Buscando a Dios en el Universo: un decálogo para la reflexión

(Por Ramón Tamames) El presente artículo, escrito a propósito del libro del mismo autor con el título Buscando a Dios en el Universo, es un intento de buscar, a través del análisis de diversos hechos científicos, la posibilidad de una Inteligencia Superior sin la necesidad de adentrarse por las sendas de la revelación o del misticismo. Para ello el autor ofrece un decálogo que es como una confesión de su búsqueda y que al mismo tiempo constituye una oportunidad para la reflexión y el diálogo sobre estas cuestiones.

Introito al Decálogo

En mi libro Buscando a Dios en el Universo trato de desvelar, de alguna manera, por qué una serie de eventos cosmológicos podían estar a favor de la idea de una Inteligencia Superior (IS, el Dios posible), que en momentos determinados habría intervenido en la triple evolución a que vamos a referirnos.

La primera de ellas, la propia creación del espacio/tiempo a partir del big bang. Segunda, la diversificación de la materia, desde el plasma originario hasta concretarse en un centenar de elementos químicos de la tabla periódica, ordenados según su número de electrones, sin olvidar las enigmáticas materia y energía oscuras. Y la tercera evolución es la biológica, que se desarrolló desde la primera bacteria viviente hasta el homo sapiens.

En la dirección que apuntamos se trata de intuir —dado que conocerlo cabalmente resulta imposible— si pudo haber intervención de una IS, a pesar de no poder sustanciar semejante incógnita, salvo que aceptáramos la revelación o algún tipo de misticismo. Pero precisamente por eso el objetivo del presente ensayo no es ir por las sendas de la revelación ni del misticismo, con todos los respetos debidos a ambas posibilidades. De lo que se trata es de buscar la IS a través de hechos científicos hasta ahora no explicados. A ese respectos examinaremos las diez cuestiones que siguen.

1. El big bang

Es una teoría que parece perfectamente confirmada (Lemaître, Hubble, Gamow), excepto que no se sabe por qué empezó hace 13.800 millones de años: ¿espontáneamente, o la que llamamos explosión o gran petardazo (que dijo despectivamente Fred Hoyle) tuvo un detonante concreto aún no explicado? Realmente, atribuir ese acto fundacional del todo, al azar y la necesidad —o a una fluctuación cuántica que dijo Stephen Hawking—, es lo mismo que reconocer la más notoria incertidumbre, en contra de la precisión que está en el espíritu propio de la ciencia. También hay que preguntarse por qué desde entonces hay algo en vez de la nada, el universo que para Galileo era un libro abierto.

Nació el espacio-tiempo (Einstein) con un impulso expansivo que se desarrolló por lo que ahora se llama gravitación negativa. Esto es, no para formar una sola masa cada vez mayor, sino para organizarse las partículas subatómicas en átomos, moléculas, etc., hasta llegar a lo que luego se llamarían galaxias y otras realidades cósmicas, cada vez más alejadas entre sí, según las observaciones pioneras del astrónomo Edwin Hubble. 

Ese desarrollo expansivo es un proceso organizado que para James Gardner siguió las pautas de un programa de ordenador, y que luego Seth Lloyd elevaría al superior nivel de un ordenador cuántico por las iniciales subpartículas subatómicas, radiaciones, neutrinos, etc. Ese presunto programa de ordenador implica que hubo todo un proyecto, no simplemente el azar, sino tal vez un gran programador (¿la IS?) que proveyó del oportuno software antes del propio big bang.

2. ¿Qué pasó antes del big bang y cómo será el final de la expansión?

Ha habido grandes avances en la Cosmología, pero aún no sabemos si el proceso expansivo del universo terminará en un caos frío e inerte de partículas subatómicas, según la slowing down theorybig ripo gran desintegración: todo se dispersaría, ya inerte, al agotarse la energía creacional. Si bien también se especula con la idea de un retorno al principio, con el big crunch(gran contracción) en función de efectos gravitacionales de las llamadas materia y energía oscuras. Lo cual querría decir que los movimientos siderales no lo son en función de la gravitación que mantiene el equilibrio interno de las galaxias, sino por una fuerza desconocida, que es la mayor parte de la masa realmente existente.

Ese enigmático tema de la energía y la materia oscuras fue planteado en 1937 por el astrónomo Fritz Zwicky y confirmado por Vera Rubin en 1976 para, décadas más tarde, avanzar con los trabajos de Perlmutter, Schmidt y Riess, Premios Nobel de Física de 2011 —quienes calcularon las proporciones de la composición del universo: 68 por 100, energía obscura; 27 materia obscura; y 5 materia normal a la vista—. 

Es algo todavía misterioso, esperándose que la cuestión pueda ser investigada a fondo con la futura ampliación de las instalaciones del Centro Europeo de Investigación Nuclear (CERN, por su sigla francesa), a base del nuevo colisionador de hadrones, con mucha mayor potencia para instrumentar el choque de partículas subatómicas, a casi la velocidad de la luz, para desintegrarlas y progresar en el conocimiento de su composición última. Para ello será necesario un tubo—anillo subterráneo de imanes, de 100 km de longitud, en vez de los 27 actuales, y que con un coste de 9.000 millones de euros podría funcionar en 2040.

En cualquier caso, de haber al final un big crunch, tendríamos un universo latente, al modo de sístole y diástole, con una total amnesia cósmica entre los sucesivos ciclos, de unos 40.000 millones de años cada uno: todo sería borrado, no quedaría memoria de nada, salvo que la IS mantuviera registros de las sucesivas fases, en una flecha de tiempo virtualmente eterna.

3. La segunda evolución: la materia

Durante cientos de miles de años desde el big bang la única materia era el plasma de subpartículas atómicas, que luego se configuraron en los átomos de los diversos elementos, por las trasmutaciones producidas dentro de los hornos de las estrellas, materia que luego se difundió por la explosión de las supernovas. Por ello, cabe decir que en última instancia, los humanos somos polvo estelar (stardust).

Por ulteriores combinaciones atómicas, surgieron las moléculas para luego generarse cualquier cosa, desde el aire y el agua hasta el comienzo de la vida y su ulterior evolución. En términos de materia, esa propia evolución quedó registrada en la línea del creciente peso atómico de los elementos de la tabla periódica —del hidrógeno al uranio—, una idea desarrollada por Dimitri Mendeléyev (1834-1907), en un encasillado de elementos naturales que después fue continuada por el propio hombre, con la creación de especímenes artificiales, como el plutonio y otros. 

Y ahora vienen las preguntas: ¿existía la tabla periódica en el programa de ordenador de la IS antes del big bang? ¿Será esa estructura evolutiva de la materia la misma en otros universos, de haber un multiverso? De Dimitri Mendeléyev dijo admirada su madre (de 17 hijos) que había venido a verle el propio Dios con la revelación de 63 elementos que él mismo puso en la tabla. Y posteriormente, según planteó el también ruso Vladimir Ivanovich Vernadsky (1863-1945), se desarrolló el concepto de la biosfera, la masa total de organismos con su medio abiótico. Relacionando luego esa visión global en la idea de noosfera, como resultado final, en que materia y energía acaban por generar la vida y el pensamiento global (noosfera).

4. La tercera evolución después del Universo y la materia: las mutaciones biológicas

Esa tercera evolución es hoy certeza científica inicialmente basada en el evolucionismo desde Wallace y Darwin. Con un controvertido avance teleológico, hacia la máxima perfección de los seres vivos, en su especie final que es el homo sapiens. Algo no debido simplemente al azar y la necesidad, dijo Russell Wallace, que apreció que la evolución del hombre seguía las reglas de la selección natural; pero con la salvedad de que al llegar al cerebro humano, con sus neuronas, axones, sinapsis, etc., la mayor complejidad conocida hasta ahora, tuvo que haber una intervención de Dios, en el que Wallace siempre creyó. Y lo mismo casi le sucedió, en duda final, al propio Darwin al considerar la extraordinaria complejidad del ojo humano.

Desde Santiago Ramón y Cajal hasta Rafael Yuste —Director del Proyecto BRAIN auspiciado por EE.UU.—, la referida imperante función cerebral produce asombro. Hasta el punto de que el ya citado Fred Hoyle, en su Matemática de la evolución, sostiene que la probabilística no basta para explicar esa evolución hasta la mente pensante.

Algo análogo sucede con el desarrollo del genoma humano, de modo que en presencia del Presidente Bill Clinton, Francis Collins manifestó que las cuatro letras del ADN (A, C, G, y T) son el alfabeto de Dios, con el que se escribe la configuración de prácticamente todas las manifestaciones de vida. Debiendo recordarse aquí que la doble hélice de ADN dentro de las células del cuerpo humano tiene un total de 7.500 millones de kilómetros de longitud, algo así como de la Tierra a Plutón.

5. Universo y planetas antrópicos

Hay muchas indicaciones de que el Universo, y más aún el planeta Tierra, son formaciones antrópicas, esto es, con toda una serie de circunstancias favorables a la acogida del hombre, como plantearon Wheeler, Rees, Bryson y otros.

Para empezar, en el planeta Tierra hubo tranquilidad para la evolución, al situarse nuestro sistema solar en un ramal calmoso de la Vía Láctea, lejos de las incidencias explosivas de supernovas y sus rayos gamma, agujeros negros, etc. Con la configuración de la Tierra como planeta rocoso —y no gaseoso como Júpiter, inhabitable—, donde la vida se hizo posible con gran volumen disponible de agua líquida (hidrosfera) y atmósfera respirable, las dos necesidades básicas.

Además, con la rotación de la Tierra, se nos brindó el ritmo cotidiano de la noche y el día. Y situado a la distancia de 150 millones de kilómetros (unidad astronómica), el Sol nos proporciona luz y energía suficientes, al ser una central nuclear que quema hidrógeno transformándolo en helio, evitando la lejanía calculada que sobre la Tierra incidan las radiaciones más peligrosas.

Por otra parte, la Luna, con sus 1.737 kilómetros de radio (6.500 la Tierra), es el mayor satélite conocido en proporción a su planeta propio, asegurándose así una estabilidad orbital portentosa para nuestro hábitat. 

Adicionalmente, disfrutamos de un calentamiento global apropiado para permitir la vida, que sólo ahora, con los gases de efecto invernadero, puede hacerse excesivo con su incidencia en el traumático cambio climático. Dicho de otra forma, si pasáramos de los 15ºC de temperatura media de la Tierra a cinco o seis grados más, la vida, tal como hoy la conocemos, se haría imposible. Por eso tiene tanta importancia el Acuerdo del Clima de París de 2015, que aún habrá de ser fortalecido para viabilizar la efectiva descarbonización del ámbito de la sociedad humana y de las demás especies. 

Nos favorece también el dispositivo magnético complejo del interior de la Tierra que nos defiende de toda clase de radiaciones exteriores, de lo que va teniéndose mayor conocimiento. Rompiéndose así la paradoja de que estando todo tan próximo bajo nuestros pies, conocemos menos del interior de la Tierra que del Universo mismo. En cualquier caso, el campo magnético nos da un arropamiento que parece conscientemente ideado. ¿Cómo? La IS resurgiría otra vez, haciendo que la probabilidad de encontrar un planeta como el nuestro en todo el espacio tenga la probabilidad de una trillonésima.

6. Una doble adaptación

Frente a algunas de las reflexiones que aquí se han hecho sobre el factor antrópico, desde diversidad de posiciones se plantea que no hay nada de eso. En ese sentido, José Adolfo de Azcárraga, Presidente de la Real Sociedad Española de Física (RSEF), sostiene que cada vez se ve más probable la aparición espontanea de la vida y, consecuentemente, menos se necesita de la existencia de una IS o un Dios. En línea con el gran científico que fue Nobel de Física Steven Weinberg al decir que «cuanto más comprensible se hace el universo, más sin sentido parece». 

En cualquier caso, si no hay una demostración del principio antrópico, no tenemos por qué excluir sus notables premoniciones. Al final, estamos ante un juicio de valor, que cabe aceptar para un largo interim. Isaac Asimov, sí convencido del principio antrópico, llegó a la conclusión de que la Tierra es un planeta de montaje, instalado para vernos desde algún lugar virtual cómo funcionamos la especie más destacada.

En esa dirección, el padre de la idea antrópica, John Archibald Wheeler —gran astrofísico, autor de expresiones hoy tan populares como agujero negro, agujero de gusano, etc.—, se pronunció en el Prefacio de su libro El principio cosmológico antrópicoen términos de asombro: «No es únicamente que el hombre esté adaptado al universo. El universo está adaptado al hombre. ¿Imaginen un universo en el cual una u otra de las constantes físicas fundamentales sin dimensiones se alterase en un pequeño porcentaje en uno u otro sentido? En ese universo, el hombre nunca hubiera existido. Eso es lo decisivo del principio antrópico: en el centro de toda la maquinaria y diseño del mundo, subyace un factor-dador-de-vida…». 

La perplejidad del gran científico, debe quedar claro, no significó que fuera más allá en sus reflexiones, por mucho que ese factor-dador pudiera ser el equivalente a la IS.

7. Sobre una posible civilización avanzada en algún lugar del Universo

¿Se encuentra la humanidad sola en un cosmos que tiende a la infinitud? La posible respuesta a las últimas preguntas, ¿vendrá con el progreso de la cosmología y de la astrofísica? En cualquier caso, la escala de distancias del universo es más que desmesurada, como se aprecia, creo, en el siguiente símil: «Si el Sol fuese una naranja, la Tierra sería una cabeza de alfiler dándole vueltas en una órbita a 15 metros, Júpiter sería una cereza girando a 77 metros, Plutón un grano de arena rotando a 580 metros, y Alfa de Centauro, la estrella más cercana a la Tierra (a cuatro años luz), sería otra naranja situada a 4.000 kilómetros de nosotros».

Esas enormes distancias entre los cuerpos celestes harían imposible convivir e incluso comunicarse con otras posibles inteligencias avanzadas del universo si las hubiere. Generándose así la llamadaparadoja de Fermi, el físico nuclear y Premio Nobel, partícipe del Proyecto Manhattan para la bomba atómica que se dirigió un día a un grupo de sus discípulos y les preguntó con ironía: «¿Qué se sabe de esos hombrecillos verdes de otros planetas…? Difícilmente los veremos… por la escala de distancias antes mencionada, que harán difícil la comunicación y aún más la convivencia”.

8. ¿A dónde vamos?

Avi Loeb, de la Universidad de Harvard, duda que sean posibles los viajes tripulados a Marte, no por las distancias, que son cortas, sino por los rayos gamma atacantes durante el vuelo necesario. Y precisamente es también Loeb quien ha dado, hasta ahora, más verosimilitud a la existencia de civilizaciones alienígenas, tan presentes en la imaginativa y abrumadora saga de Star Treck.

Sucedió cuando el 19 de octubre de 2017, desde el telescopio Pan-STARRS, en Hawái, se detectó un objeto extraño en el firmamento, del que se dijo que solo podía proceder de fuera del sistema solar y ser de posible creación artificial, y al cual se bautizó con el nombre hawaiano de ‘Oumuamua(«El explorador»). 

Sin embargo, la NASA pronto desentrañó el misterio: ‘Oumuamuano era ni un asteroide ni una nave espacial alienígena. Eran, lo más seguro, los restos de un cometa interestelar, ya sin cola, en forma de cigarro puro de gran tamaño y ya apagado. 

En definitiva, cuando se pregunta ¿adónde podemos ir?, es impensable, hoy por hoy, que la humanidad pueda trasladarse a cualquier otro planeta. Así, la idea que tuvo Stephen Hawkings al respecto, resulta inverosímil: «En 600 años más —dijo—, la Tierra será una bola de fuego, y los que puedan tendrán que irse».

Esa bola de fuego podemos serlo mucho antes. En menos de cien años, si no se descarboniza la atmósfera. Pero, el presunto éxodo,en una especie de macro-Arca de Noé —para la que ya existe el proyecto Horizonde la NASA—, resulta, incluso a muy largo plazo, técnicamente imposible: un viaje de generaciones, con necesidad de una propulsión por ahora no conseguible en pos de un submúltiplo de la velocidad de la luz. En todo caso, siempre podemos recordar a William Blake:

Todo lo que hoy vemos, fue un día imaginación. Todo lo que hoy imaginamos, podrá ser realidad mañana. (William Blake)

9. La armonía global

En la dirección apuntada, ¿podremos suponer que el más alto nivel de evolución humana puede significar que se logre un día una especie de armonía universal?

De ser alcanzado ese nivel, ¿sería factible dar fin a los peligros propios de la confrontación dentro de la humanidad, en forma de guerras cada vez más aniquiladoras? La cuestión es decisiva y ya se previó esa posibilidad por Inmanuel Kant en su ensayo de 1795 sobre La paz perpetua. Como un momento en el que la humanidad se gobernaría en la paz, desde un centro de decisión cosmopolita. Así, la humanidad llegaría un día al punto omega previsto por algunos (Teilhard de Chardin) como culmen de la especie. Lo que serviría como plataforma de derivaciones religiosas: el momento del retorno del Mesías, la parusía anunciada, etc. Un tema en el que no vamos a entrar por su carácter profético. 

De lo que no cabe duda es de que transcurridos siete millones de años de vida desde el momento en que los homínidos (el primero, el australopitecus erectus) se separaron de los demás primates superiores, ahora hay dos grandes peligros: uno ecológico y otro de guerra. Ambos no podrán ser conjurados sino con la mencionada armonía universal, de la cual podrían ser heraldos, aún con toda clase de insuficiencias, el Acuerdo de París de 2015 frente al cambio climático, y el de la ONU de 2017 para la supresión de las armas nucleares. En otras palabras, sin el alto nivel de concordia planteado, la prosecución de la vida de la humanidad en el planeta no estaría garantizada, habiendo ya primeros síntomas de que ese nivel pudiera alcanzarse a tiempo.

10. El sentido de la vida

Entre actitudes pesimistas (a lo Kierkegaard o Camus) u optimistas (el principio esperanza), los seres humanos, hoy y especialmente en los países más desarrollados, pueden elegir su propio iterpersonal; para aumentar su nivel de conocimiento de lo que es la creación evolutiva a apreciar a través de la Ciencia.

Desde los tiempos del gran obispo de Hipona (San Agustín), se piensa que el supremo objetivo del intelecto consiste en conocer cada vez más a fondo el Universo en que vivimos, así como el cuerpo humano en que nos guarecemos, el asno que soporta nuestra alma, en frase de Francisco de Asís.

En el más alto nivel de la humanidad, cabe plantear, pues, la meta en una realidad cognitiva máxima, lo que físicamente sería la fórmula de confluencia de gravedad/relatividad/mecánica cuántica, para la explicación del todo. Según lo previsto por Einstein y otros. En lo que sería un sistema de ecuaciones conectando las cuatro fuerzas del universo: gravedad, electromagnetismo, y fuerzas nucleares débil y fuerte.

11. Ciencia y religión

Dijo Ludwig Andreas Feuerbach, uno de los grandes maestros de Marx, si no el que más, que Dios es un invento del hombre. Y el propio Marx agregó que «la religión es el opio del pueblo», en la idea de búsqueda de un paliativo a los sufrimientos por la explotación capitalista. Ante lo cual cabe reflexionar que, en la hipótesis de que Feuerbach tuviera razón y de que la religión tuviera un sentido lógico, Dios sería el mayor y mejor invento del hombre, por su representación del amor, la justicia, la bondad, y de tantas otras cosas buenas. Sería el Dios creador, ecuánime, y protector de sus hijos. 

Es la búsqueda de Dios, se reconoció, por muchos, una senda histórico-filosófica muy larga, desde los tiempos de los griegos (Platón, Aristóteles) hasta hoy. Una senda que aquí sólo esquematizamos, muy elementalmente, a partir de Anselmo de Canterbury (Aosta, 1033-Canterbury, 1109), que trató de forma argumentativa y racional los misterios suscitados, sin recurrir a la autoridad de las Sagradas Escrituras. Algo que le fue muy criticado por la ortodoxia, al defender el argumento ontológico: «Dios es el ser que no puede ser más».

Y algo parecido sugirió Spinoza (1632-1677), quien propuso, ante todo, buscar en la filosofía el bien supremo «que temple el ánimo y proporcione una serena y eterna bienaventuranza, como unidad del conjunto del universo». No se trataba de una identificación mística, sino de algo más inscrito en un conocimiento racional, que debía comenzar por eliminar todo motivo de error, toda representación confusa y vaga.

Inmanuel Kant fue mucho más allá, subrayando que todo conocimiento comienza con la experiencia, sin que ésta, por sí sola, pueda otorgar necesidad y universalidad a todas las proposiciones de que se compone la ciencia. Y siempre sin caer en intentos probatorios a favor de la existencia de Dios, al estilo de Tomás de Aquino. No hay necesidad de poner de lado a Dios —dijo el maestro de Könisberg—, la libertad o la inmortalidad, que son postulados de la razón práctica, firmemente arraigados en la existencia humana. Fue así como Kant llegó a sus célebres cuatro preguntas, a las que supo dar respuestas iniciales: 

⎯¿Qué puedo saber? Responde la Metafísica

⎯¿Qué debo hacer? Contesta la Ética

⎯¿Qué cabe esperar? La respuesta viene de la religión

⎯¿Qué es el hombre? La Antropología entiende en la cuestión.

En el contexto así planteado, propio del tiempo de la Ilustración —la mayoría de edad de la humanidad—, la ciencia busca explicaciones racionales de la creación evolutiva en medio de la cual nos hallamos. Por su parte, la religión podrá encajar filosóficamente, cada vez más, con la Ciencia, si en sus centros de difusión se explica cómo es y funciona el cosmos.

Final

Con todo lo dicho hasta aquí a propósito de mi libro Buscando a Dios en el universo, la última pregunta que puede hacerse al autor me la formuló hace tiempo un sagaz interlocutor:

– Y entonces, al final de libro, ¿Vd. piensa que ha encontrado a Dios?

– Lo he buscado sin cansancio, a través de lo mucho o poco que he podido percibir a través de la Ciencia.

– Insisto, al final ¿ha encontrado o no a Dios? Díganoslo…

– No sé si he encontrado a Dios, pero sí que lo intuyo. Y en ese sentido, no coincido con Norwood Russell Hanson, que en su libro Por qué no creo, según me recordó Juan Arana, viene a decir que se necesita la prueba final: «una especie de voz en off resonando en todo el Universo: Sí, existo, yo soy Dios». Así ocurrió proféticamente con Moisés en el monte Sinaí, según él informó a todos (Éxodo). Y lo mismo dicen que le sucedió a Paulo de Tarso, llegando a Damasco (según Los Hechos de los Apóstoles). Y por su parte, Teresa de Ávila, conectó «entre los pucheros» de su residencia monacal… Pero todo eso es presunta revelación o misticismo. 

– Ciertamente, hay esas revelaciones a lo largo de la Historia, que pueden o no creerse. Y el caso es que, ahora nos viene Vd. con lo de la intuición: con eso no basta… 

– Insisto en lo ya dicho: muchas verdades primero las hemos intuido. Antes de muchos descubrimientos científicos hubo intuiciones de ellos… 

– Tal vez. Pero, ¿puede decirme si podrá confirmar pronto sus intuiciones? 

– Para muchos ya está confirmada… Es el caso de Francis Collins, el director del Proyecto Genoma, para quien las cuatro letras del ADN son el alfabeto de Dios, de toda la creación de la vida. Por su parte, Einstein dejó claro (primero a Niels Bohr, en 1927, en la Conferencia Solvay en Bruselas, y después a Max Born, vía carta), aquello de que «Dios no juega a los dados con el Universo». Como podemos recordar, también, a Schröndinger cuando se refirió a la vida: «¿Cómo surgió? Eso solamente lo sabe Dios». Y hay muchos más casos, de sabios creyentes en la IS o Dios. Como también hay ateos militantes, que llegan a hacer del ateísmo una religión que tiene como dios fundamental la gravedad (Richard Dawkins, el citado Hanson, etc.). 

El ser humano tiene el instinto de la felicidad, que se alcanza de tiempo en tiempo, en los más raros momentos en que sentimos un equilibrio casi perfecto, en circunstancias que nos hacen intuir la grandeza de la propia vida, del privilegio de haber nacido.

Creo haber tenido esa sensación algunas veces, y la última de ellas hace bien poco, el 5 de diciembre de 2018, víspera de los 40 años de la Constitución Española. Fue escuchando en el Auditorio Nacional de Madrid la Novena Sinfoníade Beethoven y, más en concreto, su tercer movimiento.

En esa ocasión, en mi cerebro, el recuerdo del momento histórico del referéndum constitucional de hace cuatro décadas se juntó con la alegría de intuir el hecho de haber cumplido con el deber. Convergiendo ese pensamiento con el placer de escuchar el sublime adagio previo al Himno a la Alegría(letra de Schiller).

Fue un momento perfecto, no exento tal vez de algún tipo de relación cósmica aún indescifrable. Me sentí transportado a un nivel sublime nunca antes experimentado. 

Luego, al salir a la calle, ya era otra cosa.

Artículo elaborado por Ramón Tamames a propósito de su reciente libro Buscando a Dios en el Universo (Erasmus). El texto fue preparado originalmente para una ponencia en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (19-2-2019), de la cual el prof. Tamames es miembro.

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