Al borde de la alambrada, transitando fronteras en clandestinidad. Por María Vieyra

A día de hoy, es una realidad que por la Frontera-Sur de España y por Marruecos se sucede un gran corredor migratorio que busca alcanzar la Europa Occidental. Las personas que conforman -y transitan- estas tierras de nadie, proceden en mayor medida de Oriente Medio (Siria, Palestina o Yemen), de África subsahariana (Guinea Conakry, Mali o Costa de Marfil) y de la región del Magreb (Marruecos, Argelia o Túnez).

El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados contabilizó que, en el año 2019, accedieron a España un total de 32.513 personas a través de la mencionada Frontera-Sur. Mientras que, 26.168 lo hicieron por vía marítima, atravesando el Mediterráneo desde el norte del continente africano, fueron 6.345 quienes lo hicieron por vía terrestre por las ciudades de Ceuta y Melilla. Por su parte, un total de 740 personas perdieron la vida o desaparecieron. En contraposición a la objetividad de los datos expuestos, es necesario ser conscientes de que detrás de cada número matemático, hay una persona, un rostro y su respectiva historia.

Tal es así, que aún resuenan en mi cabeza las palabras de Asad, un joven yemení de diecisiete años al que atendí en la oficina del Servicio Jesuita a Migrantes en la ciudad de Melilla. Él había llegado sólo a la ciudad, ni sus padres, ni sus hermanos pequeños le acompañaban. Me contaba que había recorrido muchos países, y sus inherentes fronteras, hasta llegar a España; primero cruzó Egipto, luego Mauritania, después Mali y Argelia, y a continuación, Marruecos; un total de cinco países para alcanzar Melilla y su consiguiente posibilidad de solicitar la protección internacional. Asad me contó que tuvo que caminar largos días por el desierto y por la montaña; que, en todo este transcurso, pasó miedo. Me decía que tuvo que dormir en casas ajenas de personas que no le inspiraban confianza, y que los transportistas clandestinos, que cogían su dinero, le embaucaron y mintieron sin cumplir su palabra para llevarle al destino pactado. Asad, me confesó que, para poder cruzar la frontera de Marruecos con España y así, alcanzar la ansiada Melilla, no le quedó más remedio que esconderse en los bajos de un camión. Pero aquí no acababa la odisea, pues continuó confesándome que el centro de menores que lo acoge, es mucho peor de lo que imaginaba: compartiendo colchón con otro chico, hacinamiento… Sin embargo, después de todo, a él, lo que más le preocupa es su familia, que todavía se encuentra en Yemen, un país en guerra dónde la vida y la seguridad no son una garantía.

Por otro lado, cuando cualquiera de nosotros piensa en el concepto de frontera, se nos viene la imagen de esa triple valla de 6 metros de altura coronada con  concertinas que nos separa de África, sí, pero hay otros instrumentos que refuerzan aún más la linea divisoria, quizá menos visibles pero igualmente infranqueables. A los juristas nos preocupa especialmente la excepcionalidad al cumplimiento de la legalidad que, a menudo, se manifiesta en la Frontera-Sur: mediante legislación específica ad hoc, por ejemplo, la disposición adicional décima de la Ley de Extranjería que prevé un Régimen especial de Ceuta y Melilla; mediante la vulneración de derechos reconocidos en el ordenamiento jurídico, por ejemplo, el derecho a la libertad de movimiento consagrado en el artículo 19 de la Constitución que se niega sistemáticamente a los solicitantes de protección internacional en Ceuta y Melilla; o mediante la creación de espacios de No-Derecho en los que se tiende a la arbitrariedad por una ausencia de normativa.

Actualmente, en este contexto pandémico mundial, es conveniente recordar que los territorios fronterizos, si ya de por sí, son focos de vulnerabilidad para aquellos que los recorren por estricta necesidad, con esta extraordinaria situación causada por el virus Covid-19, padecen otro distintivo de marginalidad, pues carecen, por lo general, de medios para cumplir las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud. Tras esta emergencia sanitaria, nos espera, la renombrada, por doquier, nueva normalidad, y es nuestra ineludible tarea la de instaurar una cultura de hospitalidad frente a las políticas públicas de contención de los flujos migratorios. Debemos poner Derechos allí donde haya maltrato, dignidad donde reine la desesperanza y empatía frente a la intolerancia. Ha de ser así, una nueva normalidad también para migrantes y refugiados: para que aquellas personas que tienen el infortunio de caminar al borde de la alambrada, nunca más se vean abocadas a la miseria de la clandestinidad.

María Vieyra Calderoni es abogada de Derechos Humanos y forma parte del equipo Frontera-Sur del Servicio Jesuita a Migrantes-España.

 

 

 

 

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