(Por Juan Antonio Estrada) Parece que hoy tienen una especial resonancia las teologías que se acercan a las religiones asiáticas, especialmente a las corrientes hindúes y budistas, asimilando sus doctrinas, prácticas, rituales y culto. Son corrientes cercanas a las que buscan la espiritualidad y rechazan la religión, pero reaccionan a la secularización del cosmos con una espiritualidad ecológica, cósmica y de tendencias panteístas. Paradójicamente han seducido a círculos intelectuales, atraídos por su fuerte impregnación filosófica y por su condición de espiritualidades sin Dios, y han fascinado a corrientes populares que buscan otras formas de espiritualidad, metodologías de oración, como la del budismo zen, y otras formas de representar la divinidad. Hay una serie de componentes del budismo, en torno a los cuales han surgido nuevas teologías sincretistas, que enriquecen el contenido del cristianismo y lo abren al diálogo con otras religiones. Pero también amenazan con subvertir la identidad cristiana y falsificar sus concepciones sobre Dios, Cristo, la salvación, la oración y la mística. Hay corrientes cristianas que se han abierto a las tradiciones religiosas asiáticas, sin percibir sus diferencias fundamentales respecto del cristianismo, que hacen inviable una síntesis plena entre ambas cosmovisiones. En este artículo respondemos preguntas que fueron introducidas en el artículo que publicamos recientemente en FronterasCTR. Al igual que ese escrito precedente, también éste es una adaptación de algunos párrafos del capítulo V de mi obra, publicada recientemente en la Editorial Trotta, Las muertes de Dios. Ateismo y espiritualidad, Madrid 2018.
El diálogo entre el budismo, la filosofía y la teología cristiana no solo se debe al interés que despierta en Occidente una religión sin Dios, sino también a que ofrece otra cosmovisión de interés filosófico y teológico. Desde la perspectiva oriental no hay diferencias sustanciales entre la filosofía y la religión, ya que ambas son perspectivas marcadas por la búsqueda de sentido y de iluminación existencial . Por eso mezclan la reflexión filosófica y la teológica, en función de las temáticas comunes que abordan. La clave esta en el “despertar”, es decir en tomar conciencia y en preguntar, siguiendo la línea de Heidegger de que el “preguntar es la piedad (la devoción) del pensar”, en contraposición al nihilismo en un tiempo de indigencia, marcado por la revolución tecnológica. Y la gran iluminación es captar la carencia última de la existencia, la nihilidad de los fenómenos, la vaciedad oculta que subyace al mundo aparente de los fenómenos. De esa toma de conciencia, el despertar del “iluminado”, brota la compasión y la valoración de todos los seres vivientes. Se parte de una visión desustanciada de la totalidad cósmica, de la radical indigencia del todo, del fluir y el cambio como inherentes al devenir de la realidad. En contra de las ontologías fuertes y en sintonía con el horizonte nihilista de la postmodernidad, se subraya la vacuidad última de todas las realidades, la no fundamentación de lo que existe. La nada no es mera privación y ausencia, sino posición y realidad operativa, que determina la realidad. No es mera carencia sino la forma y el lugar del ser, que se manifiesta contingentemente en ella.
ESPIRITUALIDADES RELIGIOSAS, SIN DIOS
En este marco se subraya también la precariedad ontológica y también epistemológica del yo, la precariedad fundamental del sujeto, la falsedad última de las construcciones de la razón y de la experiencia personal. El ser humano se auto engaña, está apegado a su propio yo y a las objetivaciones que construye, se apoya en realidades sin fondo para proyectarse. Razones, deseos, experiencias y actitudes son sometidos a una crítica radical, viendo en ellas construcciones que son la causa de los sufrimientos. La misma idea de persona, con el carácter sustancial y ontológico que tiene en la tradición occidental, es impugnada. Desde el yo se cae en el pensamiento objetivante, en el dualismo entre Sujeto y Objeto, en el pensar representativo, sobre el que se ha construido la verdad como correspondencia y la vinculación entre las representaciones de la mente y las realidades ontológicas. Estas tradiciones impugnan de forma radical la definición clásica de persona, “sustancia individual de naturaleza racional”, que ha sido determinante para la filosofía y la teología, cuestionando tanto el concepto de sustancia individual como el de naturaleza racional, así como las consecuencias que se han seguido de la definición respecto de la inmortalidad del alma.
El sustrato último oriental para llegar a la realidad no es la racionalidad, ni la substancialidad, ni la individualidad. En lugar del dualismo entre creador y lo creado, tienden a variaciones del monismo. Todas las realidades están vinculadas y hay que pensar cada una de ellas desde la totalidad, sin aislarlas. Se busca una entidad global que subyace a todos los entes, que son solo perspectivas fragmentarias para el todo. La mística preponderante en el hinduísmo y en el budismo es la indistinción monista, en la que lo absoluto y el yo (selbst), en el que se hace presente, son una misma realidad. No hay diferencias, sino identidad porque solo existe una realidad única. La trascendencia presiona en nuestra propia inmanencia y hay que superar el yo para fundirse con la divinidad y encontrarse consigo mismo. La conciencia de ser uno mismo, diferenciado y separado del absoluto, es una ilusión, con la que se pierde el sentido de la totalidad. La esencia divina es la nada absoluta, sin nombres ni esencias diferente de su existencia, en la que hay que perderse, autovaciarse. La nada de nuestras existencias contingentes remiten al absoluto omnipresente e impersonal.Occidentalmente diríamos que la ontología fuerte es la del ser y la débil la de los entes, siendo la vacuidad y debilidad de los segundos la que nos permite captar su indigencia ontológica y el trasfondo absoluto en el que vivimos.
El atractivo de la espiritualidad oriental
Esto explica que desde la perspectiva religiosa, la cual en Oriente no se puede separar de la filosófica, se tienda más al panteísmo que al panenteísmo, que sería una posible forma de m comunión de la concepción teísta. Las teologías cósmicas radicalizan la contingencia y vaciedad última del ser y rechazan las creencias racionales en nombre de una presunta entidad impersonal y constituyente. Asumen que se pueda hablar de un absoluto último, incluso podríamos llamarlo divino, pero no personal, porque el yo personal es una ilusión. Se trata de una concepción filosófica que niega la consistencia última del sujeto y de una visión religiosa que rechaza al teísmo. Se busca la realidad última, lo que en filosofía llamamos el ser parmenídeo, que resalta lo absoluto e inmutable de lo que es. Su epistemología rechaza nombrar a lo absoluto y darle un significado personal, porque es inefable, inexpresable e innombrable, en afinidad con algunas afirmaciones de la teología negativa judía y cristiana, pero sin asumir nunca un ser personal contrapuesto al mundo y al hombre. A su vez, el yo sustancial es una ilusión tanto a nivel epistemológico como ontológico. Todo lo que experimentamos y concienciamos está marcado por la contingencia radical y hay que hablar de una ex-sistencia sin esencia última, porque cosificaría al absoluto. La salvación es una iluminación, un camino de experiencia que lleva a identificarse con el todo y a verlo en cualquier realidad, de ahí la importancia de la contemplación del cosmos, de la identificación compasiva con todos los seres vivos, de la meditación que busca el desasimiento de sí, sobre todo escaparse a las trampas del yo. También hay que huir de una concepción lineal del tiempo, de los postulados de futuro que alejan del ahora presente, de los proyectos de salvación, ya que todos los fines son creaciones del sujeto. En lugar de un universo teleológico que culmina en el ser humano, resaltan su independencia e indiferencia , su carencia de orden y su carácter impersonal. Sobre todo hay que despertar a la nihilidad subyacente al mundo, el hombre y las cosas.
A partir de aquí surgen las ideologías sincretistas que se inspiran en postulados del budismo y del hinduismo y que buscan modificar los planteamientos occidentales. Se caracterizan por ser ideologías y espiritualidades no dualistas, impugnadoras de la dicotomía sujeto-objeto, que reaccionan contra la mediación del sujeto y las proyecciones de futuro, buscando un nuevo estado de consciencia, cosmocéntrico y unitario. “En el camino de la globalidad” plantean un proceso que arranca desde el yo físico, emocional y conceptual, para pasar del egocentrismo a un “mundi-centro”, abierto al multiculturalismo y la diversidad de perspectivas, que son la antesala del yo maduro, que es trans-personal y supera lo mental y lo psíquico. Lo personal se convierte en insustancial y los deseos pierden sentido. La antropología débil de la postmodernidad se radicaliza, aunque desde una perspectiva universalista que rompe con la cosmovisión postmoderna. Se trata de una conciencia de globalización, del ser total, en el que se pierde la individuación primera para desaparecer y fundirse en la inmediatez de lo último, desde las que se propone un nuevo paradigma que superaría a los anteriores, calificados de obsoletos.
Pensar que podemos superar totalmente el pensamiento dualista es una ilusión, ya que no podemos prescindir de alguien que capta la totalidad, aunque lo pretendamos teóricamente. Habría que suspender la subjetividad, como pretendió Husserl respecto de la conciencia intencional y sus construcciones. Una cosa es pensar que la hemos superado y otra cosa que lo hayamos logrado. Cualquier representación presupone alguien cognoscente y cualquier afirmación está impregnada por quien la hace. No hay afirmación ninguna que pueda prescindir de quien la hace, como recuerda el racionalismo crítico, no hay un saber absoluto. Se trata de una corriente filosófica que resalta que nunca podemos afirmar que hemos llegado a la realidad última, aunque subjetivamente la califiquemos como tal. No tenemos evidencias sobre la verdad y la única posibilidad de avanzar hacia ella es asumiendo las verdades como hipótesis, que tienen que ser sometidas a comprobaciones y rectificaciones, tienen que falsarse. No hay intuición válida del todo, ni una revelación exenta de la subjetividad del que la afirma. La idea de un pensamiento puro y de un acceso a un ser puro, el todo absoluto, sin las mediaciones de la subjetividad es irrealizable. La paradoja es la de una espiritualidad que revaloriza el nihilismo postmoderno, porque relativiza las construcciones fuertes de la modernidad, pero para ofrecer como alternativa una forma de representación que pretende el conocimiento del ser absoluto.
Las tradiciones asiáticas revalorizan elementos que también forman parte de la tradición filosófica occidental. La crítica al sujeto mental, incorporeo, y al narcisismo del sujeto de deseos forma parte de la Ilustración, como también la relativización de la razón instrumental, de las objetivaciones y aprehensiones del yo, y de las limitaciones de un concepto de persona monádico y aislacionista. La crítica al cogito cartesiano es tan vieja como Descartes, mientras que la atención a los deseos es más reciente y más central. Es más difícil cambiar de deseos que de creencias, porque no se someten a ellas y responden a nuestras carencias y expectativas, que desde la misma familia están encauzadas y condicionadas. El deseo del otro, que canaliza la necesidad humana de reconocimiento, ha sido un componente de lo que conocemos como el giro intersubjetivo de la filosofía y es determinante para los conceptos de seguimiento y de imitación religiosa. El descubrimiento de la historicidad del sujeto, de su génesis y contexto social, del carácter relacional de la persona y de la importancia del lenguaje, que canaliza las experiencias y estructura el pensamiento, han obligado a una replanteamiento del concepto de persona y de la subjetividad. Muchas de las críticas que hacen estas ideologías de influjo asiático son plenamente aceptables, pero no son nuevas porque de forma diferente ya han sido asumidas por la reflexión filosófica. Por eso asumirlas no equivale a aceptar la propuesta alternativa global en que se basan. La validez de la crítica al sujeto mental, objetivante, posesivo y aislacionista no equivale a asumir el nuevo cuerpo ideológico que se ofrece como alternativa.
El papel de la razón: rechazo y necesidad de la instalación humana en la razón
Especial importancia tiene elrechazo de la racionalidad como instancia permanente.La filosofía no puede renunciar a la razón, pero es la razón misma la que exige ser criticada y abrirse a otras experiencias cognitivas. Si en la Ilustración se cayó en la trampa de la razón pura, independiente de las emociones y del contexto, también hubo corrientes filosóficas que buscan una consciencia vivencial y experiencial, que se integre con el yo pensante. Así lo muestran distintas teorías filosóficas, como la inteligencia sentiente de Zubiri; la inteligencia emocional de Goldmann; la crítica nietzscheana de la razón; la apelación de Saint-Exupéry para captar la realidad que no se puede ver con los ojos; las verdades del corazón de Pascal o la exigencia de Kierkegaard de abrirse a la cognitividad de la fe. Pero sigue siendo fundamental criticar las tradiciones en las que vivimos y no inmunizarlas. El valor cognitivo y orientador de los afectos y el significado de las virtudes como predisposiciones para el bien, forman parte de la epistemología contemporánea.
Hay disposiciones afectivas de la razón y el conocimiento remite a la forma de vida desde la que se evalúa. No hay realidades independientes de las perspectivas plurales desde las que se aborda. No hay certeza de verdad, pero no podemos renunciar a ella y buscamos criterios que la legitimen. La pluralidad de perspectivas actúa también contra la absolutización del sujeto y su intento de mantener el mundo como externo, independiente y objetivable. El yo desmundanizado es un idealismo, como recordó Heidegger a Husserl, y la correspondencia entre el mundo y las representaciones mentales es inviable, ya que estas dependen de las prácticas sociales y de los distintos regímenes de conocimiento. Pero esto no supone el abandono de la razón porque si los pensamientos son un obstáculo, se imposibilita el discernimiento reflexivo y racional, que supuestamente sería parte de un estadio superado. Se repite, con una nueva versión, la idea de que dadas las limitaciones de la razón y las críticas sus construcciones, hay que acabar con ella, superarla y dejarla atrás, renunciando a la consistencia de la persona.
Se puede resaltar los límites de la razón y del pensamiento, porque la subjetividad humana es más rica que el sujeto mental, pero no se puede renunciar a la reflexión en ningún estadio del conocimiento, ni a una subjetividad que tiene consistencia y nunca es subsumida por el ser total. Desde la perspectiva cristiana incluso en las mayores experiencias místicas hay que abrirse a la posibilidad del engaño y a las trampas de la subjetividad, y en ellas juega un papel fundamental el discernimiento racional, como se ejemplariza en las reglas de discernimiento espiritual de Ignacio de Loyola. Los que cuestionan al sujeto mental nunca explican cómo es posible eliminar totalmente el sujeto, para integrarse en el ser total impersonal, y qué criterios hay para evaluar reflexivamente, cuando se ha eliminado al sujeto racional. La afirmación de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbonade que “no actuar según la razón, es contrario a la naturaleza de Dios”, puede ser matizada y criticada, para relativizar el potencial de la razón, y mostrar sus límites. Pero superar la razón no puede ser el precio para alcanzar una consciencia superior, so pena de regresar al irracionalismo.
La crítica de la razón suele basarse en la dualidad entre la realidad y el conocimiento que tenemos de ella, lo cual fue desarrollado por Nietzsche y radicalizado en la postmodernidad. Una cosa es la realidad y otra nuestras representaciones. Y esta es la argumentación de los que critican a los críticos racionales, porque hay que superar “las resistencias que nacen de una mente aferrada a sus creencias previas. En ningún momento se reniega de la racionalidad, lo que se hace es reconocer que, al contrario de lo proclamado por la Modernidad, no todo acaba en ella”. Paradójicamente, se acusa a la modernidad de lo que esta ha desarrollado, la crítica a la suficiencia de la razón, y se habla de espíritu crítico cuando se acusa a los críticos que sostienen la necesidad de la razón. La razón tiene que estar en todo, aunque no sea insuficiente, como han mostrado las teorías críticas. Cuando se usa el lenguaje, en cualquiera de sus modalidades, se cae en una contradicción performativa, al negar el valor de la racionalidad, siempre encarnada en el lenguaje. La única posibilidad del escéptico de la razón es callarse, porque si comienza a hablar, para impugnar la razón, ya valida su necesidad. No es posible escaparse a la auto referenciade la razón y resulta inviable una crítica total a la razón.
El esfuerzo por vincular razón y experiencia, corazón y cerebro, lógica y motivación, se convierte a veces en una propuesta de sujeto integral que esconde un retroceso respecto la ilustración. Desde Kant se tomó conciencia de que el Yo del pensamiento, el cogito cartesiano, era el sujeto lógico desde el que se construía el lenguaje, pero que no se le podía dar identidad y contenido. No se podía pasar del yo existente al sujeto de predicados sustantivos. El yo siempre es cultural y la identidad está marcada por la sociedad y el momento histórico en que se vive. La conciencia de identidad personal es siempre el resultado de una construcción y representación, mediada por el lenguaje. Por eso es posible la deconstrucción del yo, la impugnación del antropocentrismo y afirmar el carácter infundamentado de la conciencia. Pero lo que se presenta como experiencia trans-personal, el estado de consciencia transracional, tras el acallamiento mentalde las palabras y conceptos, está tan condicionado como las otras interpretaciones de la subjetividad. La vida precede al logos, pero nunca lo elimina y no hay estadio de conciencia que pueda suprimirlo.
El juego entre la Razón y el Cosmos
Desde el universalismo cósmico al que tienen las espiritualidades que se inspiran en el budismo se ve el yo como una ilusión. Hay que ser ‘hijo del cosmos’, vinculándose al todo para experimentar la unidad del ser. Se busca llegar a la presunta realidad última, que es una nueva y diferente versión del ser fontanal, buscado por la tradición metafísica. “La mente me hace ver como un yo separado (‘individuo’, es decir, ‘indivisible’) y me hace creerme escindido de la consciencia una, que sin embargo constituye mi identidad profunda (…) Este error básico, el verdadero ‘pecado original’, será la fuente de toda confusión”. A la pregunta de ¿quién soy yo?, no se responde con una definición, “porque se escindiría la realidad”. Hay que liberarse del yo, disolverse, quedando solo la consciencia de ser (“Soy es lo único que sé ,acerca de mí, lo único que permanece a lo largo de toda mi existencia (…) Y sabré también que el sujeto de ese ‘soy’ no es el yo (…), sino la Consciencia misma”. La disolución del yo en la consciencia absoluta es la alternativa que se ofrece. No se acepta que el yo tenga el trasfondo del todo, pero que sea autónomo y subsistente. Hay que hacer desparecer el yo, y que el mundo y el hombre desaparezcan en el Nirvana, que es lo específico del camino budista. Para acabar con el dolor hay que superar los deseos y los pensamientos y también el sujeto que los avala, que pierde consistencia e identidad, para ser absorbido en la realidad total.
Como el yo, el sujeto, la persona y el cogito son una trampa, no se puede atender al planteamiento occidental de autonomía y sus derechos. La crítica moderna y postmoderna del yo mantiene la dignidad del sujeto, no solo moral sino también cognitiva y ontológica. El reconocimiento del otro pone en primer plano la relación personal y está abierto a un yo en comunión, que le transforma y le abre a nuevas formas de universalidad. Captar las limitaciones e indigencias del yo, no implica acabar con él, sino transformarlo, sin que se vacíe en el ser impersonal, en busca de lo “transyoico”, que en Occidente solo puede darse desde la apertura al otro. Se reacciona contra el yo fuerte de la modernidad, teórico y práctico, con una forma de nihilismo antropológico, que devalúa la acción y las capacidades transformadoras del sujeto. Esta desustancialización del yo, favorece la resignación y el conformismo social, que han sido un lastre para las sociedades asiáticas. Su negación del mundo no es operativa, no busca transformarlo, sino refugiarse en una interioridad contemplativa. Se trata de una filosofía que favorece la pasividad monacal, en lugar de la praxis activa. Por eso está en las antípodas de la civilización occidental y de su capacidad teórica y práctica para transformar la realidad.
El nuevo horizonte espiritual ya no genera creencias, sino saber vivencial. Son místicas religiosas, que caen en la trampa de una transformación interior, a costa de desatender las estructuras sociales y los condicionamientos externos. Ante una cultura inhóspita a la religión, hay un refugio en la interioridad, en la meditación, en la conciencia vivencial de lo divino, dejando sin tocar los condicionamientos externos. La crítica moderna ha denunciado las formas religiosas que tienden a la “fuga mundi”. El peligro está en refugiarse en un gueto espiritualista, ajeno a la realidad de la sociedad en que se vive. Por eso su lugar es el monasterio, el aislamiento y el silencio. La liberación del hombre no es el resultado de su praxis transformadora de la sociedad, sino de una toma de conciencia, obstaculizada por las aprensiones del yo individual.
La transvaloración nietzscheana se convierte en trans-personalización y la búsqueda de Dios se transforma en conciencia actualizada de su presencia difusa e indeterminada. Se llega a una mística cósmica, a una conciencia de totalidad que es, al mismo tiempo, superadora de los fines personales, para que emerja lo divino en cada ser y en cada persona. El acento se pone en la experiencia, la afectividad y la pasividad cognitiva, recayendo en la pretensión husserliana de “epojé”, en la suspensión de las dinámicas intencionales, cognitivas y emocionales. En la tradición budista los actos intencionales nos condicionan, son el “karma” y la base de nuestra conciencia egocéntrica. Hay que anular al yo estable y fijado, para abrirse al ser indeterminado, al panteísmo cósmico, ya que el panenteísmo es inviable porque no hay existencias subsistentes al ser total. Se busca lo incondicional, la plena sabiduría y la naturaleza de Buda es el modelo absoluto al que todos debemos tender. De ahí deriva la praxis ascética y la ética, basada en la
empatía con todos los seres vivos, la meditación asidua y el conocimiento de lo real, que genera la comunión con todos los seres. Se puede hablar de una ‘fenomenología soteriológica del espíritu’, percibiendo la realidad última e integrándose en ella con plena conciencia (mindfulness). Esta dinámica espiritual es la que la hace atractiva, en el contexto de nuestra forma de vida marcada por la racionalidad científico técnica y de una sociedad materialista de mercado.
La mística como inmersión en el Cosmos
En la mística occidental la inmersión en la divinidad nunca desplaza al sujeto que la vive, aunque se mantenga que hay que morir al yo para renacer en Dios, a diferencia de la mística oriental: “La realidad última, Dios, desconoce lo interior y lo exterior. La ola no está fuera del océano. La ola es el océano, pero a la vez no lo es. Para expresar este hecho, la mística oriental utiliza la palabra no-dos, mirando el océano desde arriba. Se distinguen miles de olas, pero visto desde abajo solamente hay el océano”. Sobre ambas místicas, se construyen dos modelos de vida, el contraste de la contemplación y el sentido del todo oriental con el pragmatismo, el individualismo y el racionalismo de Occidente. Hay que admitir la necesidad de abrir nuevos horizontes al yo occidental, y con ello a las aportaciones orientales que le enriquezcan. El pensamiento objetivante es unilateral y reductor, aunque no podamos prescindir de él, si queremos conserva un modelo de sociedad basado en la ciencia y la técnica, que hoy ejerce un influjo mundial, y que está cambiando a los países que han mantenido las tradiciones hinduistas y budistas. Pero ambas místicas son complementarias y pueden enriquecerse mutuamente.
Estas teologías prefieren hablar de espiritualidad y de mística más que de religión, porque acentúan lo vivencial y lo contraponen a los rasgos institucionales de las religiones. Tienden a subrayar las patologías y efectos negativos de las religiones, a las que acusan de intolerancia, fanatismo y de utilizar a Dios en favor de sus propios intereses. Por el contrario, y a veces con una contraposición maniquea, se enaltecen las espiritualidades como opuestas a las creencias que aprisionan. Propugnan una unión mística, que permitiría captar la profundidad no dualista de lo real. La no dualidad es un término ambiguo, porque se puede entender desde una perspectiva monista y panteísta, según la cual la universalidad del ser anula la subsistencia de cualquier ente, o como una negación ontológica, susceptible de ser asumida respetando la subsistencia y diversidad de entes. Son espiritualidades holistas, ya que todo está relacionado. La práctica meditativa se orienta a percibirse uno y fundido con el todo del entorno, a despojarse del pensamiento y del discurso, al silencio y la percepción corporal y sensorial, que generan relajación y una integración y plenitud. Buena parte del éxito de las espiritualidades orientales está en sus metodologías y prácticas de oración, que han encontrado acogida dentro de las teologías y espiritualidades cristianas.
La lucha contra el pensar objetivante y dualista incide también en la comprensión de Dios y en la relación con él. Dios no es un referente personal ni un objeto mental, sino algo indeterminado, una entidad que se siente. Se revaloriza la experiencia y hay muchas alusiones a experimentar a Dios, utilizando expresiones cristianas, pero Dios no es alguien con quien se entre en comunión, sino el fondo último de la realidad. La experiencia mística, que en la tradición cristiana se expresa como unidad de comunión, se convierte ahora en una vivencia que oscila entre la mística cósmica, cercana a lo que se ha llamado el “sentimiento oceánico”, y una espiritualidad atea, que llama Dios a la experiencia de ser. Se contrapone la religión que ‘cree’ y la espiritualidad que ‘sabe’, porque hay que despertar a lo que se es y se vive, ser testigos transpersonales de la vacuidad y la trascendencia. No hay que buscar la verdad en las religiones, sino que hay que asumir “que todos los seres tienen en sí la naturaleza del Buda”.
La mística cristiana
La mística cristiana tiene puntos de contacto con las otras, porque en todas se parte de la experiencia, juega un papel esencial la comprensión intuitiva y hay conocimiento de sí, vinculado al del Absoluto. En el cristianismo se puede emplear la fórmula de “Dios en mí, fuera de mí, por encima de mí”, que subraya cómo se conoce al Otro (la alteridad divina), en la propia experiencia inmediata. El yo no es aniquilado en la unión y la experiencia se interpreta inevitablemente desde la pertenencia cultural y religiosa del que la vive. El conocimiento místico es universal, pero las convicciones que genera están culturalmente mediadas. Según la tradición cristiana o budista, así se interpretan los contenidos. La imagen de Dios en el alma es una interpretación, que no se puede identificar con la naturaleza misma de lo divino. Todo conocimiento de la divinidad es problemático y aunque no se sea consciente, está mediado por la pertenencia del sujeto. Aunque la mística se centre en lo que experimenta el individuo, hay que atender a los elementos colectivos que le influyen, como su sociedad, cultura, religión e iglesia.
Autores como el maestro Eckhart, Juan de la Cruz o S. Agustín han marcado al cristianismo con su énfasis en la fusión del sujeto con Dios; en la actualidad divina en la persona; en la trascendencia en la inmanencia y en la mística de unión, que humaniza lo divino y diviniza lo humano. “El místico, además, viviendo una experiencia profunda de pasividad y de inmersión en lo oceánico de su sentimiento, tiene conciencia de que su yo no desaparece. No ama el Amor, ama al ‘Otro’, a quien considera amor, y en esa relación no hay ni un ‘yo’ ni un ‘tú’ difuminados”. Reflexionar sobre la presencia divina puede ser una clave para potenciar la teología del espíritu, el Dios olvidado de la teología católica. Pero la creación de la nada marca una diferencia que nunca puede superarse. El carácter relacional del Dios trinitario apunta a la relacionalidad y el amor, a un Dios del que todo depende. La tradicional ontología de la absolutez de Dios puede expresarse en la forma de una “ontología relacional” (ser creado es total referencia a y total diferencia de), cercana a la concepción budista sobre la gran vaciedad de todo lo que existe (sunyata). Todo depende de Dios, de ahí la indigencia ontológica, la vacuidad última de todo lo que existe, y todo le está referido y se diferencia de él.
El teísmo cristiano mantiene la diferencia ontológica, incluso en el proceso de integración y de comunión, que conlleva la divinización de la persona. La mística cristiana no es el resultado de una emanación de la divinidad, ni de un monismo panteizante, ni de una divinidad que absorbe plenamente al sujeto, como refleja la interpretación unilateral del oceano en el que se integra la gota de agua. La mística cristiana está marcada por la unión con la divinidad, que diviniza e integra, pero que no hace desaparecer al sujeto. El polo humano es una referencia indispensable, incluso cuando se da la unión mística, la comunión o unificación divina. Por eso, al hablar de Dios empleamos términos personales, no cósmicos, como el de creador. Todo lenguaje sobre Dios es cuestionable, también el personal, pero el impersonal de un ser abstracto y anónimo no está más fundado que el personalista. Se absolutiza la inmanencia divina, la presencia de la trascendencia en la creación, pero, a diferencia de los cristianos, se rechaza la diferencia entre creador y creado, porque no hay un creador y una creación..
Dios no es externo a la creación, pero tampoco es idéntico a ella. La perspectiva monista está vinculada al pensamiento de la totalidad y la unidad, mientras que la diferencia identitaria se estructura en torno a la relación y hace posible la libertad. No hay hombre libre sin una creación consistente y querida por Dios. El problema cristiano es cómo explicar la creación sin caer en el emanacionismo, el cual sí haría posible el pensar no dual monista. Se trata de preservar la libertad contingente y finita del ser humano, sin atentar contra la creatividad y el origen divino. El valor divino de lo humano es una reafirmación del hombre como creador. La irreductibilidad de la persona y del sujeto es incompatible con la unidad última y absorbente del todo. El yo pre-reflexivo singular es condición de posibilidad para la autoconciencia que toma conciencia de su dependencia y de su ser contingente. La filosofía y la teología occidentales tienen la tarea de pensar a dios como personal y como ser último y total.
El budismo es un horizonte de comprensión heterogéneo, que puede enriquecer y completar aspectos del cristiano, pero nunca sustituirlo o integrarlo. Las espiritualidades y teologías cercanas al budismo buscaban inicialmente los puntos comunes entre ambas tradiciones y aludían a expresiones místicas parecidas, practicando un diálogo ecuménico. Autores como el maestro Eckhart tienen expresiones asumibles por ambas espiritualidades, pero por eso, no exentas de ambigüedad. Las diferencias al asumir a Eckhart están en el paradigma y en el contexto, en la comprensión de fondo de la que se parte (lo personal y lo impersonal, la trascendencia y la inmanencia, lo absoluto y lo contingente). Cuando esto se margina, surgen hermenéuticas que repiten las mismas palabras y dicen cosas diferentes. Lo que comienza como un acercamiento de tradiciones, puede degenerar en una confusión de identidades. Es conocida su sentencia “pidamos a Dios que nos libre de Dios y alcancemos la verdad plena”. Las representaciones que tenemos de Dios son un obstáculo que se interpone entre él y nosotros. Por otro lado, Dios y el hombre no pueden ser realidades diversas (“Si yo no existiera, no existiría Dios. Yo soy la causa de que Dios sea Dios. Si yo no existiera, Dios no sería Dios”), porque si hubiera algo ajeno a Dios ya no sería él. Paradójicamente desde la creación, que no es Dios, se puede aludir a él, porque sin él nada sería. Para Eckhart la prueba de que Dios existe, es la existencia de algo, de mí mismo, que no me doy el ser sino que lo recibo. Lo creado remite al creador. No se puede separar a Dios y el ser, que trasciende y engloba a todos los seres. Tampoco se puede quedar en Dios como alguien en el ser, porque lo objetivaría y entificaría. Dios es el ser, pero hay que dejar espacio a lo que no es Dios, sin que exista al margen de él, ni le aporte algo. Lo finito no añade nada al infinito, sino que se comprende desde él, del que depende y al que se refiere. Hay que asumir la ontología absoluta de lo divino y la mediación de lo ontológicamente indigente, sin caer en un monismo del ser que trataría por igual los dos polos de la relación.
Unidad e identidad en Dios, en la diferencia personal
Esa función de referencia a Dios hace que el yo no pueda ser mera ilusión, le da consistencia e impide que sea ignorado o minusvalorado. Décadas antes de que surgieran las recientes espiritualidades cósmicas cercanas al cristianismo, planteó Teilhard una divinidad cósmica y sin embargo personal, en la que el yo humano no desaparece en la fusión co la divinidad. Plantea un universo de creciente complejidad, en la que Dios está universalmente presente, sin equipararse con él. “Dios es casi inevitablemente concebido por un positivista moderno como un océano sin orillas, en el que se totalizan, por pérdida de sí mismas, las cosas. Nuestra generación, esencialmente panteísta porque es evolucionista, no parece comprender el panteísmo más que bajo la forma de una disolución de los individuos en una inmensidad difusa. (…) La personalización del universo sólo puede operarse salvando para siempre en una Persona suprema, la suma distinta de las personas nacidas, sucesivamente en el curso de su evolución. Dios es solo definible como un Centro de centros”. El universo se unifica mediante el amor y Dios, cuanto más es, más poder tiene de personalizar. Dios no nace “de la soldadura de los elementos del mundo, ni por el contrario, absorbiéndolos en él”. El amor refuerza en sí a los seres y los aproxima entre ellos, los personaliza y los hace más complejos.
Si la divinidad es cósmica, impersonal y omni-presente, desaparece cualquier relación. Para un absoluto impersonal carece de relevancia la mediación de Cristo y Jesús es uno más, sin diferencia alguna, porque el mundo de lo personal es ilusorio. Las críticas a los antropomorfismos sobre Dios son inevitables, pero no se resuelven recurriendo al lenguaje de metáforas no personales, como si estas superaran las antropomórficas. El lenguaje interpersonal es el menos inadecuado para hablar de Dios, aunque ninguno sea conveniente, porque la persona de Jesús y su proyecto de vida es la clave del cristianismo, de su comprensión de Dios. La antropología referencial es siempre la cristología. Hablar del absoluto cósmico con categorías personales no es un contrasentido, si admitimos que la persona es la forma de vida superior y que todas las representaciones son inadecuadas.
Cristo habla del Dios Padre y del Espíritu para realizar la divinización de lo humano y la humanización de lo divino. Las distintas afirmaciones, fundamentalmente del cuarto evangelio, sobre su unidad e identidad con Dios mantienen siempre la diferencia personal. Resaltan su entrega y la conciencia de haber recibido una misión que ha marcado su vida. Su deseo de Dios es operativo, concretado en el proyecto del reino, y le libera de sus condicionamientos familiares, religiosos y socioculturales, incluidas los deseos y presiones de sus discípulos. La prueba final de la cruz le obliga a replantear el deseo innato de un Dios que intervenga, confirmando su filiación y la validez de su proyecto. El silencio, determinante para la unión mística, se convierte en interpelación divina que le obliga a liberarse de su deseo de supervivencia. La llamada budista a renunciar al yo y a los deseos y creencias, porque generan el sufrimiento, se torna aquí en asumirlo desde la confianza y la entrega a un Dios incomprensible. En esa entrega total se mantiene la libertad y la opción del sujeto. Por eso, la mística de la cruz no es homologable con la budista. En la cruz fracasa cualquier intento de apropiarse de la divinidad, se le obliga a discernir en lo inesperado y a radicalizar la alteridad divina.
Pretender que Jesús o el Cristo de la fe apelan a la paternidad divina en términos de identidad, sin diferencias, es falso. Se puede rechazar la visión cristiana y preferir otra, pero no pretender que una divinidad no personal es la que define a Jesús y el cristianismo. Esas espiritualidades están cercanas a las religiones sin dios y al nihilismo cognitivo postmoderno. La pregunta es si no se cae en un nuevo oscurantismo, en otra proyección ilusoria, desde la que descalifican las otras. Fierro lo expresa con claridad, contra un cristianismo sin Dios: “Si tan dispuesto se está a abandonar toda imagen de Dios, ¿qué otra cosa sino un mito inconsciente puede obligar a aferrarse tan a ciegas a la idolatrada imagen de Cristo. Digámoslo sin rodeos: la fe en Cristo sin Dios aparece más mítica que la fe en Cristo con Dios; el cristianismo ateo, agnóstico o escéptico acerca de la trascendencia, manifiesta rasgos mucho más mitológicos que el cristianismo teísta, pues quita a Dios la peana del mito, para ponérsela a Jesús”.
CONCLUSIÓN: EL PROBLEMA DE LA DEVALUACIÓN DE LA RAZÓN
Los antropocentrismos occidentales necesitan una revisión a fondo. El budismo, el hinduismo y las tradiciones asiáticas pueden enriquecerlo desde su tradición milenaria, porque han captado niveles de realidad que hemos desatendido en Occidente. Ambos paradigmas son contingentes y necesitan complementarse, pero no se puede sustituir el uno por el otro sin deformarlos. Y los críticos de la mitología cristiana deberían plantearse si no caen a su vez en otra mitología tan criticable o más que la que desechan. Además de que hay que interrogarse sobre si se puede hablar de la divinidad al margen de los mitos, que forman parte constitutiva del lenguaje simbólico y de las metáforas para expresar lo religioso. La concepción cristiana de la divinidad es inverificable, pero también lo es la budista, y en ambos casos no tiene por qué ser fantasiosa ni ilusoria. Pero no se puede renunciar a la crítica racional de las construcciones religiosas. Devaluar la razón en la religión, lleva al fanatismo religioso y las nuevas espiritualidades sin Dios no están exentas del irracionalismo.
Artículo elaborado por Juan Antonio Estrada, Catedrático de Filosofía en la Universidad de Granada, colaborador de la Cátedra CTR y de FronterasCTR. El profesor Estrada presenta una adaptación para FronterasCTR, en dos artículos, del capítulo quinto de su obra, de reciente aparición: Las muertes de Dios. Ateismo y espiritualidad. Trotta, Madrid2018. Este es el segundo artículo, ya conclusivo.