( Por José Manuel Caamaño – Pablo de Felipe) Existen obras que por su valía adquieren en muy poco tiempo el carácter de clásicas dentro de su disciplina. Eso es lo que ha sucedido con el libro de John Hedley Brooke titulado Science and Religion. Some Historical Perspectives, un clásico del estudio de las relaciones entre ciencia y religión. Pues aunque fue publicado originalmente en inglés en 1991, tanto sus contenidos como su enfoque siguen gozando de una enorme actualidad a pesar del cuarto de siglo que ya tiene a sus espaldas. Se trata de una obra que además ha tenido una más que positiva aceptación entre sus lectores, algo de lo cual dan muestra tanto el reconocimiento recibido en 1992 con el premio Watson-Davis de la History of Science Society al mejor libro de historia de la ciencia dirigido al público en general (incluyendo la enseñanza universitaria), como también sus distintas reimpresiones y la gran cantidad de idiomas al que ha sido traducido a lo largo de estos años. Por eso celebramos que esta magna obra del profesor John H. Brooke se ofrezca (gracias al esfuerzo de la editorial Sal Terrae y el servicio de publicaciones de Comillas) en su edición española.
La extensión de la tesis del conflicto entre ciencia y religión
En las últimas décadas se ha producido una ingente bibliografía sobre la relación entre la visión del mundo procedente de las ciencias y la propuesta en las diferentes tradiciones religiosas, algo motivado tanto por el impacto de la ciencia moderna en el mundo de la cultura en general, como también por la crítica a la que han sido sometidos los fundamentos dogmáticos o las convicciones tradicionales de parte de las religiones presentes en nuestro contexto, algo que hizo avivar un interés por esta problemática que no pocas veces ha estado marcado por la búsqueda de confrontación entre dos visiones de una misma realidad: la visión de la ciencia y la visión de la religión. Asimismo muchos autores han elaborado teorías para explicar esas interacciones, como es el caso del físico y teólogo Ian Barbour con su formulación de los cuatro grandes modelos de los que posteriormente se han servido otros muchos estudiosos de la materia: conflicto, independencia, diálogo e integración. En paralelo con esas clasificaciones sobre cómo relacionar ciencia y religión en el presente, o incluso sobre cómo deberían ser las relaciones en el futuro, ha habido también desde hace mucho tiempo un debate sobre cómo explicar la forma en que ciencia y religión se han relacionado en el pasado, y que gran parte de autores califica como de «conflicto». Dicho de otra manera: la tesis más extendida es que a lo largo de la historia la relación entre ciencia y religión estaría marcada fundamentalmente por el enfrentamiento, algo de lo que darían buena muestra algunos de los casos más emblemáticos producidos durante la modernidad (pensemos ya en las consecuencias del sistema copernicano). Esta tesis de «conflicto» llegó a popularizarse de forma especial a finales del siglo XIX. Por ello el juicio a Galileo en 1633 o el debate entre el darwinista Huxley y el obispo Wilberforce en 1860 se han convertido en elementos clave en esta narrativa que, contados una y otra vez, deformados y «embellecidos», llegaron a ser parte de una auténtica mitología moderna.
Todo ese tipo de narrativas legendarias son sometidas a una dura confrontación con la realidad histórica a manos de Brooke, de manera que a su juicio esa imagen de un conflicto perenne entre ciencia y religión no solo es simplista, sino además inapropiada como hilo conductor para el análisis de sus relaciones. Pero si el modelo de conflicto sale mal parado bajo el bisturí de Brooke, no es menos crítico con el movimiento contrario, el de los apologistas religiosos que pretenden utilizar la historia de la ciencia para argumentar que hubo una armonía en la cual se llega a considerar la ciencia como un mero producto de su particular tradición religiosa. El hecho de que apologistas de diferentes religiones y, dentro del cristianismo, de diferentes tradiciones eclesiales, atribuyan a sus confesiones respectivas ese «mérito», es ya la primera pista de que algo anda mal con este argumento y que las cosas tienen que ser más complejas.
Ciencia y religión: el modelo de complejidad
En la obra de Brooke Ciencia y religión, como historiador de la ciencia que es, se muestran las complejidades y sutilezas de los intrincados vericuetos por los que ha discurrido la ciencia europea de los siglos XVI al XIX. Es por ello que aboga, como ha hecho en otras publicaciones, por lo que se denomina un modelo de «complejidad» que reconozca que no todo ha sido paz o guerra entre ciencia y cristianismo, y que tampoco podemos en Occidente mirarnos tanto en el espejo, ignorando las contribuciones de otras culturas y religiones. Es conveniente dejar a la historia desvelar la complejidad de la vida real y resistir la tentación de convertirla en un instrumento apologético. Como dice en la introducción: «La investigación seria en la historia de la ciencia ha puesto de manifiesto una relación tan extraordinariamente variada y compleja entre ciencia y religión en el pasado que resulta difícil sostener tesis generales. La complejidad es la verdadera lección que se impone».
Dando un paso más, Brooke se plantea los propios términos que se utilizan para analizar las relaciones ciencia y religión. ¿Cómo debemos definir «ciencia»? ¿Cómo definir «religión»? Son cuestiones importantes, ya que la definición de estos términos puede viciar de principio la conclusión a la que lleguemos sobre su relación. Es más, pensar que la ciencia y la religión pueden considerarse aisladas de sus contextos históricos es muy ingenuo. La historia de Galileo, por ejemplo, muestra la importancia del contexto político. Tanto la introducción como el capítulo primero se centran en exponer en detalle estas consideraciones generales y de tipo metodológico. Los siete siguientes capítulos y el epílogo van mostrando las consecuencias de aplicar ese enfoque bajo la potente lupa histórica utilizada por Brooke para diseccionar las relaciones entre ciencia y cristianismo entre los siglos XVII y XX.
A lo largo de su obra, Brooke intenta denunciar varios peligros en las relaciones entre ciencia y fe, como el antiguo terreno minado del dios tapa agujeros, que actualmente suele ser criticado de manera rutinaria. Pero existen otros peligros que no se analizan tan frecuentemente y que también son criticados en este libro, de los que merece la pena mencionar solo algunos de los más relevantes.
Por un lado están los razonamientos circulares que aparecen de una generación a otra de autores. Uno de los ejemplos favoritos de Brooke es el de la universalidad de las leyes de la naturaleza, con el ejemplo de Newton que menciona en el epílogo: «El problema de la circularidad surgió a menudo en el pasado. En la mecánica de Newton, la universalidad de la ley de la gravedad fue justificada por referencia a la unidad y la omnipresencia de Dios. Y, posteriormente, la siguiente generación de teólogos naturales probaron la unidad de la divinidad ¡a partir de la universalidad de la gravedad!». Brooke advierte del peligro de caer nuevamente en otras circularidades en teorías modernas, como en la mecánica cuántica.
Un tema de interés al que la obra dedica el capítulo tercero son las tan debatidas influencias tanto del catolicismo como del protestantismo sobre el surgimiento de la ciencia moderna del siglo XVII. Se trata de un debate que se remonta al menos a los años treinta del siglo XX con la «tesis» de Robert K. Merton y su defensa de un vínculo especial entre puritanismo y ciencia en la Inglaterra del siglo XVII. Por desgracia, aparece frecuentemente popularizado, en diversas formas, como una mera arma más en arsenales apologéticos partidistas. Para analizarlo Brooke usa como ejemplo las reacciones al heliocentrismo entre católicos y protestantes, mostrando que la situación es más compleja de lo que cabría esperar a simple vista.
Otro tema recurrente en su obra es cómo determinadas ideas introducidas con intenciones apologéticas en una generación acaban volviéndose en su contra en las siguientes, obteniéndose el efecto opuesto. Un caso que comenta en detalle en el capítulo cuarto es la mecanización del cosmos y la metáfora del reloj. Científicos como Boyle, Descartes o Newton promovieron la metáfora del universo como una máquina, en concreto un reloj, frente a los viejos modelos helenistas de un universo como organismo vivo. Y con esa nueva visión en mente, lanzaron un programa de estudio sistemático de los mecanismos de la naturaleza vista como la obra maestra de la ingeniería divina. La idea que en el siglo XVII se veía como metáfora «apologética» para resaltar la soberanía de Dios sobre su creación (que quedaba así desacralizada) se reinterpretó en el siglo XVIII en términos deístas al argumentar que, tras un acto inicial de creación, el creador ya no era «necesario».
También es frecuente ver en la historia cómo determinadas ideas pueden tener un doble uso y ser bienvenidas simultáneamente entre cristianos y críticos al cristianismo. En cierta medida eso pasó con ideas religiosas como la teología natural y con ideas científicas como el darwinismo. En el capítulo sexto Brooke analiza la sorprendente supervivencia de la teología natural hasta la época de Darwin, a pesar de las numerosas críticas recibidas ya durante el siglo XVIII, resaltando que era un enfoque atractivo tanto para cristianos como deístas. Algo similar ocurre con el darwinismo, cuya recepción es analizada en el capítulo octavo, mostrando como tanto críticos con el cristianismo como algunos sectores cristianos dieron la bienvenida al nuevo paradigma biológico. El uso del darwinismo en favor del cristianismo ha sido estudiado por diversos autores, aunque pueda parecer poco intuitivo y no haya sido muy popularizado, especialmente en el siglo XX, en el que generalmente se ha representado al cristianismo (y muchas veces con razón por el auge del creacionismo) a la defensiva frente a la evolución.
Este doble uso de algunas ideas solamente puede explicarse a fondo buceando más allá de la ciencia y la religión para abarcar las implicaciones y connotaciones sociales y políticas de las nuevas ideas, algo en lo que se embarca Brooke en varios casos. Y precisamente esas influencias cruzadas se dejan ver en las diferentes recepciones de algunas ideas científicas (en especial la teología natural, el darwinismo, etc.) en diferentes países europeos (el libro suele analizar la situación británica, francesa y alemana, con algunas referencias más puntuales a EEUU y otros ámbitos).
Al final del capítulo primero Brooke resalta que tan erróneo es «reducir la relación entre ciencia y religión a una relación de conflicto» como «elaborar una historia revisionista por fines apologéticos». En una penetrante e inquietante observación añade que considerar a una determinada religión como la madre de la ciencia, no solamente es una forma de chauvinismo cultural, sino que es miope. Y esto por dos razones: tanto porque como se ha observado la ciencia puede ser una «descendencia muy rebelde», como porque esa estrategia apologética podría fracasar a largo plazo si se extiende una visión crítica hacia la ciencia en la sociedad al asociarla con «la contaminación y las tecnologías explotadoras». Tras 25 años desde que se publicaran estas palabras por primera vez, el análisis no ha cambiado mucho, y aunque tal vez la mayor parte de la sociedad occidental retiene el entusiasmo por la ciencia, esa otra visión crítica sigue presente. Los cristianos y creyentes del futuro harán bien en seguir vigilantes.
Este libro es el primero que se traduce al castellano de la amplia obra de John H. Brooke. Siendo el libro más conocido del autor y, como adelantábamos al inicio, un clásico en esta materia, creemos que su lectura es una introducción excelente al pensamiento de este insigne historiador contemporáneo de las relaciones históricas entre ciencia y religión y una contribución magnífica para quienes se adentren en el estudio de estas complejas relaciones. Por eso celebramos la publicación al fin de la edición española.
Pablo de Felipe, profesor de Ciencia y Fe en la Facultad de Teología Protestante SEUT y coordinador del Centro de Ciencia y Fe (Fundación Federico Fliedner, Madrid)
José Manuel Caamaño, profesor de Teología y director de la Cátedra de Ciencia, Tecnología y Religión (Universidad Pontificia Comillas ICAI-ICADE, Madrid)
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