La investigación sobre migraciones frente a las etiquetas y los discursos. Por Inma Serrano.

Ser investigadora en migraciones internacionales es un poco como ser seleccionadora nacional: todo el mundo tiene una opinión sobre tu trabajo, y está deseoso de confrontarla, con frecuencia de manera apasionada. Por supuesto, esa conversación debería ser una parte natural de nuestro papel como investigadores: ser capaces de transmitir a cualquier persona, y a la sociedad en general, el conocimiento acumulado en la materia, las certezas y las incertidumbres que aún tenemos, los interrogantes con los que trabajamos. Y también ser capaces de identificar y exponer las inexactitudes que con frecuencia se vierten en los medios.

Nos enfrentamos a los discursos en la calle, en casa con la familia, en las reuniones post-covid con los amigos… y a las agendas políticas que muy frecuentemente les dan forma desde los medios de comunicación y las redes sociales. La frustración es tremenda, y reside en el enorme peso del que disfrutan algunos discursos, tanto en número y tamaño de sus altavoces, como en aparente lógica y simplicidad, frente a la complejidad que esconden, y que nos reta también como investigadores. Al margen del color político, que inevitablemente se cuela en las discusiones, siempre existe un gran nivel de confusión detrás de unas pocas afirmaciones que se repiten, agarradas a algunas evidencias e ignorando otras posibles. Algunas afirmaciones llegan a permear todos los discursos y la confusión llega a ser máxima, porque las mismas afirmaciones, incluso las mismas palabras, esconden sentidos e intenciones muy distintos.

 

Esto es lo que ocurre con el empeño en separar en el discurso a migrantes y refugiados. De primeras esta distinción puede resultar muy lógica y clarificadora, y tiene sin duda importancia y utilidad. Pero a las etiquetas en general, y a estas en particular, las carga el diablo, porque pueden arrastrar una carga de significados que confunden y estigmatizan. Las etiquetas de migrante y refugiado tienen además una fundamentación clara, pero dispar, en distintos ámbitos, lo que facilita su uso arbitrario y equívoco. El derecho (y la administración) definen a los migrantes no como grupo, sino por tipos de inmigrantes, una vez se les ha concedido un permiso de X tipo para su estancia (por ejemplo, un permiso de estudiante o de reagrupación familiar). Por otro lado, refugiado es quien ha recibido este estatus de manera oficial, tras ser evaluado por una autoridad.  La misma persona, en las mismas circunstancias, unas semanas atrás, era un solicitante de asilo, o simplemente una persona en situación irregular. Lo que distingue a los inmigrantes de los refugiados reconocidos es la motivación del Estado para conceder dichos estatus (la Convención de Ginebra para los refugiados, las leyes inmigratorias del Estado para los inmigrantes). Por otro lado, la sociología y la demografía definen a los migrantes de una manera más universal, aunque no única: un migrante internacional es quien se desplaza a vivir fuera de su lugar habitual de residencia. Es una definición tan amplia que incluye a todos los inmigrantes con permiso de X tipo, a todos los refugiados, y a todos aquellos sin un permiso o estatus reconocidos (aún), sean solicitantes de asilo, personas en situación irregular (por regularizar) o personas en situaciones o con estatus ambivalentes. Y refugiado puede ser cualquier persona que cumple los criterios de la Convención, haya sido reconocido por una autoridad o no.

 

Por el contrario, en los discursos habituales, la distinción entre migrante y refugiado no se ajusta a ninguna de estas distinciones, oscilando entre una y otra, y de manera imperfecta en todos los casos. Veamos por ejemplo el empeño europeo desde 2015 en categorizar como migrantes “irregulares” a las personas que llegan a las fronteras europeas sin un visado en la mano, enfatizando su falta de estatus administrativo. Aunque técnicamente correcta, esta definición es fundamentalmente parcial, porque invisibiliza la vía humanitaria y del refugio bajo la etiqueta de la “irregularidad”: un paso  o tránsito muchas veces necesario para alcanzar el asilo. Esta definición y distinción mil veces repetida, es además gravemente equívoca, puesto que, en el imaginario colectivo de los discursos y debates televisivos habituales, el migrante, y en particular el migrante “irregular”, es una figura entendida, en el mejor de los casos, como voluntaria y con motivaciones más o menos “entendibles por cualquiera” (como la búsqueda de oportunidades), pero no necesariamente generadoras de derechos (en oposición a la figura del refugiado). Y en el peor de los casos, es una figura denostada y rechazada. Por tanto, el empeño en utilizar la etiqueta de migrante “irregular” de manera universal para las llegadas a nuestras fronteras, convierte de manera sutil (o no tanto) a personas merecedoras de protección (según el derecho internacional) en personas sospechosas y no merecedoras necesariamente de aceptación entre nosotros.

 

Sin duda, y al margen de las consideraciones jurídicas necesarias, estas cuestiones son parte del obligado debate político y social sobre qué tipo de sociedad queremos: cómo de abierta, diversa, inclusiva y humanitaria. Sin duda también, las perspectivas del derecho, la sociología y otros ámbitos académicos, son necesarias para entender cómo los instrumentos administrativos y de gestión de flujos afectan y dan forma al resultado de quién es reconocido y aceptado. Pero de manera incluso más básica, la investigación tiene mucho que aportar al debate, devolviéndonos a las cuestiones más básicas. El mayor reto como investigadores reside en reducir las grandes cuestiones complejas a mensajes y evidencias sencillas que puedan depurar el debate social. Por ejemplo, transformando la pregunta de si las personas que llegan a nuestras fronteras son migrantes o refugiados  en la pregunta más básica de quiénes son estas personas, más allá de las etiquetas: ¿por qué se ponen en movimiento y por qué llegan hasta aquí?

 

En una investigación de 2019, ofreciendo la oportunidad de explicar estos motivos de manera abierta, pudimos documentar que, entre las llegadas a las costas españolas en 2017, sólo un 39 por ciento describían motivaciones únicamente socio-económicas (incluyendo el acceso a necesidades básicas como educación o atención sanitaria). Mientras que un 59 por ciento describían razones que iban desde el conflicto civil, la violencia electoral, o la persecución política, hasta la violencia doméstica, el matrimonio forzado, o la persecución por motivos de género u orientación sexual. Muchas de las cuales podrían fundamentar una demanda de protección internacional.  El detalle y complejidad de las historias tras estas “etiquetas” pueden llenar series y películas enteras*. Y sin duda merecen una reflexión más honesta por parte de todos, también sobre la respuesta que reciben por parte de nuestra sociedad. Aún con mayor razón en el caso de los niños, protagonistas mediáticos una vez más en las recientes llegadas a Ceuta. Atrevámonos.

 

* ¡Vayan a ver Adú y Bienvenidos a España!

 

Inma Serrano es investigadora del IUEM. 

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