A propósito de los últimos comicios

Agradezco los amables comentarios de Palmira a mis palabras. No podemos consentir el desencanto de la generación joven, ni que se pierdan los esfuerzos e ilusiones despertadas por nuestra transición a la democracia. Estoy sustancialmente de acuerdo con el movimiento del 15-M. Hay que luchar por la democracia real, ¿cómo no?, siempre que se elija la vía pacífica del consenso. A Carlos Cid le agradezco que me ayude a desarrollar mis propias reflexiones tan cercanas a las suyas, que trato hoy de exponer.

Las elecciones del pasado 22-M revelaron, una vez más, los pésimos resultados, que en mi comentario anterior preveía como consecuencia de la radicalización del enfrentamiento político de los dos grandes partidos. Los comentaristas de los medios hablan del “gran batacazo” del partido socialista. Curiosamente el Diccionario de la RAE recoge esta expresión como típica de la lucha electoral. Usamos también el término francés “debacle” equivalente a nuestra expresión “desastre”. Los dos adjetivos, “batacazo” y “desastre” están exigiendo una reflexión más profunda sobre el uso y la circulación de ideas o proyectos en nuestra vida política. Creo que la campaña electoral desbordó sus propios cauces, abandonando los problemas específicos de las comunidades autónomas y de los poderes locales para los que se convocaron las elecciones.

Seríamos miopes si solamente contempláramos las pérdidas del partido gobernante. El mal afecta a toda la democracia española. No son solamente los socialistas los que han perdido mucho poder político. Se ha dado un paso atrás en la convivencia de los españoles. Se ha hecho más difícil el ejercicio del poder político. El monopolio de los dos grandes partidos no es justo. Las grandes organizaciones burocráticas se dejan seducir por el ejercicio del control centralista y la oscuridad de las tesorerías. Tienden a justificar sus vicios con la conquista del poder y hacen de él su único objetivo. Nos sentimos ya amenazados por la dinámica de la partitocracia. Quizá sea éste el problema de nuestro tiempo. Los poderes constituyentes pensaron que iba a ser más fácil la práctica de nuestra convivencia democrática a través del bipartidismo. Y por eso lo favorecieron en la ley electoral.

En el bipartidismo centrista, -en el que se posicionan la mayoría de los españoles que responden a las encuestas del CIS-, aparecen tan próximas las ideologías que en nada justifican actitudes tan polémicas. Ni los unos ni los otros logran convencer al sentido común de los españoles. Cualquier grupo de economistas y sociólogos sin carné de partido lograría con facilidad el consenso en las famosas “medidas para superar la crisis”. Pero la pertenencia a un partido les lleva irremediablemente al enfrentamiento de estrategias por el poder. Me atrevo a sospechar que los votos críticos, ya sea en forma de abstención o en blanco, han sido los únicos recursos de protesta que les dejaron a los electores. Ya en el debate parlamentario sobre la crisis económica, parece que no se quería hablar claro sobre los problemas reales. Interesaba mucho más desprestigiar al adversario. No era un debate de asuntos objetivos, sino de conductas o estrategias. En la campaña electoral se habló mucho más de las personas que de las cosas. Unos y otros trataban de justificar lo injustificable: que la ausencia de diálogo en las Cámaras se debía a la incapacidad e incompetencia del adversario.

Por nuestra parte seguimos pensando que un análisis objetivo de los problemas económicos y sociales de la crisis hubiera servido más para acercar las posiciones de las partes. Las ideas propias del progreso moderno son fáciles de hacerse respetar con razones y no con gestos de desdén o desprecio. Se puso de manifiesto aquel riesgo del gran partido, que se cree propietario de millones de votos, como adoquines bien empedrados en la ruta del poder. Su elocuencia política se deja seducir por aquella más sencilla de descalificar al adversario. Al menos puede conseguir que aumente la abstención entre los militantes del otro partido. Los programas electorales son divergentes, pero ocultan cuidadosamente la convergencia de las “soluciones”. Para crear empleo, para hacer más productiva nuestra economía, para conseguir que funcionen mejor los mercados, etc., no parece que existan grandes distancias, ni doctrinales ni prácticas.

En España, concretamente, y ya desde muy antiguo en los anteriores intentos de democracia, primaron las campañas negativas. En éstas los objetivos reales, los resortes del problema concreto pasan a segundo término. Importan mucho más las personas: embadurnar su honradez, poner en duda su capacidad de gobernar y recurrir a cualquier procedimiento, incluso a la infamia, para ganar votos o conseguir que se abstengan en el campo contrario, basta llenar la escena electoral de valoraciones negativas, especialmente si cuentan con un sistema de difusión potente. La última campaña de Mayo, a nuestro juicio, ha desbordado todas las líneas rojas, no sólo de la política, sino de una mediana educación. Es natural que en las encuestas del CIS se haya llegado a encerrar a los políticos en el término “clase” y que ésta figure entre los tres problemas más preocupantes de los españoles.

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