Las disoluciones canónicas: una realidad multisecular
Posibilidades actuales de profundización
La disolución matrimonial es un acto constitutivo por el que se produce la ruptura de un matrimonio presumiblemente válido. El divorcio es el ejemplo más extendido de esta figura. De cara a la celebración de Sínodo de la Familia se oyen voces indicando la incompatibilidad de la doctrina y de la praxis católica tradicional respecto al divorcio y el peligro que pueden suponer soluciones canónicas que faciliten las rupturas matrimoniales. Sin embargo, apenas se advierte de que las disoluciones vinculares han sido en la Iglesia una praxis establecida desde los primeros siglos, anterior a las declaraciones de nulidad, y ampliada paulatinamente, cuyo objetivo fue dar respuesta a concretas necesidades pastorales.
Aún partiendo de la indisolubilidad como ideal cristiano de todo matrimonio, la autoridad eclesiástica ha tenido conciencia desde siempre de su potestad para poder disolver algunos matrimonios no sacramentales y, desde la Baja Edad Media, también los no consumados, a pesar de que reconoce la perfección del matrimonio por el solo consentimiento.
Ya en la etapa apostólica surge el llamado privilegio paulino, que posibilita la disolución de un matrimonio entre no bautizados cuando, tras el bautizo de uno de los cónyuges, el otro no quiere proseguir la convivencia pacífica. En el siglo XVI se amplían estos supuestos disolutorios a los casos de poligamia, de cautividad y de persecución. Y finalmente, respecto a la disolución de matrimonios no sacramentales, en el siglo XX Pío XII da un paso definitivo reconociendo la posibilidad de disolver por parte de Papa cualquier matrimonio no sacramental con justa causa. Actualmente las normas reguladoras de este procedimiento, de 2001, permiten disolver matrimonios en los que al menos una de las partes no está bautizada, incluso matrimonios canónicos celebrados previa dispensa del impedimento de disparidad de cultos.
A partir del siglo XII se permite la disolución de matrimonios sacramentales no consumados, primero por profesión religiosa solemne de alguno de los cónyuges y muy pronto por cualquier motivo grave y que tuviera en cuenta el bien espiritual del fiel.
En todos estos casos, la razón última que justifica la intervención de la suprema autoridad eclesial es la salus animarum, ley suprema de la Iglesia (c. 1752), concretada en la ayuda a personas que se han visto abocadas a situaciones matrimoniales insostenibles y a las que la Iglesia permite vivir su vocación matrimonial con otro cónyuge.
Resulta cuando menos curioso, como advierte Carmen Peña, asesora del Sínodo, que esta solución plenamente eclesial de la disolución del vínculo precedente haya sido silenciada en los documentos preparatorios del actual Sínodo, a pesar de haber sido objeto de varias propuesta por parte de padres sinodales tan cualificados como Mons. D. Fernando Sebastián. Parece que resulta incómodo aludir a esta praxis que desmonta afirmaciones tajantes y cerradas y de la que se han servido en múltiples ocasiones los últimos pontífices, en especial Benedicto XVI.
En torno a este sistema creemos que cabe un amplio margen de actualización por parte de la Iglesia a la luz de la caridad pastoral y de la misericordia. La reflexión teológica, que habrá de iluminar las soluciones canónicas, ofrece consideraciones muy interesantes sobre la sacramentalidad de muchos matrimonios, donde parece que el simple bautismo como garante único de dicha propiedad empobrece mucho dicha realidad sobrenatural. El mismo Benedicto XVI consideró una cuestión urgente y necesitada de estudio por sus importantes consecuencias pastorales el peso de la fe de los contrayentes en la sacramentalidad del matrimonio. Si se considerara que no es realmente sacramento el matrimonio contraído sin intención sacramental, no quedaría afectado por la absoluta indisolubilidad del matrimonio rato y consumado y podría ser, en su caso, disuelto a favor de la fe. Profundizar en la carencia de la plena significación sacramental en muchas uniones podría llevar a una intervención mucho más decisiva de la Iglesia a la hora de afrontar muchos fracasos matrimoniales.
Un análisis bastante similar puede hacerse del concepto de consumación conyugal, que sin duda adolece todavía de un llamativo materialismo, pues los elementos fisiológicos de la cópula son los que marcan si la consumación, puramente física, ha existido, sin tener en cuenta otros elementos psicológicos, amorosos, incluso de apertura a la prole, de dicho acto. Únicamente añade un matiz personalista la necesidad de que dicha cópula sea realizada “de modo humano”, que recoge el c. 1061, lo que no impide que la absoluta falta de amor conyugal en la consumación sea relevante a estos efectos.
¿No habría que reconsiderar esta cuestión incidiendo en una consumación más existencial y menos biológica del matrimonio? ¿No distorsiona la valoración moral y jurídica de estas realidades el hecho de centrarla principalmente en la sexualidad o incluso en la genitalidad? Al ser la relación de Cristo y la Iglesia una relación de fecundidad, ¿no sería la fecundidad un mejor concepto que el de consumación para expresar la plenitud del significado sacramental? De nuevo las consecuencias jurídicas que de esta más profunda concepción de la consumación marital podrían derivarse serían muy relevantes al considerar no propiamente consumadas todas aquellas uniones donde el amor conyugal, con su esencial componente de donación y oblatividad, no se ha concretado.
Prof. Dr. Rufino Callejo de Paz, O.P.
Facultad de Derecho Canónico, U. P. Comillas