En un artículo publicado recientemente Francisco García Martínez muestra cómo la violencia es un intento de realizar la propia identidad anulando la del otro y después se centra en la praxis de Jesús frente a ella. A pesar de que su acción mesiánica es beligerante y dura, de forma que podría ser comprendida como violenta, su finalidad paradójica es revelar y desmontar los sistemas que esconden la verdadera violencia que anula la identidad de muchos a través de sistemas de estigmatización social. Esta acción va a generar una violencia reactiva con la que Jesús acepta cargar mostrando un camino paradójico de mantener su propia identidad salvífica. La ‘violencia’ de su ministerio aparece entonces como una acción límite de regeneración social y salvación.
La violencia que da vida
¿Es posible identificar claramente cuándo una acción es violenta? A veces no tanto. Pensemos en esta comparación: una cirugía a corazón abierto y los sacrificios humanos aztecas. Ambos implican abrir el pecho y extraer el corazón. Sin embargo, uno lo vemos como sanador y el otro como bárbaro. Curiosamente, los aztecas creían que sus sacrificios mantenían el ciclo de la vida, lo que nos obliga a preguntarnos: ¿cuándo una agresión deja de parecer violencia?
La clave está en cómo justificamos esa acción. Slavoj Žižek distingue entre violencia subjetiva (la que vemos claramente) y objetiva (la que está tan integrada en el sistema que ni se nota). Por ejemplo, muchas estructuras sociales están construidas sobre actos de exclusión o sacrificio de “otros” que no se ven como plenamente humanos. Esto es lo que René Girard llamó “violencia sacrificial”: sostener el orden social a costa de estigmatizar y excluir a un individuo o grupo.
El gran problema, entonces, es que solemos definir lo humano en función de nuestro grupo, lo que convierte a los de afuera en “menos humanos”. Así se justifica la violencia: económica, cultural o física. Desde Sócrates hasta víctimas contemporáneas, siempre hay alguien sobre quien se descarga esta violencia “justificada”.
La verdadera violencia, como dice Paul Gilbert, es invadir el espacio del otro sin respetar sus límites. Es la imposibilidad de detenerse ante el prójimo, como señala Martín Steffens. Para Girard, el mandamiento bíblico de “no codiciar” es justamente una forma de frenar este deseo de apropiación.
Hoy, con mayor conciencia sobre la dignidad humana, el mecanismo sacrificial ya no se sostiene. Pero sigue activo, disfrazado. La pregunta es: ¿cómo seguir “alimentando al sol” sin seguir sacrificando al otro? La salida no está en negar la violencia, sino en desenmascararla.
La visita de Jesús a Gerasa
El evangelio de Marcos nos presenta un episodio revelador sobre cómo funciona la violencia oculta en nuestras sociedades: el encuentro de Jesús con el endemoniado de Gerasa (Mc 5,1-20). A primera vista, la ciudad parece vivir en paz, pero esta “normalidad” se sostiene a costa de un excluido: un hombre deshumanizado, atado y marginado, que vive entre los muertos. Su locura, más que una enfermedad, es la expresión de una identidad arrancada por la comunidad. Jesús no habla con él, sino con los demonios que lo habitan —una imagen clara del sistema que lo oprime.
Cuando Jesús lo libera y le devuelve su humanidad, la ciudad se llena de miedo y le ruega que se marche. ¿Por qué? Porque ha desactivado el mecanismo sacrificial que sostenía su frágil orden social. Como explica Girard, toda sociedad se basa en este tipo de exclusiones para mantener la “paz”. Al exponer esa mentira, Jesús se convierte en amenaza.
Este acto no es una violencia cualquiera. No es la violencia objetiva del sistema, ni la subjetiva de una agresión visible, como distingue Žižek. Es lo que podríamos llamar “violencia mesiánica”: una acción que rompe el círculo de exclusión sin anular al otro. Jesús no destruye para imponer su identidad; la ofrece para liberar a los que viven oprimidos por un orden que margina.
Por eso, su presencia desestabiliza todo sistema construido sobre el principio “yo o el otro”. Y por eso es tan rechazada. Su forma de actuar —firme frente a la injusticia, pero no violenta cuando el daño lo afecta a él— revela una libertad radical frente al mal. Una luz que, como dice el evangelio de Juan, las tinieblas no quieren recibir. Al final, su condena a muerte es el precio que la sociedad paga por no tolerar esa verdad incómoda.
La violencia mesiánica de Jesús
El ministerio mesiánico de Jesús se revela como un “signo de contradicción” porque desafía el orden social que excluye y deshumaniza a los marginados, representados simbólicamente por las “fosas comunes”, lugares donde desaparecen identidades para mantener una falsa paz social. Jesús recupera a estos excluidos —pobres, enfermos, pecadores— que viven en los márgenes, devolviéndoles dignidad y humanidad. Así, rompe la lógica de exclusión que sostiene la violencia estructural.
Su acción provoca una reacción violenta porque desvela la mentira y la injusticia en que se basa el sistema social. Por ejemplo, al sanar a la hemorroísa y obligarla a situarse en el centro del grupo, desafía la estigmatización y expone la hipocresía social. Jesús mismo anuncia que su misión traerá división, pues predicar el Reino de Dios significa romper con el orden establecido, que se sostiene en la exclusión y la violencia sacrificial.
Aunque usa un lenguaje fuerte y gestos violentos, como en la expulsión de los mercaderes del templo, su violencia es mesiánica: no destruye la identidad del otro, sino que busca revelar y sanar la violencia oculta que oprime. Es una “violencia redentora”, como un cirujano que duele para curar.
Finalmente, Jesús acepta la violencia que genera su mensaje, incluso hasta la cruz, donde su sufrimiento se convierte en el último acto de revelación y salvación. Su ejemplo invita a una transformación profunda: aceptar las heridas que nos causamos mutuamente para construir una paz verdadera, basada en el amor que soporta el dolor y supera el odio. Así, la “violencia convertida” de Jesús es la vía para desactivar la violencia que domina al mundo y abrir paso al reinado de Dios, que libera del dominio de las tinieblas y permite la verdadera justicia y reconciliación.
Jesús, la Iglesia y el mundo contemporáneo
La comunidad mesiánica de Jesús, definida por el Concilio Vaticano II como “sacramento de unidad del género humano”, es un espacio donde las diferencias y conflictos pueden encontrar una forma que preserve la identidad de todos. Esta comunidad acoge las bienaventuranzas como su forma de ser, siendo pacífica y con un corazón puro, libre del mal y de cualquier violencia. Es un lugar de misericordia y hospitalidad para los excluidos, pero también conflictivo, pues no acepta la exclusión de nadie. Es la comunidad de los mártires por la justicia divina que, junto a Jesús, pueden ofrecer paz incluso en medio de la violencia.
La Iglesia, siempre en proceso de purificación, debe reconocer sus propias complicidades con la lógica de sacrificio y rivalidad que la habitan. Los textos neotestamentarios exponen claramente los conflictos externos e internos que la Iglesia enfrentará, así como la necesidad de dar testimonio frente a las injusticias sociales, aunque eso implique sufrimiento, siempre desde la identidad que Cristo ofrece, que acoge a todos y redefine la forma de ser de cada uno.
Jesús denuncia la violencia como un instrumento perverso utilizado para mantener la paz social, y su ministerio no busca condenar a los violentos, sino despertar su conciencia y promover la conversión. Además, advierte contra el victimismo entendido como una forma de poder que puede perpetuar las rivalidades y exclusiones. En un episodio significativo, Jesús reprende a sus discípulos por querer responder a la violencia con más violencia.
Su propuesta se fundamenta en un orden escatológico, que coincide con la vida misma de Dios. Desde esta perspectiva, Jesús acepta la cruz, que representa la última violencia, la violencia del amor que rompe con toda justificación de exclusión y abre la posibilidad de una nueva vida. Este orden sostiene la cruz como juicio sobre la lógica violenta del mundo y como esperanza para todos, incluso para aquellos rechazados o marginados.
Coda final
El seguimiento de Cristo no es solo una idea, sino un vivir que evita reducirlo a un concepto estático. La no-violencia auténtica no se reconoce en la dulzura superficial, ni en la calma indiferente, ni en el autocontrol frío. El verdadero no-violento enfrenta el conflicto con honestidad y conciencia, buscando resolver sin engaños ni manipulaciones. No rehúye la cólera ni busca provocar piedad, sino que persigue un acuerdo genuino. Incluso las palabras duras, gestos fuertes o golpes, pueden ser no-violentos si buscan sanar y liberar, no dañar ni someter.
*Resumido del artículo: García Martínez, F. (2025). La violencia mesiánica de Jesús. Razón Y Fe, 289(1466), 121–139. https://doi.org/10.14422/ryf.vol289.i1466.y2025.005