El éxodo en Venezuela: a propósito del alcance del derecho a no tener que emigrar. Por José Manuel Aparicio

 

La Declaración de los Derechos Humanos de la ONU, de 1948, fue construida sobre el concepto político de la soberanía territorial ligada a la frontera. Esta afirmación no es una obviedad, sino una opción estratégica que, décadas después, sabemos ya que no es la única. La experiencia de la Unión Europea nos ha mostrado la existencia de un concepto que ofrece matices alternativos y que podríamos denominar como soberanía regional, para describir la situación de los Estados en los que la gestión del espacio no es plenamente autónoma, sino sometida a los dictámenes comunes de un conjunto de países vinculados por una serie de tratados. El proceso del «bréxit», avalaría esta hipótesis; y las dificultades en su ejecución, la existencia de un verdadero escenario político diferente.

Quizá, incluso, sean tiempos para repensar categorías que surgieron en momentos históricos incapaces de intuir el desarrollo tecnológico, y especialmente de los medios de comunicación y de transporte, que presiden nuestros días.

En este marco, parece lógica la omisión de un derecho a la migración en un documento como el de la Declaración de los Derechos del Hombre de 1948, en lo que Javier de Lucas denomina como «La herida original de las políticas de inmigración» (Isegoría 26 (2002).

Frente a este esquema, la Iglesia católica, tradicionalmente ha sostenido la reclamación de un derecho a la migración, fundamentado en el principio del destino universal de los bienes, que relativiza el valor de las fronteras como herramienta política, y el alcance de las implicaciones de la soberanía territorial. Así lo afirmó Pío XII en el Radiomensaje titulado La solennitá (01.06.1941), y lo ratificó Juan XXIII en Pacem in terris (11.04.1963). Desde entonces ha constituido uno de los principios irrenunciables en el posicionamiento católico en relación con el problema de los migrantes y refugiados.

El posterior desarrollo de las posibilidades de la comunicación, y la creación de un espacio político novedoso con la aparición de la globalización, exigió un replanteamiento que permitiera situar el derecho a la migración en un entramado conceptual más complejo, capaz de responder a las exigencias de los retos contemporáneos.

Juan Pablo II puede ser considerado como el artífice de toda una Teología sobre las migraciones con capacidad suficiente como para poder ofrecer una mirada de conjunto sobre los diferentes problemas. En su pensamiento, el derecho a la migración debía ser enmarcado en una propuesta de mayores pretensiones y que podría enunciarse como el derecho a no tener que emigrar: «es decir, a vivir en paz y dignidad en la propia patria. Gracias a una atenta administración local o nacional, a un comercio más equitativo y a una cooperación internacional solidaria, cada país debe poder asegurar a sus propios habitantes no sólo la libertad de expresión y de movimiento, sino también la posibilidad de colmar necesidades fundamentales, como el alimento, la salud, el trabajo, la vivienda, la educación, cuya frustración pone a mucha gente en condiciones de tener que emigrar a la fuerza». (Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de las Migraciones 2004).

La situación descrita desde Venezuela responde a esta descripción constatando que no se trataba de un espejismo espiritual o un propósito desencarnado, sino de una propuesta que hunde sus raíces en la tradición eclesial para ofrecer criterios para el discernimiento político, como aplicación concreta del principio del bien común cuya responsabilidad final corresponde al Estado.

Ya es posible hablar de Crisis en Venezuela como categoría histórica para la descripción de las condiciones sociopolíticas protagonizadas por este Estado desde 2013. En el momento actual hace referencia a uno de los desplazamientos masivos más importantes en la historia de Latinoamérica con repercusiones para todos los países de la región.

ACNUR estima en 4 millones los emigrados desde 2010, en 1,6 millones desde 2015 y con previsiones que de en 2018 puedan alcanzar la cifra de 1,8 millones; y se atreve a comparar la situación en magnitud equiparable a la de Siria, con un ritmo medio de 35.000 exilios diarios.

Para los países limítrofes las consecuencias constituyen un desafío para su propio equilibrio: se estima en un millón la llegada a migrantes a Colombia lo que ha exigido la creación de una «tarjeta migratoria» para poder tener un censo provisional de los acogidos, a diferencia de Ecuador y Perú quienes exigen el pasaporte como medida para frenar el flujo. Esta disparidad denota la necesidad de una acción conjunta en la zona para evitar la irrupción de las mafias quienes aprovechan la necesidad de los pasaportes para lucrarse en su obtención, llegándose a pedir hasta 2000 euros por ellos.

La lógica de la soberanía nacional conduce a la adopción de medidas humanitarias, por parte de los países limítrofes. Pero una concepción regional de la soberanía, plantea la exigencia de una intervención más arriesgada y comprometida en el marco de la llamada injerencia humanitaria.

José Manuel Aparicio Malo es investigador del Instituto Universitario de Estudios sobre Migraciones y sus líneas de investigación se centran en religiones y migración; ciudadanía; teología y migraciones.

jmaparicio@comillas.edu

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