(Por Juan Antonio Marcos) Nuestra pretensión en este artículo es dejar constancia de uno de los aspectos más sobresalientes de la escritura teresiana, el desenfado (encantador desenfado) con que hace partícipe al lector de su proceso creador, de los avatares por que ha debido transcurrir el quehacer escriturario. Y al fondo, toda esa cantinela de tópicos y cansinas etiquetas que se han venido colgando del discurso teresiano de una manera acrítica y consuetudinaria.
Santa Teresa se reconoció ‘mujer y ruin’ para ganarse al censor, y si partió de la ‘obediencia’, fue para desobedecer, para hacer las cosas a su modo, y salirse, como siempre, con la suya. El mismo desaliño o ‘desconcierto’ de que hace gala, verdadera estética del descuido intencionado, se han convertido para nuestra narradora en su mejor seña de identidad. Toda una preceptiva literaria conscientemente asumida por nuestra narradora.
Y es que en santa Teresa, a la hora de comunicar su experiencia, el proceso creador termina por integrarse como un elemento temático más de la obra creada. Se trata de esa peculiaridad tan humana del hablar sobre su hablar, donde el discurso ya no solo es instrumento de comunicación, sino también objeto de reflexión. La falta de lenguaje, el esfuerzo por darse a entender o la satisfacción ante lo bien dicho son realidades que están presentes por doquier en todas las obras escritas por santa Teresa.
La falta de lenguaje surge ante el desajuste que se da entre la condensación sintética de las ‘vivencias’ y su expresión ‘analítica’. Santa Teresa, no siempre comprendió sus experiencias místicas, y cuando las comprendió no siempre supo comunicarlas: “Y era el trabajo que yo no sabía poco ni mucho decir lo que era mi oración; porque esta merced de saber entender qué es, y saberlo decir, ha poco que me lo dio el Señor” (V 23,11).
García de la Concha ha visto así dicha evolución: cuando comienza a experimentar gracias elevadas, no sabe escribirlas, y se explica subrayando pasajes de la Subida del Monte Sión, de Bernardino de Laredo; en las Cuentas de Conciencia ya nos muestra una literatura narrativa introspectiva; en Vida, a la narración se suma la interpretación; en Moradas logra elaborar todo un mensaje de pensamiento sin abandonar el vínculo con lo vivido.
Pero sin duda alguna, como ya apuntó Menéndez Pidal, el pasaje paradigmático y que mejor refleja las preocupaciones metalingüísicas teresianas, es el siguiente: “Porque una merced es dar el Señor la merced y, otra es entender qué merced es y qué gracia, otra es saber decirla y entender cómo es” (V 17,5). Aquí se nos desvelan los tres niveles de la comunicación: experiencia, conceptualización y transmisión. O dicho con otras palabras: sentir, pensar y comunicar, triple categorización en la que el recurso al lenguaje se hace imprescindible a partir del segundo estadio, pues, como decía Unamuno, pensamos palabras.
El esfuerzo por ‘darse a entender’
A la hora de tomar la pluma, pocas cosas le preocupaban tanto a santa Teresa como el hecho de ‘dar a entender’ al lector vivencias y sentimientos, preocupación guiada siempre por un propósito didáctico y pedagógico. En carta escrita a su hermano Lorenzo, describe su trato y conversación con Dª. Juana Dantisco, en los siguientes términos: una llaneza y claridad por la que yo soy perdida. Se trata de la más afortunada, sintética y poderosa expresión para definir lo que es su propio estilo literario, el carácter pragmático y funcional de todas sus obras. Llaneza y claridad buscadas infatigablemente para resolver, de la manera más exitosa, el problema de la comunicación que es, al fin y al cabo, la última finalidad de toda palabra, sea escrita o proferida.
Y así, ‘saber figurar’ o ‘dar a entender’, son dos sintagmas verbales que se reiteran una y otra vez para hacer partícipe al lector de sus obsesiones comunicativas. Interpoladas, entreveradas y salpicadas a lo largo del discurso, se multiplican las más variadas secuencias de este tipo (con sus variantes formales) guiadas por un explícito interés y afán comunicativo: “Pues querría dar a entender esto” (V 14,7), “Solo esto es lo que querría dar a entender” (CE 50,1), “Quiero decir algo por donde me entiendan” (CE 32,3). Las preocupaciones comunicativas aparecen casi siempre sobre la marcha, en el devenir y hacerse del discurso:
Quiérome declarar más, que creo me meto en muchas cosas. Siempre tuve esta falta de no me saber dar a entender -como he dicho- si no es a costa de muchas palabras (V 13,17).
Querría dar a entender, querría saberme declarar, querría saberlo decir, querría que entendieseis muy bien…, y así, una y otra vez, se hace presente la modalidad volitiva o desiderativa del lenguaje. Y detrás, la constante preocupación por que el lector capte lo que es relevante para el emisor, lo que hace al caso, lo que viene a cuento. Se trata de secuencias que se interpolan en la cadena discursiva ante cuestiones que la Santa considera especialmente relevantes.
Es lo que ocurre cuando Teresa insiste en no prescindir, a lo largo del camino espiritual, de la humanidad de Cristo (“Lo que querría dar a entender es… Y entiéndase bien este punto, que querría saberme declarar”-V 22,8); o cuando insiste en algo tan importante para ella como era la oración de recogimiento (“Yo querría que entendieseis muy bien esta manera de orar que se llama recogimiento”, CE 47,5).
Ocurre muy a menudo, como no podía ser para menos en una literatura religiosa, que los deseos por ser comprendida y darse a entender, se ven introducidos y reforzados por invocaciones a la divinidad, a la que se pretende así convertir en aliada o fuente de inspiración para tan ardua tarea: “Plega a su Majestad me dé gracia para que yo dé esto a entender bien” (V 15,2); “Plega a su Majestad que me sepa dar a entender” (V 22,1); “¡Oh Jesús! Quién pudiera dar a entender bien a vuestra merced esto…” (V 20,22). Invocaciones o evocaciones exclamativas que son, en buena medida, reflejo de la afectividad desbordada de la autora y, no menos, viejísimos tópicos de la tradición retórica.
Exclamaciones dirigidas al mismo Dios nos descubren las cuitas expresivas de la Santa, sus confesados anhelos por trasladar a la palabra escrita, lo que siente o entiende o pasa por su alma: “¡Oh Dios mío, quién tuviera entendimiento y letras y nuevas palabras para encarecer vuestras obras como lo entiende mi alma!” (V 25,17). Y todo con la apelación a las personales carencias, entendimiento (nivel intelectivo), letras (formación-lecturas) y sobre todo nuevas palabras: he aquí el verdadero anhelo del místico, ‘nuevas palabras’ para transmitir nuevas experiencias. Y es que, en buena medida, la labor del místico es la de la búsqueda apasionada de las palabras que no se encuentran. Esas palabras que se sienten en lo profundo del ser, o que se tocan con la punta de la lengua.
En ocasiones, se le escapa la pluma en exclamaciones de deseos y afanes expresivos de un atrevimiento verdaderamente inaudito para una mujer de aquel siglo XVI: “¡Qué valiera aquí ser filósofo para saber las propiedades de las cosas y saberme declarar!; que me voy regalando en ello, y no sé decir lo que entiendo, y por ventura no lo sé entender” (CE 31,1). Cuando reescribe el mismo pasaje en la segunda redacción de Camino (CV), se percata de su audacia y descuido expresivo, y lo corrige inmediatamente. De tal manera que el “Qué valiera aquí ser filósofo…” pasa a “Mucho valiera aquí poder hablar con quien supiera filosofía…” (C 19,3), “para que no se pensase que ella, una mujer, podía llegar a explicar de un modo sistemático las propiedades de las cosas”. Su escritura parece estar siempre teñida por una intencionalidad y estrategia demasiado consciente, incluso cuando hace gala de espontaneidad y descuido. Otra añagaza.
Hay una expresión teresiana que condensa de manera muy afortunada este rasgo de su lenguaje: ‘trastornar la retórica’ (V 15,9). A este respecto, A. Egido ha escrito: Teresa “siempre está parapetándose en que es inculta, y claro que no tiene los vastos conocimientos de fray Luis, pero en verdad encierra una cantidad tremenda de lecturas, que no confiesa pero que están ahí. Su ventaja es que, haciéndose la tonta y la inculta, lo amaña todo a su manera, lo lleva a su propio terreno y hace que la prosa destile formulaciones nuevas, discurriendo con rupturas de la sintaxis que no estaban permitidas y rompiendo las reglas de la retórica. Después de ella, solo Cervantes es capaz de hablar en ese estilo abierto y suelto, ese estilo de apertura que no se somete a las reglas”.
El mismo hecho de recurrir a todo tipo de comparaciones, está también guiado por la explícita intencionalidad de darse mejor a entender: “Para darlo mejor a entender, me quiero aprovechar de una comparación que es buena para este fin…” (5M 2,1); “Quiero poner una comparación, si acertare, para dároslo a entender…” (6M 10,2). Incluso ante arrobamientos, raptos o experiencias extáticas, el afán expresivo y comunicativo se pone de manifiesto en la anhelante búsqueda de la comparación que cuadre:
Deseando estoy acertar a poner una comparación para si pudiese dar a entender algo de esto que voy diciendo, y creo no la hay que cuadre, mas digamos esta… (6M 4,8).
La satisfacción ante ‘lo bien dicho’
“El malhadado prejuicio hagiográfico ha impedido reconocer algo muy obvio, nunca afirmado hasta este momento, y que todavía causará escándalo en algunos: santa Teresa gozaba del placer de crear como una verdadera adicción, especie de bendito ‘asimiento’ de que, por fortuna nuestra, no llegó a ser consciente”. Nuestra narradora es perfectamente consciente de sus capacidades expresivas, algo de lo que nos deja constancia en los prólogos de sus obras: “Podrá ser aproveche para atinar en cosas menudas más que lo letrados…” (CE pról. 3). Incluso en ocasiones, como ocurre en Moradas, complaciéndose en transmitir las alabanzas que habían recibido sus obras precedentes: “Si el Señor quisiere diga algo nuevo, su Majestad lo dará, o será servido traerme a la memoria lo que otras veces he dicho; […] me holgaría de atinar en algunas cosas que decían estaban bien dichas” (M pról. 2).
Desde el punto de vista de la pragmática es más interesante estudiar por qué un discurso es afortunado que estudiar por qué está bien construido. Y un discurso será feliz o afortunado en la medida en que cumpla con su finalidad comunicativa, o sea, en la medida en que capte la atención del lector, y este lo entienda. Se trata de una obsesión teresiana absolutamente moderna, de carácter pragmático. Y por eso se complace y tiene a gala su ‘grosero estilo’, que contrapone al más elegante y concertado de los letrados, y lo hace además con el convencimiento de que el suyo será mejor entendido: “Impertinente parece, mas para vosotras todo vale; quizás lo entenderéis mejor por mi grosero estilo que por otros muy elegantes” (CE 26,6).
Cuádrame mucho, en extremo le viene al propio, al pie de la letra, al natural me parece…, son algunos de los muchos comentarios metalingüísticos con los que la Santa muestra su complacencia por lo afortunadas que encuentra ciertas comparaciones traídas a cuento: “Y advertid mucho a esta comparación que me puso el Señor estando en esta oración, y cuádrame mucho” (CE 53,5); “En extremo me parece le viene al propio esta comparación” (V 17,6); “Al pie de la letra es esta comparación” (V 21,28); “Al natural me parece este ejemplo o comparación” (V 30,19). Y nada tenemos que decir cuando es el mismo Dios el que entra en escena para alabar sus comparaciones más felices:
Suplicando yo a su Majestad fuese así, y que de nuevo comenzase a servirle, me dijo: Buena comparación has hecho, mira no se te olvide para procurar mejorarte siempre (V 39,23).
Y el mismo Dios que alaba sus comparaciones afortunadas es el que termina por convertirse en fuente de inspiración, auténtico activador del ‘furor poético’:
Querría saber declarar la diferencia… Declárelo el Señor -como ha hecho lo demás- que, cierto, si su Majestad no me hubiera dado a entender por qué modos y maneras se puede algo decir, yo no supiera (V 20,1).
El mismo hecho de pedir la inspiración divina se ha convertido en un estribillo temático en los escritos teresianos:
Estando hoy suplicando a nuestro Señor hablase por mí, porque yo no atinaba a cosa que decir ni cómo comenzar a cumplir esta obediencia…” (1M 1,1); “Para comenzar a hablar de las cuartas moradas bien he menester lo que he hecho, que es encomendarme al Espíritu Santo y suplicarle que de aquí adelante hable por mí… (4M 1,1).
No podemos olvidar que dichas invocaciones tienen su correlato y precedente literario en la invocación a las musas, de neto carácter formulario, y presente por doquier en la literatura clásica. Pero se atribuya a la divinidad o a las musas, la inspiración aparece siempre como un misterio. Y nunca será fácil deslindar lo escrito merced a esta, de lo que procede de la técnica, astucia o facultades personales.
La misma Teresa es consciente de que muchas de las cosas que escribe ‘vienen de su cabeza’, pero otras no: “que muchas cosas de las que aquí escribo no son de mi cabeza, sino que me las decía este mi Maestro celestial” (V 39,8). Al igual que los poetas clásicos se consideraban discípulos de las musas, santa Teresa se considera discípula del mismo Dios, y su inspiración es concebida como un ‘docere’ por parte de la instancia inspiradora.
Y cuando en el proceso creador nuestra narradora reavive viejos trances o experiencias espirituales para ponerlas por escrito, aparece un fenómeno similar al del “éx-tasis” místico. Es la vertiente ‘extática’ del acto creador, del acto poético, “como un ‘éxtasis’ imaginativo, que entraña una salida del alma y traslado, en el sentido más literal, a un mundo que no es el cotidiano”. Una realidad supracategorial, con la inconsciencia, arrebato y posesión, como notas definitorias:
¡Ay, que no sé qué me digo, que casi sin hablar yo escribo ya esto!; porque me hallo turbada y algo fuera de mí, como he tornado a traer a mi memoria estas cosas (V 38,22).
Es la concepción platónica de la inspiración creadora, la ‘locura’ o ‘furor’ poéticos. Éxtasis creador que, en santa Teresa, se confunde con el éxtasis místico, acaso fuente y origen del primero.
La falta de lenguaje y de nuevas palabras
No se cansa Teresa de llevar a cabo todo tipo de asedios (a lo indecible) para ensayar una posible conceptualización de su experiencia mística, en un afán desmesurado por plasmar en categorías analíticas, vivencias y experiencias para las que comúnmente falta el lenguaje. Sus recurrentes dificultades expresivas (aunque sinceras), constituyen una estrategia discursiva más.
Lo mismo que ocurre cuando apela a sus dificultades o carencias extralingüísticas, como son la falta de tiempo para escribir, o de letras, o de memoria, o de entendimiento. Y así escribe “casi hurtando el tiempo y con pena, porque me estorbo de hilar, por estar en casa pobre y con hartas ocupaciones” (V 10,7). Y lo mismo ocurre con la falta de letras o de entendimiento o de memoria, plasmando en categorías lingüísticas lo que dice no entender, y trayendo una y otra vez a cuento lo que dice no recordar.
La falta de lenguaje que se manifiesta en las confesiones de impotencia comunicativa, sigue siendo lenguaje, o metalenguaje, en una dimensión eminentemente afectiva. Es lo que ocurre cuando nuestra narradora no encuentra comparaciones que cuadren para poner por escrito visiones o experiencias místicas:
No hacía sino poner comparaciones para darme a entender; y, cierto, para esta manera de visión -a mi parecer- no la hay que mucho cuadre” (V 27,3). Como no las hay para dar a entender ese no sé qué de la experiencia del misterio: “sentí en mi espíritu un no sé qué, […] ni yo sabré decir cómo fue, ni por comparaciones podría… (V 33,9).
Ya en las quintas moradas del alma, se amontonan las reflexiones teresianas sobre las dificultades expresivas frente a lo que se le viene encima. Dificultades intelectivas y analíticas, inutilidad de recursos retóricos o comparaciones, y esto de tal manera, que sería mejor no decir nada, reconoce la narradora:
¡Oh hermanas!, ¿cómo os podría yo decir la riqueza y tesoros y deleites que hay en las quintas moradas? Creo fuera mejor no decir nada de las que faltan, pues no se ha de saber decir, ni el entendimiento lo sabe entender, ni las comparaciones pueden servir de declararlo… (5M 1,1).
“El atractivo no está en la ‘facilidad’, sino en la obvia dificultad con que la Santa intenta, en vano, reflejar unos sentires que desbordan su escritura”, ha escrito Francisco Rico.
Al adentrarse en la descripción del cuarto grado de oración, las dificultades expresivas alcanzan un grado de frecuencia inaudito. No hay más que recorrer detenidamente los primeros párrafos del capítulo 18 de Vida para percatarse de ello. Todo comienza con la invocación a la divinidad como auxilio y fuente de inspiración:
El Señor me enseñe palabras cómo se pueda decir algo de la cuarta agua. […] Acá no hay sentir, sino gozar sin entender lo que se goza. Entiéndese que se goza un bien, adonde junto se encierran todos los bienes; mas no se comprende este bien […] Acá el alma goza más sin comparación, y puédese dar a entender muy menos […] El cómo es esta que llaman unión y lo que es, yo no lo sé dar a entender. […] Esto vuestras mercedes lo entenderán -que yo no lo sé más decir- con sus letras. […] Cierto, a mí me acaba el entendimiento, y cuando llego a pensar en esto, no puedo ir adelante. […] Con decir disparates me remedio algunas veces (V 18,1-3).
Y es que en cuestiones místicas, dice Teresa, no habrá éxito en el estadio intelectivo (el entender, que machaconamente reclama ella) si no hay experiencia. Experiencia y entendimiento son dos compañeros de viaje que no se pueden divorciar. De tal manera que el místico parece hablarnos en un lenguaje nuevo, críptico, comprensible solo para iniciados, donde se habla sin hablar. Un lenguaje que excede los límites de nuestro mundo euclidiano y categorial, y por lo tanto, lenguaje supracategorial, que ya no es terreno, sino lenguaje tan del cielo:
Así es también en otra manera que Dios enseña el alma y la habla sin hablar, de la manera que queda dicha. Es un lenguaje tan del cielo, que acá se puede mal dar a entender aunque más queramos decir, si el Señor por experiencia no lo enseña (V 27,6).
Tópicas apelaciones a la ignorancia o a decir desatinos y vaguedades, se enmarcan dentro de la más pura captatio benevolentiae. Y el colmo es llegar a afirmar que se pone a escribir ‘como cosa boba’ (precisamente en su obra cumbre a nivel místico), y ‘sin saber qué decir ni cómo comenzar’ (en una obra escrita a velocidad de vértigo, en apenas dos meses):
Son tan oscuras de entender estas cosas interiores que a quien tan poco sabe, como yo, forzado habrá de decir muchas cosas superfluas y aun desatinadas para decir alguna que acierte. Es menester tenga paciencia quien lo leyere, pues yo la tengo para escribir lo que no sé; que, cierto, algunas veces tomo el papel como cosa boba que no sé qué decir ni cómo comenzar (1M 2,7).
Las reflexiones continuas sobre el propio discurso adquieren en ocasiones unas connotaciones verdaderamente lúdicas, echando en risa sus propios fracasos escriturarios. Uno de los estudiosos más audaces del lenguaje teresiano, F. Márquez Villanueva, escribía atinadamente que “Santa Teresa no solo borda sus páginas, sino que las autocritica y apostilla, entrando y saliendo por ellas en el papel zumbón del escritor metido a faena. A fuerza de humor y de encanto incorpora así, de un modo que habría que llamar ya ‘cervantino’, el proceso creador como elemento temático de la obra creada”:
Riéndome estoy de estas comparaciones, que no me cuadran, mas no sé otras; pensad lo que quisiereis; ello es verdad lo que he dicho (7M 2,11).
He aquí el auténtico éxito literario de Santa Teresa, el desenfado con que nos hace partícipes de sus torpezas y dificultades expresivas, de su falta de lenguaje. Porque su mismo fracaso literario es ya parte para leerla y admirarla. Y junto a ello, un esfuerzo verdaderamente titánico por darse a entender. Afán comunicativo que, en medio de los fracasos, nos permite captar cuál es la meta a que tiende, por qué es inaccesible, cómo, en fin, trastoca todo su ser:
Deshaciéndome estoy, hermanas, por daros a entender esta operación de amor, y no sé cómo” (6M 2,3).
Las no veladas deficiencias del lenguaje, confiando una y otra vez sus dudas y dificultades al lector, o lamentándose de sus escasas letras, son un testigo más de la oralidad que recorre sus escritos. Y lo mismo ocurre con sus apasionados deseos por darse a entender, o sus candorosas complacencias ante lo bien dicho. Y al fondo, los tormentosos problemas de elaboración literaria con que machaconamente se ve confrontada la Santa. Sus reflexiones sobre el imprevisible proceso en la elaboración del discurso, de cuyos altibajos nos hace partícipes, constituyen “una riquísima e insólita novedad en la historia de la literatura española” (C. Martín Gaite).
Conclusión
Sería un pecado mortal contemplar la obra teresiana con los frívolos anteojos de la literatura sola (o de la historia sola, o de la espiritualidad sola), un pecado que, sin duda alguna, Dios iba a demandarnos. Teresa es siempre mucho más. Humanamente inmensa y desmesurada, se escapa al análisis de cualquier disciplina. Y por eso solo una visión multidisciplinar, asediando su obra y su persona desde diversos enfoques, logrará devolvernos la mejor imagen de la verdadera Teresa, la del siglo XVI, la que, por ser ya un clásico de la literatura española, conservará siempre su vigencia, desarrollando en cada época unas potencialidades nuevas. También en la nuestra.
La vigencia de una obra como la de nuestra narradora radica en que la suya es una literatura de compromiso total. Su obra, la de Teresa, no es la de un intelectual puro (de esos que se pasan su vida entre libros, que no se comprometen con nada más que con su inteligencia), sino la de una escritora comprometida. Lo suyo no es un frío producto fruto de la especulación mental. Arrancando de la experiencia individual ha logrado crear un mundo literario nuevo y a contracorriente, universal. Porque la verdadera universalidad surge siempre desde las experiencias individuales y concretas que están en el fondo de lo humano. Y nadie como Teresa ha buceado hasta dicho fondo para ofrecernos una literatura mística que, escapándose del tiempo y espacio en que surgió, se ha colado de rondón en nuestro tiempo (en todo tiempo) convertida ya en un clásico.
Artículo elaborado por Juan Antonio Marcos, profesor de Teología en Universidad Comillas, director de la Revista de Espiritualidad (www.revistadeespiritualidad.com) y colaborador de FronterasCTR.
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