(Por Leandro Sequeiros) Un libro sugerente del Doctor Ingeniero Aeronáutico Ignacio del Villar (2019: Sacerdotes y científicos, de Nicolás Copérnico a Georges Lemaître, Madrid, Digital Reasons. Colección Argumentos para el siglo XXI. 203 páginas. https://www.digitalreasons.es/index.php?do=tuEspacio ISBN: 978-84-120888-5-4) vuelve a traer a primer plano un tema fronterizo: el de las relaciones entre la cosmovisión científica y la cosmovisión religiosa. Pero en este caso profundiza en un aspecto menos tratado: el de la presencia de los sacerdotes católicos en las fronteras entre ciencia y religión. El testimonio de cinco sacerdotes científicos que vivieron desde el siglo XVI al siglo XX (Nicolás Copérnico, Nicolás Steno, Lazzaro Spallanzani, Gregor Mendel y Georges Lemaître) lleva al gran público el estado de la cuestión.
En una ponencia a un selecto grupo de jesuitas reunidos en Versalles en 1947 en un Simposio sobre el valor religioso de la investigación científica, el padre Pierre Teilhard de Chardin decía: “Nosotros, los sacerdotes jesuitas, no solo debemos interesarnos. Debemos creer en la investigación científica. Ya que en ella se elabora la sola mística humano-cristiana que puede hacer en el futuro una unanimidad humana”. Este texto está publicado en el tomo “Ciencia y Cristo” de las Obras de Teilhard.
Este punto de vista está presente de forma implícita en muchos sacerdotes católicos que han compartido su vocación científica con el ministerio sacerdotal. Mística, espiritualidad y conocimiento científico de la realidad natural. El autor del volumen Sacerdotes y científicos, de Nicolás Copérnico a Georges Lemaître, el doctor ingeniero Ignacio del Villar, ha indagado en la historia de las ciencias. Y ha podido acercarse en su indagación a muchos hombres que siendo brillantes científicos compartían su tarea investigadora con su condición de sacerdotes católicos.
Un extenso listado de sacerdotes científicos
Como el propio autor reconoce en el prólogo, “confeccionar esta lista no fue una tarea fácil. Me vi obligado a dejar en el banquillo a insignes figuras. Por un lado, se encuentran los clérigos pertenecientes a la orden de los jesuitas: Ruđer Bošković, que con su teoría atómica inspiró a numerosos físicos que posteriormente trataron de comprender la organización de la materia; Christophorus Clavius, el astrónomo alemán que hizo posible que bajo el papado de Gregorio XIII se reformara el calendario juliano para convertirlo en el que aún se usa hoy; Francesco Maria Grimaldi, descubridor de la difracción de la luz y, junto con su compañero jesuita Giovanni Battista Riccioli, el primero en medir la aceleración de los cuerpos en caída libre; Athanasius Kircher, considerado como uno de los precursores de la egiptología y al mismo tiempo de la microbiología, al hallar la presencia de animalículos en la sangre de los infectados por peste y concluir que la enfermedad estaba causada por microorganismos; o Pierre Teilhard de Chardin, paleontólogo que participó en el descubrimiento del hombre de Pekín y desarrolló una original visión de la evolución en la que acuñó el término «punto omega», referido al nivel más alto de evolución de la consciencia”.
Y prosigue: “Evidentemente ha habido también célebres sacerdotes científicos no jesuitas como Marin Mersenne, que estableció las leyes que describen la frecuencia de oscilación de una cuerda tensada y así se convirtió en el padre de la acústica; Jean Antoine Nollet, descubridor de la ósmosis y un referente en el campo de la electricidad; Giovanni Battista Venturi, descubridor del efecto Venturi, esencial en dinámica de fluidos; Andrew Gordon, que fabricó el primer motor eléctrico; Pierre Gassendi, pionero en la medición de la velocidad del sonido; René Just Haüy fundador de la cristalografía; o Francesco Zantedeschi, que se anticipó en el electromagnetismo a Michael Faraday al comprobar que se podía generar corriente eléctrica en un circuito cerrado mediante el movimiento de un imán”.
Y concluye: “Estos ejemplos son solo relativos a los siglos XVI al XX. Si retrocediéramos más en el tiempo nos encontraríamos a Roger Bacon, San Alberto Magno, Robert Grosseteste, Jean Buridan, Nicolás Oresme y muchos más que no mencionaré por no aburrir. A continuación, disfrutaremos de un quinteto estelar, cuyas aportaciones han cambiado la forma de entender el mundo, lo que sirve para desmontar el tópico de que la ciencia se opone a la religión y viceversa. No me queda más que desearte, querido lector, que disfrutes conociendo la vida de estos cinco genios”.
El conflicto entre ciencia y religión, una constante en la historia de las ciencias
Pero será necesario situar estos sacerdotes científicos dentro de un contexto más amplio. En 1875, el químico e historiador John William Draper publicó un libro que sembró la polémica tanto en Europa como en América: History of the conflicts between Religion and Science. Traducido al castellano en 1876 como Historia de los conflictos entre religión y ciencia, con un prólogo de Nicolás Salmerón fue publicado en Madrid y tuvo mucho éxito entre los antirreligiosos de la época. Esta premura muestra que en España los debates políticos e intelectuales generaron una polarización apasionada entre dos concepciones del mundo. Para Draper, el conflicto se establecía entre dos poderes: la fuerza expansiva del saber humano, centrada en la Ciencia, por un lado, y la fe tradicional religiosa que percibía transida de intereses ideológicos y políticos humanos, por otro.
Unos años más tarde, en 1895, vio la luz A history of the warfare of science with theology in Christendom, de A. D. White. Fue traducido al castellano como Historia de la lucha entre la ciencia y la teología judeocristiana en Madrid en 1910, relata apologéticamente el “antagonismo entre la visión teológica y la científica del universo y de la enseñanza sobre el tema”, plagado de “comentarios necios de sacerdotes ignorantes” (sic en el original).
Esta perspectiva de que la Iglesia (y en particular los sacerdotes) ataca a la ciencia desde la ignorancia y el fanatismo, estuvo muy presente en muchos pensadores del siglo XIX. Y en la actualidad, de forma más o menos larvada, este conflicto persiste en muchos ambientes.
Nuevas perspectivas en la visión del conflicto entre Ciencia y Religión
La teología clásica defiende que el mundo ha sido creado por Dios y que de sus manos amorosas surgió la vida animal y humana y que este acto creador conserva la armonía del universo. En muy pocos años, el paradigma racional y científico de nuestro mundo ha cambiado. Emerge un nuevo paradigma: el de la complejidad. Este hace que los científicos y los filósofos interpreten la realidad de otro modo: nuestro universo es enigmático. Las aportaciones de Einstein, de la física cuántica, de la biología evolucionista, entre otras, han cambiado el paradigma del universo.
Nos encontramos ante un nuevo paradigma científico. Y los mismos hombres de ciencia se hacen preguntas que van más allá de sus disciplinas. Y, con frecuencia, demandan respuestas a cuestiones que hacen a los teólogos. Nos encontramos en las puertas de una nueva época.
Las ciencias de la Vida y de la Tierra defienden que el universo pudo surgir de un Big-Bang inicial a partir del cual la materia y energía fueron expandiéndose y evolucionando durante miles de millones de años dando lugar a la emergencia de las galaxias, los sistemas planetarios, la vida vegetal y animal y también lo que llamamos la vida inteligente.
El interés de la Iglesia católica por el debate ciencia y teología
La Iglesia católica ha mostrado estos últimos cuarenta años mucho interés por estas cuestiones. La Santa Sede, a través del Observatorio Vaticano, lleva muchos años organizando encuentros y Congresos que reúnen en plano de igualdad a teólogos y científicos. La experiencia de colaboración entre el Observatorio Vaticano y el CTNS de Berkeley fue tan positiva que desde entonces han mantenido cordiales relaciones y como fruto del proyecto han visto la luz cinco volúmenes de 400 páginas cada uno en los que se contienen, con libertad de criterio, las aportaciones de unos y otros a diversos temas científicos con incidencia en la Teología: Cosmología cuántica y leyes de la naturaleza(1993), Caos y complejidad (1995), Biología evolutiva y molecular(1995), Neurociencia y la persona(1999), Mecánica cuántica (2001).
El último de los encuentros entre teólogos y científicos celebrados tuvo lugar en mayo de 2017, y tuvo como temas de fondo las implicaciones para la Teología de losagujeros negros, las ondas gravitacionales y la peculiaridad del espacio-tiempo.
Entre los científicos invitados al encuentro en el Observatorio Astronómico Vaticano de Castelgandolfo estaba el Nobel de Física Gerard ‘t Hooft o el físico británico Roger Penrose. El Papa Francisco recibió en audiencia a los 35 participantes. Con este Congreso, el Vaticano quiere homenajear al sacerdote belga y astrofísico Georges Lemaître(1894-1966), que está considerado uno de los precursores de la teoría del Big Bang. En su intervención, el Papa declaró que «nunca hay que tener miedo de la verdad ni enrocarse en posiciones cerradas sino aceptar las novedades de los descubrimientos científicos con actitud de total humildad», dijo a los participantes en un foro sobre el universo organizado por el Observatorio. El pontífice señaló que los temas abordados durante la conferencia -agujeros negros, ondas gravitacionales o el espacio-tiempo- «son de particular interés para la Iglesia»porque aluden a cuestiones que «interpelan profundamente su conciencia» como el origen del universo o su evolución y estructura.
Ciencia y Teología: una doble dimensión importante en la investigación teológica mundial
En muchos países del mundo, y especialmente de Europa y de América, se ha desarrollado en estos cuarenta años un interés creciente por las relaciones entre la Teología y lo que de modo general se puede identificar con la ciencia. Aunque intentamos aclarar los conceptos, entendemos aquí como “ciencia” el conjunto de saberes que intentan construir modelos y cosmovisiones que interpretan mediante el método hipotético deductivo el funcionamiento del mundo natural.
Aunque la palabra “ciencia” en la moderna epistemología tiene un ámbito más amplio en el que caben todas aquellas disciplinas que utilizan el método científico (ciencias sociales, ciencias humanas, lingüística, ciencias jurídicas…) y se separan de la pura reflexión filosófica, aquí nos referiremos solo a lo que de un modo amplio incluimos en ciencias de la naturaleza (física, química, ciencias de la vida, ciencias del espacio, ciencias de la tierra, ciencias de la salud…).
En el siglo XX han tenido lugar una serie de transformaciones intelectuales que, en opinión de quien esto escribe, han facilitado el diálogo y el encuentro entre las Ciencias de la naturaleza (primero de la Física y luego de las Ciencias de la Vida y de la Tierra) y la Teología católica.
Teología y ciencia en el mundo: una perspectiva general
En los últimos años se han puesto en marcha, tanto en Universidades como en espacios de reflexión y debate sobre las interacciones y de investigación interdisciplinar entre la fe y la cultura. En estos espacios, que convocan a científicos, filósofos y teólogos, como John Polkinghorne, se intenta la recopilación de documentación, impartir numerosos cursos sobre ciencia y teología, razón y fe, ciencia y religión, cultura y creencias y otras denominaciones. Estas actividades, muy seguidas en algunos países y regiones, con frecuencia están financiadas por algunas instituciones sin ánimo de lucro, como la John Templeton Foundation.
En algunos ambientes del pensamiento interdisciplinar que tiende puentes entre ciencia y teología en España está surgiendo un concepto nuevo: el de teología de la Ciencia. En los últimos cuarenta años se ha publicado en esta área de estudios académicos una gran cantidad de obras especializadas sobre aspectos generales y también específicos de las relaciones entre las Ciencias de la Naturaleza y la Teología.
Somos conscientes de que la humanidad se está abriendo a lo que se ha llamado “la era de la Ciencia”. Para Javier Monserrat, este paradigma “es el entendimiento o interpretación global (hermenéutica) del cristianismo desde la experiencia de nuestra época: o sea, desde la Voz del Dios de la Creación iluminada por los conocimientos alcanzados en la Era de la Ciencia y en la Cultura Moderna. El paradigma tiene muchos matices y contenidos que expongo en el libro. Pero me refiero aquí sólo a lo fundamental. El paradigma antiguo daba una descripción del hombre teocéntrica, abierto a Dios por una patencia absoluta de la verdad. No era posible un “humanismo sin Dios”. Dios se imponía por la estructura natural objetiva que guiaba la razón humana y por la revelación cristiana. Pero el hombre que entiende su existencia a la luz de la razón moderna se sabe en el interior de un universo enigmático en que se plantea del drama personal y de la historia. El “enigma” del universo y el “drama” de la existencia pesan sobre la conciencia del hombre moderno. Dios ha creado el mundo con una borrosidad que permite una hipótesis puramente mundana que pueda dar sentido a la vida de quienes se colocan libremente al margen de Dios; pero es una borrosidad que permite también la hipótesis teísta que funda la religión universal. Pero esta borrosidad metafísica instala a todo hombre (teístas, ateos y agnósticos) ante un esencial problematismo natural que acompaña siempre sus vidas. Se expresa en dos preguntas que sintetizan la condición metafísica de todo hombre: ¿existe realmente un Dios oculto y en silencio que crea el “enigma” del universo y el “drama” de la historia? Este Dios oculto, ¿tiene una voluntad final de desvelarse y de liberar al hombre y a la historia? Es la gran inquietud ante el posible Dios oculto y liberador”.
La Era de la Ciencia
Nuestra existencia diaria está atravesada por los resultados prácticos de la Ciencia que ha construido una cultura que nos impregna. Cada vez que utilizamos un teléfono móvil o un ordenador estamos haciendo uso de unas prestaciones que le debemos al avance de la Ciencia. Miles de personas expertas han contribuido a que yo pueda conectarme a internet o pueda hablar por teléfono. Muchos de nosotros estamos hoy vivos gracias a descubrimientos biomédicos y farmacológicos que nos han permitido recuperarnos de enfermedades que en otros tiempos solían ser mortales. Las cifras de venta de un libro como El Gran Diseño de Stephen Hawking, muestran que existe un anhelo generalizado de comprender lo que la Ciencia nos dice acerca de la historia y la estructura de nuestro universo. Puede decirse que la “ciencia” lo impregna todo y construye imaginarios culturales que atraviesan toda la sociedad. Por ello se habla de “la Era de la Ciencia” en el sentido del profesor Javier Monserrat.
Sin embargo, hay otras muchas preguntas que nos acosan. Preguntas que parecen llenas de sentido e ineludibles, pero ante las que una Ciencia que quiera ser honesta consigo misma ha de permanecer en silencio. Los quince mil millones de años a lo largo de los cuales se extiende la historia cósmica ¿esconde tras de sí alguna finalidad, o todo sucede sin más en un universo desprovisto de sentido último? ¿Está la realidad, como si dijéramos, “de nuestra parte” o vivimos más bien en un universo frío y hostil? ¿Es la muerte el final de todo o cabe esperar un destino que la trascienda?
Son preguntas estas a las que tradicionalmente han dado respuesta las religiones y que han sido racionalizadas por la Teología. Pero hemos de preguntarnos si tales respuestas teológicas siguen hoy teniendo vigencia para nosotros. En una época atravesada por una cultura científica, práctica, utilitarista, ¿podemos tomarnos sinceramente a la religión con la máxima seriedad? ¿Interesan las respuestas de los teólogos a las inquietudes que van más allá de la Ciencia?
Es más: la Ciencia y la religión, la cultura científica y la Teología ¿son cosmovisiones que se hallan en conflicto? ¿Es posible un diálogo entre ellas? ¿Pueden tener respuestas complementarias a las grandes preguntas del ser humano? ¿Es la Teología un cuerpo de conocimientos que responde a preguntas que hoy no interesan a nadie? ¿Son campos del saber que no tienen ninguna conexión existencial? Como se pregunta el filósofo de la ciencia, Ian G. Barbour,¿son rivales, desconocidas o compañeras de viaje?
Como ha escrito John H. Brooke (Ciencia y Religión. Perspectivas históricas. Sal Terrae-Universidad Comillas, Colección Ciencia y Religión, 2016, pág. 445 y ss), “Las explicaciones positivistas de la teoría científica han sido cuestionadas [en el siglo XX] con éxito por la investigación de la historia, de la filosofía y de la sociología de la ciencia. Ya no es posible considerar las teorías científicas como sistemas deductivos independientes, en los que cada proposición adquiere su sentido por infusión, por así decirlo, a partir de los hechos verificables con los que conecta aparentemente. Se ha demostrado que los constructos teóricos, que aparecen en diferentes ramas de la ciencia, son interdependientes y también infradeterminados por los datos que pretenden explicar. Ha sido necesario adaptarse a la idea de que los conceptos de la ciencia teórica están vinculados entre sí en redes complejas, donde unos elementos están más abiertos a la modificación que otros. De hecho, se han establecido nuevos paralelismos entre las creencias científicas y las religiosas, en el sentido de que encontramos a menudo en unas y otras un núcleo protegido formado por la sabiduría recibida y rodeado por cinturones de un cuerpo doctrinal más negociable”.
Como ha escrito John Polkinghorne, uno de los expertos en este tema, la ciencia forma parte de la cultura humana, a la vez que influye en ella: pero su factor de control es su encuentro con la realidad del mundo físico. También la teología forma parte de la cultura humana: también ella se ve influida por la cultura general y también ejerce una sensible influencia sobre ella. Pero su factor de control es su encuentro con la realidad de Dios.
Lo que ambas disciplinas tienen en común es el esfuerzo por alcanzar el conocimiento a partir de una creencia fundada. Pero entre ellas también hay diferencias. Una de estas diferencias radica en la naturaleza de sus respectivos factores de control. Los seres humanos somos capaces de trascender el mundo físico y podemos someterlo a prueba experimental. Dios trasciende al ser humano, y ninguna criatura puede someterlo a prueba experimental.
Teología de la naturaleza
En estos años emergen nuevos conceptos-puente para hacer posible una síntesis integradora entre la ciencia, la metafísica y la teología. Se suele hablar de la llamada “teología de la naturaleza”(que no debe confundirse con la teología natural, en la que el protagonismo corresponde al saber científico).
Los anglicanos Polkinghorne y Peacocke son teólogos de la naturaleza, el primero más o menos fiel a las ideas teológicas tradicionales, el segundo convencido de la necesidad de revisarlas en la línea del naturalismo teísta. Teólogos de la naturaleza son también algunos autores católicos vertidos al español, como el difunto Karl Schmitz-Moormann y, de una generación posterior, Denis Edwards y John Haught: todos ellos se esfuerzan, inspirados en parte por Pierre Teilhard de Chardin, en pensar a Dios y pensar la creación en un mundo en evolución. A pesar de que algunas de sus propuestas son muy controvertidas, el luterano W. Pannenberg nos ofrece un ejemplo magno de teología de la naturaleza en el cap. VII de su Teología sistemática II(UPCO, 1996).
De lo que no hay nada reciente traducido es de la abarcadora metafísica que ensaya la teología del proceso. Sería enriquecedor, asimismo, prestar mayor atención a lo que se escribe en Alemania, ya que allí el debate transcurre en una clave algo distinta de la habitual en el ámbito anglosajón. Solo H. Küng (El principio de todas las cosas, Trotta, 2007) y H.-D. Mutschler (autor del capítulo sobre “Fe en la creación y ciencias de la naturaleza”, en M. Kehl, Contempló Dios toda su obra y vio que estaba muy bien, Herder, 2009; el propio Kehl compendia las ideas de Mutschler en La creación, Sal Terrae, 2011, pp. 125-135) flanquean a Pannenberg. Algo análogo podría decirse en relación con el mundo francófono, del que únicamente nos ha llegado una obra del teilhardiano belga É. Boné (¿Es Dios una hipótesis inútil?, Sal Terrae, 2000).
Este interés por tender puentes entre Teología y Ciencia remite necesariamente a algunas preguntas previas: ¿son posturas antagónicas las de las ciencias y las de la teología? ¿Nos encontramos ante un conflicto irresoluble? ¿Está el pensamiento científico y el pensamiento teológico condenados a la enemistad y al enfrentamiento? De hecho, la historia de las ciencias muestra los muchos conflictos que las ciencias y el pensamiento religioso ha tenido en todas las culturas. Se percibe un enfrentamiento de ortodoxias, un conflicto de paradigmas, cosmovisiones aparentemente contrapuestas. Defendemos en estas páginas que, hoy más que nunca, es necesario tender puentes.
Las condiciones para que ello sea posible es la aceptación de que los resultados de la reflexión teológica deben ser entendidos como formulaciones de una épica religiosa que da razón para los creyentes de un programa de investigación..
Y la condición para los científicos es la aceptación de que los resultados de la investigación científica no son dogmas eternos y universales sino construcciones sociales que nos acercan al conocimiento de la realidad natural a los que denominamos teorías (en el sentido actual de la palabra) y que construyen la épica de la ciencia.
Sacerdotes y científicos, de Nicolás Copérnico a Georges Lemaître de Ignacio del Villar
Este planteamiento subyace al ensayo de Ignacio del Villar que estamos comentando. Escribe el autor en el prólogo: “Uno puede pensar que la teología es una disciplina menor si la comparamos con ciencias sublimes como la física, la química o las matemáticas. Así lo pensaba yo hasta que hice una incursión por el Catecismo y traté de comprenderlo todo. De este modo descubrí que, si bien lo básico se asimila sin dificultades, entender perfectamente todo lo relativo a la fe no es tan sencillo. Así como en la física resulta fácil de concebir que espacio es igual a velocidad por tiempo, pero no tanto comprender la teoría de la relatividad; en la teología existe un gran salto entre saber que no hay que robar y vislumbrar el misterio de la Trinidad en toda su profundidad”.
Los avances en el conocimiento del mundo natural hunden sus raíces en la Edad Media. “El secreto para lograr este éxito fue la asociación del saber griego y del árabe con el cristianismo – escribe el profesor Villar-. Así se sentaron unas sólidas bases con las que dominar el arte de razonar. De manera que en la alta Edad Media el ser humano estaba en condiciones para comprender el mundo que le rodeaba y poder desarrollar maquinaria avanzada. A esto contribuyeron en gran medida las universidades y monasterios, gracias a los que se fue generando un tejido intelectual que convirtió a Europa y al cristianismo en la punta de lanza del progreso de la humanidad”.
Y concluye: “Para entender el importante papel que jugaron en este logro los monjes y los sacerdotes, decidí elegir cinco personajes estelares de los siglos XVI al XX: Nicolás Copérnico, Nicolás Steno, Lazzaro Spallanzani, Gregor Mendel y Georges Lemaître, que respectivamente fueron responsables del nacimiento del heliocentrismo, la geología, la inseminación artificial, la genética y la teoría del Big Bang”.
El autor divide el libro en cinco capítulos, utilizando una estructura clara, que facilita la lectura. Cada capítulo se dedica a presentar la trayectoria vital y científica de un sacerdote especialmente ilustre en el campo de las ciencias. Así, el libro comienza con un repaso biográfico de la vida del matemático y astrónomo polaco Nicolás Copérnico, creador del sistema heliocéntrico. Se narran su infancia, su madurez y su vejez, se describe su trayectoria intelectual, se presentan sus grandes maestros y discípulos y, finalmente, se introducen sus revolucionarias ideas sobre el universo.
El mismo esquema se sigue en la descripción de la vida y las ideas de los otros cuatro sacerdotes: Nicolás Steno, anatomista danés, converso al catolicismo y que estableció los principios básicos de una nueva ciencia: la Geología. Le sigue Lazzaro Spallanzani, primer científico que, entre otras cosas, practicó la fecundación in vitro. Otro capítulo se dedica al monje agustino, Gregor Mendel, creador de las leyes de la genética. Y cierra este grupo de científicos y sacerdotes, el físico belga Georges Lemaître, al que se considera el padre de la teoría del Big Bang.
Mediante la presentación de estas cinco increíbles personalidades, el autor demuestra como la ciencia y la fe son perfectamente compatibles. Nos encontramos, en definitiva, frente a una obra destinada a desmontar los grandes prejuicios de la sociedad moderna en torno a la ciencia, la religión y la Iglesia. Se trata por tanto de un libro muy recomendable para todos aquellos que quieran adentrarse en el estudio de las relaciones entre ciencia y fe.
Conclusión
Concluimos este artículo con las mismas palabras del profesor Ignacio del Villar: tras haber conocido estas cinco asombrosas historias cabe formularse la siguiente cuestión: ¿Quién será el gran sacerdote científico del siglo XXI? ¿Y del XXII? Probablemente ya no lleguemos a encontrar a alguien del nivel de los personajes perfilados en este manuscrito. La Iglesia católica siempre ha intentado apoyar aquellos ámbitos en los que se requiere más ayuda. La figura del sacerdote-científico fue especialmente significativa hasta el siglo XVIII, pues el mundo necesitaba del progreso de la ciencia para hacer frente a muchas carencias que existían.
Ya en el siglo XIX y el XX, aunque todavía hubo dos insignes personalidades como Mendel y Lemaître, su presencia en este ámbito se fue reduciendo paulatinamente. Al mismo tiempo la sociedad en general se fue implicando de lleno en el campo de la investigación, hasta convertir la ciencia en una profesión.
«Nosotros tratamos de atender aquellas cosas que el estado no es capaz de cubrir», escuché decir una vez a un cura que lideraba una asociación caritativa. Y continuó: «Nuestro reto es paliar esas necesidades, que la sociedad vea cómo hacerlo y sienta la importancia de tomar el relevo».
Así creo que ha sucedido en el caso de la ciencia. Los sacerdotes ya han cedido el testigo y están enfocados en otras prioridades. La primera es, como siempre, la evangelización y asistencia espiritual de las personas. Pero por supuesto existen otras muchas como son la visita a los enfermos y presos, el cuidado de los pobres, la atención de mujeres con dificultades para dar a luz un hijo; en definitiva, los olvidados de la sociedad.
Sin embargo, resultando evidente que los tiempos han cambiado, conviene recordar y reconocer esa gran labor que los clérigos han llevado a cabo en siglos anteriores. Este libro ha sido un homenaje a todos esos sacerdotes que se dedicaron en cuerpo y alma por construir una sociedad mejor, y que nos demostraron a través de su legado que ciencia y fe son compatibles. El que mejor fue capaz de hacerlo fue probablemente Nicolás Steno, que nos regaló esta preciosa frase que se puede entender tanto desde el punto de vista material como del espiritual: Bello es lo que vemos, más bello es lo que sabemos, pero lo más bello es lo que todavía no sabemos.
Y es que conjugar ciencia y fe ni resta ni suma, multiplica; porque quien estudia la Creación en clave de fe descubre que el amor del Padre se hace presente en cada detalle: «Entonces vio Dios todo lo que había hecho; y he aquí que era muy bueno» (Gn 1,31)
Estas conclusiones del autor de Sacerdotes y científicos reabre un debate que se sitúa en las fronteras de lo que pretende la Cátedra Francisco J. Ayala de Ciencia, Tecnología y Religión.
Leandro Sequeiros, Doctor en Ciencias Geológicas y Colaborador de la Cátedra Ciencia, Tecnología y Religión.
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