Un humanismo para el siglo XXI

(Javier Elzo – Adaptado por Leandro Sequeiros) El día 31 de enero de 2020, en la Sociedad “La Bilbaína”, y organizada por el Grupo Vasco del Club de Roma, tuvo lugar una conferencia del profesor Javier Elzo sobre “Un humanismo para el siglo XXI”. Para Elzo, el humanismo del siglo XXI o es fraterno, sin restricciones, o no es humanismo. A lo sumo sería como el humanismo greco latino, como el de la Ilustración, como el del cristianismo identitario, como el que pretende el transhumanismo: un humanismo elitista, para unos pocos, quedando los demás a su servicio, engañados, en los países ricos con pan y circo o revolviéndose, incluso con violencia, si entienden que no les basta con lo que tienen o ven, alrededor, otros con muchos más recursos que ellos.

El Grupo Vasco del Club de Roma es muy activo y organiza muchas actividades. Comentamos en este artículo una conferencia que uno de nosotros, Javier Elzo, tuvo del 31 de enero de 2020, en la Sociedad “La Bilbaína”. El texto de la misma puede encontrarse en el blog de Javier Elzo: https://javierelzo.blogspot.com/2020/02/un-humanismo-para-el-siglo-xxi.html. Con su autorización, reproducimos y comentamos las relaciones con las fronteras filosóficas, científicas y tecnológicas.

La indefinición del humanismo

Se asocia el humanismo con el Renacimiento y la Ilustración en un intento de superación de la supuesta era obscura del Medievo, dominada por la era de la cristiandad, pretendiendo una vuelta al humanismo greco-latino. Las cosas son más complicadas. Pues el humanismo griego, así como el humanismo romano conformaban un humanismo intelectual (del que aún somos deudores), pero que era al mismo tiempo un humanismo elitista, pues funcionaba, en lo social, basado en la esclavitud. Solamente las élites disfrutaban de los bienes, siempre bajo el capricho del poder político.

El cristianismo, al llegar al poder, se proclamó detentor de la verdad y legitimó el poder. Pero su humanismo no eliminó la esclavitud, aunque la amainó. Hubo excelentes intenciones humanas, florecimiento de órdenes religiosas, y algunas excepcionales aportaciones al género humano, pero bajo el doble poder de la cruz y de la espada.

El Renacimiento y la Ilustración, hasta bien avanzado el siglo XX, compusieron, de una u otra manera, con el cristianismo reinante, pese a mil y una diatribas de algunos intelectuales contra la Iglesia (Voltaire, por ejemplo). Gracián nos muestra el empeño de la autonomía de la persona con un Dios que se acepta creador. Y no será el único.

Hoy en día, cuando la era del cristianismo bascula hacia la era secular, siendo un momento clave en su desencadenamiento la década de los sesenta del siglo XX, y ya apunta la era post secular (por ejemplo, en Catalunya, pero aún no en Euskadi) vivimos el auge de diferentes humanismos, de los que quiero decir algo:

. el humanismo secularista que diviniza la sociedad (Carlasso + Giner).

el humanismo naturalista(que viene de lejos y del que uno de nosotros, Leandro Sequeiros ha escrito un extenso artículo) sitúa a la Naturaleza al mismo rango que la divinidad. Solamente lo natural es bueno. (Cierto ecologismo y cierta filosofía).

. el humanismo tecnológicoque arrincona a la persona humana, pues ya habría mostrado su incapacidad para hacer un mundo mejor, y lo fía todo al progreso tecnológico. Es un planteamiento en auge y con muchísimo dinero detrás, apoyándole (el transhumanismo, por ejemplo) . 

. el humanismo digital o numérico, el mundo de los “big data”, que cada día en mayor grado deciden por nosotros, basándose en la información que nosotros mismos les damos. Gratis. (El imperio de los GAFAes una manifestación de esto).

En el curso de su conferencia, el profesor Javier Elzo los agrupa por razón de espacio y tiempo. En primer lugar, me detuvo brevemente, en el humanismo secularista-naturalista y con más amplitud en el humanismo tecnológico digital, antes de dar paso a su propia propuesta de un humanismo para el siglo XXI teniendo en cuenta los humanismos en auge que mostramos a continuación.  

El humanismo secularista

Escribe Roberto Calasso casi al inicio de su gran libro “La sociedad innombrable[i] que “en otros tiempos bastaba con divinizar al emperador para asegurar la cohesión social. Ya no. Ahora es necesario divinizar a la sociedad misma pues, como dice Durkheim, ella, “la sociedad, es para sus miembros, lo que un dios es para sus fieles” En las conclusiones de su clásico estudio Durkheim escribe que “el ideal colectivo que la religión expresa no es consecuencia de no se sabe bien qué poder innato del individuo, pues es en la escuela de la vida colectiva donde el individuo ha aprendido a idealizar. Es asimilando los ideales elaborados por la sociedad que el individuo es capaz de concebir el ideal. Pues es la sociedad (…) la que le ha contraído la necesidad de alzarse por encima del mundo de la experiencia…”[ii]. Es, pues, claro para Durkheim, el papel de la sociedad como agente primordial de creación de cosmovisiones, como agente de socialización, como instancia de lo políticamente correcto, de lo obvio, de lo indiscutible, de lo absolutamente cierto. Y ahí estamos.

En consecuencia, la independencia, autonomía y capacidad de coerción de la conciencia colectiva de una sociedad concreta, una vez constituida, adquiere así, para Durkheim (y lo corrobora Calasso) los rasgos de una divinidad que, aunque creada por una síntesis de las conciencias particulares, se impone a esas mismas conciencias particulares, con poder coercitivo. 

 Así, dirá Roberto Calasso, que el Homo saecularis se instala en la sociedad europea y lo hace con una voz principalmente progresista y humanitaria en base a preceptos de herencia cristiana reblandecidos y edulcorados. Se combina, dirá Calasso, “con el movimiento en curso en la propia Iglesia, que busca parecerse cada vez más a una entidad asistencial. El resultado es que los secularistas hablan con una contrición propia de eclesiásticos a la vez que los eclesiásticos quisieran hacerse pasar por profesores de sociología” (Calasso p. 44).

En el fondo se trataría de sustituir un humanismo religioso, por otro laico. El humanismo religioso, a fin de cuentas, sería algo extravagante y extemporáneo, ilustración de los tiempos obscuros anteriores a los de las Luces, (la Ilustración, precisamente) que, ya en la era moderna, con la Ciencia y, sobre todo, la Alta Tecnología, está llamado a desaparecer. Claro que, entre tanto, y a tenor de la universalidad de los Derechos Humanos (quinta esencia de la religiosidad civil), se dice que habría que respetar a los pertinaces seguidores de tal humanismo religioso (que tardan demasiado en menguar) siempre que, cual reserva india, lo profesen en la intimidad de sus mentes y de sus templos….

Sobre el humanismo digital 

El segundo tipo de humanismo de nuestros días es el humanismo digital. El humanismo digital es un concepto en construcción. En un mundo ahora conformado por datos digitales, inmateriales, y las nuevas tecnologías NBIC (nanotecnología, biotecnología, inteligencia artificial y ciencias cognitivas), debemos preguntarnos en qué condiciones podemos ser humanistas, esto es, como construir y vivir juntos en un sistema de valores capaz de asociar a los humanos entre sí para formar lo que, tradicionalmente, se ha llamado humanismo: humanismo grecolatino, humanismo judeo-cristiano, o humanismo europeo, incluso superándolos en lo que de elitistas tenían a menudo.

El filósofo Jean – Michel Barnier, profesor en la Sorbona, de quien he leído bastantes cosas desde que se extendió el tema del Transhumanismo, escribe que “nos enfrentamos a tecnólogos arrogantes que afirman que los datos nos invadirán y que ya no es posible resistir la inteligencia artificial, ni dar vuelta atrás. Ya habríamos sobrepasado el punto de no retorno”[iii]. Este fatalismo es dramático, continua Barnier. Hoy, la sumisión a las tecnologías NBIC a menudo se presenta como un hecho inevitable. Las nuevas tecnologías nos obligarían a vivir en el tiempo real, en la reactividad y en la inmediatez. Como si la humanidad no pudiera permitirse el lujo de pensar, proponerse aplazar o diferir decisiones, darse un tiempo para pensar con otras personas. Necesitamos pasar de la “aceleración” a la “resonancia” por seguir la terminología de los dos excelentes trabajos de Hartmut Rosa, “Aceleración” y “Resonancia”, para superar el mundo digital de lo siempre urgente, y dar paso a la vida buena[iv].

Nos dejamos subyugar por las máquinas, y lo hacemos de forma voluntaria. ¿Cómo entender que nosotros, seres inteligentes, nos comportemos como autómatas frente a nuestras propias máquinas, cuando no hacen otra cosa que contar y ordenar multitud de datos, de gran complejidad, de forma más rápida que nosotros, a veces con resultados sorprendentes? El humanismo es, por definición, anti-destino. Durante el Renacimiento europeo, éramos humanistas porque nos negamos a permitir que nos impongan la naturaleza y las prácticas religiosas, con sus dogmas, como un destino inexorable (“fuera de la Iglesia no hay salvación” todavía en el Catecismo Católico). Hoy, las tecnologías se presentan como fatales e inexorables y nos pesan como un nuevo destino, hasta el punto de que algunos nos anuncian que la humanidad pronto abandonará la escena que será ocupada por la tecnología sin límites. O por los ciborgs donde lo propiamente humano será cada vez menor y menos autónomo. (Imposible olvidar en este punto la extraordinaria conferencia que, en este mismo espacio, nos impartió Gaspar Martinez el 22 de marzo de 2019, bajo el título “Transhumanismo: ¿futuro posible o ideología?”)

Esto no significa que la humanidad desaparecerá de la noche a la mañana, sino que los humanos pueden perder la iniciativa y el control por el hecho mismo de las máquinas y, no lo olvidemos, por la generalización de la incubación in vitro de los seres humanos. Entraríamos de lleno (ya hay ejemplos en el planeta) en una sociedad eugenésica donde la reproducción tenga lugar bajo el control de la política, del dinero y del capricho. También dejaríamos paso a las fantasías de la inmortalidad. Es la desaparición de lo humano como el ser que está al volante de la Historia, capaz de evolución y de progreso” remacha Besnier.

Sobre la Inteligencia artificial

El calificativo de inteligente ya se aplica a no importa qué avance tecnológico con la condición de que sea capaz de recibir señales y de emitir respuestas a esas señales. Obviamente, en última instancia, esas señales provienen de un humano, aun cuando, puede haber, y hay, mil señales que emiten otras máquinas, que las activan, aunque, lo repito, al final o, mejor, al comienzo de la cadena hay siempre un humano.

Pero no es menos cierto que, a lo largo de cadena, por interacciones internas, se producen reacciones, señales, que escapan al humano. Se diría (y así lo dicen algunos) que las maquinas “aprenden” y “deciden” por sí mismas. Que son inteligentes. De ahí la expresión “Inteligencia Artificial” (“AI” en el mundo de los acrónimos y abreviaciones, en el lento asesinato colectivo del lenguaje) ha adquirido carta de naturaleza en nuestra sociedad. Para bien y para mal. 

A poco que se piense, dicen algunos expertos en estos temas, en última instancia, estos procedimientos tecnológicos son extremadamente rudimentarios. Es el síntoma de una preocupante simplificación de la representación que los humanos hacen de sí mismos. El día en el que me piense inteligente tal como el tecnólogo piensa en la casa inteligente, habremos llegado a una situación dramática, afirma Besnier, para quien su lucha consiste en defender el lenguaje, lo simbólico y, por lo tanto, la historia. Estoy estupefacto al ver cuán indiferentes son los tecnólogos o los tecno-profetas al lenguaje y que no se alarman al ver que sus tecnologías son ofensivas contra el lenguaje.

El diálogo con un servidor de voz nos da una buena visión de cuál es el lenguaje con una máquina. Con sus señales, está destinado a producir comportamientos. Presione la tecla asterisco, etc. No es lenguaje humano, podría ser el lenguaje de hormigas o abejas. Ya no es un portador de emociones humanas, simplemente es el medio para transmitir información y recopilar datos.

En efecto, pienso que ser tecno-progresista y estar fascinado por las tecnologías de clonación o de la Inteligencia Artificial, es mucho más reaccionario y conservador que ser el defensor de la biodiversidad y del ‘bricolaje’ que es la vida. La voluntad de poner fin al azar es el fermento de todos los totalitarismos.

Sobre el transhumanismo (siguiendo unas reflexiones de Edgar Morin)

El transhumanismo se basa en probabilidades aún desconocidas hace veinte años: la prolongación de la vida humana sin envejecimiento gracias a las células madre presentes en el organismo de cada uno de nosotros; el desarrollo de una simbiosis cada vez más íntima entre el hombre y los productos de su técnica, en particular las máquinas informáticas; la creciente capacidad de las máquinas para adquirir caracteres humanos, incluyendo la conciencia, dicen algunos. Todo esto abre un mundo de ciencia ficción donde la condición humana se transforma efectivamente en sobre-humanidad. El transhumanismo podría incluso convertirse en un mito en la predicción de que el hombre iba a adquirir la inmortalidad.

Pero estos avances científicos y técnicos solo tendrán un carácter positivo si coinciden con el progreso humano que es al mismo tiempo intelectual, ético, político, social. La metamorfosis de la condición biológica y técnica del hombre, si no está acompañada por el progreso humano, agravará los problemas, que ya son muy graves. Así, las crecientes desigualdades entre ricos y poderosos, por un lado, pobres y excluidos, por otro lado, pues solo los primeros se benefician de la extensión de la vida. Surge el problema del reconocimiento de los derechos humanos a los robots pensantes tan pronto como están dotados de conciencia, cuestión en la que nos detenemos páginas abajo. “La posibilidad de una metamorfosis tecnocientífica transhumanista requiere necesariamente y con urgencia la metamorfosis psicológica, cultural y social que nacería de un nuevo camino alimentado por un humanismo regenerado”[v], escribirá Edgar Morin, a quien seguimos en varias partes de este texto.

Ser humanista no es solo pensar que somos parte de esta comunidad de destino, que todos somos humanos y todos somos diferentes, no es solo querer escapar de la catástrofe y aspirar a un mundo mejor; También es sentir en el fondo que cada uno de nosotros es un pequeño momento, una pequeña parte de una aventura extraordinaria, una aventura increíble que, mientras continúa la aventura de la vida, comienza una aventura hominizadora. Andrea Riccardi, en su conferencia en los Bernardinos de Paris, trae a colación a un santo ortodoxo de Athos, Silvano, quién afirmaba que ´la unidad ontológica de la humanidad total es tal que, cualquier persona que vence el mal en sí, inflige tal derrota al mal cósmico, que las consecuencias de esta victoria repercuten, beneficiosamente, en los destinos del mundo´[vi]

Hace siete millones de años, con una multiplicidad de especies cruzando y sucediéndose, se llegó al Homo sapiens. En la época de Cro-Magnon y sus magníficas pinturas rupestres, ya tenía el cerebro de Albert Einstein, Leonard de Vinci, Adolf Hitler, todos los grandes artistas, filósofos y criminales, un cerebro en avance sobre su espíritu, un cerebro en avance de sus necesidades. Incluso hoy, nuestro cerebro probablemente tiene capacidades que aún no podemos reconocer y utilizar. Es obvio que el futuro de nuestro cerebro, luego nuestro quehacer, de nuestras decisiones, dependerá del progreso tecno-científico, sí, pero también de los valores que le hayamos transmitido. Con lo que la transmisión intergeneracional es uno de los retos centrales y capitales para un humanismo del siglo XXI. No es solamente cuestión biológica, ni del tamaño y mejor conocimiento del cerebro, que también. Es cuestión de saber con qué lo alimentamos. O, ¿es que el cerebro de un niño, de un menor, de un joven, de un adulto, se alimenta solo, diferencia lo bueno de lo malo, por generación espontánea?

Los robots, ¿personas jurídicas?

(Un apunte sobre este tema en base a unas Notas de lectura del libro de Paulin Ismard, “La Cité et ses esclaves. Institution, fictions, expériences“, Seuil, “L’univers historique “, Paris, octobre 2019, 384 p).

El Parlamento europeo en una resolución del 16 de febrero de 2017 decía: “considerando que, en la hipótesis en la que un robot pudiera tomar decisiones de manera autónoma, las reglas habituales serían insuficientes para establecer la responsabilidad jurídica de los daños causados por un robot, puesto que no permitirían determinar la parte responsable a efectos del pago de los perjuicios causados ni exigir a esa parte que repare los daños causados” y ya solicitaba una identificación numérica específica para cada robot. Pero esta identificación no sería sino un primer paso para el reconocimiento de una eventual personalidad jurídica a los robots. La resolución europea consideraba “la próxima creación de una personalidad jurídica específica para los robots, al menos para que los robots autónomos más sofisticados pudieran ser considerados como personas electrónicas responsables, obligadas a reparar todo perjuicio causado a un tercero”. Pensaban los parlamentarios europeos en robots que “adoptan decisiones autónomas o que interactúan de manera independiente con otros” (sean personas o cosas) 

Pero aquí se plantean, al menos, dos cuestiones. Una tiene que ver con el concepto de persona y la otra con quien sea, en última instancia, quien haya de responder de los daños causados por un robot.

Para la primera cuestión, un planteamiento sostiene que solamente quienes tengan conciencia (del bien y del mal, de entrada) pueden tener personalidad jurídica. Las cosas no pueden tener personalidad jurídica, desde este punto de vista. Pero no todos piensan así, pues hay científicos para quienes el cerebro humano es algo asimilable a un robot pues su conciencia no es otra cosa que lo que le han imbuido sus padres y la sociedad en la que vive pues los hombres y mujeres no han pensado siempre lo mismo sobre las mismas cosas, por ejemplo, sobre la esclavitud. Y en la actualidad sobre cosas tan graves como la pena de muerte o la tortura. Luego el debate se traslada al concepto de persona, a la autonomía de la persona, cuestión que se sigue debatiendo, con acuidad, en la actualidad. 

De hecho, aun con otros términos, la cuestión ya afloraba hace tiempo. Así el año 1943, una de las figuras mayores de la cibernética, Warren Sturgis McCulloch, afirmaba que “las maquinas hechas por la mano del hombre no son cerebros, pero los cerebros son una variedad, mal comprendida, de las maquinas computadoras”. De tal suerte que, comenta Paulin Ismard, desde esta perspectiva, “el hombre y la maquina serían dos sistemas cibernéticos, en esencia idénticos, de tal suerte que el pensamiento humano es fundamentalmente asimilable al cálculo”[vii], en razón de su propia ecuación vital y de los valores que propugne. 

La segunda cuestión, la del responsable último de las decisiones, tenidas como autónomas, y con daños a terceros, parece más fácil de resolver: el responsable es quien ha programado el robot. Un robot no se hace solo, hay alguien, personas humanas, individual o colectivamente, a título personal o como una entidad concreta, quienes programan y ponen en marcha los robots, aunque una vez construidos escapen a su control. Hay ya varios ejemplos en este orden de cosas. Alguno es ya muy mentado: cuando un coche autónomo se enfrente a dos, para él objetos, un niño o un anciano cruzando la calle, y no puede esquivar a los dos ¿cómo decide a quien esquivar y, a continuación, quien paga los daños del golpeado? El conductor responsable aquí no puede ser otro que la compañía que diseño el coche, pero ¿descargamos de toda responsabilidad al propietario del vehículo? 

Las cosas son aún más preocupantes en la robótica militar, con los denominados “sistemas de armas letales autónomas” (LAWS es el acrónimo en inglés), sistemas diseñados para disparar misiles, en determinadas circunstancias concretas, sin intervención humana alguna: nada que ver con los códigos que disponen los presidentes para ordenar lanzamientos de misiles. En el supuesto que presentamos, el robot “decide” autónomamente lanzar el misil. A nadie se le escapa que si en torno al objetivo del misil hay otro robot con similar configuración hará lo propio con lo que la conflagración puede ser terrorífica. Hay mucha gente trabajando en este tema, como es obvio. 

¿Qué hacer? Una propuesta de humanismo basado en la fraternidad

Retomar los grandes principios del pensamiento greco-latino, así como el judeocristiano, su renovación en el Renacimiento y en la Ilustración (sin echar en saco roto lo mejor del Medievo) y, todo ello, con una mirada al mundo oriental que tanto tiene que decirnos. Pero retomar esos principios no quiere decir copiarlos tal cual. Siguiendo los planteamientos de ese gran bilbaíno que fue Pedro Arrupe, se trata de inculturarlos a los tiempos actuales y a las diferentes sociedades en las que habitamos. No es lo mismo Zambia, Suecia o Euskadi en el año 2020.

Se trata de valorar un humanismo, en el que el hombre, hombre y mujer, conforman el objetivo central de la labor humana. Pero esta centralidad del hombre, puede abordarse desde dos perspectivas bien distintas. 

Una es la deificación del ser humano. Es, de hecho, una religión del hombre que sustituye al dios caído. Es la expresión del Homo sapiens / faber / oeconomicus/ saecularis. En este sentido, el hombre es la medida de todo, la fuente de todo valor, el objetivo de la evolución. Se percibe como sujeto del mundo y, como el mundo es para él un mundo-objeto constituido por objetos, se ve soberano del universo, dotado de un derecho sin límites, sobre todo, incluido el derecho ilimitado a la manipulación, incluso sobre su propio cuerpo [viii]. Es en el mito de su razón (Homo sapiens), en los poderes de su técnica y en el monopolio de la subjetividad que funda la legitimidad absoluta de su antropocentrismo. Esta cara del humanismo debe desaparecer. Como escribe Edgar Morin, a quien sigo en este punto, “debemos dejar de exaltar la imagen bárbara, mutiladora e imbécil del hombre autárquico sobrenatural, centro del mundo, objetivo de la evolución, maestro de la Naturaleza”[ix].

El otro humanismo es el que responde a la fórmula de Montaigne “reconozco en cada hombre a mi compatriota”, el de Bartolomé de las Casas reconociendo a los indígenas como personas, el de las Reducciones de los jesuitas en Paraguay. Como insiste el gran filósofo canadiense Charles Taylor “el problema clave en la relación con los otros es el reconocimiento. Todo ser humano tiene una necesidad fundamental de ser reconocido”. 

Aunque en principio, este humanismo concierne a todos los seres humanos, este humanismo ha sido monopolizado por el hombre blanco, adulto y occidental. Se excluyeron los primitivos, atrasados, etc., muchos de los cuales fueron esclavizados hasta el reciente período de descolonización. Y hay autores que se preguntan, y comparan, la relación del hombre con el esclavo en el mundo greco-latino, con la del hombre con los robots en el mundo digital. Así Paulin Ismard quien abre un apartado de su libro “La ciudad y sus esclavos” con esta pregunta: el robot, ¿es un esclavo como los otros? Y desarrolla una analogía sobre los derechos (y responsabilidades) de los esclavos y los de los robots sofisticados de nuestros días con capacidad autónoma (¿) de decisión. Fascinante debate en el que estamos.  

En 2020, en plena globalización, hay que extender este humanismo a todo el planeta, empezando por los más próximos. El aforismo pensar global, actuar local, no ha perdido un ápice de su actualidad. El humanismo del futuro exige poner como valor supremo la fraternidad. Además, la fraternidad, o es un valor universal o no es fraternidad. 

El 29 de agosto de 2019, en el marco de un Curso de Verano de la UPV/EHU, en Donostia San Sebastián, “Hablemos de lo esencial”, curso dirigido por mi buen amigo Javier Urra, pronuncié una conferencia con este titular “El valor “fraternidad”, como base para una ética universal”. Rescato de aquel texto largo de 25 páginas, que se puede consultar en mi blog, unas brevísimas ideas para esta conferencia, con algún añadido posterior.

Comencé con unas reflexiones de Antoni Domènech, militante antifranquista en el PSC-PSUC cuando, tras constatar eleclipse de la fraternidad, realizó una revisión republicana de la tradición socialista; de Julia Kristeva, psicoanalista, humanista, escritora y feminista subrayé su trabajo “Osar el humanismo” donde proclama “humanistas!, es por la singularidad compartible de la experiencia interior que podemos combatir esta nueva banalidad del mal que es la automatización en marcha de la especie humana; De Laurent Berger (sindicalista francés que Macron busca como percha para salir de su atolladero sobre el tema de las pensiones) retuve la idea de que “la fraternidad es el punto ciego de la divisa «libertad, igualdad, fraternidad” y que ellos ejercen en su sindicato; De Clotilde Rymarczyk, en un trabajo de fin de curso en la Universidad de Quebec, una idea luminosa:“la fraternidad, puente a construir para religar las fragilidades humanes”; de JorgeSemprún siendo el preso número 44.904 en Buchenwald, “la fraternidad como respuesta a la Shoah, la fraternidad ante la muerte”; Albert Camus en la 4ª Carta a un amigo alemán, en Paris, un mes antes de su liberación, le dice que pese a todas sus atrocidades no le retira la condición de hombre; me detuve en la maravillosa teoría y en la, demasiadas veces, aborrecible práctica de la fraternidad cristiana, que tan breve como penetrantemente nos muestra Juan el evangelista en su primera carta: “Si uno dice «Yo amo a Dios» y odia a su hermano, es un mentiroso. Si no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve.”; mi admirado amigo Arnoldo Liberman[x], citando a Lévinas escribe que “la idea fuerte del judaísmo consiste en transfigurar el egocentrismo o el egoísmo individual en vocación de la conciencia moral” Se pregunta, a renglón seguido Liberman, “¿Y Dios? Para Lévinas, el gobierno de Dios consiste en someter a los hombres antes a la ética que a los sacramentos”; Gandhi que sostenía que “nunca es bueno el amor a los otros, cuando es exclusivo y con excepciones. Yo no puedo amar a los hindúes o a los musulmanes y odiar a los ingleses”; mostré basándome en un texto mío en un encuentro hispano-marroquí en Paris en 2003, que “la religión, sin más, no lo explica todo”; traje a colación, sin embargo, y para concluir, dos textos religiosos: el documento que firmaron el Papa Francisco y el Gran Imam de Abu Dabi (Emiratos Árabes Unidos) sobre la fraternidad en febrero de 2019 y el extraordinario mensaje de Asís del 27 de octubre de 1986 por la paz en los pueblos, propulsado por la Comunidad de Sant ‘Egidio y que renuevan año tras año, el último en septiembre pasado en Madrid, a menudo entre la indiferencia de los medios, que malviven super valorando las malas noticias. 

Conclusiones

El humanismo con la fraternidad como valor faro, no es algo que esté ahí, en un cajón escondido del que unos pocos tengan la llave. El humanismo que propongo lo hacemos o no lo hacemos, día a día, hombres y mujeres. Es un humanismo que incluye a creyentes y no creyentes, gentes de derechas y de izquierdas, gentes de diferentes proyectos de vida (profesores, políticos, economistas, periodistas, trabajadores manuales etc., etc.), personas de diferentes nacionalidades y opciones políticas y religiosas (como muestro en el abanico de personas que he citado arriba) gentes, en definitiva, que ponen en el centro a la persona humana que, en su individualidad buscan el bien de todos, no solamente, aunque también, el suyo propio. 

Es un humanismo para una sociedad global, en la que cada uno, desde su singularidad, desde su propia ecuación personal, se alía con el “otro”, justamente para superar los “unos” y los “otros”, y así, sin falsos irenismos, cada uno desde sus propias creencias, avanzar en la construcción de un “nosotros” lo más humano posible.

El humanismo del siglo XXI o es fraterno, sin restricciones, o no es humanismo. A lo sumo sería como el humanismo greco latino, como el de la Ilustración, como el del cristianismo identitario, como el que pretende el transhumanismo: un humanismo elitista, para unos pocos, quedando los demás a su servicio, engañados, en los países ricos con pan y circo o revolviéndose, incluso con violencia, si entienden que no les basta con lo que tienen o ven, alrededor, otros con muchos más recursos que ellos.

Ya para concluir quiero apuntar a algo que me parece muy importante: reivindico un humanismo humano, un humanismo con fallas, con errores, con limitaciones. Un humanismo a la medida del hombre. No un humanismo de héroes y santos. No un humanismo que deifica al hombre, como nos advertía Edgar Morin. No es humanismo, tampoco, para los míos, para los que piensen como yo. Reivindico un humanismo que no descarte a nadie, a nadie que trate de poner a la persona humana en el centro de la vida, que tampoco se descarte a sí mismo, a uno mismo en su mismidad, aunque no siempre se sienta y sea humanista. Solamente se descarta quien quiera vivir solo, solamente para sí. En realidad, se auto descarta. Pues yo, al que temo de verdad, es al puro, al perfecto, al que se cree en posesión de la única verdad, verdad que ejerce, caiga quien caiga, más si logra conquistar el poder, sobre todo el poder absoluto. Y en nuestro mundo hay demasiados poderes que se consideran absolutos, que pueden hacer (y hacen) mucho daño en nombre de su verdad. 

Para vencer a estos poderes, antiguos y nuevos, necesitamos fortalecer el humanismo mediante la educación en valores responsables que propugnen el “vivir juntos”. Debemos tener mucho cuidado en las nuevas máquinas que engendremos. Muchos padres, cuando sus hijos les salen torcidos, se preguntan, pero, ¿de dónde ha salido ese hijo mío? En más de una ocasión algunos padres desesperados me han hecho esa pregunta. La respuesta, fácil en mi mente, era difícil trasladársela: ese chaval es hijo tuyo y en gran parte tú lo has hecho así. No digo que todos los hijos disruptivos son responsabilidad de sus padres, pero muchos sí. Pregúntese que hizo con él cuando aún estaba en sus manos y lo controlaba. Sencillamente cómo lo educó. 


[i]Roberto Calasso,La actualidad innombrable”, Anagrama, Barcelona 2018, 173 páginas, ver sobre todo las paginas 9-84. No tienen desperdicio. 

[ii][ii]El libro, “Les formes élémentaires de la vie religieuse”se editó el año 1912. En mi biblioteca he encontrado la edición de 1968, PUF, que leí y anoté en Lovaina en mis años de estudiante, edición con la que trabajo en estas líneas. Obviamente hay edición castellana de esta obra magna de la sociología: “Las formas elementales de la vida religiosa”. Alianza, Madrid, 1983. Pero las citas de mi texto provienen de la traducción que yo mismo he realizado del original en francés. Para la citación del texto ver p.604.

[iii]https://toulouse.latribune.fr/innovation/recherche-et-developpement/2017-02-16/numerique-et-humanisme-l-alerte-d-un-philosophe.html

[iv]Señalo tres libros de Hartmut Rosa, que escribe en alemán. El primero en traducción francesa Accélération : Une critique sociale du temps (Sciences humaines et sociales“La Decouverte Paris 2013, con un primer capítulo sensacional. Ya en castellano, el libro anterior con algunos complementos “Alienación y aceleración: Hacia una teoría crítica de la temporalidad en la modernidad tardía (discusiones)” Katz Editores 1916. Recientemente “Resonancia: Una sociología de la relación con el mundo” Katz, noviembre de 2019, 592 paginas.

[v]Edgar Morin, “Les deux humanismes”, Le Monde Diplomatique, Octobre 2015. 

[vi]Andrea Riccardi: “Les chrétiens et la globalisation”. Conferencia en Los Bernardinos, en Paris, (13/1012) Texto completo en https://media.collegedesbernardins.fr/content/pdf/Recherche/7/chaire-2012-13/2013-10-12-chaire_AR_discours_aux_bernardins.pdf

[vii]Paulin Ismard, “La Cité et ses esclaves“o. c. p. 64.

[viii]Es difícil decir más en menos páginas (42) es este excelente texto de Sylviane Agacinski, filósofa, feminista y socialista cuyo título lo dice todo: “L´homme désincarné. Du corps charnel au corps fabriqué”. Edita Gallimard, en 2019, en una excelente y nueva colección que titula “TRACTS”. ¿Habrá algún editor que lo traduzca al castellano? 

[ix]Edgar Morin. “Les deux humanismes “o. c., al inicio del artículo.

[x]Arnoldo Liberman, “Heidegger y yo, judío”, Sefarad Editores, Madrid 2018, 258 páginas, ver pp. 52- 53. 

 Javier Elzo, Catedrático emérito de Sociología de la Universidad de Deusto. Adaptado por Leandro Sequeiros, Colaborador de la Cátedra CTR.

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