el propio potencial de sufrimiento. Cada uno de nuestros suspiros, lamentos y gemidos consumen necesariamente de un modo u otro este potencial Universal capaz de generar nuevo sufrimiento, y supone al mismo tiempo una aportación en favor de la «muerte» térmica del mundo. Toma así cada instante de tu vida como un pequeño sacrificio gracias al cual todo podría terminar cuanto antes y por toda la eternidad.
Samuel Garván Pérez es ingeniero por la Universidad de Cádiz y colaborador de FronterasCTR
Los comentarios están cerrados.