El Papa Francisco, como su antecesor Benedicto XVI, han insistido en múltiples ocasiones en la incompatibilidad de abusos y ministerio. Esta conciencia, que forma ya parte de la misma Iglesia, va siendo asumida paulatinamente por la mayoría de los Obispos. Hoy el Obispo sabe que el abuso es un delito, un pecado y una tragedia para la víctima y para toda la Iglesia.
A raíz de algunos hechos recientes, ampliados en los medios de comunicación, conviene recordar que la tolerancia cero querida por el Papa no es solo un requisito necesario sino una conciencia que
abarca toda la labor del Obispo y que no se limita a hechos concretos sino también a la biografía de los sacerdotes y de los candidatos.
Al Obispo se le piden 4 cosas: conocer, actuar, comunicar y vigilar.
Conocer el delito significa no albergar dudas al respecto. Abusar no es solo violar. El concepto, aunque concreto, es mucho más amplio. Especialmente grave es el que se produce utilizando una ascendencia, poder, influencia sobre el menor o adolescente. A veces éste no es consciente de lo sucedido hasta muchos años después. Y esa denuncia puede llegar en cualquier momento. Además la gravedad del abuso no está en que éste se sepa o trascienda, sino en que se trata de un crimen atroz, un delito y un pecado cometido por la maldad/debilidad de un sacerdote y por la irresponsabilidad, en muchas ocasiones, de su Obispo.
Actuar significa no esperar, dilatar u olvidar el asunto. Pensar que con una denuncia no es suficiente o albergar dudas en relación al denunciante. Actuar es tomar decisiones con la cabeza, sin ‘interpretar’ el derecho o manejarlo a su antojo, dejándose ayudar por quienes entienden, evitando tomar decisiones precipitadas, personales, ambiguas y lesivas de derechos. Hay que tener en cuenta que la decisión que se tome tendrá también, en la mayoría de los casos, una repercusión mediática. Y que la recepción de la misma no será igual para todos. Reaccionar únicamente cuando el abuso trasciende a los medios es un escándalo.
Comunicar abarca un amplio espectro de actuaciones. Una cosa es la discreción en la gestión del abuso, exigida sobretodo para proteger a la víctima, y otra muy diferente es la ocultación e incluso la minusvaloración de los hechos. Hay que comunicar lo sucedido a la autoridad eclesiástica competente, a la autoridad civil una vez verificados mínimamente los hechos y también al denunciado para que pueda ejercer su derecho a la defensa. Este derecho no desaparece nunca a pesar de lo trágico de los hechos.
Vigilar es recordar que, con la ordenación, se crea un vínculo especial con el sacerdote. Si el Obispo vive con pasión su ministerio conocerá la vida de su presbiterio. Especialmente preocupantes
son las situaciones de sexualidad en conflicto, pasadas o actuales, que hay que asumir sin ingenuidades porque el pasado muchas veces vuelve al presente, mediante comportamientos inadecuados, formas de convivencia u amistades incompatibles con el ministerio y denuncias que ahora se materializan. A este respecto hay víctimas que no han denunciado todavía sus abusos (y quizás no tenían intención de hacerlo) pero que actúan (y con razón) cuando ven que aquellos que habían abusado de ellos gozan ahora de cierta relevancia en sus diócesis o de cargos de responsabilidad. El Obispo no puede hacer ver que no sabía nada. Eso ya no es creíble.
Si bien es cierto que la víctima principal de los abusos es el menor o adolescente, no deja de ser cierto también que otra víctima son la mayoría de los sacerdotes. Su vida ejemplar se ve señalada
por el comportamiento de unos pocos y, desde su inocencia, se ven obligados a demostrar que ellos no han hecho nada. Una gestión más acertada de los Obispos, de acuerdo con el derecho, sería de
gran ayuda para esa inmensa mayoría.
Rafael Felipe Freije*
(Sacerdote. Doctor en Teología. Licenciatus in Iure Canonico)