La corrupción del lenguaje público

No se nos escapa que el lenguaje ha sido –y es– un elemento motor para el desarrollo y entendimiento de los pueblos y para el fomento de las relaciones humanas. También es sabido que no se trata de un elemento inerte, sino que se renueva día a día, crece y cambia nutriéndose de su propia sustancia.

Las palabras, en tanto que expresión del pensamiento y elementos que configuran el lenguaje, no son en sí ni buenas ni malas, ni sabias ni necias, ni sublimes ni infames. Son sólo palabras, pero del mismo modo que nos servimos de ellas para expresar lo bello, lo digno, lo sublime o lo cotidiano, su empleo malintencionado y tendencioso puede mudar su carácter neutral y convertirlas en herramientas para la deshonra, para manchar un buen nombre, para insultar, para mentir, para engañar, para camuflar la verdad, para edulcorar significados afrentosos, para menospreciar la dignidad de las personas… El lenguaje puede ser fácilmente maleable, acomodaticio o condescendiente según quien lo use y, sobre todo, según sea la intención del usuario. El propósito determina el resultado y éste puede devenir en algo noble o en algo indigno, en algo elevado o en ignominia, afrenta y deshonra. Cuando eso ocurre es que el lenguaje se ha corrompido ética y socialmente.

Las palabras nos permiten decir lo que sentimos y pensamos, son nuestras y con ellas construimos nuestro modo de expresarnos.

Las circunstancias son un factor que determina el uso del lenguaje y no siempre resulta fácil que la intención del hablante y la percepción del oyente respondan a una misma correlación de intereses. Los elementos de este binomio hablante-oyente pueden responder a criterios disímiles, desemejantes, lo que puede dar lugar a interpretaciones equívocas según las diferencias entre uno y otro sean mayores o menores. Pero estas situaciones forman parte del concierto lingüístico interpersonal e intersocial, es decir, no necesariamente se le han de atribuir intenciones inicuas. En tales contextos puede haber corrupción no intencionada e incluso corrupción gramatical que afecte por extravío o inexactitud a alguna de las partes, pero no es a esa corrupción a la que vamos a referirnos en las páginas que siguen.

Todos, en mayor o menor medida, empleamos el lenguaje conforme a nuestra propia conveniencia. La política, la economía, la religión, los medios de comunicación, las organizaciones sociales y empresariales adecuan su idiolecto y su jerga a los intereses a los que sirven, pero cuando se traspasa la línea roja y se cae en el uso pernicioso del lenguaje, se distorsiona la realidad o se miente para conseguir según qué utilidades, se entra de lleno en una práctica que se debería desterrar: la de la corrupción del lenguaje.

El lenguaje puede corromperse desde el punto de vista lingüístico –aspecto que en este trabajo se mencionará, pero en el que no se profundizará– y desde el punto de vista ético y social, que será la esencia de lo que aquí se trate.

Las personas con influencia en la sociedad, ya sean políticos, intelectuales o gente del mundo de la comunicación y del espectáculo, pueden manejar –y manejan con cierta frecuencia– el lenguaje de forma que éste influya sobre el resto de los hablantes y no siempre con consecuencias positivas. Pueden hacer que expresiones que en circunstancias normales son consideradas insultos parezcan inofensivas o que nos acostumbremos a llamar a las cosas con nombres que ocultan la realidad y engañan a los que los leen o a los que escuchan.

Es en ese momento cuando el lenguaje comienza a corromperse, a dejar de ser un medio limpio para convertirse en un arma ofensiva en manos de gente sin escrúpulos y sin ningún reparo en dejar de lado los valores en los que se basa la convivencia.

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